P
uesto que contar con un coche era un privilegio insólito, a la mañana siguiente Nigel llevó a Alexandría al trabajo. Shirley rechazó la oferta que él le hizo de dejarla en Alta Dena. Sería un despilfarro y, además ella tenía su ciclomotor. Dejó que la inercia la arrastrara cien metros, puso el motor en marcha con un ronquido preliminar, rodeó la esquina y desapareció.
Alexandría sólo pensaba en los brasileños y se preparaba para el segundo día de negociaciones. La comisión de personal estaba dividida respecto de las condiciones que debía poner American Airlines porque temía que el control escapara del país y cayera en manos que los empleados no entendían. La misión de Alexandría consistía en apaciguar esos temores sin poner en peligro el curso de las negociaciones. Ella aún no sabía si estaba de acuerdo o no con la operación.
Nigel se tomó su tiempo para subir la cuesta de las colinas onduladas. Eligió una ruta sombreada por largas hileras de eucaliptos y bajó el cristal de la ventanilla para aspirar el aroma fresco, mentolado. Le sorprendió descubrir que el problema de ella y el lupus no añoraba constante y espontáneamente a la superficie de sus pensamientos. El interludio nocturno le había liberado misteriosamente de esa preocupación, por el momento.
No estaba familiarizado con la zona que atravesaba. Dejó atrás varias manzanas de ruinas destripadas. Sólo perduraban los ángulos ennegrecidos de los edificios, agujas que asomaban de un mar de malezas exuberantes. Disminuyó la marcha para estudiar las ruinas, para determinar si eran restos del terremoto o el producto de uno de los «incidentes» que se habían sucedido ferozmente durante las dos últimas décadas. Supuso que eran vestigios del terremoto: no vio las fauces de los cráteres y las paredes desconchadas no estaban picadas por las balas de gran calibre.
Cuando la nave entró en el sistema ya conocía la población planetaria. Cuatro de los nueve planetas encerraban promesas. Todos, con excepción del más próximo al centro, ya podían condensarse en un disco. Cerca de la estrella había un mundo totalmente rodeado de nubes. A continuación estaba el más pequeño de los planetas que emitían ondas radiales: mostraba nítidas líneas de oxígeno y un ocasional resplandor azul insinuaba la presencia de océanos. Le seguía un mundo más pequeño, seco y frío, con extrañas marcas.
Pero por el momento, la atención de la nave estaba concentrada en la cuarta posibilidad, el gigante de enormes franjas. Sus emisiones de radio eran muy potentes y cubrían gran parte del espectro, como si la fuente fuera natural. Sin embargo, parecían afinadas a un patrón de amplitud que se repetía de manera casi idéntica, con un período constante.
Parecía poco probable que en el mundo rosado parduzco estuviera asentada una sociedad tecnológica. Aunque ahí intervenían otras consideraciones: el tiempo y la energía. A esas bajas velocidades los motores de la nave no trabajaban eficientemente. Pero necesitaba alterar el impulso y achatar su trayectoria en el plano de la elíptica. El sobrevuelo del planeta de mayores dimensiones ahorraría fuerza motriz y tiempo. Si describía un rizo por su campo de gravitación y extraía impulso de sus fuerzas vectoriales, podría practicar un estudio detallado al mismo tiempo que la nave era despedida rumbo al Sol por una trayectoria más conveniente.
Sus altas funciones analizaron el problema. Alteró la modulación de sus motores con un tenue ronquido. Fuera o no un gigante gaseoso, no podía olvidar la emisión de radio. Viró parsimoniosamente hacia el mundo que aguardaba.
—La cámara de cola lo fotografió —dijo Nigel.
—¿Cómo? ¿Localizó el problema? —Lubkin se levantó con sorprendente agilidad y rodeó su escritorio.
—No es un desperfecto. Los ecos eran reales y los técnicos los identificaron correctamente. Tenemos un Snark.
Nigel dejó caer sobre el escritorio una pila de hojas de papel sensible. Brillaban incluso en la luz opaca del despacho: ondulaciones amarillas sobre coordenadas verdes.
—¿Un Snark?
—Es un ser mitológico inglés.
—¿Hay realmente algo allá arriba?
—Estos son análisis ópticos y espectroscópicos. Los errores de telemetría ya han sido corregidos y compensados numéricamente. —Separó una hoja de la pila y señaló varias líneas.
—¿Qué es?
—Nuestro Snark emite todas las líneas de una tobera de fusión muy brillante. A casi mil millones de grados.
—Por favor. —Lubkin le dirigió una mirada escéptica, con los ojos fruncidos detrás de sus gafas claras.
—Lo verifiqué con Knapp.
—Caray —exclamó Lubkin. Meneó la cabeza—. Qué extraño.
—El Monitor-J lo enfocó claramente antes de que Calixto se interpusiera nuevamente. No pudimos evitarlo, ni siquiera después de colocarlo en la nueva órbita.
Extrajo de la pila una brillante fotografía óptica.
—No hay mucho que ver —comentó Lubkin.
Cerca de un ángulo se distinguía una pequeña mancha anaranjada contra un fondo negro. Lubkin volvió a menear la cabeza.
—¿Y esto lo captaron con el telescopio de ángulo estrecho? Debe de estar muy lejos.
—Sí. Casi en la antípoda diagonal de la órbita de Calixto. No creo que podamos volver a detectarlo en el próximo paso.
—¿Algún contacto radial?
—Ninguno. No hubo tiempo. Lo intenté apenas llegué esta mañana. Registré algo, aunque al principio no sabía de qué se trataba. Con esta foto no pude obtener una localización satisfactoria. Hay que ajustar mejor las ondas de radio que emite el plato principal del Monitor.
—Vuelva a probar.
—Lo he hecho. Primero se interpuso Calixto. Después el mismo Júpiter.
—Mierda.
Ambos hombres miraban las hojas de papel sensible, con las manos apoyadas sobre las caderas. Sus ojos recorrían las configuraciones enmarañadas y ninguno de los dos se movió.
—Esta será una noticia bomba, Nigel.
—Supongo que sí.
—Creo que de momento deberemos ser discretos. Hasta que tenga oportunidad de conversar con el Director.
—Hummm. Supongo que sí.
Lubkin lo estudió atentamente.
—No quedan muchas dudas acerca de lo que es este artefacto.
—No es nuestro —dictaminó Nigel—. De eso estoy totalmente seguro.
—Es curioso que lo haya descubierto usted. Usted y McCauley son los únicos hombres que han visto algo de otro mundo.
Nigel miró a Lubkin, sorprendido.
—Por eso me quedé aquí. Pensé que usted lo sabía. Quería estar donde pasaban las cosas.
—¿Adivinó que pasaría algo? —Lubkin parecía totalmente atónito.
—No. Confié en el azar.
—Hay personas que todavía están muy indignadas por su comportamiento en Ícaro, ¿sabe?
—Me lo han contado.
—Quizá no les guste que usted esté…
—Que se vayan a tomar por el culo. —El semblante de Nigel se endureció. Hacía muchos años que había contestado las preguntas de Lubkin sobre Ícaro y no encontraba motivo alguno para volver al pasado.
—Oh, sólo quería… Iré a hablar con el Director…
—Yo lo descubrí. Quiero participar en la operación. No lo olvide —concluyó vehementemente.
—Los militares recordarán el caso anterior. —Lubkin hizo un ademán conciliador con las palmas de las manos abiertas.
—¿Y?
—Ícaro era peligroso. Quizás esto también lo es.
Nigel frunció el entrecejo. Política. Comisiones. Cristo.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿No será mejor averiguar adonde se dirige, antes de preocuparnos por lo que haremos si viene aquí?
El gigante gaseoso había sido una desilusión. Las emisiones radiales fijas eran de origen natural y estaban asociadas al período orbital de su luna proximal rojiza. La nave analizó metódicamente las lunas mayores y sólo encontró campos de hielo y roca gris.
Como si el planeta gigante lo hubiera disparado en una parábola exquisita, resolvió ocuparse del mundo acuático. Las señales que provenían de este eran claramente artificiales. Pero entonces una breve descarga radial atrajo su atención. La señal tenía altas correlaciones, pero no las suficientes para descartar un origen natural: en la naturaleza había muchos fenómenos bien organizados. Cosa increíble, la fuente estaba cerca.
Obedeciendo las órdenes vigentes, la nave retransmitió a la fuente la misma señal electromagnética. Esto sucedió varias veces, con mucha rapidez, pero la fuente no demostró haber recibido la transmisión de la nave. Hasta que la señal desapareció bruscamente. Nada afloró de la avalancha de estática.
La nave caviló. Era posible que la señal hubiera tenido una causa natural, sobre todo en los intensos campos magnéticos que rodeaban al gigantesco planeta gaseoso. Sería imposible sacar una conclusión sin llevar a cabo investigaciones ulteriores.
La fuente parecía estar en la quinta luna, un mundo frío y desolado. La nave sabía que esa luna estaba inmovilizada respecto del gigante gaseoso, con el mismo hemisferio eternamente vuelto hacia dentro. En consecuencia, su revolución respecto de la nave era bastante lenta. Y por ello era poco probable que la fuente radial se hubiera ocultado con tanta rapidez debajo del borde visible.
Asimismo, la señal tenía poca intensidad, pero no era tan débil como para que la nave no hubiera podido captarla antes. Quizá se trataba de otra pauta de radiación de las franjas de electrones atrapados en torno al planeta, detonada por la quinta luna y no por la primera.
La nave reflexionó y decidió. La hipótesis del origen natural parecía la más probable. Una nueva verificación significaba más cantidad de combustible y tiempo, y la región contigua al gigante gaseoso era peligrosa. Lo más sensato, entonces, sería acelerar.
Enfiló hacia el Sol, rumbo al brillo caluroso.
Nigel trabajó hasta tarde en un programa de búsqueda y relevamiento cuyo objetivo era descubrir el rastro del Snark. No tenía muchas esperanzas de éxito porque el Monitor de Júpiter no estaba diseñado para esa operación, y porque la velocidad de arranque del Snark le sacaría pronto de su radio de acción. Pero cuando Nigel abandonó la sala su paso era más vivo y tarareó una vieja canción en los corredores oscurecidos. En su juventud había asistido a la proyección de las antiguas películas en casetes, y había ambicionado convertirse en John Lennon, zarandearse y hacer payasadas y gorjear e inmortalizarse, proyectándose a la historia con sus cuerdas vocales. Hacía mucho tiempo que no evocaba aquella obsesión. Había durado aproximadamente un año: coleccionaba recuerdos, alquilaba una guitarra por semana, desgranaba una o dos canciones, posaba de perfil frente al espejo (con un fondo de luz azul, encasquetándose una gorra, ahuecándose el cabello), aprendía un argot que se conservaba asombrosamente fresco. El sueño se disipó cuando descubrió que no tenía aptitudes para el canto.
Cerca de la puerta principal hizo una pirueta de baile, silbó, brincó, se bamboleó y después salió al encuentro del sol poniente de primavera.
La mujer que montaba guardia en la salida lo detuvo. Miró la foto de su credencial y después nuevamente su rostro.
—¿Qué sucede? ¿No puede conciliar esta facha desquiciada con la foto angelical?
—Oh, lo siento. Sabía que usted trabaja aquí, señor, y soy nueva. Es la primera vez que lo veo. Mejor dicho, lo vi cuando era niña, en la tridimensional. —Le sonrió deliciosamente y de pronto Nigel se sintió muy envejecido.
Trotó hasta el autobús, lo detuvo, y le hizo una seña a la guardiana mientras subía.
La fama. Sabía que era algo que Lubkin le envidiaba, y este solo hecho bastó para inspirarle horror y risa al mismo tiempo. Diablos, si le hubieran seducido las candilejas se habría aferrado a la parte más visible del programa, las ciudades cilíndricas que estaban construyendo en los puntos de Lagrange. Crear un mundo, nuevo y limpio. («Cilcits», las llamaba la tridimensional, lo cual era una perversión perfectamente norteamericana del lenguaje confesadamente prostituido… casi tan siniestra como el rascacielos del siglo pasado.) No. Había tenido suerte, eso era todo. Una suerte atroz, al haber conseguido aunque sólo fuera ese cargo.
Cuando los sacaron a él y a Len de la compacta cabina del Dragón, y después los sustrajeron furtivamente de la contienda legal, Nigel aprendió muchas cosas. Los ataques del New York Times fueron insignificantes, comparados con lo que les aguardaba en la NASA. Igualmente, la experiencia pública le preparó para la lucha intestina. Parsons, que en aquella época era director de la NASA, había despachado a Nigel cuando este aún era realmente un niño, expeditivo y serio, capaz de reducir su ritmo respiratorio y su metabolismo a voluntad mediante la autohipnosis. El escándalo de Ícaro le convirtió en un hombre, le dio tiempo para diluir la bilis que se acumulaba dentro de él, dejándole un vestigio de humor.
Indudablemente, era menos que un segundo Lindbergh. Pero se alisó el cabello y, cuando en la NASA le amenazó la Noche de los Cuchillos Largos, divulgó públicamente la verdad. Consiguió que le hicieran un reportaje retrospectivo en la tridimensional, pronunció algunas conferencias oportunas, hizo refulgir los dientes. Cuando le preguntaron qué papel había desempeñado el farsante Dave en la misión, contestó con un chascarrillo que la NBC lo suprimió del primer programa nocturno, pero que apareció íntegro en la CBS.
Las cosas mejoraron. Lo entrevistaron en un programa con ligeras connotaciones intelectuales y demostró que conocía bastante bien las composiciones de Louis Armstrong y de Jefferson Airplane, que se estaban poniendo nuevamente de moda. Le entrevistaron durante una larga caminata por el Desierto de la Desolación de las Sierras, y en esa circunstancia apareció vestido con un mono de deporte y habló de la meditación y del respeto por los biosistemas cerrados (como el de la Tierra).
No era un material excepcional, claro que no. Pero los ejecutivos de la tridimensional eran tipos extraños: creían que todo lo que les hacía cosquillear la nariz era champaña.
Tuvo una suerte extraordinaria. Algo brotaba de su inconsciente y él lo vertía en una o dos frases, y de pronto Parsons o el farsante Dave estaban en aprietos. Se encarnizó con ellos por la hipocresía con que habían actuado en el caso Ícaro, por la suspensión del programa de ciudades cilíndricas (una medida realmente estúpida: la primera ciudad ya estaba gestando nuevas industrias completas de gravitación cero y baja temperatura que podrían salvar la economía norteamericana).
Y en la deliciosa y acelerada plenitud del tiempo, Parsons dejó de ser director de la NASA.
El farsante Dave tenía un cargo de ejecutivo en algún lugar de Nevada, y perdía gradualmente su sonrisa.
Un comentarista de noticias dijo que Nigel tenía talento para enunciar la verdad justa en el momento justo —justo para Nigel— y fue doblemente asombroso que perdiera por completo esta facultad tras la dimisión de Parsons. Algunos ejecutivos de la NASA le instaron a continuar su campaña, a derribar otros cuantos trogloditas con pies de barro. Pero eso se lo dijeron en rincones solitarios en los cocktail parties, alabando en voz baja su capacidad de maniobra mientras tenían la cara metida en sus whiskies con agua. Nigel se desentendió de ellos con un encogimiento de hombros, convencido de que se equivocaban al hacer de él el blanco de su admiración. Había arruinado las carreras de Parsons y Dave por antipatía personal, no por razones de principios, y su inconsciente lo sabía.
Apenas desaparecieron los factores de irritación, el astuto Medici que llevaba dentro se aletargó. Ya había descargado su veneno y Nigel reanudó su carrera de astronauta.
Dentro de los límites de lo posible.
La NASA intuyó sus virtudes potenciales (si te maltratan una vez eres dos veces paranoide) y —ay— los retuvo a él y a Len en el servicio activo. Len optó por trabajos de mantenimiento orbitales. Nigel disputó la Luna.
Los veteranos estaban sólidamente casados, se aproximaban a los cuarenta y destilaban virtudes domésticas. Para ganarse su presupuesto, la NASA debía dar buenos dividendos, de modo que sus prohombres querían explorar rápidamente la Luna, en busca de posibles usos industriales. Las cilcits necesitaban materias primas, la Tierra necesitaba centros productivos libres de contaminación, y todo ello a bajo costo. De modo que los héroes resucitaron en una era desprovista de gloria, y volvieron con los cabellos blanqueados cortados al rape. Nigel se infiltró entre ellos para pasar dieciocho meses en la Base Hiparco de la Luna.
Su ciclo rotativo en la Tierra se convirtió en un destino permanente. La economía se estaba recuperando. Era posible adiestrar a hombres más jóvenes, de vista más aguzada, más delgados y resistentes. Él y Len conservaron su capacidad mínima en el simulador de vuelo de Moffatt Field, y cada tres meses viajaban a Houston para someterse al chequeo completo que duraba dos días.
Quizás alguna vez volvería a trabajar en la gravedad cero, aunque lo dudaba. Su abdomen se dilató, el leal bombeo de su corazón estaba acompañado ahora por una mayor tensión sanguínea y tenía cuarenta y un años.
Era hora de avanzar, insinuaban todos.
¿Adónde? ¿A la Administración? ¿A la experiencia sintética de supervisar el trabajo ajeno? No, nunca había aprendido a sonreír sin ganas. Ni a medir el impacto de sus palabras. Hablaba espontáneamente: toda su vida se había desarrollado en versión directa, sin correcciones.
Miró las erosionadas colinas de Pasadena. ¿Otra carrera, entonces? Hacía algunos años había escrito un artículo bastante extenso sobre Ícaro, para Worldwide. Había sido bien recibido y durante un tiempo había contemplado la posibilidad de dedicarse a la literatura. Ello le habría permitido dar rienda suelta a sus extrañas piruetas verbales, a sus caprichosos retruécanos. Y quizá también le habría ayudado a drenar la bilis corrosiva que ocasionalmente bullía en él.
No, al diablo con ese proyecto. Quería hacer algo más que excretarse sobre hojas de papel.
Resolló sarcásticamente para sus adentros. Había un viejo verso de Dylan que se aplicaba a su caso: «lo único que sabía hacer era seguir siguiendo».
Le gustara o no.