S
e despertó, regodeándose bajo el resplandor anaranjado del sol que le bañaba los párpados. Un rayo amarillo de luz se filtraba entre las acacias que crecían frente a la ventana y le entibiaba el hombro y la cara. Nigel se desperezó, recalentado, perezoso y felino. Aunque era temprano, el calor bochornoso y perfumado de la primavera de Pasadena ya impregnaba el dormitorio. Se dio la vuelta y miró complacido a Alexandría, que se estudiaba seriamente en el espejo.
—La vanidad —dijo, con la voz pastosa de la modorra.
—Un reaseguro.
—¿Por qué no puedes ser sencillamente un adefesio, como yo?
—Por razones de negocios —respondió ella, distante, frotándose algo bajo los ojos—. Hoy voy a estar demasiado atareada para ocuparme de mi aspecto personal.
—Y debes estar acicalada para enfrentarte al público.
—Hummm. Creo que me recogeré el cabello. Estoy desgreñada, pero no tengo tiempo para…
—¿Por qué no? Aún es temprano.
—Quiero llegar al despacho y revisar algunos papeles antes de que aparezcan los representantes de Brasil. Y tendré que retirarme temprano, para acudir a mi cita con el doctor Hufman.
—¿Otra vez?
—Repitió los análisis.
—¿Y cuál es el resultado?
—Eso es lo que quiero saber.
Nigel la escudriñó, aletargado, tratando de descifrar su humor.
—No creo que sea realmente importante —agregó ella.
La cama de agua se meció cuando él se dio vuelta sobre el borde y osciló sobre un pie, con un brazo extendido en un ademán teatral.
—Eres Tarzán de los monos —bromeó Alexandría mientras sonreía y se cepillaba experimentalmente el cabello.
—No dijiste eso anoche.
—¿Cuándo te caíste de la cama?
—Cuando nos caímos de la cama.
—El de arriba es el que marca el rumbo. Así lo estipula el código marinero.
—Debía de estar pensando en otra cosa. Qué tonto soy.
—Hummm. ¿Dónde está el desayuno?
Nigel marchó descalzo sobre las tablas. La sensación de pisar la madera aceitada y barnizada, flexible y crujiente, era uno de los encantos de esa vieja casa subdividida en tres, y compensaba el alto coste del alquiler. Entró en el baño, levantó el asiento marfilino del retrete y orinó largamente: era el primer placer de la jornada. Cuando terminó, bajó el asiento y la tapa de color magenta, pero no accionó la manija de la cisterna. A treinta y cinco céntimos la descarga, él y Alexandría habían resuelto no realizar esa operación más que cuando era absolutamente indispensable. No necesitaban ahorrar por razones de economía personal, pero el derroche que implicaba proceder de otra manera parecía poco elegante.
Volvió a calzarse las sandalias en el mismo lugar donde se las había quitado la noche anterior y entró en la cocina pasando por la arcada de sólidas vigas de roble. El recinto, cuyas paredes estaban recubiertas de azulejos, conservaba el fresco de la noche cuando ya hacía un largo rato que el resto de la casa se había entregado al día. El traqueteo de las sandalias volvió a él como un eco. Accionó los canales del audio y buscó primero música, pero al no encontrar, a esa hora temprana, nada que le gustara, sintonizó el noticiario.
Ralló un poco de queso cheddar mientras una voz plácida, impasible, le anunciaba que otra gran huelga en ciernes amenazaba interrumpir nuevamente los embarques. Rompió seis huevos, reflexionó brevemente y agregó otros dos, y buscó en la nevera el pequeño requesón cremoso que había comprado el día anterior. Oyó que el Presidente había pronunciado un discurso «enérgico, implacable» contra los programas secretos de los monopolios para la gestación in vitro. El locutor no se refirió a los programas análogos del Gobierno. Dos de los recientes hermafroditas se habían casado, proclamando la primera relación humana libre de estereotipos. Nigel suspiró y echó todo en la batidora. Agregó un poco de la salsa marrón aguachenta que había preparado por tandas precisamente para este fin, y espolvoreó una pizca de amáraco, sal y pimienta. La batidora ronroneó y lo convirtió todo en una sopa blanda. Cogió la salsa de tomate mientras el audio continuaba explayándose acerca de una nueva coalición industrial que se había asociado con un consorcio igualmente numeroso de sindicatos obreros para respaldar un proyecto de ley que fijaba fuertes aranceles proteccionistas para los productos importados de Brasil, Australia y China. Para variar, y en aras de la experimentación pura y ciega, agregó coriandro a la mezcla, la introdujo en una fuente y la metió en el horno. Este se encendió con un chasquido seco.
Alexandría se duchó mientras él se vestía. Nigel puso el dormitorio en orden. La noche anterior, al tambalearse hacia la cama, habían arrojado sus ropas interiores en todas direcciones, como si fueran los desechos de una colisión doméstica. Se arremangó los puños acampanados de la camisa, preparándose para el calor de la jornada, y Alexandría salió del vapor de la ducha, bamboleando sus nalgas expresivas bajo una capa de humedad.
Alexandría se quitó la gorra de baño que protegía su cabello apelmazado, y dijo:
—¿Quieres hacer el favor de leer mi horóscopo? Está sobre la mesa, ahí.
Nigel hizo una mueca.
—Personalmente, prefiero las entrañas. ¿Quieres que traiga un cabrito, lo destripe y te suministre el pronóstico del día?
—Lee.
—Me parece mucho más satisfactorio. Entrañable…
—Lee.
—Géminis, 20 de mayo al 20 de junio. —Hizo una pausa—. Veamos. «Eres expeditivo, inteligente y organizado. Procura aprovechar hoy estas virtudes. Lamentablemente, es probable que la gente te considere demasiado agresivo. Trata de no hacer alarde de tu poder, y resiste el impulso de maltratar a los animales pequeños… este es un rasgo negativo. Hoy te conviene eludir a los enanos y las pepitas del zumo de naranja». Me parece una advertencia sana.
—Nigel…
—Oh, ¿de qué puede servir un consejo si no es específico? Una sarta de generalidades insustanciales no te aclararía qué acciones deberías comprar para esos fulanos brasileños… si aún hubiera acciones, quiero decir.
—Quieren comprarnos a nosotros, de eso se trata.
—¿Toda la línea aérea?
—Sí. Absolutamente toda.
—¿Y tu cargo…?
—Oh, lo que quieren es ser los propietarios, y no manejar la compañía.
—Ah, bien… —Consultó el reloj—. Ya es casi la hora de sacar el soufflé de la siesta.
Entró en la cocina, seleccionó los tenedores, platos y servilletas, y los llevó al comedor íntimo. Este había sido un espacioso armario empotrado de la vieja casa, en los tiempos en que la había ocupado una sola familia, y ahora tenía una ventana que se abría sobre el jardín de la parte posterior. Uno de los extremos del prado verde estaba separado por un Jacaranda, que demostraba interés en cubrirse de aterciopeladas flores azules y blancas.
Nigel volvió a consultar el reloj, y este le anunció silenciosamente que era el 31 de abril. ¿Era la fecha correcta, en el nuevo calendario? Repasó la vieja rima… «treinta días tiene noviembre y…». ¿Y? Nunca conseguía evocar esas malditas fórmulas mnemotécnicas cuando realmente las necesitaba. Pero conocía muy bien el mes de abril: la semana siguiente se cumplirían quince años de la expedición a Ícaro.
Quince. Y no obstante todas las conferencias y simposios internacionales y tesis doctórales, la aventura había dado pocos frutos. Él y Len habían conseguido sujetar bastantes artefactos interesantes a diversos recovecos del módulo Dragón, e incluso más a la superestructura exterior. Pero cuando se abordaba algo totalmente desconocido, ¿cómo era posible sacar conclusiones acertadas? Lo que parecía un sistema electrónico complejo resultó ser una serie de circuitos inútiles; la bruma verdosa que impregnaba las vastas cavernas interiores de Ícaro era una molécula orgánica, probablemente un lubricante para el alto vacío.
Sí, artefactos interesantes, pero no las claves de un descubrimiento capital. La cosecha final incluyó algunos extraños recursos técnicos: un substrato avanzado para la microelectrónica, aleaciones resistentes, algunos productos químicos refinados. Pero de alguna manera la naturaleza misteriosa del artefacto se les escurrió entre los dedos. Ninguno de los elementos de su botín pudo servir como testimonio silencioso del origen de Ícaro. Todo aquello podría haber sido fabricado con materiales terrestres, en un pasado remoto… y algunos de los científicos que estudiaron los trofeos defendieron precisamente esa hipótesis. Nadie había descubierto pruebas convincentes de que en la Tierra había florecido una civilización anterior a las conocidas, pero la misma vulgaridad de Ícaro parecía apuntalar esa teoría.
Para Nigel y Len esa había sido una derrota progresiva, sobre todo a la zaga de las polémicas frenéticas que les recibieron cuando la nave lanzadera los bajó de la órbita terrestre. Al principio la NASA los protegió, pero había demasiada gente horrorizada por los riesgos que había provocado la actitud de Nigel. La India rompió las relaciones diplomáticas, incluso después de que él y Len hubieron detonado el Huevo y pulverizado a Ícaro, reduciéndolo a un montón de cascajos inofensivos. Algunos senadores pidieron que ambos fueran enviados a la cárcel. El New York Times publicó tres editoriales en un mes, en los que solicitaba medidas cada vez más severas contra la NASA, contra Len y sobre todo contra Nigel.
Nigel disertó unas pocas veces ante auditorios mayoritariamente hostiles, para defender sus ideas y emociones, pero acabó dándose por vencido. Las palabras no eran acciones, ni lo serían nunca. Afortunadamente él era civil. Su delito contra el equilibrio moral no violaba ninguna ley. Un fiscal federal le procesó por haber privado de sus derechos civiles a todos los habitantes de Estados Unidos, pero la inculpación fue rechazada. Al fin y al cabo quienes habían corrido peligro habían sido los hindúes. Y en medio de la controversia pública la NASA se replegó a un segundo plano, y eludió prudentemente toda referencia al hecho de que Dave había mentido mientras lucía su sonrisa hipócrita ensayada para los medios de comunicación. La historia de que Ícaro iba a botar en las capas superiores de la atmósfera, como un guijarro plano certeramente lanzado por un niño, había sido un camelo improvisado sobre la marcha.
Y así lo habían olvidado.
Después de un año y de una última andanada del Times («Recordando el abismo»), otras preocupaciones arrugaron el ceño del mundo. Una vez fuera de las candilejas, la NASA empezó a levantar progresivamente la interdicción que pesaba sobre Len y Nigel. Cosa curiosa, en la oscuridad estaban más amenazados. Si hubieran denunciado la patraña de Dave, la NASA habría perdido partidarios en todas partes. Pero si la verdad afloraba en una comisión ignota, muchos años después, sería inofensiva: todo dependía de las circunstancias. Las bazas que guardaban él y Len se devaluaron lentamente, como una moneda inflada. Por consiguiente, el peor momento llegó cuando por fin Nigel pudo entrar en un supermercado sin que le arengaran, le injuriaran, le desafiaran a una discusión con alguien cuyo aliento olía a ajo.
También sobrevivió a esa etapa.
—¿Listo? —preguntó Alexandría, que entró en el comedor íntimo con la jarra de zumo de naranja. En su interior tintineaban los cubos de hielo.
—Sí.
Nigel alejó los malos pensamientos y sirvió el soufflé. Cuando lo distribuyó con una ancha espátula de madera, la costra se resquebrajó y exhaló un vaho que olía a tortilla francesa. Comieron deprisa, ambos con apetito. Habían adquirido el hábito de eliminar virtualmente la cena e ingerir un desayuno abundante. Alexandría opinaba que su organismo quemaría el desayuno durante la jornada, en tanto que se limitaría a transformar la cena en grasa.
—Shirley vendrá esta noche, después de la cena —anunció Alexandría.
—Estupendo. ¿Terminaste la novela que te prestó?
Alexandría resopló con elegancia.
—No. Se ceñía casi exclusivamente al acostumbrado regodeo en la angustia postmodernista, con pantallazos en technicolor.
Nigel se introdujo en la boca un grano de uva Swebitter e hizo una mueca al sentir su sabor agrio.
Alexandría también estiró la mano hacia un grano de uva y respingó.
—Diablos.
—¿Aún te duelen las muñecas?
—Pensé que habían empezado a mejorar. —Cogió la muñeca derecha con la otra mano y la flexionó. Sus facciones se crisparon y dejó de hacerlo—. No, sigue ahí, sea lo que fuere.
—Quizá te la dislocaste.
—¿Las dos al mismo tiempo? ¿Sin darme cuenta?
—Parece improbable.
—Mierda —dijo Alexandría bruscamente—. ¿Sabes una cosa? Creo que al fin y al cabo no me entusiasma la idea de que los brasileños se apoderen de nuestra compañía.
—¿Eh? Creía que…
—Sí, sí, la iniciativa fue mía. Yo hice las primeras gestiones. Pero qué demonios, es nuestra. Podríamos utilizar el capital, claro… —Torció la boca con una mueca habitual de irritación—. Pero no comprendí…
—Y, sin embargo, ese fue uno de los argumentos que empleaste para convencerlos. Que comprarían algo genuinamente norteamericano: American Airlines.
—Comparados con nosotros, con la forma en que hacemos las cosas, esos petimetres emperejilados no son capaces de atarse los cordones de los zapatos sin la ayuda de un manual de instrucciones. No saben hacerlo.
—Ah.
A Nigel le gustaba ver el sonrojo de la vehemencia y la pasión que eclipsaba el aplomo y la formalidad de su talante. Al verla así, parloteando sobre índices y márgenes y fondos computables, suspendida a mitad de camino entre la Alexandría tierna y afable de la noche y la ejecutiva estricta y eficiente del día, comprendía por qué la amaba.
Partió rumbo al Laboratorio poco después de que se fuera Alexandría, apenas hubo terminado de ordenar la vajilla, y casi perdió el autobús. Este serpenteó a lo largo de Fair Oaks, completamente lleno a pesar de que ya era una hora avanzada de la mañana. Nigel extrajo sus auriculares personales del bolsillo y los conectó con la pista de audio de seis canales. Salteó una canción apta para retrasados mentales, también un informativo de deportes, se detuvo en un noticiario —los psicólogos estaban preocupados por un súbito recrudecimiento de los infanticidios— y pasó al canal «clásico». Terminó una breve improvisación de trompeta y empezó una densa sinfonía de Brahms, recargada de cuerdas.
Desconectó el aparato, se guardó los auriculares y contempló el paisaje mientras el autobús subía por las colinas de Pasadena. La tierra estaba sofocada por un manto parduzco. Se puso la máscara nasal y aspiró el aroma dulce, empalagoso. Algunas cosas no mejoraban nunca. Sabía que la situación política empeoraba, y la gente estaba nerviosa por el problema de la importación-exportación, pero le pareció que el aire impregnado de una fragancia fresca, semejante a la de la lluvia nocturna, y un poco de Beethoven en el trayecto al trabajo eran, al fin y al cabo, lo más importante.
Nigel sonrió para sus adentros. En estos sentimientos reconoció un eco de su madre y su padre. Habían regresado a Suffolk poco después del episodio de Ícaro, y él los había visitado con regularidad. El mundo de sus padres se había circunscrito a la cómoda campiña inglesa: aire puro y cuartetos de cuerda. Cuanto más chocaba con el mundo, tanto más los veía reflejados en su propia persona. Era terco, sí, igual que su padre. Este siempre se había negado a aceptar que Nigel había tenido que volar a Ícaro o que, en verdad, había tenido que quedarse en Estados Unidos después de esa experiencia. Sin embargo, esa misma terquedad era la que lo había impulsado a quedarse. Ahora, cuando hablaba entre esas voces norteamericanas gangosas, oía las vocales redondeadas de su padre. La angina y el enfisema le habían arrebatado, finalmente, aquellas dos figuras amalgamadas entre sí, pero ahí, en ese territorio a veces extranjero, las sentía aún más próximas que antes.
El Jet Propulsión Laboratory era un laberinto de bloques rectangulares que se hallaba emplazado sobre una ladera aún verde. Cuando el autobús se detuvo jadeando oyó un cántico y vio a tres Nuevos Hijos que repartían propaganda e importunaban en la entrada principal. Cogió una de sus octavillas y la estrujó después de haberle echado una mirada. Pensó que su campaña de promoción empeoraba día a día: los argumentos francamente místicos no convencerían al personal del JPL.
Pasó por tres barreras de guardias, mostró a regañadientes su credencial —el Laboratorio era uno de los blancos favoritos de los terroristas, pero de todas maneras ese procedimiento le fastidiaba— y se internó por los glaciales corredores blanqueados por el neón. Cuando llegó a su despacho descubrió que Kevin Lubkin, coordinador de misión, ya lo esperaba. Nigel cogió de una silla varios ejemplares de Icarus, la revista científica, los sumó a la pila de papeles que descansaba sobre su escritorio y levantó las persianas para que un pálido rayo de luz cayera sobre la pared de enfrente. Él trabajaba en un pabellón desprovisto de aire acondicionado y era una buena idea activar una ventilación cruzada lo más temprano posible: el calor de la tarde era despiadado. Además, siempre levantaba las persianas todas las mañanas como si esa fuera una inauguración ritual de su trabajo, de modo que hasta que concluyó la operación no hizo más que murmurar un saludo a Lubkin.
—¿Algún contratiempo? —preguntó al fin, con fingido interés.
Distraído, Kevin Lubkin cerró un expediente que había estado leyendo.
—El Monitor de Júpiter —dijo lacónicamente. Era un hombre corpulento, rubicundo, de voz suave, con un abdomen que recientemente había empezado a dilatarse hacia abajo, ocultando la hebilla del cinturón.
—¿Avería?
—No. Lo están interfiriendo.
Le echó una mirada inexpresiva a Nigel, esperando.
Nigel arqueó una ceja. De pronto, se había generado en el despacho una extraña tensión. Posiblemente aún estaba relajado por el efecto del desayuno, pero no era tan lelo como para dejar que un burócrata le llegara a engatusar. Permaneció callado.
—Sí, lo sé —continuó Lubkin, suspirando—. Parece imposible. Pero ha sucedido. Le llamé por eso, pero…
—¿Cuál es el problema?
—Hoy a las dos de la mañana recibimos un diagnóstico del Monitor de Júpiter. El personal del turno de noche no entendió el significado, de modo que recurrieron a mí. Aparentemente, el ordenador de a bordo infirió que el plato radial mayor tenía un desperfecto. —Se quitó las gafas con montura de carey color crema y las depositó sobre su regazo—. Llegué a la conclusión de que no se trataba de eso. El plato funciona bien. Pero cada vez que intenta transmitir, algo devuelve la señal como un eco al cabo de dos minutos.
—¿Cómo un eco? —Nigel inclinó su silla, con la mirada abstraída en los títulos que se alineaban en el anaquel, mientras repasaba mentalmente el circuito del equipo de radio del Monitor-J. Luego dijo—: Dos minutos es demasiado tiempo para un problema de realimentación… tiene razón. A menos que todo el programa haya entrado en crisis y que el mismo Monitor esté regrabando las transmisiones. Podría confundirse y suponer que está leyendo una señal de entrada.
Lubkin demostró su impaciencia.
—Ya consideramos esa posibilidad.
—El autodiagnóstico es negativo. Todo está en orden.
—Me doy por vencido —respondió Nigel—. Sin embargo, veo que usted tiene una teoría. —Separó las manos en un ademán expansivo—. ¿De qué se trata, entonces?
Creo que el Monitor-J recibe una auténtica señal de entrada. Nos dice la verdad.
Nigel resolló.
—¿Qué razonamiento tortuoso ha seguido usted para llegar a semejante conclusión?
—Bien, sé que…
—En esta fase de la órbita las ondas radiales tardan casi una hora en llegar hasta nosotros. ¿Cómo es posible que alguien le devuelva sus propios mensajes al Monitor en un lapso de dos minutos?
—Colocando un transmisor en la órbita de Júpiter… en las mismas condiciones en que está el Monitor.
Nigel parpadeó.
—¿Los soviéticos? Pero ellos accedieron…
—Los soviéticos no. Lo verificamos por la línea de emergencia. Dicen que no, que no han lanzado nada en esa dirección desde los tiempos de Maricastaña. Nuestros servicios de inteligencia están seguros de que dicen la verdad.
—¿Los chinos?
—Todavía no están en condiciones de poder hacerlo.
—¿Entonces quién?
Lubkin se encogió de hombros. Las pálidas y fláccidas arrugas de su rostro fueron más elocuentes que sus palabras.
—Pensé que usted podría ayudarme a averiguarlo.
Lo dijo con un ligero tono de frustración… que Nigel captó porque era la primera vez que lo advertía en él. Generalmente Lubkin tenía un talante de dureza glacial, un frío aire de superioridad. Ahora su rostro había perdido la habitual expresión soberbia, y parecía franco, incluso vulnerable. Nigel adivinó por qué se había presentado personalmente a las dos de la mañana en lugar de delegar en otro la función: para demostrarle a su personal, sin necesidad de traducirlo en palabras, que él podía ejecutar el trabajo solo, que no había perdido la sagacidad, que entendía las peculiaridades y sutilezas de los aparatos que ellos controlaban. Pero ahora Lubkin no había desenmarañado la madeja. El personal del turno de noche había partido al despuntar la madrugada gris, y ya podía solicitar ayuda sin correr el riesgo de que lo desenmascararan.
Nigel sonrió cáusticamente para sus adentros. Siempre calculando, pesando los platillos.
—Está bien —asintió—. Le ayudaré.