—E
l Presidente no sabe por cuánto tiempo, Nigel —dijo Lubkin con severidad—. Quiere que todos perseveremos y tratemos de encontrarlo.
—¿Piensa que alguien podrá silenciar eternamente algo de tanta magnitud? Ya han transcurrido cinco meses. No creo que los funcionarios de Washington o de la ONU callen por mucho más tiempo.
Una vez más estaban circundados por el cono de luz que rodeaba el escritorio de Lubkin. La única ventana de la pared del fondo dejaba entrar un poco de sol, que daba un tinte aún más amarillo a la tez cetrina de Lubkin. Nigel estaba rígido, alerta, con los labios fuertemente apretados.
Lubkin se recostó plácidamente en su sillón y se meció durante un momento.
—¿No pretenderá insinuar que usted puede…?
—No, demonios. No soltaré prenda. —Hizo una pausa de un segundo, recordando que Alexandría lo sabía. Estaba seguro de que podía confiar en ella. En verdad, Alexandría no parecía entender muy bien la importancia del Snark, y nunca hablaba espontáneamente de este—. Pero todo el plan es estúpido. Infantil.
—No pensaría lo mismo si hubiera estado conmigo en la Casa Blanca, Nigel —dictaminó Lubkin solemnemente.
—No me invitaron.
—Lo sé. El Presidente y la NASA quisieron reducir al mínimo el número de asistentes. Para no despertar la curiosidad de la prensa. Y por razones de seguridad.
Era obvio que la visita a la Casa Blanca había sido el punto culminante de la carrera de Lubkin, y Nigel sospechaba que estaba ansioso por contárselo a alguien. Pero en el JPL sólo Nigel y el Director estaban al tanto de la información, y de todos modos este último también había concurrido a la Casa Blanca.
Nigel sonrió para sus adentros.
—El Presidente lo planteó en términos muy convincentes, Nigel. El impacto emocional de ese fenómeno, sumado al fervor religioso que impera en este país, o mejor dicho, en el mundo… Ahora los Nuevos Hijos de Dios tienen un senador que los representa, como usted sabe. Armarían un gran revuelo.
—¿Qué facción de los Nuevos Hijos?
—¿Facción? No sé…
—Los hay de todos los colores y tamaños, últimamente. Los de ojos febriles y manos sudadas no pueden contar hasta doce sin quitarse los zapatos. Cuando los tienen. En cambio los Nuevos Hijos intelectuales han compaginado una doctrina según la cual la vida existe en todas partes y forma parte de la Hueste Inmanente y cosas por el estilo. Eso dice Alexandría. Ellos… —Nigel se interrumpió, consciente de que empezaba a apartarse del tema principal. Lubkin tenía un marcado talento para estimular las digresiones.
—Bien —dijo Lubkin—. También hay que pensar en los militares. Están muy nerviosos por lo que sucede. —Lubkin hizo un ademán afirmativo involuntario, como si esto último necesitara una ratificación adicional.
—Esa es una idea condenadamente ingenua. Ninguna especie de otra estrella vendrá desde tan lejos para bombardearnos.
—Usted lo sabe. Yo también. Pero algunos de los generales están preocupados.
—¿Por qué diablos?
—Por el peligro de que se dispare la Red de Alarma Nuclear, aunque desde luego ese peligro es menor ahora que más gente conoce la presencia del… eh… Snark. También existe la posibilidad de que si este artefacto entra en la atmósfera se produzca una contaminación biológica…
La voz de Lubkin se apagó poco a poco y ambos hombres miraron con expresión taciturna un eucalipto que goteaba sistemáticamente por la acción de la sutil bruma gris que flotaba del otro lado de la ventana. La continua alteración del ciclo climático del mundo determinaba que estas nieblas otoñales se intensificaran todos los años. Los científicos entendían el proceso pero no podían controlarlo.
Lubkin golpeó con la pluma la superficie pulida del escritorio, y el repiqueteo rítmico reverberó en la habitación silenciosa. Nigel estudió a su interlocutor y trató de imaginarse cómo abordaba Lubkin la política de esa situación. Probablemente la veía como un problema de contención, de esferas de acción independientes. Lubkin haría todo lo posible por mantenerle a raya, callado, buscando al Snark por todo el sistema solar. Mientras tanto, Lubkin representaría en la ONU el papel del funcionario adusto, competente, práctico. Los diplomáticos ofuscados debían de pensar que un hombre como Lubkin, con respuestas contundentes, seguras, era una buena baza, un candidato adecuado para optar a puestos mejores.
Nigel hizo una mueca y se preguntó si se estaba volviendo cínico. Era difícil saberlo.
—Sigo opinando que tenemos la obligación de informar a la raza humana. El Snark no es simplemente otro elemento estratégico.
—Bien, lamento que piense así, Nigel.
No hubo respuesta. Fuera, las gotas caían silenciosamente en un mundo húmedo y gris, salpicando el cristal de la ventana.
—Pero usted reconoce que en este caso es necesario mantener el secreto, ¿verdad? Quiero decir, a pesar de sus sentimientos personales, ¿respetará las normas de seguridad? Yo querría…
—Sí, sí, las respetaré —asintió Nigel hoscamente.
—Bien, muy bien. Me temo que si no se hubiera comprometido a ello habría tenido que excluirle del grupo. El Presidente fue muy categórico. Por supuesto, no se trata de una cuestión personal…
—Comprendo. Sólo les preocupa el Snark.
—Oh, sí. Respecto a eso. Hubo un poco de resistencia a bautizarlo con ese nombre extraño, mítico. Podría despertar curiosidad si alguien lo oyera, ¿entiende? La oficina del canciller de la ONU sugirió que lo identifiquemos con un número, J-27. Verá, como hemos descubierto veintiséis lunas de Júpiter, esta es la siguiente…
—Hummm. —Nigel se encogió de hombros.
—… pero, desde luego, lo que más le interesa al canciller es saber dónde prevemos que aparecerá a continuación.
Nigel comprendió que no podía seguir esperando. La carta que tenía en la mano ya no podía convertirse en una baza, de modo que lo mejor que podía hacer era arrojarla sobre la mesa.
—Es posible que ya lo sepa —anunció con tono aplomado.
—¿Oh? —Lubkin se animó y se inclinó ansiosamente hacia delante.
—Calculé que el Snark seguiría una órbita apropiada para ahorrar energía. No se justifica derrochar lo esencial. En razón de ello, y utilizando la medición imperfecta del efecto Doppler de su llama de fusión, inferí una órbita larga y sesgada en dirección a Marte.
—¿Está cerca de Marte? —Lubkin se levantó, excitado, olvidando sus modales formales.
—Ya no.
—No…
—He dedicado muchas horas a los monitores de Marte. Eché mano del presupuesto para gastos generales y ordené que las cámaras y telescopios rastrearan palmo a palmo el cielo visible que rodea a Marte. La operación abarcaba las veinticuatro horas del día y yo analizaba diariamente los resultados. Me retrasé. Ayer encontré algo.
—Debió habérmelo dicho.
—Se lo estoy diciendo.
—Tendré que telefonear inmediatamente a Washington y las Naciones Unidas. Si el objeto está ahora orbitando alrededor de Marte…
—No está. —Nigel se cruzó de brazos, con un vago sabor desagradable en la boca.
—Me pareció…
—El Snark se estaba alejando de Marte. Obtuve dos fotografías, con varias horas de diferencia. Los datos se remontan a hace siete días. Hoy volví a mirar, cuando finalmente vi el diagrama, pero ha desaparecido, está fuera del campo de resolución.
Lubkin parecía alelado.
—Ya se ha ido —murmuró lentamente.
—Aun con dos puntos la trayectoria está muy clara. Creo que debió de ejecutar un rebote gravitacional, se acercó para echar un rápido vistazo y tomó impulso aprovechando el encuentro.
Ahora Nigel estaba en pie y se acercó parsimoniosamente a la pizarra de Lubkin. Se recostó contra ella, con las manos detrás de la espalda y apoyadas sobre la bandeja de la tiza, y con los codos proyectados hacia fuera. Estaba en la zona de penumbra, donde Lubkin no podía discernir claramente la expresión de cáustica superioridad que se dibujaba en su rostro. Dispersó unos remolinos de tiza amarilla y estudió a su interlocutor. Por esta vez se alegraba de haber puesto a Lubkin a la defensiva, hasta cierto punto. Quizás el enigma del Snark le haría olvidar su fascinación por los generales y presidentes.
Lubkin estaba intrigado.
—¿Adónde irá a continuación?
—Creo que… a Venus —respondió Nigel.
La nave supo, aun antes de dejar atrás el planeta gigante de las franjas, que el mundo que lo seguía, en dirección al centro, era un páramo donde los vientos fríos y tenues agitaban el polvillo rojo. Sin embargo, el hecho de que no hubiera un sistema de vida natural no implicaba necesariamente que estuviera deshabitado. La nave recordaba otros varios mundos análogos, descubiertos en el pasado lejano, donde se hallaban asentadas culturas avanzadas.
Resolvió sobrevolar el planeta sin entrar en órbita. Esto restaría más impulso angular durante la «colisión» gravitacional que prepararía a la nave para continuar la expedición rumbo al centro del sistema.
Ahora la disyuntiva tenía una importancia capital, porque el mundo azul y blanco reclamaba casi toda la atención de la nave. De él emanaban muchas señales de radio superpuestas, una babel de voces.
Se entabló una discusión dentro de la nave.
Las diferencias de criterio se resolvían mediante una votación entre tres ordenadores de igual capacidad, en tanto se descifraban señales inteligentes. Sólo transcurriría un breve lapso hasta que se completara el análisis preliminar de las transmisiones recibidas. Después cobrarían vida elementos aún más refinados de la nave.
Uno de los ordenadores propuso un cambio inmediato de órbita, para eludir el seco mundo rosado y seguir adelante, quemando más combustible, hasta el mundo azul.
Otro opinó que la avalancha desconcertante de voces radiales, débiles pero todas diferentes, reflejaba el caos del tercer planeta. Sería mejor disponer de tiempo suficiente para descifrar esas señales confusas. La trayectoria de mínima energía implicaba otro sobrevuelo, un rizo cerca del segundo planeta, el mundo envuelto en nubes espesas y cremosas. Esa trayectoria trocaría tiempo por combustible, lo cual era un buen negocio.
El tercer ordenador vaciló un momento y después sumó su voto al del segundo.
Aumentaron la velocidad. El disco calcinado que tenían delante se dilató rápidamente. La nave pasó junto a ese mundo de polvo flotante y polos helados, almacenando los datos recogidos en pequeños gránulos magnéticos que transportaba en lo más profundo de su seno: un nuevo ítem en un vasto catálogo de conocimientos astronómicos.
La nave ahogó el ruido de su tobera de fusión e inició el largo deslizamiento hacia el segundo planeta envuelto en nubes. Se inició una compleja secuencia en la revitalización final de su capacidad mental absoluta. Mientras tanto, unas orejas electromagnéticas se orientaron hacia el mundo azul, captando susurros en muchas lenguas. Entender un solo idioma sin tener puntos comunes de referencia exigiría un trabajo colosal. En verdad, era posible que la tentativa fracasara. La nave había fracasado antes, en otros sistemas y la hostilidad o los errores de interpretación la habían obligado a partir. Pero quizás aquí…
Las máquinas se pusieron a trabajar febrilmente.
Él y Shirley estaban sentados sobre la arena apisona da y miraban cómo Alexandría vadeaba prudentemente las olas blancas y espumosas. Alzaba los antebrazos a cada embestida del agua fría con un ademán extraño, como si el movimiento ascendente pudiera levantarla, izarla por encima y lejos del aguijonazo glacial del océano. Sus pechos oscilaban y se bamboleaban.
—Es bueno verla internarse —dijo Nigel a modo de conversación. Él y Shirley habían pasado más de diez minutos azuzando a Alexandría para que entrara en actividad.
—Es que está fría —respondió Shirley—. ¿Supones que puede haber un escape del…? —Señaló con un dedo indolente la montaña azul y blanca que se empinaba sobre la ondulada superficie azul. El témpano flotaba a pocos kilómetros de la costa, ligeramente al sur de Malibú.
—No, el aislante es hermético. Trasportan la mayor parte del agua potable por encima del océano. —Un ligero viento refrescante agitó la arena alrededor de ellos—. Pero es posible que esa brisa proceda del témpano.
Ahora Alexandría se volteaba sobre las olas festoneadas. Una nube de espuma estalló sobre su cuerpo. Emergió, con los cabellos apelmazados y de color marrón más oscuro, sacudió la cabeza, parpadeó, y se zambulló resueltamente en la depresión más profunda de la ola siguiente.
Con un súbito despliegue de energía avanzó dando brazadas de pecho.
—Ha sido una buena idea, Shirley —comentó él—. Alexandría reacciona favorablemente.
—Lo sabía. Lo único que servirá será alejarla, apartarla de esas negociaciones con los brasileños.
—¿Eso lo averiguaste durante vuestras escapadas nocturnas?
—Ajá —exclamó ella, con una sonrisa perezosa—. Te preguntas adonde vamos.
—Bien, yo…
Cerca de ellos, un hombre panzón sostenido por unas finas piernas morenas señaló el mar.
—Eh, vosotros.
Nigel miró hacia donde apuntaba el dedo trémulo del hombre. Alexandría se debatía con las corrientes submarinas. Apareció un brazo, manoteando. Se revolcó en la espuma jabonosa. Irguió la cabeza, con la boca muy abierta para inhalar aire. Braceó sin ton ni son, con los miembros flojos.
Nigel sintió que sus talones se hundían en la arena granulada. El trayecto desde las dunas hasta el borde siseante del agua describía un declive. Lo sorteó en pocas zancadas. Saltó y atravesó corriendo las primeras olas restallantes. Tropezó con la ola siguiente, volvió a enderezarse y parpadeó para eliminar de sus ojos la sal urticante.
No veía a Alexandría. Se alzó una muralla cóncava de agua que le succionó los pies. Se zambulló en ella.
Cuando salió a la superficie, algo blando y tibio le rozó la pierna. Metió la mano en la espuma hirviente y tiró de ella. Lo que sacó fue la pierna de Alexandría.
Se apoyó firmemente sobre los pies y tiró hacia arriba. Ella afloró lentamente, como si la retuviera un peso inmenso. Nigel trastabilló en la rompiente. Remolinos azules bullían alrededor de sus piernas.
Le despejó la cara. Maniobró torpemente con su cuerpo hasta situarla boca abajo. Le palmeó la espalda y un chorro de agua saltó de su garganta.
Alexandría resolló. Se atragantó. Respiró.
Él y Shirley estaban dentro del círculo de desconocidos. Sus miradas embotadas estaban fijas en el joven que hablaba plácidamente con Alexandría, rellenando los espacios de su formulario. El sol de la tarde blanqueaba la escena y Nigel dio media vuelta, con los músculos intermitentemente convulsionados por la adrenalina residual.
Shirley lo miró con una expresión en la que se mezclaban el miedo y el alivio.
—Dijo, dijo que la embargó una sensación de debilidad —murmuró Shirley—. No pudo seguir nadando. Una ola se apoderó de ella y la arrastró al fondo.
Nigel la rodeó con el brazo e hizo un ademán de asentimiento con la cabeza. Estaba inquieto, y su cuerpo reclamaba acción. Observó a los bañistas que intercambiaban conjeturas, apiñados, y que los escudriñaban a ambos por las preguntas tácitas reflejadas en los ojos. Un círculo de primates desnudos. En un extremo lejano de la playa rectilínea, el cartel inmenso de un restaurante prometía el SERVICIO INSTANTÁNEO DE ERNIE.
Shirley se acurrucó contra él, distendió la mano, la crispó y la distendió una vez más. Nigel notó, absurdamente, que este movimiento se producía a pocos centímetros de su pene. Esta sola idea determinó que el miembro se dilatara, se engrosara, se balanceara, sumiéndole en una confusión de emociones.
Contrató un taxi para que los llevara desde Malibú hasta Pasadena. La tarifa era desmesurada, pero el aspecto débil y exangüe de Alexandría le hizo pensar que no toleraría un viaje en autobús.
En el largo trayecto Alexandría contó una y otra vez la misma historia. La ola. La sensación de ahogo en el agua salada. Los forcejeos en el fondo. El peso aplastante, triturante, del agua.
En la mitad del quinto relato de los hechos se durmió, con la cabeza inclinada hacia el costado. Cuando llegaron a la casa se despertó, aturdida, y dejó que la condujeran hasta arriba. Él y Shirley la desvistieron, la bañaron y la metieron en la cama.
Prepararon la comida y la ingirieron en silencio.
—Después de esto, yo… —empezó a decir Shirley. Depositó el tenedor sobre la mesa—. Nigel, tienes que saber que Alexandría y yo hemos acudido por la tarde a las reuniones de los Nuevos Hijos.
Él la miró, perplejo.
—¿Vuestras… escapadas?
—Ella lo necesita. Y empiezo a pensar que yo también.
—Pienso que lo necesitáis… —Pero no terminó la frase y su voz perdió el acento cortante. Estiró la mano sobre la mesa y le acarició la mejilla, por donde rodaba lentamente una lágrima—. Dios sabe que lo necesitamos —murmuró—. Dios lo sabe.
El doctor Hufman lo miró inexpresivamente.
—Claro que puedo internarla en el hospital por más tiempo, pero le aseguro que no es necesario, señor Walmsley.
El médico cogió una de las muñecas africanas regordetas agrupadas en un ángulo del escritorio. Nigel permaneció un momento callado y su interlocutor hizo girar la muñeca en las manos, como si la viese por primera vez. Vestía un traje negro, arrugado debajo de los brazos.
—¿No sería útil que se quedara más tiempo? ¿Practicarle más exámenes en el hospital…?
—Hemos completado la serie de exámenes. Es cierto que ahora tendremos que controlar los síntomas con más frecuencia, pero no ganaremos nada si…
—¡Maldición! —Nigel se inclinó hacia delante y barrió de la mesa la colección de muñecas—. No come. Apenas puede ir al trabajo y volver a casa. Le falta ánimo. Y usted me dice que no hay nada que hacer…
—Así es, hasta que la enfermedad se estabilice.
—¿Y si no se estabiliza?
—Ya hacemos todo lo posible. La hospitalización sólo serviría para…
Nigel le hizo callar con un ademán. De pronto oyó el rumor del tráfico que provenía de Thalia Avenue, como si hubieran hecho girar súbitamente, en alguna parte, el control de volumen.
Miró a Hufman. Este era un técnico que cumplía con su deber, y no era responsable del rubor y la congestión que atacaban a Alexandría. Nigel se dio cuenta de ello. Era algo que nunca había puesto en duda, pero ahora, en la atmósfera enrarecida de ese despacho, los hechos le sofocaron y buscó una escapatoria. Tenía que haber algún medio para librarse de la avalancha de contingencias.
Hufman lo observaba fijamente. En sus facciones tensas leyó la verdad: Hufman ya había visto antes esa reacción, conocía esa etapa del proceso. Era algo por lo que había que pasar, así como había que pasar por los dolores y espasmos y temblores convulsivos. Comprendió que esta, también, era una de las líneas convergentes. Comprendió que no había ninguna escapatoria.