E
l señor Ichino se detuvo en la entrada del Foso. El plácido murmullo de los técnicos que conversaban se mezclaba con el ding y el tableteo de las perforadoras. El Foso estaba oscuro, su aire estaba rancio. Las consolas enfundadas proyectaban moteados charcos de luz allí donde los hombres controlaban, verificaban y corregían el torrente de información que fluía de ese recinto para trocarse en los ritmos danzantes de los electrones y partir luego hacia el Snark, montado sobre alas electrónicas.
Vio un reloj de pared: faltaban veinte minutos para la reunión. Ichino suspiró, e hizo un esfuerzo de voluntad para relajarse y no pensar en lo que le aguardaba. Entrelazó las manos detrás de la espalda, como lo hacía habitualmente, y entró con paso lento en el Foso, dejando que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Se detuvo frente a su consola personal, inmovilizó un fragmento de transmisión y leyó:
Al servicio del emperador encontró la vida, y combatió contra los bárbaros, y los subyugó. Cuando el emperador se lo ordenó, luchó con extrañas y aviesas criaturas fantásticas, y las derrotó. Mató dragones, y gigantes. Estaba dispuesto a lidiar con todos los enemigos de la Tierra, ya fueran estos mortales o animales o seres de otro mundo. Y siempre triunfó.
Reconoció un pasaje de la leyenda japonesa de Kintaro, incluso en su versión occidentalizada. Hacía varios días el Snark le había pedido a Ichino más testimonios de la literatura antigua de Oriente, y él había aportado todos los textos y traducciones que había encontrado en su colección. Ahora los estaban transmitiendo, cuando el tiempo lo permitía. El señor Ichino se preguntó distraídamente si un programador había seleccionado ese pasaje con premeditación, porque contenía una referencia a «seres de otro mundo». Ese habría sido un comportamiento lamentablemente típico: la mayoría de los hombres allí reunidos no entendía nada de lo que el Snark deseaba saber.
Ichino se dio unos golpes con el dedo sobre los dientes de delante, mientras cavilaba. Los tipos amarillos, cuadrangulares y estilizados, descansaban sobre el verde del tubo, que era un medio absolutamente inapropiado para la delicada trama de un cuento de hadas. Se preguntó cómo lo leería —cómo lo estaba leyendo ya, en ese momento— un artefacto, de cobre y germanio que giraba alrededor de Venus. Todo eso —la callada vehemencia del Foso, los minutos comprimidos que él había vivido durante meses, la sensación inestable de lo que estaba haciendo— parecía formar parte de un complicado rompecabezas. Si él hubiera podido disponer de unos pocos días para ponerlo en orden, para indagar qué ente podía sondear con tanta rapidez la médula de su experiencia personal, y extraerla…
Siguió su marcha. Un técnico hizo una inclinación de cabeza, un ingeniero le saludó en silencio. Correría la voz de que el Viejo estaba en el Foso para su visita cotidiana, los hombres estarían un poco más alerta.
Ichino llegó al compartimiento gráfico y estudió el trabajo intrincado que realizaba en su interior el ordenador. Reconoció inmediatamente el grabado: Desnudo al sol, de Renoir, pintado en 1875 o 1876. Ichino había seleccionado el cuadro sólo dos días atrás.
La luz, filtrada para reducirla a una tonalidad verde azulada, proyectaba trazos sobre los pechos y los brazos de la joven desnuda, y alteraba curiosamente el rubor de la piel que era el sello inconfundible de Renoir. La muchacha miraba en forma cavilosa hacia abajo, sorprendida en el momento de coger una tela indefinida. Ichino la observó durante largo rato, saboreando la ambigüedad de su expresión con un romanticismo anhelante que él conocía como un viejo amigo. Era un solterón empedernido.
¿Y qué conclusión sacaría el Snark? Ichino no se aventuró a imaginarlo. Había respondido bien al Almuerzo de los remeros y había pedido más. Quizá lo había confundido con una especie de fotografía, no obstante la explicación que él había dado acerca de la forma en que el hombre empleaba la pintura.
Meneó la cabeza en ademán negativo mientras miraba cómo el ordenador desmenuzaba escrupulosamente la imagen en diminutos cuadrados de color. El Snark hablaba muy poco. Muchas de las ideas que Ichino tenía respecto a él eran producto de deducciones. De cualquier forma, en el esquema de las peticiones del Snark había algo…
—¿Desea ver algo en especial, señor? —preguntó un técnico, junto a él.
—No, no, todo parece marchar bien —respondió Ichino con tono afable, aunque le habían arrancado bruscamente de su contemplación. Alejó a su interlocutor con un ademán.
Otras consolas parpadeaban a medida que los ocupantes del Foso transmitían datos al Snark. Recordó que en ese momento estaban trabajando con la última edición de una enciclopedia. Habría sido sencillo si se hubieran limitado a irradiar el material, pero los hombres que él supervisaba tenían orden de retocar cada renglón que ponían en clave. El Presidente había aceptado la recomendación de la Comisión Ejecutiva: no se le debía dar al Snark ninguna información científica o técnica detallada. Para garantizar que ello fuera así, construyeron deprisa el Foso.
La mayoría de las consolas operaba con el Código 4 de Ichino, un vocabulario y una matriz de símbolos especialmente diseñados que suministraban una gran densidad de información en cada transmisión al Snark. La Comisión Ejecutiva había reclutado al señor Ichino en los días inmediatamente posteriores al primer contacto, cuando buscaba desesperadamente a un criptógrafo con suficiente experiencia en un nutrido flujo de señales. La elaboración del Código 4 había sido relativamente fácil, porque se inspiraba en los códigos que Ichino ya había confeccionado para las transmisiones secretas a la Base Hiparco de la Luna. Era una clave sencilla y flexible que aparentemente los rusos, los chinos y cualquier otro escucha indiscreto no podría descifrar, pero por supuesto tenía una envergadura limitada. Pronto resultó insuficiente para las preguntas que formulaba el Snark, y pasado ese punto sólo se podría trabajar con fotografías y un vocabulario más vasto.
Como el sistema de seguridad era muy severo, muchos de los codificadores y técnicos desconocían la existencia del Snark. Creían estar trabajando en un proyecto relacionado con la Base Hiparco. Así fue como la responsabilidad de hablar con el Snark recayó sobre Ichino. Para aliviar su trabajo reclutaron a otro criptógrafo, John Williams. Ichino tenía poco contacto con él, porque cada uno de ellos controlaba una parte distinta del programa, que duraba las veinticuatro horas del día. El Snark no dormía nunca.
Pero Williams concurriría a la reunión, recordó Ichino. Se detuvo en medio del reconfortante zumbido del Foso y pasó revista rápidamente a las otras consolas. Allí fluctuaban más imágenes: una goleta de tres palos; figuras rígidas vestidas con ropas del siglo XVI; capas de nubes sobre un mar embravecido. Un alud de información arrojado al Snark, que lo compaginaría a su gusto.
Se volvió y recorrió una hilera de sillones giratorios hasta llegar a la puerta, donde se cruzó con un guardia. Al salir a un corredor iluminado dirigió mecánicamente la mano hacia un objeto que le abultaba el bolsillo de la americana y lo extrajo: una piedra de frote. La sobó con la mano derecha, palpando las texturas suaves y frescas, concentrándose en ellas y distendiéndose merced a un viejo hábito.
Caminó. Ichino se sentía fuera de lugar en esos pasillos deslumbrantes y frescos, y le hipnotizaban los muros de plastiforme, los delgados tabiques, el tableteo de las máquinas de escribir, el susurro lejano de los acondicionadores de aire. En ese momento debería haber estado en una universidad, pensó, desgranando pacientemente las horas en un recóndito reducto rodeado de estantes cargados de libros, desentrañando los matices de la teoría de la información. Envejecía, y cuanto más ascendía, más hostiles eran los hombres con los que trataba, más sutiles eran sus métodos de lucha. Él no estaba preparado para ese juego.
Pero jugaba: siempre lo había hecho. Por amor a los cristalinos enigmas matemáticos que había descubierto en la criptografía, a la búsqueda de una salida, de una escapatoria… Al fin y al cabo, su profesión le había sacado del seno de una familia de inmigrantes radicada en un pueblecito de Oregón y le había llevado primero a Berkeley, después a Washington, y ahora, finalmente, a Pasadena. Había valido la pena todo ese recorrido para encontrarse con el Snark.
Pasó junto a otro guardia de uniforme gris y entró en la sala de conferencias. Era temprano y aún no había nadie allí. Marchó en silencio sobre las alfombras mullidas, hasta la mesa, y se sentó. Sus notas estaban en orden, pero las repasó sin prestar atención a las palabras aisladas. Las secretarias entraban y salían, y depositaban blocs amarillos y plumas frente a cada sillón. Trajeron una cafetera montada sobre una mesilla rodante y la dejaron en un rincón. Un débil estampido hueco arrancó a Ichino de sus confusas meditaciones: estaban probando los micrófonos instalados a intervalos regulares alrededor de la mesa de conferencias.
Una secretaría le entregó la agenda y él la estudió. Sólo contenía la lista de asistentes y no mencionaba el propósito de la reunión. Ichino frunció los labios al leer los nombres: allí habría personas que él sólo conocía como figuras distantes que aparecían en las revistas de actualidad.
Todo en razón de una nave que estaba a muchos millones de kilómetros de distancia. Lo cual no dejaba de resultar irónico, dados los problemas inmediatos y graves que enfrentaba la Administración de Washington. Pero Ichino no se ocupaba de política. En Japón, su padre había recibido una dura lección que le había enseñado a no entrometerse, y había cuidado que su hijo siguiera su ejemplo. Ichino recordaba que había sido renuente a incorporarse a los clubes de poesía y lenguaje en la escuela secundaria, porque le parecía que no era correcto compartir en público las tenues emociones que despertaban en él esas actividades, los matices que evocaban. Quizás era posible escribir al respecto. ¿Pero cómo describir el haiku, si no era con otro poema? Valerse de cualquier otra cosa —de retahílas de palabras, de oraciones explicativas desprovistas de gracia o sutileza— equivalía a triturar la mariposa bajo una bota cubierta de lodo.
Finalmente reunió el valor necesario para incorporarse al club de poesía —pero no al de estudios de francés, que era la otra posibilidad— y no encontró en él nada capaz de asustarle. Las chicas leían sus versos tartajeantes con voz atiplada, nerviosa, y se sentaban entre sonrisas de aprobación, seguidas por las críticas indulgentes del profesor/tutor. En el club había sólo tres varones, pero no los recordaba en absoluto, y ahora las chicas parecían haber confluido en una sola imagen: la de una joven delgada, ondulante, eternamente fría aun con su jersey de Cachemira, con las fosas nasales de un crispado color azul pálido.
Allí no se producían choques de personalidades, de modo que el club sólo significó para él una etapa de transición: aprendió a hablar delante de un grupo en su inglés balbuceante, y no sólo eso sino también a definir y a explicar y, por último, a discrepar.
Eso fue antes de la etapa de las matemáticas, antes de los largos años de concentración de la Universidad, antes de Washington y de las docenas y docenas de máquinas codificadoras que diseñó, de los ensayos sobre criptografía que consumieron sus días y sus noches. Las chicas flacas se convirtieron —alzó la vista— en secretarias con faldas cortas según la moda, que servían café. ¿Y en qué se había transformado él, ese tímido jovencito nipo-norteamericano? En un hombre de cincuenta y un años, bien remunerado, responsable. En un solterón consumido por el trabajo y los hobbies. Medidas claras, precisas… pero exceptuando eso no estaba seguro de nada.
—Soy George Evers, señor Ichino —dijo una voz profunda.
Ichino se levantó rápidamente, con una repentina descarga de inesperada energía nerviosa, murmuró unas palabras de salutación y estrechó la mano del hombre.
Evers sonrió con desgana y lo estudió con una mirada distante.
—Espero que hoy no les quitemos demasiado tiempo. Usted y el señor Williams —hizo un ademán cuando Williams entró y se encaminó hacia la cafetera, con un tijereteo desgarbado de sus largas piernas— son nuestros expertos en el comportamiento cotidiano del Snark, y nos pareció oportuno escuchar las opiniones de ambos antes de abordar los otros temas de la reunión.
—Entiendo —respondió Ichino, sorprendido al descubrir que su voz casi se había reducido a un susurro—. La carta que recibí ayer no especificaba detalles, de modo que…
—Fue una omisión premeditada —le interrumpió jovialmente Evers, introduciendo los pulgares en el cinturón—. Sólo queremos que nos dé una idea informal de las intenciones que, a su juicio, alimenta ese artefacto. Esta Comisión, la Comisión Ejecutiva, en verdad, como la ha bautizado el Presidente, se acerca a una fecha límite, y me temo que tendremos que tomar una decisión inmediata, antes de lo previsto.
—¿Por qué? —preguntó Ichino, alarmado—. Yo pensaba que no corría prisa.
Evers hizo una pausa y se volvió para saludar con un ademán a los colegas que entraban en la sala, e Ichino tuvo la súbita impresión de hallarse frente a un hombre impaciente por poner fin a la espera, como si Evers supiese cuál habría de ser la decisión ulterior y quisiera salir del punto muerto para poner manos a la obra. Observó que la mano izquierda de Evers, que se apoyaba de un modo informal sobre el respaldo de un sillón, temblaba un poco.
—Ese artefacto no está dispuesto a seguir esperando —anunció Evers, volviéndose—. Nos lo comunicó hace dos días.
Antes de que Ichino pudiera contestar, Evers hizo una inclinación de cabeza y se alejó para intercambiar apretones de manos con los hombres que llenaban el recinto, vestidos con trajes y con americanas deportivas. Williams, que estaba sentado al otro lado de la mesa, le interrogó con la mirada.
Ichino contestó con un ostensible encogimiento de hombros, satisfecho de poder parecer tan despreocupado. Miró en torno. Reconoció algunos de los rostros. Nadie era tan importante como Evers, a quien correspondía el ambiguo título de asesor presidencial. Evers se encaminó hacia la cabecera de la mesa, sin dejar de hablar con los hombres que tenía más cerca, y se sentó. Otros que habían estado en pie ocuparon sus asientos y las secretarías dejaron la cafetera librada a sus propios medios.
—Caballeros —dijo Evers, abriendo la sesión—. Como ustedes saben, deberemos apresurar los trámites, para cumplir el nuevo plazo que nos ha fijado el Presidente. Hablé con él esta mañana. Está muy preocupado y espera poder estudiar las recomendaciones de esta comisión.
Evers se sentó con los brazos cruzados sobre la mesa, delante de él, mientras paseaba la vista sobre las dos hileras de hombres.
—Todos ustedes han visto… disculpen, todos menos los señores Williams e Ichino aquí presentes, han visto los mensajes llegados del Snark, en los que este solicita un cambio de programa. —Se interrumpió para dejar pasar el rumor de risas corteses—. Estamos aquí para estudiar las distintas contingencias que podría crear la entrada del Snark en una órbita próxima a la Tierra. —Hizo un ademán en dirección a Ichino—. Hoy estos dos hombres han sido invitados por esta comisión y se hallan aquí sólo para ponernos al tanto de la información no esencial que la División ha estado enviando al Snark. Por supuesto, no son miembros de la Comisión Ejecutiva propiamente dicha.
Bajo la luz lechosa, su piel emitió un reflejo cuando giró hacia las hileras de hombres alineados, con los blocs amarillos dispersos al azar delante de ellos. Algunos de ellos ya tomaban notas.
Evers se arrellanó, relajándose.
—El Snark permaneció en la órbita de Venus para mantener una comunicación clara con nosotros, por intermedio de nuestro satélite. Pero tanto nosotros como él ya hemos transferido nuestro… eh… diálogo, a canales más fluidos. Nos comunicamos directamente, sin necesidad de recurrir al satélite. Ahora el Snark quiere venir a la Tierra.
—Para estudiar nuestra biosfera desde cerca —intervino un hombre flaco, que estaba sentado a la izquierda de Evers—. Cosa que no creo.
Los ojos se volvieron hacia él. Ichino reconoció a un destacado especialista en teoría de juegos, del Hudson Institute. Vestía un traje de tweed excesivamente holgado y le rodeaba una guirnalda azul formada por el humo de su pipa.
—Pienso que el Snark… así es como lo ha bautizado Walmsley, ¿verdad?… nos ha estudiado muy bien desde Venus —prosiguió—. Recuerden qué es lo que nos pide: un cúmulo de información cultural, fotografías, arte. Ningún elemento científico o técnico. Probablemente estos los puede inferir, si los necesita, de los programas de radio y tridimensional.
—Exactamente —dijo un hombre sentado más adelante. Hubo otros ademanes de asentimiento.
—¿Entonces qué viene a hacer a la Tierra? —preguntó Evers.
—¿Querrá estudiar detenidamente nuestras defensas? —conjeturó alguien sentado hacia la mitad de la larga mesa.
—Quizá, quizá —respondió Evers—. Según los militares es posible que al Snark no le interese nuestro desarrollo tecnológico. Por las mismas razones por las cuales a nosotros no nos preocuparían las lanzas de los nativos de los Mares del Sur si quisiéramos utilizar sus islas como bases.
—A mí me preocuparían —comentó un hombre moreno—. Son muy afiladas.
Evers tuvo el control suficiente para retrasar prudentemente su sonrisa durante un segundo, y después la dejó ensancharse, como si fuera un altanero tajo blanco.
—De eso se trata, precisamente. No puede estar seguro, si no nos observa desde más cerca.
—El Snark ya nos ha observado —murmuró el especialista del Hudson Institute—. Valiéndose de la mujer de Walmsley.
A lo largo de la mesa corrió un murmullo de aprobación. Ichino había oído rumores al respecto, y esa era la confirmación.
—Caballeros —dijo Evers—, hemos visto el texto de la petición del Snark. Es muy enérgica. Guiándome por su anterior sugerencia —hizo un ademán en dirección al especialista del Hudson Institute, que volvía a encender su pipa—, hablé con el Presidente. Este me autorizó a enviarle el visto bueno al Snark. Yo mismo redacté el mensaje porque no había tiempo para consultar con ustedes el texto exacto, y acaban de informarme que nuestro satélite de Venus ha detectado la reactivación de la tobera de fusión del Snark.
Hubo un hervidero de comentarios alrededor de la mesa. Ichino se repantigó, reflexionando.
—Le expliqué a este… ente… que al principio no sabíamos si sus intenciones eran cordiales. Omití mencionar que aún no lo sabemos.
—¿Qué contestó? —preguntó el especialista.
—Solicitó autorización para girar alrededor de la Tierra. Siguiendo mi consejo, el Presidente envió una contrapropuesta consistente en que el Snark orbite alrededor de la Luna, durante un tiempo, para que los hombres apostados allí, y en sus proximidades, puedan observarlo. Una suerte de inspección mutua, por así decir.
El hombre del traje de tweed resopló vigorosamente y dijo:
—Podríamos hacerlo mejor si entrara en una órbita próxima a la Tierra.
—Es cierto —manifestó Evers—. Supongo que puedo limitarme a resumir nuestras dudas anteriores. —Se inclinó hacia delante, con el rostro fruncido—: Se trata de los motivos por los cuales no tomó la iniciativa para entablar contacto con nosotros. Tuvo que tomarla la Comej. Entonces, y sólo entonces, respondió.
—La exploración de sistemas solares desconocidos debe de ser una actividad que entraña grandes riesgos —comentó mansamente el hombre del traje de tweed.
—Para ambas partes —dijo Evers con una hueca risa jovial. Ichino reflexionó que al éxito le acompaña la reputación de sabiduría, aunque sólo sea en la imaginación de los triunfadores—. Pero quizá deba explicarme. La idea de orbitar alrededor de la Luna se nos ocurrió en razón de un plan alternativo del Estado Mayor Conjunto. Supongo que no necesito agregar que esto no lo hemos discutido con las Naciones Unidas. —El recinto se pobló de risitas—. Bien, ese plan será más eficaz si el Snark se detiene cerca de la Luna. Esto lo aislará, lo localizará, dentro de nuestra zona de operaciones.
—¿Y? —preguntó el fumador de pipa, con los labios apretados en una mueca amarga.
—A juicio del Estado Mayor, y del equipo teórico que lo respalda, es muy sospechoso que el Snark alegue que no sabe nada, absolutamente nada, acerca de sus orígenes. Me han comunicado que un análisis factorial minimáximo de esta situación indica que es posible que el Snark esté sonsacando lo más posible, sin incurrir en el riesgo de suministrar información potencialmente útil. Por ahora no puedo agregar nada más —miró a Williams y a Ichino, y al darse cuenta de que lo había hecho desvió rápidamente la vista—, pero volveré a abordar el tema más adelante. Sólo agregaré que según el Presidente, la hipótesis parece plausible.
Ichino frunció el entrecejo. «¿El Estado Mayor Conjunto?», pensó. Trató de entender las connotaciones y perdió la ilación de las palabras de Evers hasta que le oyó decir:
—… primero escucharemos al señor Ichino, que ha compartido la codificación y selección de datos para el Snark. ¿Señor Ichino?
Tenía las ideas muy embrolladas. Dijo prudentemente:
—El Snark quiere saber muchas cosas. Apenas he empezado a hablarle de nosotros. No soy de ninguna manera el más competente…
Ichino se interrumpió. Los miró, a lo largo de la mesa. Comprendió que siempre se había controlado ante hombres como esos, hombres de rostros impenetrables. Y no podía hablar con ellos, no podía dejar que afloraran sus sentimientos tiernos.
—He descubierto —balbució, con la mente poblada de impulsos e imágenes fugaces—…, he descubierto algo que de ningún modo había previsto.
Miró sus ojos inexpresivos y sus semblantes impasibles. Permanecieron callados.
—Empecé por una clave sencilla, fundada sobre analogías aritméticas con palabras. El aparato la entendió inmediatamente. Iniciamos una conversación. No averigüé nada acerca del artefacto… esa no era mi misión. Creo que nadie ha averiguado nada… Pero… lo que me maravilló… —las palabras, no encontraba las palabras—… fue su ductilidad. Hablamos de matemáticas elementales, de física, de la teoría de los números. Me dio lo que yo interpreto como una prueba del Último Teorema de Fermat. Su mente salta sin ninguna dificultad de un tema a otro. Cuando hablaba de matemáticas lo hacía de forma fría y eficiente, sin palabras superfluas. Después me interpeló sobre la poesía.
El hombre del traje de tweed observaba atentamente a Ichino y chupaba su pipa, que se había apagado.
—No sé cómo descubrió la poesía. Quizá mediante la publicidad radial. Le dije lo que sabía y le di ejemplos. Pareció entender. Más aún, el Snark empezó a formular preguntas sobre el arte. Le interesaba todo, desde los óleos hasta la escultura. Me ocupé de resolver los problemas de codificación implícitos, hasta el punto de suministrarle el tramo exacto del espectro electromagnético para contemplar los cuadros que irradiábamos. —Separó las manos y habló más deprisa—. La sensación es la misma que experimentas cuando estás en una habitación y hablas con alguien a quien no puedes ver. Es inevitable que le asignes una personalidad a tu interlocutor. Yo converso todos los días con el Snark. Quiere saberlo todo. Y cuando hablábamos sobre temas distintos, tenía una sensación de… de diversidad, como… como…
Ichino vio los ojos escrutadores de Evers y se apresuró, tropezando con las palabras.
—… como si estuviera hablando cada vez con una personalidad distinta. Con un matemático, con un poeta, que un día incluso escribió sonetos, con un científico y con un artista… Es tan multifacético que yo…
Ichino se interrumpió porque sintió que la atmósfera se tensaba alrededor de él, que los hombres sentados en torno a la mesa se replegaban. Disertaba sobre temas ajenos a su competencia. Era sólo un criptógrafo, sin preparación para…
El hombre del traje de tweed apretó los labios y se volvió a medias con una fina sonrisa condescendiente.
Frente a Ichino, Williams miró con talante abstraído al aire que les separaba y dijo lentamente:
—Ya veo, ya veo, sí. Esa era la sensación. No lo había examinado en esos términos, pero…
Williams apoyó las palmas de ambas manos sobre la mesa, como si quisiera tomar impulso para levantarse, y su vista recorrió la mesa de un extremo al otro con súbita energía.
—Tiene razón, el Snark es así. Es un conglomerado de personalidades que operan casi independientemente.
Ichino miró a ese hombre que compartía su trabajo y notó por primera vez que el contacto con el Snark también había cambiado a Williams. Esta comprobación le levantó el ánimo.
—Independientemente —confirmó Ichino—. Eso es. Intuyo muchos aspectos de esta personalidad, cada uno de los cuales es una faceta separada, y detrás de ellos hay algo… más portentoso. Algo que no puedo discernir…
—Tiene más envergadura —intervino Williams—. Lo que ocurre, sencillamente, es que sólo vemos parcelas del Snark.
Ambos hombres intercambiaron una mirada, sin capacidad para traducir en palabras la inmensidad que vislumbraban.
—Creo, caballeros, que se han apartado del tema —dijo Evers—. Les pedí que describieran la magnitud del material que solicitó el Snark, y no sus reacciones metafísicas.
Se oyeron algunas risitas nerviosas. En torno a la larga mesa, Ichino vio las mentes agazapadas pocos centímetros más atrás de los ojos entrecerrados, juzgando, pesando, negándose a sentir.
—Pero esto es importante… —empezó a argumentar Williams.
Evers alzó la mano para interrumpirlo. Ichino vio en ese ademán la prueba definitiva de la razón por la cual Evers era asesor presidencial y él no.
—Le agradeceré, señor Williams, que deje que esta Comisión Ejecutiva se ocupe de determinar lo que es importante y lo que no lo es.
Las facciones de Williams se pusieron rígidas. Miró por encima de la mesa. Ichino inhaló profundamente, para serenarse, y superó a duras penas su confusión.
—Ya lo ha determinado, ¿verdad? —le dijo a Evers. Escudriñó el rostro de Evers, la camisa blanca que iluminaba sus sombras, y le pareció que algo fluctuaba en el fondo de sus ojos—. Esto sólo es una farsa —dictaminó con certidumbre.
—No sé qué cree…
—Quizá sea cierto que usted no lo sabe. Tal vez aún no se lo ha confesado a usted mismo. Pero planea hacer algo monstruoso, señor Evers, porque si no, nos escucharía.
—Oiga…
—No quiere saber lo que pensamos.
Se produjo una agitación incómoda en el recinto. Ichino fijó su mirada en Evers, resistiéndose a desviarla. El silencio se prolongó. Evers parpadeó, miró en otra dirección, y levantó la mano con demasiada naturalidad para tocarse el mentón y ocultar su boca.
—Creo que lo mejor será que ustedes dos se vayan —manifestó Evers con un tono curiosamente aplomado.
No se oyó otro sonido. Ichino, con las manos fuertemente cerradas sobre las notas que tenía frente a él, experimentó una súbita y extraña intimidad con Evers, la sensación de que lo reconocía. En las arrugas en torno a su boca leyó una expresión que había visto antes: la del ejecutivo espabilado inteligente, que, merced a un instinto seguro, se sabía poseedor del temple indispensable para tomar resoluciones cuando otros no eran capaces de hacerlo. A Evers le encantaba la contraposición de un argumento con otro, la discusión de alternativas, probabilidades y planes. Vivía para adoptar decisiones difíciles.
Ichino se puso en pie. A esos hombres les resultaba imposible permanecer inactivos, aunque ello fuera lo mejor. El poder exigía acción. La acción engendraba el drama, y el drama… era la gloría.
Ahora se me ha escapado de las manos, pensó.
Williams salió detrás de él, pero Ichino no se detuvo para conversar. Por ahora sólo quería salir del edificio, evadirse del peso ominoso que le abrumaba.
Hay tempestades que se sienten cuando aún no se ven. Dudaba que volvieran a permitirle que entrara en el Foso para hablar con el Snark. Ahora era un elemento peligroso. La idea le fastidió, pero la apartó de su mente. Firmó el registro en la salida más próxima y empujó la puerta de cristal para marchar al encuentro del aire primaveral de Pasadena. Era casi mediodía.
Aún llevaba consigo el bloc amarillo y sus notas, con las páginas estrujadas en el puño. Mariposas bajo la bota. Al bajar la escalinata se sintió envuelto por un torbellino y, soltando las hojas, soltándolo todo, corrió. Corrió.