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S

u Inmanencia residía en una iglesia bautista recientemente comprada. El edificio se agazapaba en una esquina miserable, con reminiscencias del Medio Oeste, entre las planicies del bajo Los Ángeles. Nigel la miró con expresión escéptica y acortó el paso, pero Alexandría y Shirley, que lo flanqueaban, tironearon de él.

Nunca habrían conseguido arrastrarle hasta allí si no le hubieran pillado con talante contrito por lo que le había hecho a Fresnel. Casi ninguno de los asistentes a la fiesta lo había notado, con excepción de Alexandría, que había visto cómo se derrumbaba Nigel. Fresnel se había ofendido pero había quedado sorprendente y desalentadoramente ileso. Las mujeres se habían horrorizado. Nigel había disfrutado bastante, y aún saboreaba el recuerdo de la caída bochornosa de Fresnel.

Se preparó para el suplicio que lo aguardaba. Entraron por una puerta lateral y atravesaron un gran auditorio atestado de personas vestidas con túnicas amarillas que escuchaban una disertación. Cabezas afeitadas, coloridas guirnaldas de flores. El aroma salado de la comida japonesa. Se abrieron paso por una cortina de cuentas tintineantes, salieron por la puerta trasera, rodearon el templo. Entraron en un jardincito después de correr ruidosamente el pasador de un portón de bambú.

Un hombre menudo, moreno, estaba sentado en la posición de loto sobre un vasto prado verde. La brisa mecía el follaje de los árboles. El hombre los miró con ojos amarillos rápidos y perspicaces. Hizo un ademán, invitándolos a sentarse, y Alexandría distribuyó tres cojines circulares amarillos. Nigel se colocó en el centro.

Intercambiaron palabras corteses. Esa era una facción de los Nuevos Hijos, la de aquellos que simpatizaban con las raíces orientales de la herencia religiosa. El hombre sentado, de facciones fláccidas, era una Inmanencia, pero no la única, porque no había una sola, así como un Dios universal tenía un arsenal infinito de manifestaciones.

Nigel explicó, con pausas largas e incómodas, su escepticismo racional respecto a la religión en cualquiera de sus variantes. La mayoría de los hombres buscaban un algo indefinible, y Nigel confesó que él también lo buscaba, pero las deformaciones grotescas de los Nuevos Hijos…

La Inmanencia arrancó una hoja de un arbusto y la sostuvo delante de los ojos de Nigel. Parpadeó y luego la miró fijamente.

—Usted es un científico. ¿Por qué alguien habría de dedicar toda su vida al estudio de esta hoja? ¿Qué podría obtener con ello?

—Toda forma de conocimiento tiene la posibilidad de resonar con otras formas —respondió Nigel.

—¿Y entonces?

—Supongamos que el Universo es una parábola —dijo Nigel, vacilando—. Al estudiar una parte de él podemos leer la totalidad.

—El Universo dentro de un grano de arena.

—Algo semejante. Me parece que las leyes de la ciencia y la organización del mundo no pueden ser casuales.

La Inmanencia reflexionó un momento.

—No, no son casuales. Pero si se exceptúa su utilidad práctica, siempre carecieron de importancia. Las leyes físicas no son más que los barrotes de una jaula.

—No lo son cuando las entendemos.

—El problema capital no consiste en estudiar los barrotes, sino en salir de la jaula.

—Creo que el acto de tender hacia fuera lo es todo.

—Si quiere alcanzar la madurez deberá dejar de tender hacia fuera y tendrá que manifestar un espíritu más básico.

—¿Danzando en dos círculos?

—Es otra faceta de los Múltiples Caminos. No el nuestro, pero sí un Camino.

—Yo tengo el mío particular.

—La mejor forma de entender este mundo es abordarlo como si fuera un asilo de locos. No un asilo para la mente, no. Para el alma. Sólo los defectuosos se quedan aquí. Continúan aquí.

—Yo tengo que seguir tendiendo hacia fuera, aquí. Entre los condenados barrotes, si así debe ser…

—Eso no es nada… Debe tratar de escapar y de trascender la jaula.

Nigel empezó a hablar rápidamente y el anciano rechazó sus argumentos con un ademán.

—No —dijo—. Eso no es nada. Nada.

«Bazofia», pensó Nigel. «Lo que había dicho ese hombre que parecía una ciruela seca era pura bazofia».

Pensando así, ladeó un ala.

El planeador encontró la corriente de aire y Nigel sintió un tirón, una presión. Se remontó y la imagen fugaz de esa horrible Inmanencia se desvaneció tan rápidamente como había aparecido («qué extraño pensar en eso aquí, ahora») y el viento silbó en los cables.

—¿Cómo es eso, Nigel? —preguntó la voz de Alexandría en los auriculares.

—Increíble —respondió él por el micrófono de garganta. Miró hacia la Tierra que giraba a sus pies. El instructor de vuelo se lo había prohibido, ¿pero qué sentido tenía todo, si no podía hacer eso? Y la vio, como un punto anaranjado.

—¿Puedes mantener la espiral? —exclamó ella.

—Cansa un poco los brazos —gruñó.

—El instructor dice que te relajes en el correaje.

—Está bien. Es lo que intento hacer. Oh…

Respingó. El planeador topó con una tromba de aire y subió bruscamente. La invisible manga térmica que brotaba del Pacífico lo remontó aún más por su perezosa espiral.

El viento nacía como una fuente transparente, en la costa, donde las brisas que soplaban tierra adentro chocaban primero con las colinas empinadas y después con la pared occidental de Arco soleri, la ciudad de cubos y ábsides de un kilómetro de altura. Nigel observó las ventanas refulgentes de Arco a medida que se aproximaba volando a ella y calculó la distancia. Un trecho seguro lo separaba aún de la fachada de hormigón rosado. El remolino de aire lo retenía.

Abajo, el mundo daba vueltas.

Las henchidas nubes purpúreas moteaban el horizonte marino, y la lluvia que se desprendía de ellas parecía un velo. Y allí, ladeándose y subiendo, Nigel experimentó una sensación semejante a la que habría producido una exhalación de aliento cuando su espíritu se desprendió de su cuerpo giratorio y se confundió con el aire. Se sacudió. Era como si hubiese dejado de debatirse, como si hubiera dejado de esforzarse por nadar en el lodo. El viento gimió en la abertura de su máscara y Nigel inclinó los alerones para remontarse a más altura, como un Ícaro redivivo a medida que dejaba atrás la Tierra. Confiaba en que ahora todo perteneciera al pasado: Alexandría se recuperaba, el Snark seguía su itinerario. Lo invadió una ciega alegría impoluta. El miedo inconfesado que se había apoderado de él al iniciar el vuelo se desprendió como un lastre y se sintió ligero y ágil, semejante a un pájaro al desplazarse velozmente entre las altas corrientes de aire. Subió en barreno, disparándose de la Tierra que lo abarcaba todo. Una dicha insondable. La mortalidad se le escapaba por todos los poros, se congelaba en el aire helado de las alturas y caía hecha trizas sobre California, con un tintineo cristalino. Describió un lento círculo, sajando la epidermis de aire que rodeaba la Tierra, en tanto las olas rutilantes del océano le saludaban al azar. Un alerón osciló y luego se enderezó, Ícaro. Alas de cera. No te internes plácidamente en este cielo acogedor. Planeando. Con la Tierra giratoria como una cesta allí abajo. Los puntos gemelos de Shirley y Alexandría semejantes a alfileres hincados en un mapa.

monedas sobre sus rodillas

si.

Se remontó libremente.

Pasaron la noche en una suite de lujo de Arco, en lugar de volver en autobús a Los Ángeles, que estaba al Sur. Shirley montó un holograma y él se tumbó en el foso central de la habitación dejándose invadir por el cansancio que había generado el ejercicio.

—¿Piensas realmente que la NASA aprobará que hayas corrido ese riesgo? —preguntó Shirley.

—¿Hummm? ¿Lo dices porque volé en un planeador sin compañía? —Nigel se encogió de hombros—. Ahora no les queda otra alternativa que resignarse.

—¿No estás obligado a consultarles antes de hacer algo peligroso?

—Me cago en ellos y hago cuenta de que están muertos. —Nigel suspiró ruidosamente y contempló los fugaces manchones de color que cruzaban, titilando como piedras preciosas, por la cara interior de sus párpados.

—¿No te preocupa lo que pensarán?

—Ni remotamente.

—¿Entonces no te negarás a firmar el aval de un Plebiscito Popular?

Nigel abrió perezosamente los ojos. El holograma abstracto mostraba su imagen bullente dos metros por encima del foso, como un rubí rezumando aceite.

—¿Qué piden?

—Que se prohíba la venta de alimentos ALG.

—¿ALG? —Nigel frunció el ceño. El firmante de un Plebiscito Popular garantizaba que contribuiría a sufragar el costo de la votación nacional respecto a una determinada propuesta, si los ciudadanos la rechazaban.

—Los Azúcares Levógiros. Tú lo sabes. Sólo digerimos los azúcares que contienen una molécula espiral dextrógira.

—Así son los azúcares naturales: dextrógiros.

—Sí. Pero ahora fabrican otros que son levógiros y los agregan a los alimentos, para que el organismo no los convierta en grasa. Es una especie de sustancia dietética.

—¿Y qué?

—Bien, este procedimiento es un agravio para otros países. Cuando hay gente que muere de hambre en casi todas partes, quiero decir. ¿Firmarás, Nigel?

—Reclinó la cabeza hacia atrás y estudió la bóveda de hormigón con costura que los cubría. Alguien le había pedido alguna vez que firmara una Convocatoria a Plebiscito contra ese Arco, a pesar de que en ese preciso momento era obvio que el primero, Arcosanti, ya tenía un éxito fabuloso. Seguía creciendo más deprisa que Phoenix, que se levantaba sesenta kilómetros al Sur de su emplazamiento, y, sin embargo, no derrochaba espacio ni energía en sistemas de transporte. Todos quienes vivían en su interior estaban a quince minutos de marcha del trabajo, de los juegos, de las diversiones, de las tiendas. Disfrutaba de la complejidad urbana sin la Losangelización, la ruptura con la naturaleza. Pero alguien se había opuesto a su construcción, por razones ya olvidadas.

Suspiró.

—Creo que no.

El «Oh» de ella fue muy prudente.

Nigel volvió a abrir los ojos y la observó. Llevaba puesto el más sencillo de los vestidos negros. Largos paños transparentes pendían de un profundo escote. Estaban artísticamente distribuidos para dejar entrever la piel morena. Su nariz tenía un brillo bien fregado, pero sus facciones estaban veladas por una tensión extraña, constreñida.

—Shirley, cariño, sabes que no soy un revolucionario.

—¿Esta es también tu actitud respecto a lo que se proponen hacer los brasileños? —preguntó tajantemente—. Tienen planes fantásticos para conseguir que la línea aérea vuelva a dar dividendos.

—¿Cómo? —inquirió Nigel con cautela.

—En los períodos punta, cuando a los ordenadores no les queden suficientes memorias electrónicas de estado sólido para ejecutar su trabajo, recurrirán a memorias neurales humanas.

Nigel parpadeó, atónito.

—Alexandría no me lo contó.

—Probablemente no quiere importunarte mientras estás atareado planeando el viaje.

—Probablemente… Pero escucha, ¿por qué no empalman animales, para complementar la memoria de los ordenadores?

—Carecen de…, ¿cómo lo llaman?… bien, sea como fuere, los detalles se les escapan con demasiada facilidad.

—Te refieres a la capacidad holográfica de almacenar datos. —Nigel hizo una pausa—. He oído hablar de los experimentos pero… Si pensamos en lo que cuesta fabricar ordenadores en estos tiempos, y dado el drenaje de energía, supongo que es una medida económica acertada…

—¿Eso es lo que se te ocurre decir? ¿Una medida económica? Conectar a los pobres con máquinas, hacerles arrendar sus lóbulos frontales.

—Admito que no es atractivo. Una vida de zombis, supongo.

—Está por debajo de la dignidad humana.

—¿Morirse de hambre es una prueba de dignidad?

Shirley se inclinó hacia delante y exclamó con vehemencia:

—¿Aceptas realmente esas ingenuas…? Sí, las aceptas, ¿verdad? Eres codicioso, Nigel. No sabes nada acerca de los problemas sociales y quieres vivir tranquilo.

—¿Codicioso?

—¡Por supuesto! Mira esta habitación. Está atestada con todos los pasatiempos de los ricos…

—Tú no te has negado a entrar.

—Está bien. A mí también me gusta disfrutar de un descanso, pero…

—¿Por qué no estás en Brasil? Eso es lo que harán esos tipos, ¿verdad? Usarán mano de obra barata de Brasil para engordar, si me disculpas el término, los ordenadores norteamericanos. ¿Por qué no vas allí y trabajas con los pobres en su ambiente, en una aldea roñosa?

—Este es mi país —respondió Shirley secamente—. La gente que amo está aquí.

—Eso es. Y tú tienes unos muslos formidables, Shirley, pero no son capaces de abarcar todas las desgracias que pululan en el mundo…

—Tus ironías no…

—Escucha. —Nigel ladeó la cabeza—. Alexandría volverá de su caminata. No quiero una reyerta por esto, Shirley. Nada de jaleo antes de nuestra partida. ¿Me entiendes?

Ella asintió, con la boca ligeramente torcida como si la estuvieran presionando.

Nigel se dio cuenta de que cuando Alexandría volviera captaría la atmósfera que reinaba en la habitación, de modo que se recostó hacia atrás, bostezó ostensiblemente y empezó a canturrear con fuerte acento galés:

He perdido el corazón en un jardín inglés,

donde crecen las rosas de Inglaterra