I
maginad delgadas planchas de metal, verticales, separadas por pocos milímetros. Bajo la luz refulgente se convierten en líneas de blancura metálica. Un proyectil giratorio, del color del humo, que se desplaza en cámara lenta, choca con la primera. El metal delgado se abolla. La lámina es proyectada contra la que la sigue, silenciosamente, a medida que se desarrolla la película. A pesar de que se mueve con gran lentitud no podéis hacer nada. La segunda plancha se dobla. En el punto de impacto el proyectil revienta, se licua. Pero sigue adelante. La tercera línea plateada se comprime contra la cuarta, las líneas forman una familia de parábolas, de ondas de choque cuyo foco está en la punta del proyectil próximo a caer, a derretirse. Y no podéis evitarlo. Cada plancha se adosa a la siguiente. Cada acto…
Nigel veía este sueño, lo vivía cada noche, y, sin embargo, no podía impedirlo. Los hechos se comprimían. Cada circunstancia de esos días repercutía sobre la siguiente, arrastrándolo en un torrente de instantes.
En el hospital. Hufman protestando entre dientes. El abogado afable, con voz resonante de certidumbre. Nigel no tenía derechos legales sobre Alexandría. No era su marido. Y Alexandría decía que quería marcharse. La ley, finas láminas comprimidas, era clara. Ella deseaba vivir —o morir— entre los Nuevos Hijos. Estos entendían. Estos querían que Alexandría caminara con Él.
El sillón de ruedas. Guiñando sus flamantes luces métricas, ronroneando, ignorado. Los Nuevos Hijos ataviados con túnicas haciéndola rodar desde la ambulancia hasta la iglesia bautista. El viejo, la Inmanencia. Facciones de plata azogada, iluminadas por las lámparas de arco que circundaban la iglesia. Juntó las manos y saludó a Shirley con una inclinación de cabeza. Alexandría estaba entre ellos, en el centro de una multitud cada vez más numerosa. Shirley le habló reverentemente a la Inmanencia encorvada, retorcida. Nigel creyó captar una mirada de esos ojos amarillentos entre las sombras móviles. Una mirada calculadora. El viejo hizo un ademán. Se produjo una ligera fluctuación en la muchedumbre. La marea de cuerpos que se abrió delante del sillón de ruedas de Alexandría volvió a cerrarse chapoteando a sus espaldas. Aislándola. Shirley al costado, en el centro la Inmanencia, con una expresión jubilosa en el rostro fláccido. Hacia la iglesia. Una cháchara excitada, un murmullo. Y la multitud líquida remolineó entre Nigel y los otros. Le cortó el paso. Dificultó su marcha. «Shirley», vociferó. «¡Alexandría!». Shirley había subido los escalones que conducían a la iglesia. Se volvió, mirando por encima del mar ondulante de rostros. Gritó algo, algo acerca del amor, y desapareció. Entre las sombras. Detrás del sillón de ruedas titilante.
En la tridimensional.
Era la misma: serena, compacta, irradiando seguridad interior. El interés que crecía alrededor de ella como una bola de nieve no había afectado ese núcleo. Los ojos estaban reconcentrados, alejados de las preguntas que le formulaban los entrevistadores. Escudriñando, estudiando. Nigel la contemplaba en su apartamento oscuro, iluminado únicamente por el resplandor de la tridimensional. Vio a Shirley entre el público lejano. Tenía una expresión fascinada, al igual que quienes la rodeaban. Tres Inmanencias individuales de los Nuevos Hijos escoltaron a Alexandría por la rampa ceremonial. Eran todos hombres altos y majestuosos, de mejillas hundidas, con las palmas vueltas hacia fuera en un ademán ritual. Ascéticos. Delgados. La trataban con muchos miramientos: era su primer milagro confirmado. El programa se interrumpió para pasar la imagen de Hufman, colérico, con la cara crispada. Admitió, respondiendo a las preguntas directas, que Alexandría había muerto. Habían extendido su certificado de defunción. La habían abandonado. Y después se levantó.
—¿Ella pudo explicarlo? —preguntó el entrevistador.
Las facciones de Hufman desaparecieron de la pantalla y fueron sustituidas por las de Alexandría.
Ella sonrió, meneó la cabeza en un ademán negativo. Y algo fluctuó en el fondo de sus ojos.
En la iglesia no quisieron dejarle entrar. Todas las puertas estaban cerradas para Nigel.
Cuando su historia llegó a oídos de las autoridades de la tridimensional, lo entrevistaron, le prestaron atención, le prometieron resultados. Pero cuando transmitieron la entrevista Nigel dio la impresión de ser un hombre amargado, hostil. ¿Había dicho en verdad todo eso?, se preguntó, al verse hablando. ¿O habían recompuesto hábilmente sus palabras? No lo recordaba. Las líneas metálicas se comprimían, convergían.
En el JPL, a solas con Evers y Lubkin. Fuera, el sol refulgía sobre los camiones que transportaban nuevos equipos. Estaban reforzando el Laboratorio.
Lubkin: Nos hemos enterado de que Alexandría se recupera, Nigel. Es una excelente noticia. Ahora nos preguntamos si… bueno…
Evers: El J-27 transmite por dos canales, Walmsley. Utilizando un circuito que usted insertó en el tablero. Ichino está atareado con la señal principal, pero no podemos a manipular la otra. El dispositivo que la recibe…
Nigel: Es mi detector. Ustedes lo saben, ¿verdad?
Evers: Sí. Sólo queríamos darle la oportunidad de admitirlo.
Lubkin: ¿Usted recibe la señal del J-27? ¿Directamente?
Nigel: No. Ha encontrado la forma de esquivarme.
Evers: Entonces tendremos que cortarlo.
De modo que tuvo que decirles la verdad acerca de Alexandría. Y les imploró que dejaran pasar las transmisiones por el JPL. De lo contrario ella moriría.
Evers asintió, con la mandíbula rígida. Dejaría que el libro sonoro de vida. Incluso lo controlarían, escuchando furtivamente, tratando de descifrar cuanto fuera posible. El código era una maraña de complejidad.
Al salir del despacho de Evers, Nigel casi había olvidado el resto de la conversación. Los hechos estaban tan constreñidos, tan comprimidos, que confundía personas y circunstancias. Pero no había olvidado la expresión calculadora y plácida de Evers, los labios apretados, el atisbo de fuerzas que encontraban un nuevo equilibrio.