D
escubrió la montaña voladora por su sombra.
Delante, un velo turbulento de polvo atenuaba el resplandor del Sol, y Nigel vio por primera vez a Ícaro en la punta de un penetrante dedo de sombra, entre las nubes.
—Aquí está el núcleo —anunció por la radio—. Es sólido.
—¿Estás seguro? —preguntó Len. Su voz, filtrada por la estática crepitante de la radio, sonaba atiplada y lejana, a pesar de que el módulo Dragón esperaba a sólo mil kilómetros de allí.
—Sí. Algo muy voluminoso proyecta una sombra a través del polvo y la cabellera.
—Voy a hablar con Houston. Volveré dentro de un segundo, amigo.
Un zumbido embotó el silencio. Nigel sentía la boca fofa llena de algodón: era la mezcla de miedo y excitación lo que le producía la sensación de tener la lengua tumefacta. Enderezó su módulo hacia el cono de sombra que apuntaba directamente adelante, hacia el Sol, y corrigió el control de altura. Un guijarro rebotó contra la sección de popa.
Entró en el cono de sombra. El Sol palideció y después titiló cuando, a proa, una mancha de crecientes dimensiones atravesó su faz. Nigel siguió a la deriva, bañado en el resplandor amarillo. La corona flameaba y brillaba alrededor de una dura pepita negra: Ícaro. Él era el primero que veía el asteroide desde hacía más de dos años. La flamante capa de polvo y gas había ocultado el centro sólido a los observadores de la Tierra.
—Nigel —dijo apresuradamente Len—, ¿a qué velocidad te aproximas?
—Es difícil determinarla. —La pepita había crecido y ahora tenía la dimensión de una moneda de cinco centavos de dólar sostenida a un brazo de distancia—. Me desplazo hacia el costado, fuera de la sombra, por si arremete a demasiada velocidad.
Dos esquirlas de piedra chocaron contra el fuselaje con un ruido hueco. Allí el polvo parecía más espeso e Ícaro sangraba fragmentos dispersos para engendrar la cola.
—Sí, eso es lo que acaban de sugerir desde Houston. ¿Alguna lectura de campo magnético?
—No… espera, acabo de detectar una. Quizás… oh… una décima de gauss.
—Ajá. Será mejor que lo comunique a Houston.
—De acuerdo. —Se le crispó ligeramente el estómago. «Ha llegado la hora», pensó.
La moneda negra creció. Alejó aún más el módulo del borde del disco, para conservar un margen de seguridad. Una descarga de los reactores de dirección redujo la velocidad. Estudió con el telescopio menor el borde irregular de Ícaro, pero el blanco fulgurante del Sol difuminó los detalles. Sintió que su corazón palpitaba dentro del traje que le constreñía.
Un clic, un poco de estática.
—Aquí Dave Fowles, en Houston, Nigel, comunicando vía Dragón. Enhorabuena por su contacto visual. Queremos verificar esta fuerza del campo magnético: ¿puede transmitir el registro automático?
—Entendido —respondió Nigel. Las conversaciones con Houston se retrasaban: la demora era de varios segundos, a pesar de que las ondas de radio viajaban a la velocidad de la luz. Accionó los interruptores y se oyó un «bip» agudo—. Listo.
El borde del disco arremetió hacia él.
—Voy a rodearlo, Len. Es posible que la comunicación quede cortada durante un rato.
—Muy bien.
Sobrevoló la nítida línea crepuscular y se topó con la luminosidad del Sol. Abajo vio la escoria calcinada de un mundo. Las pequeñas protuberancias y los valles poco profundos proyectaban sombras bajas, y en todas direcciones la roca tenía un color negro parduzco, Ícaro estaba tan cocinado como si lo hubieran ensartado en un asador: a consecuencia de su órbita muy elíptica, dos veces por año pasaba tan cerca del Sol como el mismo Mercurio.
Nigel coordinó velocidades con la roca rodante y activó una serie de experimentos automáticos. Las luces del panel parpadearon y en la atestada cabina se oyó un apacible ronroneo, Ícaro giraba lentamente bajo la luz blanca del Sol, semejante a la de un arco voltaico y parecía desolado y escabroso… sin que nada reflejara su condición de instrumento de muerte, capaz de aniquilar a millones de seres humanos.
—¿Me oyes, Nigel? —preguntó Len.
—Sí.
—Ya he salido de tu zona de interferencia radial. ¿Qué aspecto tiene?
—Pétreo, tal vez con un poco de níquel y hierro. Sin rastros de nieve ni de estructuras conglomeradas.
—No es extraño. Ha estado asándose durante miles de millones de años.
—¿Entonces de dónde salió la cola del cometa? ¿Cómo se explica la cabellera?
—Afloró una veta de hielo, o quizá se abrió una grieta en la superficie… Ya sabes qué es lo que nos dijeron. Cualquiera que fuese la sustancia, probablemente ya se ha evaporado por completo. Han transcurrido dos años, y con eso basta.
—Parece rotar… hummm, lo mediré… aproximadamente cada dos horas.
—Ajá —asintió Len—. Es lo que faltaba.
—Si fuera algo menos que roca sólida no soportaría tanta fuerza centrífuga, ¿no te parece?
—Eso dicen. Quizás Ícaro es el núcleo de un cometa consumido y quizá no… Es una roca, y ahora eso es lo único que nos interesa.
Nigel sintió un sabor amargo en la boca. Bebió un poco de agua, revolviéndola entre los dientes.
—Tiene alrededor de un kilómetro de diámetro y es casi esférico, sin muchos detalles visibles en la superficie —comentó lentamente—. No hay cráteres nítidos, pero sí algunas depresiones circulares poco profundas. Quién sabe, es posible que el ciclo de calentamiento y enfriamiento que se produce cuando pasa cerca del Sol sea un buen mecanismo erosivo.
Lo dijo mecánicamente, mientras trataba de olvidar su ligero desencanto. Nigel había alimentado la ilusión de que Ícaro fuera un conglomerado de hielo en lugar de una roca, aunque sabía que la inmensa mayoría de las pruebas indirectas se acumulaban en contra de esa hipótesis. Junto con unos pocos astrofísicos había esperado que la cabellera de 1997 —una brillante cola anaranjada de treinta millones de kilómetros de longitud que flameó y danzó e iluminó el cielo nocturno de la Tierra durante tres meses— marcara el fin de Ícaro. Ningún telescopio, ni siquiera el del Skylab X orbital, había conseguido sondear la nube de polvo y gas que se dilataba y ocultaba el punto donde había estado el asteroide Ícaro. Una serie de científicos argumentaba que la eterna lluvia de partículas procedentes del Sol —el viento solar— había erosionado una costra pétrea, y que el núcleo subsistente de hielo había entrado en súbita ebullición, formando la cabellera. Por tanto, no perduraba ningún núcleo. Pero la mayoría de los astrónomos dudaban que hubiera habido hielo en el centro de Ícaro. Probablemente la mayor parte del asteroide rocoso sobrevivía en algún repliegue de la nube de polvo.
La National Aeronautics and Space Administration disfrutaba con la controversia y esperaba que en esas condiciones fuera más fácil obtener fondos para una futura expedición a Ícaro. La cola enroscada y abierta como un abanico era más brillante que cualquier otra posterior al cometa Halley. La gente la veía, incluso a través de la atmósfera contaminada de las ciudades. Era noticia.
Pero en el invierno de 1997 la composición de Ícaro se convirtió en algo más que un problema transitorio, académico. El chorro de gas que brotaba de la cabeza de lo que ya era el cometa Ícaro pareció desviarlo. La nube de polvo se desplazaba en sentido ligeramente oblicuo al seguir la vieja órbita de Ícaro, y era lógico suponer que si perduraba un núcleo, este se hallaba cerca del centro de la nube errante. La desviación era pequeña. Era difícil practicar mediciones exactas y subsistieron algunas dudas. Pero a mediados de 1999 quedó demostrado que el centro de la nube y lo que restaba de Ícaro entrarían en colisión con la Tierra.
—Len, ¿cómo lo ves desde tu punto de observación? —preguntó Nigel.
—Muy borroso. El polvo dificulta la visual. A través de la nube, el Sol aparece de un color aguachento. Estoy muy alejado de la trayectoria, para separar tu imagen radial y de radar de las del Sol.
—¿Dónde estoy yo?
—Justo en el lugar ideal, en el centro del polvo. Rumbo a Bengala.
—Ojalá no.
—Sí. Eh… aquí recibo una transmisión de Houston para ti.
Otra breve pausa poblada de zumbidos mientras el acribillado mundo negro giraba a sus pies. Nigel se preguntó si estaba compuesto del material primigenio del sistema solar, como alegaban los astrofísicos, o si era el centro de un planeta fragmentado, como proclamaban estentóreamente las revistas de divulgación. Él había alimentado la esperanza de que fuera una bola de nieve de metano y agua congelada, que se desintegraría al llegar a la atmósfera terrestre… poblando tal vez el cielo de chorros de luz azul y anaranjada y dispersando una aurora alrededor de todo el mundo, pero sin causar daños. Miró el mundo de escoria que lo había defraudado al ser tan concreto, tan letal. Las cámaras automáticas se disparaban metódicamente, revelando sus protuberancias y depresiones fortuitas. En la cabina había un penetrante olor a metal caliente y sudor rancio. Ahora, nada de paseos despreocupados y expediciones de prospección, nada de mediciones, nada de recolecciones de muestras. No había tiempo.
—Nuevamente Dave, Nigel. Los campos de fuerza magnética lo confirman, amigo. Níquel y hierro. Ochenta por ciento de pureza, o más. A juzgar por las dimensiones, calculamos que la roca tiene una masa de aproximadamente cuatro mil millones de kilogramos.
—Correcto.
—Las mediciones de radar de Len también nos han ayudado a determinar la órbita con más precisión. Esa bola de roca que estás mirando caerá en medio de la India, tal como habíamos previsto. Yo…
—Quieres que nos dediquemos al comercio de aves —le interrumpió Nigel.
—Sí. Pon el Huevo.
Nigel encendió un panel de monitores.
—Inicio el proceso de activación del Huevo —dijo Nigel mecánicamente, mientras observaba las secuencias luminosas.
—Buena suerte, amigo —intervino Len—. Será mejor que busques un lugar para depositarlo. Disponemos de mucho tiempo. Llámame si necesitas ayuda —agregó, aunque ambos sabían muy bien que Len no podía introducir el módulo Dragón en la nube sin perder momentáneamente casi todas las comunicaciones con Houston.
Nigel dedicó una hora a activar el dispositivo de fusión de cincuenta megatones que cabalgaba pocos metros más atrás de su cabina. Recitó la jerga —controles de redundancia, norma del brazo de seguridad, verificación de perfil— sin apartar totalmente la atención de la superficie calcinada que tenía a sus pies. Transcurrido ese lapso divisó lo que había previsto: una fisura mellada en el borde de Ícaro que correspondía al naciente.
—Creo que he encontrado la grieta —anunció—. Tiene más o menos la longitud de un campo de fútbol, y quizá diez metros de ancho en algunos puntos.
—¿Una fractura? —preguntó Len—. Quizás el cuerpo se está desintegrando.
—Es posible. Sería interesante ver si hay otras, y si forman una configuración específica.
—¿Qué profundidad tiene?
—Aún no la puedo medir. El fondo está en la sombra.
—Si dispones de tiempo… Espera, Houston quiere volver a comunicarse contigo.
Una pausa. A continuación:
—Estamos muy satisfechos con la telemetría que nos envías, Nigel. Aquí en Control tenemos la impresión de que el Huevo está listo para volar.
—Hay que empollarlo antes de que pueda volar.
—Tienes razón, muchacho. Me has dado una lección —exclamó Dave con un tono súbitamente exuberante y jovial.
Otra pausa, y después Dave habló con voz redondeada, modulada:
—Sabes, me gustaría mostrarte las imágenes tridimensionales de las multitudes que rodean esta instalación, Nigel. El tránsito está bloqueado en un radio de veinte kilómetros, hay gente por todas partes. Creo que esto ha cautivado la imaginación de la humanidad, Nigel. Una noble iniciativa…
Se preguntó si Dave sabía cómo sonaba eso. Bien, probablemente lo sabía: todo astronauta estaba asociado a la Mutualidad de Actores.
Hizo una mueca cuando, un momento después, la voz untuosa describió el sudado apiñamiento de cuerpos alrededor de la NASA, en Houston; los ataques de insolación y los partos en medio de la muchedumbre expectante, las ondulantes rondas litúrgicas de los Nuevos Hijos, sus vigilias nocturnas en torno a las hogueras de llamas repuntes, aceitosas. Ese hombre era un experto sin lugar a dudas. Los millones de escuchas indiscretos creían haber sorprendido un diálogo veraz: una comunicación directa entre Houston e Ícaro era algo serio. Pero en realidad, el parlamento de Dave había sido cuidadosamente ensayado y recitado.
—¿Deseas hablar con alguien aquí en la Tierra, Nigel, mientras te tomas un descanso?
Contestó que no, que no quería hablar con nadie. Sólo le interesaba contemplar a Ícaro en plena rotación, estudiar la fisura. Y al mismo tiempo imaginaba a sus padres en su apartamento desordenado, anhelaba charlar con ellos, recordaba la forma balbuceante, torpe, en que había tratado de explicarles por qué hacía eso.
Ellos aún vivían en ese amado mundo muerto donde el espacio era sinónimo de investigación, que a su vez era sinónimo de verdad objetiva. Sabían que lo habían entrenado para programas que no se habían materializado nunca. Había sumado horas en órbita desempeñándose como un excelso mecánico, y eso les había parecido estupendo.
Pero esto. No entendían cómo había aceptado una misión que no prometía nada, excepto la posibilidad de colocar una bomba si tenía éxito, y de morir si fracasaba. Una misión embrollada, tramposa, exasperada, con un sesenta por ciento de probabilidades de malograrse, según decían los analistas de sistemas.
Habían emigrado de Inglaterra siguiendo a su hijo cuando a este lo habían seleccionado para el programa norteamericano-europeo, en la etapa más ardua de su último año de estudios en Cambridge. En su condición de científico sin una especialización determinada había parecido el sujeto adecuado, con buenas aptitudes físicas —jugador de squash, de fútbol, piloto aficionado, simpático, dócil (al fin y al cabo era británico, dichoso de tener una carrera)— y presentable. Cuando exhibió reflejos excepcionales, se desenvolvió correctamente en su entrenamiento de vuelo y fue incluido en el programa abortado de Marte, sus padres se sintieron satisfechos: habían recibido una justa recompensa por sus sacrificios.
Pensaron que Nigel sería el pionero de la nueva era de exploración lunar. Esto justificaría su emigración de una Inglaterra aletargada y confortable a ese circo tecnocrático que parecía filmado en technicolor.
De modo que cuando se produjo la contingencia Ícaro, le preguntaron: ¿por qué arriesgar sus años de Cambridge, su astronáutica, en el vacío que separaba a Venus de la Tierra?
¿Y él qué respondió…?
Nada, en verdad. Siguió sentado en la mecedora bostoniana, zarandeándose impacientemente, y habló de trabajo, de planes, de la familia, de la Segunda Depresión, de política. Poco era lo que recordaba de los argumentos de ellos. Sólo la vaga cadencia de sus voces. En la memoria, sus padres se confundían en una sola persona, con un lerdo acento de Suffolk que, rememoraba Nigel, había llenado su adolescencia. Su propia voz nunca podía aterrizar en esas vocales suaves: él nunca podría ser como ellos. Eran un ente autónomo y, aunque él fuera su hijo, permanecía fuera de un perímetro tácito que dibujaban en torno a sus vidas. Dentro de esa curva estaban la certidumbre, las formas claras. Su sala de estar contenía bolsones de aire, sectores que olían a té dulce o a encuadernaciones mohosas o a flores en tiestos: elementos más sustanciales que las palabras de él. Allí, en la húmeda y vieja casa de sus padres, el mundo nervioso, abigarrado, de Nigel, se desmoronaba, y a él también le resultaba difícil creer en las masas humanas que se hacinaban en las ciudades, emporcándolo todo y borrando, como esponjas, lo mejor que alguien pudiera hacer o planear para ellas.
Había poquísimos fondos para la investigación, para las nuevas ideas, para los sueños. Pero sus padres no se daban cuenta de esto. Su padre meneaba la cabeza un milímetro hacia cada lado mientras Nigel hablaba, y el anciano probablemente ni siquiera tenía conciencia de que traicionaba su reacción. Cuando Nigel terminó de describir el plan de la misión Ícaro, su padre le dirigió a su madre una de esas miradas indescifrables y después le aconsejó muy serenamente a Nigel que rechazara la misión, que esperase algo mejor Seguramente se presentaría otra oportunidad. Sí, seguramente. Desde el interior de su perímetro lo veían con mucha claridad. Él aún no les había dado una nuera, ni nietos, y durante los últimos años había pasado muy poco tiempo en casa. Todo esto estaba latente en el milimétrico ademán de su padre, y Nigel se prometió que cuando la misión Ícaro terminara definitivamente los visitaría más a menudo.
Su padre, que obviamente estaba versado en la materia, mencionó las misiones de refuerzo no tripuladas. Las sondas reboticas, armadas con una serie de dispositivos nucleares. ¿Por qué Houston no podía confiar exclusivamente en ellas? Nigel, satisfecho de pisar terreno concreto, le explicó que se trataba de una cuestión de probabilidades. Pero, a pesar de lo que decían los informes de la comisión, sabía que las probabilidades eran muy inciertas. Quizás un hombre era mejor, ¿pero quién podía afirmarlo con certeza? Aunque sólo los hombres pudieran explorar el núcleo de Ícaro, en medio de tanto polvo, ¿por qué debía ser Nigel el encargado? Las respuestas eran fáciles: porque era joven, porque tenía buenos reflejos y, finalmente, porque no quedaban muchos hombres capacitados para ello. Nigel no dijo ni una palabra de esto mientras impulsaba la mecedora, bebía té, y murmuraba en medio de la estratificada atmósfera estancada de la vieja casa. Fuera como fuese, iría. Sus padres lo sabían. Y esa última velada concluyó en silencio.
Mientras volaba de regreso al hormiguero de Houston, cogió el único volumen que había descubierto en la biblioteca de su viejo dormitorio y que había llevado impulsivamente consigo. Las amarillentas tapas duras estaban resquebrajadas, y las páginas estaban endurecidas y manchadas por los accidentes de la adolescencia. Recordó que, poco después de presentar su candidatura para el programa norteamericano-europeo, lo había leído con la intención de explorar la mentalidad norteamericana. Hojeó escenas conocidas y cerca del final encontró el único pasaje que había aprendido involuntariamente de memoria.
Y entonces, Tom, él habló y habló y dijo, larguémonos los tres de aquí una noche y cojamos lo necesario y vayamos en busca de aventuras delirantes entre los indios, en el territorio, durante un par de semanas o más tiempo; y yo dije, muy bien, conforme…
Reclinado en el asiento curvo del avión, sintió que se parecía más a Huck Finn que al europeo calculador con el que le identificaban los demás.
Irrumpió la voz de Dave Fowles.
—Tenemos una nueva estimación de los daños que producirá el impacto, Nigel. Es muy inquietante.
—Oh.
—Dos millones seiscientos mil muertos. Daños periféricos en un radio de cuatrocientos kilómetros alrededor del punto de colisión. No afectará a ninguna de las grandes ciudades de la India, pero sí a centenares de aldeas…
—¿Qué hay respecto a la hambruna?
Dave suspiró.
—Es peor de lo previsto. Supongo que apenas se filtro la noticia de que Ícaro podía estrellarse, todos los pequeños agricultores abandonaron sus cultivos y empezaron a prepararse para la vida en el más allá. Esto sólo sirvió para agudizar la falta de alimentos. La ONU calcula que dentro de seis meses habrá varios millones de muertos, y los víveres que enviamos por avión no modificarán la cifra. Nuestros sociómetras opinan lo mismo.
—¿Y la evacuación del área de impacto?
—Marcha mal. Sencillamente se resignan y no dan un paso —dijo Herb—. Debe de ser a causa de su religión o algo semejante. No lo entiendo, de verdad, no lo entiendo.
Nigel reflexionó y algo vibró en él.
—Se me ocurre una idea —dijo—. ¿Puedo hablar?
—Cómo no, acabamos de pasar a la comunicación privada, Nigel. Las cadenas no captan esto. Habla.
—Voy a implantar el Huevo después de este período de descanso, ¿no es cierto? El campo magnético prueba que este cuerpo es de metal sólido. Es inútil esperar.
—Correcto. El jefe de la misión acaba de confirmármelo. El comienzo de tu descenso está previsto para dentro de unos trece minutos.
—De acuerdo. Se trata de lo siguiente: quiero implantar el Huevo en la grieta que he encontrado. Es una fisura larga e irregular. El Huevo nos dará una mejor transferencia de impulso si estalla en una fosa, y esta parece muy profunda.
Un susurro de estática marcó el transcurso del tiempo. Una diminuta faceta de Ícaro le envió un fugaz destello blanco y desapareció. Nigel estaba ansioso por explorarlo, por extraer una muestra. Se sentía suspendido debajo del Sol blanco.
—¿Qué profundidad calculas? —preguntó Dave con tono cauteloso.
—He observado el desplazamiento de las sombras a medida que la fisura rota bajo el Sol. Creo que el fondo debe de estar a unos cuarenta metros, por lo menos. Así aprovecharemos mejor la potencia del Huevo. Y al mismo tiempo podré recoger algunos especímenes interesantes —concluyó débilmente.
—Te contestaré dentro de un minuto.
Len interrumpió la espera subsiguiente.
—¿Crees que podrás apañarte? Tal vez sea difícil acoplar el dispositivo si no tienes suficiente espacio de maniobra.
—Si no puedo bajar al fondo lo dejaré colgado. En la superficie el Huevo ni siquiera pesará un kilo. Podré colgarlo de la pared de la fisura como si fuera un cuadro.
—De acuerdo. Ojalá acepten.
Y entonces llegó la comunicación de Houston.
—Autorizamos desembarco cerca del borde. Si la fisura es suficientemente ancha…
Ya estaba preparando el abordaje.