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H

ouston necesitó una hora para llegar a la decisión de que Nigel debía salir del módulo. Tanto él como Len debieron discutir con un director de proyectos convencido de que ya habían derrochado demasiado tiempo. Evidentemente, el hombre no creía nada de lo que le contaban y pensaba que esa era una patraña urdida para que Nigel pudiera dedicar más tiempo a la recolección de muestras. Sólo a duras penas consiguieron disuadir a Len de internarse personalmente en la nube, y lo único que lo detuvo fue la necesidad de reevaluar la misión.

Incluso después de acceder, Houston exigió una compensación. Nigel debía sujetar antes el Huevo al lecho de la fisura. Podía hacerlo sin salir del módulo, y en lugar de discutir actuó con rapidez y eficacia para abreviar el trabajo.

El Huevo era una opaca esfera gris con remaches empotrados en la superficie. Nigel maniobró cerca de la pared de la negra fisura e hizo saltar los remaches que lo aseguraban. La esfera se zafó.

Antes de que el Huevo pudiera flotar demasiado lejos, disparó los remaches de fijación posteriores y estos atravesaron el espacio en dirección a la pared y se incrustaron en la roca. Los cables de acero se enroscaron y acercaron el Huevo a la fachada de piedra. Ahora nada podría moverlo y sólo Len o Nigel podrían detonar sus cincuenta megatones.

Nigel comió antes de abandonar el módulo. En Houston no había unidad de criterios respecto a los planes de emergencia, y Dave le recitó un informe que él sólo escuchó a medias. Él y Len tenían reservas de aire para otras veintidós horas, y podrían introducir algunos cambios en la órbita de contención al retornar a la Tierra.

Se estaban acelerando los preparativos de las dos misiones de refuerzo no tripuladas, pero ahora parecían menos prometedoras. Los módulos sensores guiados por radar debían aproximarse a Ícaro a gran velocidad, y el polvo y los guijarros de la nube podrían inutilizar las ojivas nucleares, al azotarlas vertiginosamente mientras todavía buscaban el núcleo de Ícaro.

—Abandono la nave —anunció Nigel, y pasó la conexión a la radio de su traje. La escotilla se abrió con un ruido hueco. Se asomó cautelosamente, se deslizó a lo largo del cable de amarre del módulo cogiéndose con ambas manos, y por fin pisó la superficie de Ícaro—. El suelo cruje un poco bajo mis pies —dijo, porque sabía que Len le acribillaría a preguntas si no le enviaba constantemente sus comentarios Ambos habían viajado durante cinco semanas en la cabina pequeña e impregnada de olor a transpiración, para interceptar a Ícaro, y ahora Len se perdía una satisfacción mayor de cuantas podían haber imaginado—. Debe de ser algo semejante a escoria. Reseca. Por lo menos eso es lo que parece.

Una pausa.

—Estoy en el borde de la grieta. Aquí tiene aproximadamente dos metros de ancho y los bordes son muy lisos. Ahora estoy suspendido sobre ella, mirando hacia dentro. Las paredes se prolongan cuatro metros y después sólo veo oscuridad. Mis focos no me permiten ver nada más allá de esa distancia.

—Quizás hay un boquete —conjeturó Len.

—Es posible.

Antes de que Dave pudiera entrometerse, Nigel agregó:

—Voy a entrar —y se apoyó en una cornisa de roca para introducirse en la grieta.

A medida que la roca quedaba atrás sólo vio al frente un débil reflejo trémulo. Cuando prosiguió la marcha vio aparecer un rectángulo blanco. Parecía embutido en el flanco de una losa de mayores dimensiones, a ras de la roca en un extremo y de por lo menos cien metros de lado. Tenía aberturas con extrañas configuraciones, algunas de ellas con arabescos y rebordes de piedra granulosa con forma de paréntesis. Al aproximarse Nigel perdió el control de sus movimientos y tuvo que hacer girar los brazos para enderezar los pies. Cuando se posó hubo un ligero repique.

El material blanco tenía el lustre opaco del metal. Nigel utilizó una herramienta cortante para extraer una astilla. Cerca de allí, un elemento retorcido, rojo y verde, parecía brotar limpiamente del metal blanco, sin ninguna costura. Semejante a una escultura abstracta, pensó Nigel. Cuando lo tocó sintió una ligera vibración en los dedos: en una de sus prolongaciones se produjo un movimiento infinitesimal, y después se detuvo. No ocurrió nada más.

Siguió desplazándose, examinó otros objetos, y después enfocó un rayo de luz sobre una de las aberturas de la losa. Se trataba de un gran óvalo y vio a lo lejos el punto donde se cruzaban otros corredores oscuros.

Entró.

Un largo tubo de roca picada. Cogió una muestra. ¿Origen volcánico? Sus vetas grises tenían una connotación extraña.

Una cámara. Paredes grises, con manchas pardas de calcinación.

Cuesta abajo.

Líneas tendidas que se empinaban… por… un ávido conglomerado de protuberancias. ¿Debía seguir adelante? Bajo el rayo de su linterna las sombras danzaban al compás de cada vaivén de su brazo, como ojos atentos a todos los movimientos. Configuraciones onduladas.

Configuraciones.

¿En las paredes?

¿Debía? Detrás de cada sonrisa, acechan los dientes.

Abajo, ahora abajo. A nivel. Flotando. Con las piernas colgando

colgando

blandamente

algo semejante a un cojín pero no ve nada, sólo las sombras que ahora funden algo

caliente

después frío antiguo

Succionándolo nuevamente hacia abajo, comprimiéndolo escalonadamente en cubos frescos de espacio, donde todo está sesgado, ahora en una sala esférica, de color rojo fulgurante allí donde se posa su linterna, ¿o acaso es una ilusión óptica? Le resulta difícil enfocar la vista, probablemente por la pérdida de la vertical local, un problema habitual en la gravedad cero, pero basta girar la cabeza para corregirlo…

Escalones de piedra desgastada que suben imposiblemente, hasta un cielo raso ahora abollado, salpicado con gotas anaranjadas que refulgen como aceite en su luz mortecina. De repente, Nigel recordó vagamente… Una vieja película. Una película de la tumba de Tutankhamon, el dios chacal Anubis rampante sobre nueve enemigos derrotados. En la sala del tesoro descansaba un cofre que los guardias de la necrópolis habían apoyado contra la pared contigua a la cámara mortuoria, después de un robo. Un cofre de madera seca. Contenía los cuerpos momificados de dos niños que habían nacido muertos, quizás hijos de Tutankhamon, entre resinas, gomas y aceites.

Apertura de la tumba.

Ingreso en ella.

Y desde el Valle de los Reyes, desde Karnak y Luxor, serpenteando con el Nilo hasta Alejandría, una mujer, anciana, con las muñecas teñidas y caminando con piernas entumecidas por obra de una enfermedad corrosiva, devoradora…

Nigel sacudió la cabeza.

Los escalones eran sólo marcas. No conducían a ninguna parte. Los fotografió, clic rrrr, y siguió su marcha.

Una vez más el extraño susurro. Allí no había aire… ¿cómo lo oía? Se deslizó por un tubo que se estrechaba progresivamente. El susurro era más potente. Delante flotaba una esfera. No estaba conectada a las paredes. Nigel la tocó. No se movió. Aumentó el volumen del susurro. Sujetó a la esfera la trama adhesiva del dorso de sus guantes y utilizó el apoyo para girar alrededor de ella. Del otro lado bostezaba un espacio negro. Su linterna penetró en él y no encontró nada. La luz se perdía sencillamente a lo lejos. Sin generar ningún reflejo. El susurro continuaba.

Se desplazó hasta la cara distal de la esfera y escudriñó el abismo que se abría del otro lado. Nada.

El susurro aumentó bruscamente de intensidad, chilló, aulló… y cesó.

Nigel parpadeó, atónito. Silencio. A su alrededor había un bolsón de tinieblas. Cuando se volvió para enfrentar la esfera esta le pareció inerte, exhausta.

Nigel frunció el ceño. Hizo que sus propulsores le llevaran de nuevo a la esfera, la contorneó y recorrió en sentido inverso el túnel por donde había entrado, buscando.