A
lexandría insistió en que fueran a la casa de los Lubkin. La idea despertó, quién sabe por qué, su interés, y encendió un destello de vida en sus ojos. Ella siempre había asimilado mejor que él el espíritu de las vacaciones, y ahora las primeras semanas de diciembre le levantaron el ánimo. Nigel lo comentó con Hufman. El médico, que se atenía a los informes del laboratorio, comentó que tal vez Alexandría había llegado a un nivel de equilibrio estable. Quizá los medicamentos estaban actuando. Era posible que la enfermedad no siguiera avanzando.
Alexandría mejoró aún más, como si se estuviera ciñendo a un plan prefijado. Compró un vestido que dejaba elegantemente al desnudo su pecho izquierdo y eligió para Nigel una camisa con volantes en las mangas. Cuando llegaron a la fiesta de los Lubkin, Nigel se sintió conspicuo con esa prenda, pero al cabo de media hora había vaciado casi toda una botella de vino tinto chileno que había encontrado en el bar. Alexandría era la de antes: se instaló en un ángulo de la sala y los invitados, casi todos vinculados al JPL, se fueron reuniendo gradualmente alrededor de ella. Nigel conversó con unas pocas personas conocidas, pero por una razón extraña no se puso en movimiento el flujo de palabras entre la mente y la lengua. Merodeó por la casa de Lubkin, contemplando la niebla vespertina que ascendía hacia ellos entre una hilera de Jacarandas. La casa era de nuevo estilo, de piedra tallada y delgadas planchas de madera, con inmensas ventanas ovaladas que se abrían sobre el paisaje brumoso de Pasadena.
—Nigel, pensé que le gustaría conocer al señor Ichino.
Nigel se volvió pesadamente. La presentación fue inesperada y Nigel no estaba preparado para encontrarse con el hombre de baja estatura y de aspecto vehemente que le tendió la mano. Generalmente pensaba que las facciones japonesas eran impasibles e inescrutables, pero este hombre parecía irradiar una silenciosa efervescencia aun antes de hablar.
—Ah, sí… —Intercambiaron un apretón de manos—. Me han dicho que usted tendrá a su cargo la telemetría y los acoplamientos de ordenadores de Houston.
—Sí, así es —respondió Ichino—. Hasta ahora he estado supervisando los aspectos generales del problema. Debo decir que la forma en que usted ha organizado el plan de búsqueda del Snark es admirable.
Al oír esta última frase, Lubkin se puso rígido.
—Lo siento —se apresuró a agregar Ichino—. No volveré a hablar en estos términos en público.
El rostro de Lubkin, tenso y ofuscado, se relajó ligeramente. Asintió, miró un momento a los dos hombres, indeciso, y después murmuró algo acerca de que debía ocuparse de las bebidas, y se fue. Ichino comprimió los labios para disimular una sonrisa. Él y Nigel cruzaron una mirada. Por un instante la comunicación fue perfecta.
Nigel lanzó una risita.
—El arte —dijo, sorbiendo su vino—, ha sido definido como la forma de trabajar expeditivamente dentro de un marco de limitaciones.
—Entonces somos artistas —comentó Ichino.
—Pero no por nuestra voluntad.
—Es cierto. —Ichino sonrió.
—¿Ya ha detectado el… eh… artefacto?
—¿Detectarlo? —Una arruga frunció la frente de Ichino, de color nogal—. ¿Cómo?
—Con el radar. Utilice conjuntamente el Arecibo y el gran sistema de Goldstone.
—¿Dará resultado?
—Sospecho que sí.
—Pero todos saben que no podemos seguir con el radar las sondas del espacio profundo.
—Porque son demasiado pequeñas. Admito que nunca hemos visto el… artefacto, de modo que no conocemos sus dimensiones. Pero utilicé la luminosidad aparente de su llama de fusión para calcular la masa que empujaba ese reactor.
—¿Es grande?
—Muy grande. No puede medir menos de uno o dos kilómetros por cada lado.
—¿Dos kilómetros? Con el Arecibo sería fácil…
—Precisamente.
—¿Se lo ha dicho al doctor Lubkin?
—No. Pensé que alguien ya debería haberlo estudiado.
De la expresión de Ichino, Nigel dedujo claramente que seguía en vigor el estilo habitual de Lubkin: este hacía lo que le ordenaban. Al diablo con las innovaciones y adelante a toda máquina.
Pasó una bandeja cargada de comestibles. Nigel cogió un poco de pasta violeta de algas y la untó sobre un bizcocho. Se sintió súbitamente hambriento y manoteó un puñado de tabletas de trigo. Pidió al camarero que le sirviera más vino tinto chileno.
Ichino había llegado a la mitad de una prolija relación de lo que sucedía con la búsqueda del Snark —endemoniadamente poco, según parecía— cuando llegó el vino tinto. Nigel dejó que le escanciaran una ración generosa e hizo un ademán expansivo.
—¿Qué le parece si nos movemos un poco?
Ichino lo siguió en silencio, haciendo tintinear el hielo en su bebida aguada. Nigel se internó por un pasillo y empujó una puerta entreabierta. La sala de recreo de la familia. Paseó la mirada sobre los habituales muebles de red, la consola y los simulosensores.
—Pantalla grande, ¿eh? —Se encaminó hacia la tridimensional perlada. La encendió.
Un hombre vestido con un uniforme anaranjado y negro, y armado con una espada larga y ensangrentada, despanzurraba a una joven…
El ser equipado con aletas dorsales plateadas hizo un ademán explícito, sonriendo, con los ojos fijos. ¿Macho? ¿Hembra? ¿Ambiguo? Murmuró complacido, contoneándose…
—Un poco fuerte, ¿no le parece?
—Quizá no deberíamos espiar las selecciones de su canal privado… —comentó Ichino.
—Es cierto —respondió Nigel. Sintonizó uno de los circuitos públicos—. Hacía mucho que no veía una pantalla de estas dimensiones.
Una imagen multicolor tomó forma. Los dos hombres la contemplaron durante un momento.
—Ah, es un criminal en hibernación; ¿ve? —dijo Nigel—. Y se ha propuesto destruir el complejo subacuático, de modo que esa mujer, la del vestido rojo… —Se interrumpió—. Espantoso, ¿verdad? —Sintonizó otro canal.
Los cuerpos aceitados ondulaban en largas hileras. Formaron los círculos anulares sagrados bajo el fulgor de los focos situados fuera del campo visual de la cámara. Estos focos no eclipsaban la hoguera de leña que ardía vorazmente en el centro, proyectando surtidores de chispas hacia arriba. Los pies redoblaban sobre la tierra gastada. Un gong marcaba el compás. Girar. Darse la vuelta. Redoblar. Cantar.
—Aún peor que antes —comentó Ichino plácidamente. Estiró la mano hacia el control.
Nigel lo detuvo.
—No —dijo.
Cantos, rotaciones vertiginosas, cuerpos brillantes, bañados en sudor. El coro deshilvanado cobró fuerza.
Correr vivir saltar bullir
Desbordar amar volar morir
Sólo una vez y al unísono
Alegre cantar eterno amar.
Los círculos anulares describían su órbita alrededor del fuego central. Girar. Darse la vuelta. Redoblar. Cantar.
—En general —comentó Nigel, arrastrando las palabras—, creo que preferiría el opio como religión de las masas.
—Pero en eso se equivoca, señor —dijo una voz desde la puerta.
Un nombre rechoncho estaba allí en compañía de Alexandría. Sus ojos centelleaban entre los pliegues de carne y lanzó una risa profunda.
—Necesitamos pan y circo. No podemos suministrar infinito pan. De modo que… —Hizo un ademán expansivo con las manos abiertas—. Infinitos circos.
Presentaciones: era Jacques Fresnel, francés, y estaba realizando dos años de estudio en Estados Unidos. («O en lo que queda de ellos», corrigió Nigel. Fresnel asintió con expresión incierta). Su especialidad eran los Nuevos Hijos, con todas sus ramas y afluentes. De modo que Alexandría había entablado conversación con él y, al intuir la posibilidad de una controversia interesante, le había guiado hasta Nigel. (Y Nigel experimentó un arrebato de alegría ante este síntoma de renovada vivacidad, a pesar de que el de los Nuevos Hijos no era su tema favorito. Ella se codeaba con la gente y volvía a disfrutar de las cosas, y en esa fiesta demostraba ser más sociable que él).
—Usted verá, señor, son el cemento social —continuó Fresnel. Sostenía el vaso entre dos manos enormes, como si se dispusiera a triturarlo, y miraba fijamente a Nigel—. Son necesarios.
—Para cohesionar las bases —dijo Nigel con parsimonia.
—Correcto, correcto. Esta misma semana se han fusionado con varios cultos protestantes.
—Esos no eran cultos. Eran estructuras administrativas sin feligreses que les permitieran sobrevivir.
—Desde el punto de vista social, la unificación es lo más importante. Una nueva ligazón. Una reestructuración de las relaciones grupales.
—Nigel —intervino Alexandría—, él opina que son un signo promisorio.
—¿De que?
—De la muerte de nuestra cultura Sensorial Tardía —respondió Fresnel con tono grave.
—¿Y qué la sustituirá…, el fanatismo?
—No, no —Fresnel desechó la idea—. Nuestro arte Sensorial menguante ya está siendo barrido. Basta de vacuidades y excesos. Optaremos por lo Armonioso-Ascendente-Ascético.
—¿Basta de nazis despanzurrando rubias para estimular emociones en la tridimensional?
Alexandría frunció el ceño y miró la pantalla perlada de Lubkin, que ahora estaba en blanco.
—Claro que no. Tendremos temas míticos, arte intuitivo, obras de una intención latente sublime. No necesito subrayar que estos son sentimientos que por desgracia nos faltan a todos, tanto en Europa como aquí y en Asia.
—¿Qué vendrá a continuación, después del Sensorial? —preguntó Alexandría.
—Bien, estas son ideas modificadas, tomadas del bosquejo estrictamente esquemático de Sorokin. Por supuesto, podríamos pasar al Heroico-Prometeico —hizo una pausa, sonriéndoles—, ¿pero quién espera eso? Nadie se siente prometeico en estos tiempos, ni siquiera en su país.
—Estamos edificando la segunda ciudad cilíndrica —dijo Ichino—. Ciertamente la construcción de otro mundo…
—Una fluctuación —exclamó Fresnel jovialmente. Se golpeó el chaleco con un dedo—. Yo siempre soy partidario de estas aventuras. ¿Pero cuántos pueden ir a las… las cilcits?
—Si las levantamos lo suficientemente deprisa con materias primas de la Luna… —empezó a decir Alexandría.
—No basta, no basta —afirmó Fresnel—. Siempre existirán esas innovaciones, y son positivas, pero la orientación general está clara. Las últimas décadas, con todos sus horrores…, ¿qué hemos aprendido? Siempre habrá disidentes, cismáticos, aberrantes, aplazados, desertores, clandestinos, incluso herejes, y por supuesto, conformistas renuentes o nominales.
—Son la mayoría —arguyó Ichino.
—¡Sí! ¡La mayoría! De modo que para hacer algo útil con ellos, para canalizar y encauzar esa estupenda energía, nosotros, nosotros debemos colocar todo esto…, ¿cómo se dice?… bajo un mismo techo.
Fresnel unió las puntas de los dedos para formar una pirámide, y las piedras de sus sortijas parecieron gárgolas.
—Los Nuevos Hijos —manifestó Nigel.
—Una auténtica innovación cultural —respondió Fresnel—. Muy norteamericana. Como sus mormones, aportan todos los elementos que les faltan a las religiones tradicionales.
—Revuélvase, condiméntese a gusto y sírvase —comentó Nigel.
—No les das una verdadera oportunidad, Nigel —protestó Alexandría con tono repentinamente serio.
—Y que lo digas. ¿Alguien quiere beber? —Cogió el vaso de Alexandría y se encaminó hacia el bar.
La alfombra parecía confeccionada con un material esponjoso que lo levantaba ligeramente en el aire después de cada paso. Navegó entre grupos de personas que trabajaban en el JPL, distribuyendo de vez en cuando sonrisas automáticas y eludiendo el contacto con los demás. En el bar recogió un cesto de pepitas de calabaza, tostadas, saladas y crujientes. El tinto chileno había desaparecido, de modo que lo sustituyó por un Burdeos anónimo. Ichino se materializó a su lado.
—Si no me equivoco, usted sigue figurando en las listas de astronautas en activo, ¿verdad, señor Walmsley?
—Hasta ahora sí. —Vació el Burdeos y le tendió el vaso al camarero para que volviera a llenarlo.
—¿Debe cuidar el peso?
—Tiene un buen ojo. Muy bueno. —Nigel se clavó un dedo en el abdomen—. He engordado un poco.
—El alcohol tiene muchas…
—Correcto. Si se exceptúa el cemento, que según presumo nadie come a puñados, no hay nada peor que las bebidas fuertes (me encanta esta frase) para ganar kilos. Pero el vino, y cuanto más seco mejor, no es una bebida fuerte. Hay pocas más calorías en un vaso que en algunos gramos de nueces sintéticas. Si es que aún se pueden conseguir nueces sintéticas, claro está.
Se interrumpió, consciente de que quizás hablaba demasiado. Ichino aceptó solemnemente el consejo de Nigel y le pidió al camarero una cerveza. Nigel miró con expresión enigmática cómo subía la espuma helada.
—¿Volvemos al sociómetra? —preguntó, y ambos retornaron a la sala de recreo.
Se había formado un pequeño corrillo alrededor de Fresnel. La mayoría de los allí reunidos tenía el cabello renegrido, a la moda, y recortado exactamente a la altura de los hombros. Debatían lo Humanístico-Secular. El primer punto en discusión era el hecho de que el Papa usara guantes electrónicamente sensibilizados, y si esto implicaba que se aliaría a los Nuevos Hijos. Los medios sostenían que los dos bandos estaban negociando, y un acoplamiento cibernético-humano había pronosticado, fundándose sobre parámetros sociométricos reconocibles, que los católicos serían absorbidos en un plazo de tres años.
Nigel le hizo una seña a Alexandría y se alejaron insensiblemente. En ese momento apareció Shirley, que llegaba tarde. Besó a Alexandría y le pidió a Nigel que le trajera una bebida. Cuando Nigel volvió, Alexandría conversaba con unos soviéticos, y Shirley lo llevó aparte.
—¿Vendrás con nosotras?
—¿Adónde?
—A ver a la Inmanencia. Nos gustaría que nos acompañaras.
Él estudió sus ojos, profundamente implantados sobre los pómulos altos, para asegurarse de que hablaba en serio.
—Alexandría mencionó el plan.
—Lo sé. Me dijo que no progresa. Tú te limitas a cerrarte como una ostra.
—No veo qué podemos ganar realmente discutiendo tonterías.
—Aparentemente no te gusta hablar con nosotras de nada —espetó Shirley con repentina vehemencia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Nigel, erizándose.
—Ohhh. —Shirley le pegó un puñetazo a la pared con énfasis dramático. Hizo girar los ojos en las órbitas y Nigel no pudo contener una sonrisa. «Debería haber sido actriz», pensó él—. Nigel, maldito seas, no te flexas ante esta contingencia.
—Disculpa, no entiendo el argot.
—Ohhh. —Volvió a hacer girar los ojos—. Tú y tus fetiches semánticos. Muy bien, te lo diré con una sola palabra. Alexandría y yo ya no sabemos dónde estás.
—Mierda, estoy casi todo el día con ella.
—Sí, pero… ¡Dios mío!… quiero decir emocionalmente. Sigues ocupándote de este asunto, el que sea, en el JPL. Lees tus condenados libros de astronomía. Ahora Alexandría te necesita más…
—Y me tiene —respondió Nigel con tono un poco cortante.
—Vives encerrado en ti mismo, Nigel. Quiero decir que algo se filtra, pero… —Shirley frunció el entrecejo, con expresión centrada—. Nunca lo he pensado antes, pero creo que tal vez es por esto por lo que encajas en una tríada. Eso no sucede con la mayoría de los hombres, pero tú…
—Yo imaginaba que una tríada exige más comunicación, no menos.
—Supongo que sí, de cierto tipo. Pero Alexandría es el centro. Nuestra órbita gira alrededor de ella. No es una auténtica relación trilateral.
Se recostó contra la pared acolchada del pasillo, con los hombros encorvados hacia delante, estudiando la alfombra. Su pecho izquierdo, desnudo, pendía como una lágrima en la tenue penumbra, y su vértice parecía una mancha marrón. De pronto, Nigel la vio más inerme, más vulnerable de lo que le había parecido últimamente. Su vestido estaba recogido a la altura de las caderas y los pechos y le confería un aire de desnudez, como si la tela la protegiera sin ocultar. El óvalo del pecho izquierdo colgaba como un ojo dentro de un estrato profundo de su ser.
Nigel suspiró. Se dio cuenta de que el aliento brotaba de él como un espeso vaho alcohólico, un litro de una sustancia tan concreta que casi esperó ver cómo la nube flotaba en el corredor, con independencia del aire habitual.
—Supongo que tienes razón —dijo Nigel—. Si quieres, iré a ver a ese tipo. Pero tendrá que ser antes de nuestra partida… para la que falta una semana.
Shirley asintió en silencio. Lo besó con extraña circunspección.
Tres personas salieron de una habitación contigua, conversando, y la emoción que les unía se disipó.
Ichino se fue temprano. Demasiado temprano, pensó Nigel confusamente, porque ese hombre le había caído simpático a primera vista. Además, era una fiesta estupenda, estupenda de verdad. Las anteriores tertulias de Lubkin habían sido las más aburridas entre otras muchas igualmente infaustas que pululaban alrededor de las moribundas delicias de la Navidad. «Salve el espíritu de la Navidad», pensó, mientras hacía otra visita al bar. Se había agotado el Burdeos pero había un pasable clarete de California que lo reconfortó. Lubkin no escatimaba el vino, lo cual era un mérito. Nada de tintos baratos de California ni de mezclas misteriosas. Nigel era vagamente consciente de que había cogido una mona formidable. Mejor aún, cogida a expensas de Lubkin. Sentía deseos de buscarlo y agradecérselo elocuentemente, mientras trasegaba una generosa ración delante de sus propias narices.
Se decidió a cumplir esa misión y descubrió que tenía que sortear un recodo sorprendentemente difícil para salir de la sala de juergas. (¿Acaso Lubkin autorizaba una juerga ocasional en la sala de juergas? ¿Sólo una o dos dulces decapitaciones, en colores vividos, con hachas chinas y todo lo demás? No, no, la naturaleza escandalosa de ese trabajo lo agraviaría). El ángulo del recodo era obtuso, opaco. Había observado que la configuración del piso era pentagonal, con excrecencias esporádicas, ¿pero qué debía hacer para orientarse?
Se sentó para despejarse la cabeza. La gente pasaba como bajo una campana de vidrio.
Caviló sobre el ángulo opaco. Curiosidades del idioma: «ángulo», con una pequeña modificación, se trocaba en «ángel». Fácil, muy fácil. Esa maniobra transformaba lo reconfortantemente euclidiano en —abracadabra— lo ortodoxamente religioso. Unas pocas letras podían salvar ese vasto y eterno abismo. Absurdamente fácil.
Se levantó de nuevo y salió de la habitación. En la sala de estar divisó tierra, en las personas de Shirley y Alexandría. Eran los focos del habitual corrillo de técnicos del JPL, hombres de cabello corto que aún llevaban los bolígrafos económicos prendidos en los bolsillos de la camisa. Sonrieron con aire desvaído cuando él se acercó, como si acabaran de despertarlas con un zarandeo.
Nigel sobrevoló superficialmente estas constelaciones y después rebotó de una conversación a otra en la sala hueca:
—¿Así que California ya no le interesa al EIB regional?
—Desde luego. Yo lo había previsto.
—¿Han reducido una vez más nuestra ración de agua?
—Claro que sí. Son factores de una reducción demográfica de dieciocho mil personas, obligatoria. Lo compensaremos con la declinación fraccional. Aprobarán leyes para frenar la inmigración. Y eliminarán las Asignaciones Federales de Asistencia Regional. Nosotros…
Más adelante:
—Supongamos que paramos a los terroristas con plutonio 240. ¿Y qué? Desde el incidente de Nueva Delhi sabemos que no es posible confiar en los condenados asiáticos…
Más adelante:
—… Y me encantó la escena en que el semen cubrió todo el escenario. En realidad se trataba de anhídrido carbónico congelado, pero qué efecto, al saltar sobre el público…
De trecho en trecho Nigel entablaba conversación, sintiendo cómo las oraciones se formaban íntegramente en su interior antes de que comenzara a enunciarlas. Corría la cremallera de las fundas fláccidas de las palabras y las hacía saltar rápidas y relucientes. La gente lo miraba como desde lo alto de la boca de un foso. Las palabras se fusionaban.
Nigel: Pronuncias «verdad» como si fuera «beldad».
Mujer: ¿Acaso no es lo mismo?
Nigel: ¿Y qué me dices de «pene» y «pena»?
Y después se alejaba, rumbo al bar, donde su rutilante vaso alzado se llenaba con un decoroso vino del Rin. Lo sorbía. ¿Un Riesling? Demasiado dulce. ¿Gewürztraminer? Posiblemente.
En la habitación hacía demasiado calor. Se desplazó entre la atmósfera pesada y pegajosa. Debajo de sus axilas habían florecido medias lunas de transpiración. Se encaminó hacia la sala de recreo.
Vacía. La tridimensional. La encendió. La pantalla titiló húmedamente delante de él y se disolvió en una imagen de los dos círculos anulares, vistos a vuelo de pájaro. Cuerpos entrelazados. Una voz tronó sobre la multitud. Pan y vino. Madurad.
Nada de comulgatorios con barandilla y hostias. No aquí. Nada de aspersiones bautismales, nada de huecas frases judías sobre el Faraón, musitadas en una lengua incomprensible. Nada de ceremonias rituales. La religión verdadera tal como salía de las fuentes. Sólo una vez y todos juntos. Cánticos alegres al amor eterno. Sic transit, Gloria.
Nigel se tambaleó hasta la pared de enfrente, a la que la luz de un foco daba un tono amarillento. Pulsó un botón, apretó otro. Centro de Música Familiar, decía.
Bien, correcto. Busca un fragmento de Eine Kleine Krockedmusik.
Hizo girar el dial. Las improvisaciones corales de Wellsby brotaron del altavoz. Pulsó nuevamente. Jazz: King Oliver. Una trompeta de sones metálicos, tambores. ¿Pero dónde estaba Bach? ¿Los años sesenta, uno de sus Beatles favoritos? ¿O debería conformarse con un moderno especialista en cacofonía?
Volvió a la tridimensional. Pulsó una vez más.
Otra vez los Nuevos Hijos con sus contorsiones. Un ruido jubiloso para la horda.
Apretó los botones.
La esvástica negra vibraba contra el uniforme anaranjado. La punta refulgente de la espada pinchó el estómago de la joven. Esta suplicó, llorando. El hombre tiró hacia arriba y la hoja se clavó profundamente. Brotó la sangre. Ella forcejeó contra las cuerdas que le sujetaban las manos pero lo único que consiguió fue que la espada la cortara en sentido transversal. Lanzó un alarido. El líquido escarlata le chorreó por las piernas.
Nigel apagó el aparato. Estaba sudando y la transpiración le entraba en los ojos. Se enjugó la frente y dio media vuelta.
Se detuvo en el pasillo para recomponerse. La malta es más eficaz que Milton para justificar el trato que Dios dispensa al hombre. Bienvenidos al siglo XXI. Sic transit, Gloria. ¿O acaso era Alexandría?
Salió al patio. Lo envolvió el aire fresco. Abajo, la niebla se había desplegado sobre los Jacarandas, formando halos alrededor de las luces de Pasadena. Nigel permaneció inmóvil, respirando profundamente, contemplando el avance de la bruma.
—¿Señor Walmsley? Me gustaría proseguir nuestra discusión.
Fresnel se adelantó desde la puerta corredera abierta, enmarcado por la tertulia bulliciosa que dejaba a sus espaldas.
«El franchute se acerca pisando sobre sus piececitos planos», pensó Nigel. Vació el vaso de vino y se volvió para acudir al encuentro de Fresnel.
—¿Supongo que usted entiende, verdad, que todos, todos nosotros, nos hemos reencontrado por fin con nosotros mismos? ¿Con nuestra finitud? ¿Con nuestras pequeñas perversiones regocijantes? La tridimensional del señor Lubkin es un buen ejemplo. Demuestra hasta qué punto hemos llegado. Progresado. La econometría…
Nigel vio cómo su puño florecía en el aire y se estrellaba con precisión elíptica contra la frente de Fresnel. Se oyó un chasquido de carne. Fresnel trastabilló. Se bamboleó. No cayó. Nigel se afirmó sobre sus pies y estudió con ojo avizor la geometría de la situación. Fresnel era un blanco móvil, difícil, estimulante. Tenía el rostro perlado de sudor bajo la luz plateada. Nigel trazó una parábola ascendente con el puño izquierdo. Ángulo trocado en ángel. La conmoción del impacto. Choque de carnes húmedas. Se le entumeció la mano. Se lamió los labios: salados. Fresnel desapareció. Inhaló una bocanada de aire quemante. Nigel se tambaleó. Se relajó. Estudió la capa de niebla. La vio ladearse. Ladearse en el aire plácido. Pareció tardar mucho.