XVIII

M

iró en derredor. Su sobrino Mauro Carranza, que había permanecido meses como gobernador delegado, mientras duró la terminación de la campaña contra la Liga del Norte, y, además, era administrador y socio en sus estancias de Uyamampa, no se había atrevido a modificar nada en su despacho; como si nadie hubiera estado allí. Salvo que su «amado ahijado» de casamiento, el tuerto Adeodato de Gondra, ya no entraría jamás por esa puerta. Lo había traicionado, se dejó seducir por ese Gutiérrez, casi un invento suyo puesto que él mismo lo había incorporado al ejército de Oribe. Un flamante general de tres al cuarto, que en la batalla de Famaillá había comandado sólo en apariencia el ala de Hilario Lagos. Ahora, por su propia culpa, era gobernador de Tucumán y Gondra su ministro general. Ya no le importaba casi a Marco Avellaneda lo hubieran degollado y empicado su cabeza en la plaza de Tucumán, de que a Lavalle lo hubieran asesinado en Jujuy, de que a su ex amigo el gobernador Cubas de Catamarca y a sus milicianos los hubieran degollado, sólo le importaba la traición de Gondra. Degüello, degollar, para ahorrar balas. La sangre había comenzado a derramarse desde el comienzo del país. El mismo Mariano Moreno, secretario de la Junta de 1810, establecía que con los enemigos declarados, «debe observar el gobierno una conducta la más cruel y sanguinaria; la menor especie debe ser castigada; la menor semiprueba de hechos, palabras, etc., contra la causa, debe castigarse con pena capital, principalmente cuando concurran las circunstancias de recaer en sujetos de talento, riqueza, carácter»… Y añadía: «Porque ningún estado envejecido, o provincia, pueden regenerarse ni cortar sus corrompidos abusos, sin verter arroyos de sangre». Después del combate de la Tablada, Deheza, jefe de estado mayor de Paz, fusiló 23 oficiales y unos 120 soldados de Quiroga que había caído prisioneros. En las campañas de la Sierra, el mismo Paz, según confesión de Rivera Indarte, fusiló a 800 soldados de Rosas. Y su amigo La Madrid, le había relatado que después de Oncativo había hecho lancear prisioneros vencidos; en La Rioja hizo llevar a la cárcel, con una cadena al cuello, a la madre de Quiroga que tenía más de 70 años. Se le acusaba de acollarar 200 federales y mandarlos lancear en su presencia. Y Lavalle le escribía al gobernador Ferré de Corrientes: «Espero que Ud. estará tan bueno de salud como yo, para que me ayude a hacer degollar al ejército de Máscara todo entero». Y en la proclama a los correntinos: «Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos la sociedad de estos monsruos. ¡Muerte, muerte sin piedad!».

En vano había esperado en Tucumán para cobrar las indemnizaciones de guerra que debían a su provincia. La confederación, desde Rosas a Oribe, ya debía estar muy segura de su lealtad como para preocuparse de problemas económicos. Santiago tenía que seguir siendo pobre y mendiga.

Con el atardecer aumentaba el trajín en su casa. A la noche, ofrecería el baile de despedida al presidente Oribe y a Garzón. De alguna forma tenía que agasajarlos y festejar el triunfo de Famaillá. Abrió el cajón del escritorio, ya era el cajón de sus desilusiones y rencores, y sacó la carta muy lagar de Gondra, del 6 de octubre, que había recibido en el campamento de Metán. No recordaba cuántas veces la había leído, la sensación de picanazo aumentaba. «Mi amado padrino», comenzaba con aire de Judas que ya le sonaba burlón. «Hace algún tiempo que formé la resolución de trasladarme a vivir a otra parte desde que vi y conocía a no dudarlo que mis servicios no eran necesarios, y que otros podrían suplir perfectamente mi falta». Saltó un párrafo anodino. «Cuando formé la resolución de salir de aquí era para vivir oscuramente en Buenos Aires trabajando para mis numerosos hijos, pero mi digno amigo el sor. Gral. Gutiérrez, me exigió la promesa de acompañarle a Tucumán, y en efecto le di mi palabra». Todo esto a sus espaldas, sin que él lo supiera; si no tuviera un morboso deseo de releer esta carta para caldear su fuego, la habría hecho añicos. Pero le resultaba imposible separarse de ella, de esta prueba infamante. «Ahora colocado este amigo a la cabeza de su provincia, me exige el cumplimiento de aquella, y estoy en el deber de prestarme al llamamiento del gobierno del país donde nací». Nací, nací. Durante los trece años que había estado a su lado, él lo había hecho nacer políticamente. «La familia de Ud. anda diciendo aquí a todo el que quiere oír que yo he aspirado y aspiro al gobierno de esta Pvcia. Despreciaría yo estos rumores si procedieran de otras personas, pero la experiencia me ha enseñado a respetar en silencio lo que diga su familia, aunque sea contra mí». Aunque fuera cierto, ¿qué podían importarle los chismes de su familia, acaso él era juguete de ella? Luego la excusa de que debía entregar a su suegro Alcorta los bienes que le administraba y esto lo dejaba en la indigencia. «No crea Ud. que es exageración, no tengo ya con qué dar un pan a mis hijos. Voy pues a buscarlo y ganarlo con el sudor de mi rostro». Para colmo y como si ya estuviera todo resuelto, se había permitido comunicárselo a Rosas, mientras él estaba en campaña. No la había contestado, ni la contestaría nunca.

Como una prueba más, había unido a ella la carta de Gutiérrez, fecha el mismo día 6 de octubre pero en Tucumán. Después de invocar «el amor, respeto y gratitud» que experimentaba por él, terminaba «haga un sacrificio, redoble los motivos de mi agradecimiento y permítale a nuestro Amigo Gondra, que venga a servir a la Sagrada causa de la federación, al gobierno hermano de Tucumán, a Gutiérrez su siempre constante e invariable Amigo y compañero Q. B. S. M.»

Lo llamaban rencoroso y vengativo, ya encontraría el modo de mostrarles en qué medida lo era con los que traicionaban la amistad. Echó las cartas al cajón y lo cerró de un golpe. Hasta hubiera preferido que lo traicionara una mujer y no un hombre. Se incorporó serenándose, se tragaba el rencor como sapo a una brasa. Necesitaba vestir su uniforme de gran gala, que tan pocas veces usaba, para asistir al baile. Santiago y él eran, también los vencederos en Famaillá.

Saludó con menuda inclinación de cabeza a una parienta cercana de su mujer. Cirpiana Carol se había negado a asistir, casi un mutuo acuerdo cuyo secreto conocía toda la ciudad. La impuesta presencia de Dolores, la Dolo, bastaría para la comidilla del sarao. Su hermana Águeda Ibarra de Taboada lo acompañaba para hacer los honores de la casa, se lo debía muy íntimamente como agradecimiento; también para equilibrar la preponderancia familiar, ya que Mauro Carranza, fue su gobernador delegado; con indudable alegría de él, le había hecho aceptar la renuncia presentada por Gondra. No quiso pensar que si Gondra y su mujer, la gente chismeaba que también había sido su amante, estuvieran allí tendría la certeza de que todo andaría mejor. Oribe, que no podía ocultar esa petulancia y pretensión de los del litoral y el puerto, se sentiría si no deslumbrado por lo menos sorprendido, de tono de la fiesta.

Ya se encontraba la mayoría de los invitados. Con el índice, abrió un instante el alto cuello con alamares dorados de su casaca; por suerte, al caer la noche había disminuido el calor de ese tórrido día de febrero. Miró a Garzón y los otros jefes del litoral; ellos debían sufrirlo más, aunque ya había tenido tiempo de acostumbrarse. En cuanto se iniciara el baile, Águeda había dispuesto que se sirvieran los sorbetes y refrescos. El cuchicheo aumentaba, debía hablar de la Dolo. Muchos, inclusive su familia, no lo creerían capaz de haberla invitado.

—Salvo los cortinados, los chalecos y los moños punzón, parece una fiesta de los unitarios —le dio Garzón, sonriente y en voz baja, señalando con amplio ademán las salas iluminadas, las mesas tendidas, la orquesta con el maestro Gentilini al piano.

—Te diré que ellos han contribuido largamente y más o menos voluntariamente, hasta el piano es un préstamo de los Palacio —contestó en el mismo tono. Al día siguiente, su amigo abandonaría Santiago, había envejecido y engordado un poco, igual que él. Quizá, no lo volvería a ver jamás. No quiso analizar sus presentimientos. Los amigos que se iban para abajo, para el puerto, a la larga terminaban haciéndole una trastada. ¿Qué fiesta le organizaría Gondra a su nuevo gobernador? No se podía confiar en los tucumanos, eran zalameros, falsos y arribistas. Como si adivinara sus pensamientos era probable que ya fuera así, Garzón le preguntó sonriendo:

—¿No me tomarías de ministro general, ya que te has quedado sin él?

—Terminarías haciéndome lo mismo, ¡si no te daba por suplantarme! No nombraré a nadie.

—¡Ay, Felipe!, siempre el mismo receloso…

—Es por esto que me voy quedando sin amigos volubles —se adelantó un paso para saludar a Dolo, sin verse obligado a presentarle a Eugenio. Todos debían mirar a hurtadillas a la mujer, tan hermosa como desconocida, que entraba con arrogante serenidad, salvo su amigo que lo hacía ostensiblemente. No se la presentó; en el primer momento no supo ver claro el motivo, luego, reconoció que tenía miedo de que se la birlara como cuando eran subtenientes. Aunque todo había cambiado y de los dos era quien había llegado más alto, conservaba los temores y las debilidades de la común juventud.

Los Palacio vinieron también en clan, sin perder su empaque; sólo faltaban Agustina y Gregorio, en el Bracho y en el Monserrat. Nadie se permitía despreciar una invitación suya. Llegaron, por fin, su cuñado Saravia, nuevo gobernador de Salta, en compañía del presidente Oribe. Las presentaciones y saludos, resultaron más largas de lo que esperaba; estas fiestas le resultaban pesadas. Debía comenzar el minué federal.

Oribe, como estaba previsto, escogió por pareja a Águeda. Mauro Carranza, que ya se creía su heredero político, tomó la tarea de organizar las restantes parejas y la dirección del minué. Saravia invitó a la señora de Domingo Palacio. Ahora le tocaba a Garzón, quien decididamente, y luego de sonreírle apenas, como para pedirle autorización, invitó a Dolo. Tras de un silencio sorprendido, creció el cuchicheo. Nadie en Santiago, ni Dolores misma, creería que esto no había sido planeado con su compinche. Mauro quedó azorado, por lo menos se le habían trastrocado las jerarquías oficiales.

Lo dejó sentirse perdido y con decisión se dirigió hacia Tomasa Gondra de Santillán, la hermana mayor de Adeodato; tal gesto podría conmover a la familia, pero no hacerles cambiar de idea o producir una escisión. Aunque no era tan simple mudarse por un hermano ministro que vaya a saber cuánto duraría.

Los jefes orientales, como invitados, eligieron libremente sus parejas. Mauro se había reservado para sí la hermana del gobernador de Salta, proseguía sus relaciones políticas. Los Taboada lo vigilaban de cerca.

A una señal suya, comenzó la danza. No sabía bailar, ni le interesaba; el minué federal era obligación estatal que cumplía sin placer. No quiso mirar a la Dolo, aunque de reojo comprobaba, durante las figuras de cortesía de la danza, que ella buscaba sus ojos para solicitar su asentimiento o demostrarle que sólo pensaba en él. Ni a ella ni a Eugenio los miraría durante todo el baile, para inquietarla. Su compañera debía haber sido linda, lucía hoyas más hermosas que las de sus mujeres. Estaba mal, a las mujeres había que regalarles cosas caras, de vez en cuando. Se equivocó en la vuelta, tenía que ser por la derecha, luego la reverencia. No los miraría. Sonrió cariñosamente a Escolástica con su gran peinetón de carey y la divisa punzó, acentuó la sonrisa al tocarle las enguantadas puntas de los dedos. Había sido uno de sus primeros amores, pero no le gustaba repasar las cosas idas y perdidas para siempre. Aunque ver reunidas a mujeres que le habían pertenecido, a veces al mismo tiempo y sin que alguna de ellas lo supiera, lo engallaba. Pronto, cuando la hidropesía lo clavara doliente, inmóvil en un sillón, recordaría hasta este paso torpe que acababa de dar y la sonriente reverencia. A Cipriana no la podría olvidar jamás, aunque todos creyeran lo contrario. Con esos ojos chicos y abolsados y los ajustados y secos labios suyos, a la gente debía costarle mucho descubrir que sonreía. No la miraría ni lo miraría a Eugenio. En la madre de la Libarona, Agustinita, quedaban aún rastros de la gracia con que su hija movía la cabeza, algo de monería. Oribe se creía, al menos en la pose, presiente de la Banda Oriental. Toda la gente que anda cerca de los puertos no es muy segura en sus ideas. Se olvidaba, cambio de pareja y reverencia; su vida amorosa. La mujer de su cuñado el gobernador Saravia; era gente muy leal; siempre le gustaba pagar los favores recibidos. Lástima que su fiel amigo Iturbe, a quien habían repuesto como gobernador, el que fue a Sevilla perdió su silla no hubiera podido llegar a este baile. Había dudado en gastar la plata de los unitarios en esto y en los bailes populares; pero la gente necesitaba algo de diversión y relajo, después de tanta sangre y privaciones. Dolo estaría orgullosa, a las mujeres les encantaba entremeterse en la amistad íntima de dos hombres. «Me gustaría escuchar lo que hablas con Garzón», le había dicho ella; debía imaginar que siempre hablaban de mujeres. Agustinita rotosa y desgreñada en la selva, por amor. Garzón criado en los cuarteles conocía mejor a los hombres, soldados, gauchajes, montoneros y políticos. Si hubieran venido los nuevos gobernadores de Catamarca y La Rioja, este hubiera sido un verdadero baile federal. ¿Cómo sería ese caudillo del litoral, Urquiza, que tanto le recomendaban Garzón y Oribe? Le mandaría un poncho santiagueño de regalo. Sí, ahora tenía que ofrecer la mano enguantada a su pareja del comienzo para la vuelta y reverencia final.

Sonó en el patio una salva de fusilería y la invocación, a voz en cuello. «¡Viva la Santa Federación, mueran los salvajes unitarios!». La señal también, para que comenzaran las fiestas populares. Tendría que ir a cada una de ellas; esto le gustaba de verdad, se sentía a sus anchas. Estaba seguro que cuando él saliera, los jóvenes, acaudillados por los Taboadas, para mostrarse modernos y evolucionados, haría tocar y bailarían valses. Le parecía aceptable «Nardos y rosas», que era criollo, pero siempre que no lo bailaran. Era peor prohibirlo por inmoral, la gente lo bailaría a ocultas. ¿Y a la gente y a la Iglesia no se le ocurría que muchos de sus propios actos eran inmorales? Así como había las temporalidades, existirían las inmoralidades, sonrió, debían tener una relación mayor que la simple eufonía.

Oribe, que conversaba con Saravia, se excusó de acompañarlo a la plaza; quedó en que vendrían a buscarlo cuando fueran al campamento. Supondría que para Santiago bastaba con verlo desfilar al frente de su ejército, como sucedería al día siguiente. Salió con sus ayudantes por los fondos. Había simulado no ver la cara ansiosa de Dolo. Le haría pagar ese baile con Eugenio; aunque él no hubiera podido, no debía. Había bailado con su amigo del alma, ya no sabía si esto era excusa o agravante.

Al llegar a la plaza, se dio cuenta que también lo acompañaban sus dos sobrinos Carranza y Taboada. Se aflojó el cuello, todo un mundo variaba en este ademán. A sus anchas física y moralmente, ninguna simulación, ninguna ocultación, tal cual era. Venía de gran uniforme porque a ellos también debía gustarles verlo y hasta tocarlo vestido como jamás estarían ellos. Cada uno estaba dentro de ese resplandeciente uniforme de capitán general y gobernador, que por ser suyo era de ellos.

Pasaba de fogón en fogón, las largas mesas improvisadas con tablones, los platos regionales de siempre, pero en mayor cantidad. Una fiesta era la cantidad en comida y gentes. Guitarreadas y bailes criollos. Gatos, malambos, cuandos y cuecas. Como el 26 de diciembre en las fiestas de San Esteban farristo, que no le gustaba que le recen, y quiere que le bailen nomás. Levantaban el polvo ralo en el suelo apisonado. Las chinitas con las mejores prendas, como los hombres de la ciudad y el campo. La gente había venido de lejos para el gran baile federal.

Lo vivaban, lo aclamaban, le estrechaban la mano y no faltaba quien intentara abrazarlo; las mujeres daban la sensación que, si lo deseara, serían suyas allí mismo. Tenía que aceptar los brindis y beber con ellos en especial la aloja y el vino carlón; debía aguantar bien, porque en todo era ejemplo. Y sólo Dios sabía si esta no era la última gran fiesta que podría compartir con ellos. Todos los diminutivos cariñosos de su nombre o apellido asaeteban la noche, seguidos por vivas a la federación.

En un grupo se vio obligado a bailar una zamba, alguien le prestó el pañuelo punzó que él no tenía; tampoco lo hacía bien, pero igual lo aclamaban y aplaudían. Sus dos sobrinos lo seguían, din duda para hacerse conocer de la gente; tuvo ganas de despacharlos a sus casas. Ante su sorpresa, una voz vivó a Mauro, como gobernador delegado; pueda que él mismo lo hubiera preparado. Entre su gente no los necesitaba, como tampoco a su escolta; pero no debía confiar demasiado, así habían asesinado a Facundo Quiroga en el camino de Barranca Yaco, por no aceptar la fuerte escolta que le prestaba. Creía que basta con su nombre y su presencia para asustar a sus enemigos.

Casi reconoció la forma en que le palmeaban la espalda, encontró la cara sonriente de Garzón.

—¡Ay Felipe! Siempre el mismo. En la berlina hay una moza llorando. Y en la otra, nos espera Oribe —sonrió irónico—. Se me ocurre que no está muy contento de tanto oír aclamaciones que no le están dirigidas. Vos no lo conoces como yo.

—A las mujeres les gusta llorar, en particular a esa. Además, ella sabe que no debe interferir en mis obligaciones oficiales —contestó, tratando de ocultar su felicidad; había derrotado a Eugenio. Al dirigirse a la vieja carroza del gobierno donde estaba Oribe, le hizo señas de continuar viaje al cochero de la berlina ocupada por la Dolo. Simuló no ver, en la semioscuridad, la casa angustiada que se asomaba al ventanillo.

Continuaban aclamando su nombre. Eugenio tenía razón, a la luz de los faroles del coche, vislumbró que Oribe lo miraba con fastidio. No debía estar acostumbrado que en su presencia vivaran a otro, por lo menos fuera de Buenos Aires. Ordenó ir directamente a la fiesta del campamento del ejército confederado, allí cambiaría de expresión.