L
ubkin telefoneaba con frecuencia. Nigel le escuchaba pero era poco lo que le decía espontáneamente. No había averiguado nada nuevo acerca del Snark, de modo que parecía inútil tejer conjeturas. Lubkin estaba aterrado porque el Presidente había designado una Comisión Ejecutiva, presidida por un individuo llamado Evers, para controlar la operación. Lubkin la llamaba Comej. La Comisión se reuniría en el PJL dentro de una semana. ¿Nigel asistiría?
Asistió, a regañadientes. Evers resultó ser un individuo muy moreno, de aspecto atlético, atildado e indiferente. Su aire era el de un hombre acostumbrado a mandar desde hace mucho tiempo, tanto tiempo que su autoridad ya está implícita y casi no es necesario sacarla a relucir. Antes de que empezara la reunión formal, Evers hizo un aparte con Nigel y le sonsacó una estimación de las intenciones del Snark, del rumbo que seguía. Nigel tenía sus ideas particulares, pero le dijo a Evers que carecía de elementos de juicio.
Durante la reunión se charló mucho, pero los asistentes aportaron muy pocos datos concretos. Ahora la cita con Venus parecía muy probable, después de un análisis detallado del encuentro con Marte. Las razones por las que el Snark seguía ese itinerario eran harina de otro costal. Desde que se habían completado las redes de satélites de comunicaciones, en la década de 1990, la Tierra había dejado de ser una emisora potente de radio o TV. Un arco iris artísticamente producido en Arabia Saudí mediante implosión magnética era transmitido directamente a Japón vía satélite. Ya no se filtraban señales fuera de la atmósfera. Probablemente el Snark sólo había captado señales electromagnéticas inteligibles de la Tierra cuando había llegado a las proximidades de Marte. Pero de todos modos, ¿por qué a Venus? ¿Por qué iba allí?
Evers y sus asesores científicos le inspiraron a Nigel una cierta hilaridad cáustica. Cuando se sentían acorralados se evadían y pasaban a su jerga neutral. Un simple «pienso» se convertía en «se sugiere que», y formulaban las opiniones en voz pasiva, despojándolas de responsabilidad personal.
Cuando levantaron la sesión, Nigel llegó a la conclusión de que, por contraste con esa comisión escurridiza y con el hierático Evers, él prefería probablemente el enigma que en ese momento navegaba hacia Venus, un artefacto que sólo conocían por su floreciente llama de fusión anaranjada.
Le telefoneó Lubkin. El Snark no respondía a una señal de radio ni a una pulsación de radar.
Claro que no, pensó Nigel. Ese artefacto ya no es ingenuo. Ha echado uno o dos vistazos a la tridimensional diurna y se ha vuelto cauteloso. Quiere tomarse tiempo para estudiarnos antes de lanzarse al agua.
Más novedades: Evers reforzaba el presupuesto. Reclutaban otros especialistas, aunque a ninguno le suministraban una imagen completa y ninguno sabía qué pasaba realmente. Ichino trabajaba bien. Continuaba el rastreo. Sin señales del Snark.
Nigel asintió, murmuró algo y volvió junto a Alexandría.
Y comprendió que Alexandría tenía razón: hacía años que ambos estaban en una meseta de la curva vital. Recordó al niño del parque de atracciones de Orange Country. Las personas con hijos tenían un punto de referencia natural. Crecían, se desarrollaban. Veían el fruto de sus esfuerzos en un ser viviente, un nuevo elemento en el conglomerado del mundo. Alexandría había trepado dentro de un hormiguero empresarial. Su progreso había sido sencillamente vertical, sin dimensión humana. Los brasileños comprarían la condenada compañía de aviación, eso ya estaba claro, ¿pero cómo se compaginaba eso con la totalidad de su vida?
Nigel casi siempre abandonaba las reuniones de la Comej apenas se levantaba formalmente la sesión. Mientras no determinaran con total certeza la trayectoria del Snark, habría poco que discutir. En una oportunidad, Lubkin le siguió fuera de la sala de conferencias y entró con él en el ascensor. Nigel le saludó con una inclinación de cabeza, distraído. Se rascó, ensimismado, la mejilla, que estaba sombreada por la barba de un día y el ruido áspero resonó con fuerza en la cabina.
—¿Sabe una cosa? —dijo Lubkin bruscamente—. Lo que más me gusta de esto, de un trabajo en equipo como el nuestro, en el que no intervienen demasiadas personas, es que hace que los unos se busquen a los otros.
—La ginebra produce el mismo efecto.
Lubkin rio con unos ladridos breves y secos.
—Hombre, me alegra que Evers no haya oído ese comentario. Se pondría más furioso que un sapo con las verrugas amputadas.
—¿De veras? ¿Por qué?
—Bien, le gusta pensar que este es un grupo compacto.
—Entonces ya debe de haber empezado a desconfiar de mí.
—No, yo no diría eso. A usted le consideramos todos desde una perspectiva distinta.
—¿Porqué?
—Oh, ya lo sabe. —Lubkin lo miró solemnemente, como si intentara leer algo en las facciones de Nigel—. Usted estuvo allí. En Ícaro. Ha visto algunas cosas que… bien… ningún otro representante de la raza humana verá jamás.
Nigel esperó un momento. Se mordió el labio.
—Han visto las fotos que tomé…
—No es lo mismo. Diablos, Nigel… es posible que lo que usted hizo… al entrar en Ícaro… haya atraído al Snark.
—¿Se refiere a esa descarga de radio?
—Sí. ¿Por qué un despojo habría de lanzar una señal tan potente como esa?
Nigel se encogió de hombros y arqueó las cejas con una mueca algo cómica, empeñado en disipar la circunspección de Lubkin.
—Temo no saberlo.
La puerta del ascensor se abrió sola.
—Si no lo sabe usted, estoy seguro de que no lo sabe ninguno de nosotros, Nigel. —Arrastró los pies, como si estuviera un tanto embarazado—. Escuche, debo darme prisa. Salude a Alexandría de mi parte, ¿quiere? Y no olvide la fiesta, ¿eh?
—Claro que no.
Cuando Nigel salió del edificio le alegró alejarse de Lubkin, un hombre al que le resultaba básicamente difícil estimar, pero que de alguna manera le había conmovido por un momento durante esta breve conversación. La expresión de Lubkin le recordó la de otros miembros de la NASA que le habían abordado anteriormente, en el comedor o en los pasillos. Algunos eran, en verdad, perfectos desconocidos. Querían que les aclarara uno o dos puntos ambiguos relacionados con Ícaro, o formularle una pregunta sobre algún aspecto técnico que no aparecía suficientemente claro en los informes. O por lo menos esgrimían esos pretextos. Unos empleaban un tono seco y formal; otros dejaban las frases en suspenso durante un largo rato como si, muy sensibles a la presencia de Nigel (que sostenía una bandeja con comida o se disponía a concurrir a una reunión, a pesar de lo cual no quería parecer descomedido), no pudieran, empero, dejarlo ir. Algunos musitaban algo durante unos minutos y enseguida se batían en retirada, en tanto que otros, después de formular uno o dos comentarios circunspectos sobre un detalle, prorrumpían súbitamente en frases joviales, le estrujaban la mano y se iban antes de que él pudiera contestar. Y en todos esos encuentros se repetían los mismos asertos: «usted estuvo allí, ha visto cosas que… las fotografías no son lo mismo… no se pueden comparar con la experiencia directa…» «usted estuvo allí…».
Lubkin y los demás lo respetaban realmente y lo veían distinto, eso era obvio. Nigel dedujo que lo consideraban como rodeado por una especie de aureola. Él se desentendía bastante bien de ello. De vez en cuando se le ocurría pensar que con los primeros astronautas debía de haber sucedido lo mismo. Él había buscado los libros de aquella época y los había leído, pero no le enseñaron mucho. Conservaba la imagen de Buzz Aldrin replegándose en crisis depresivas de alcoholismo, divorciándose de su esposa, viviendo solo, cerrando herméticamente las puertas y ventanas de su apartamento, desconectando el teléfono, y bebiendo, día tras día, sencillamente bebiendo y pensando y bebiendo. ¿Su personalidad había sido infectada por el demonio que había acosado a Aldrin? ¿Por el peso sutil de las expectativas ajenas?… «Usted ha estado allí… lo ha tocado…». Bien, claro que sí. Y quizá la experiencia lo había cambiado. Y también lo había cambiado lo que la gente pensaba de ello.
Algunos días más tarde, la consola doméstica de Nigel le transmitió un impulso recordatorio que provenía de su memoria: CATEGORÍA: ASTRONOMÍA, Ib (Planetaria); acontecimientos periódicos, tal como lo había solicitado. Dentro de dos días se vería un eclipse parcial de Sol desde la costa meridional de California, a las 2.46 de la tarde, hora del Pacífico. De modo que retrasaron la comida y organizaron un picnic refinado en el jardín de la parte de atrás. Un guiso de judías, cebollas, carne cortada y especias; queso fresco; tomates y rebanadas de pepino; gazpacho; alcachofas fritas con salsa de lima; un buen Pinot Noir; y, como postre, helado de nuez sintética. Alexandría comió con deleite. Introdujo las alcachofas entre sus dientes como si fueran pulcras hostias cuadrangulares, apoyándose sobre un brazo estirado y con la mano abierta sepultada hasta la muñeca en la hierba fresca. Su falda roja resbaló sobre las rodillas levantadas y se recogió, dejando la blancura paralela de los muslos expuesta a los rayos del Sol, un Sol al que ya le habían mordido el contorno. Este movimiento perezoso, mediante el cual desnudó el interior blanco ceniciento de sus muslos como si fuera una zona nueva y secreta, le produjo a Nigel una constricción en la garganta. Sobre sus cabezas, la Luna devoraba al Sol. Alexandría se tumbó sobre la hierba con un suspiro y le hizo una seña para que se calara las gafas oscuras que habían comprado. Nigel apoyó la cabeza sobre la tierra firme y redondeada, sintiendo cómo se combaba debajo de él y se alejaba hacia el horizonte. Comprendió fugazmente que, por cierto, el señor Newton había dado en el clavo de lo que en verdad era una esfera, y no la engañosa planicie que los hombres habían creído habitar (y se recordó que, según el doctor Johnson, un salvaje era el individuo que veía fantasmas pero no la ley de gravedad). Recordó, porque así se lo había reiterado la memoria de la consola, que las primeras observaciones de eclipse se habían efectuado desde el foco intelectual de la antigua Alejandría. Allí se había levantado, en los tiempos de los Ptolomeos y también después, la gran biblioteca que fusionaba a Grecia y Roma… hasta que una guerra de segundo orden la había reducido a cenizas. Parpadeó. La oscuridad mordisqueaba el Sol. A su lado, Alexandría le formuló preguntas que él contestó, tropezando con las palabras por efecto del Pinot Noir y de la luz brumosa. Pero el calor menguó. Cayó un manto frío sobre el jardín. Arriba continuó la ingurgitación, y la oscuridad perdurable se zampó el centro del Sol. Era un eclipse parcial. Una cortina se corrió lentamente sobre la materia muerta pero furiosa del firmamento, y Nigel vio de pronto que transformaba la estrella en una media luna, un círculo incompleto, con cuernos, que bostezaba desmedidamente, desencajado, con las puntas inflamadas por una energía demencial. Algo se convulsionó dentro de él, «muero, Egipto, muero», le estranguló, y parpadeó, parpadeó para ver el eterno pozo devorador que pendía sobre ellos.