E
staba clareando el 19 de setiembre junto al río Famaillá; miraba como se deshilachaban las tinieblas. Las cumbres nevadas del Aconquija. La tierra verde y la tierra roja, los cañaverales, los bosques y los incontables riachos del Tucumán, su invariable enemiga, trenza del mismo cuero. Arroyos con auga clara, rojiza o lechosa según las tierras que atravesaran, y no los infinitos ríos y arroyos secos de su Santiago, salvo sus ríos Dulce o Salado que poco servían para el riego y sí para la destrucción en sus crecientes. Los tucumanos jactanciosos, Gondra al fin era un tucumano, y los mismo el coronel Celedonio Gutiérrez, habían pretendido ser una república. No podían perdonar que Santiago se hubiera separado de ellos y declarado autónoma, cuando en verdad Santiago, fundada en 1553, había sido no sólo la primera ciudad de la República, sin fundadora de ellos y otros pueblos durante la colonia.
Miró al impasible y metódico general Oribe. Esa misma noche, uno de sus bomberos les había comunicado que Lavalle, luego de marchas y contramarchas tratando de aumentar sus fuerzas en las provincias del norte, parecía dispuesto a sorprenderlo atravesando el río Famaillá. Lo que no entendía muy claro o acaso lo desilusionaba, era que Oribe hubiese dejado en la ciudad de Tucumán a Garzón con 1300 hombres, en su mayoría infantería. Ya no tendría lugar la tan esperada conversación en armas. Las patrullas confirmaron los movimientos de las tropas enemigas.
Cuando amaneció pudieron comprobar que, con su audacia habitual, Lavalle había pasado el riacho, que iba a mezclarse con el Salí y su Dulce, media legua arriba del campo federal. Aparecía a la retaguardia, en la llanura desde el río hasta el Monte Grande que le cubría las espaldas, al tiempo que cortaba la comunicación con la capital y Garzón. Otra de sus imprevistas jugadas de estratego. Le sorprendió que no se hubiera atrevido a atacar y tomarlos de sorpresa, durante la noche. No tendría fuerzas suficientes.
Con la seguridad de sus repetidos triunfos, en un santiamén, Oribe dispuso el cambio de frente y el plan de ataque. En el ala derecha quedaron dos divisones de caballería de línea, al mando de Hilario Lagos, aunque nominalmente figurara Celedonio Gutiérrez, para quedar bien con los tucumanos, en el centro el batallón Libertad, con tres piezas de artillería a las órdenes del coronel Maza. A la izquierda los escuadrones de Santiago y de Santa Fe, todos bajo sus órdenes. Con Lagos y Maza, sólo falta Garzón para que estuvieran los cuatro a la misma altura, como antes. La reserva la componían los escuadrones de campaña de Buenos Aires, cuadro de oficiales orientales y la escolta del general en jefe. En total, 700 hombres de infantería, 1700 de caballería y tres piezas de artillería. El combate lo iniciarían las aguerridas tropas de Lagos.
Con el catalejo, le sorprendió comprobar lo menguado de la infantería de Lavalle; salvo que tuviera una reserva oculta en el bosque, era capaz de cualquier ardid. Se notaba la evidente superioridad federal; le infligirían otra derrota, pero lo esencial sería capturarlo. Se les escurría como bagre barrero.
Frente al ala derecha de Lagos, mientras las tropas parecían vistearse a la espera de trompas y clarines, le extrañó ver avanzar a un jefe enemigo seguido por dos ayudantes. Lagos hizo otra tanto para reconocerlo. No le costó descubrir que se trataba del general Pedernera; cuando estuvieron al habla, con voz y ademanes jactanciosos desafió a Lagos a un combate singular ante los dos ejércitos en formación. Se puso en el lugar de su amigo, las mismas sensaciones de cuando sableó al barbilampiño jefe de la patrulla. Lo vio sofrenar el caballo, la tentación entre sus deberes de jefe de división y la del torneo caballeresco. Pedernera, con la misma arrogancia de su jefe, repitió la incitación, algo de mojar la oreja. Pueda que no conociera el mentado coraje de Lagos; brillaron los sables. El lance parecía inevitable. Oribe no lo admitiría. Sonaron los clarines, las escaramuzas comenzaban. Lagos y Pedernera volvieron a sus puestos; sus divisiones estaban trenzadas. A Hilario le habría quedado ardiendo la sangre. Ganas de abrazarlo.
Imposible seguir mirando, necesitaba actuar. Sus fuerzas tenían que enfrentarse, como si las hubieran elegido, con las milicias tucumanas.
No entendía por qué la infantería permanecía enfilada, fácil blanco del enemigo, y no trataba de emboscarse o sacar el cuerpo, como instintivamente o hacían sus guerrilleros. Todavía regía la gloria de las falanges y las centurias. Tampoco creía mucho en el empuje de los clarines y trompetas la iniciar el combate. La infantería abrió el fuego, avanzaba cubierta por la artillería; el menguado batallón de Lavalle lo hizo en parecida formación. La batalla estaba trabada. La sangre, los humores del cuerpo, comenzaban a correr y a empozarse en la tierra rojiza, o sobre la gramilla verde. Los soldados caían en raras posturas, algunos quedaban boca abajo lamentándose; otros las espaldas contra el suelo, la cara hacia el cielo azul y limpio de nubes. Cuando cesara el fuego, los perros vendrían a lamerles la sangre y a tarasconearlos, entre aullidos y gemidos. Y los cuervos. Y los hombres a desnudarlos y robarles las ropas y las botas.
El fragor aumentaba, se volvía denso; estallaba en voces, ruidos metálicos, estampidos de tercerolas, fusiles y cañones. La panza y los ijares de su moro parecían acosquillarse entre el ímpetu y el miedo, le costaba mantenerlo inactivo junto a ese florido lapacho. La humareda se entremezclaba al polvo. Necesitaba permanecer allí para mandar a sus subordinados y para recibir las órdenes de su general en jefe, aunque no confiara mucho en él. Hacía años que Felipe Ibarra no recibía órdenes de nadie.
Como animal destripado y unos muñecos o imágenes sangrantes, saltó uno de los cañones enemigos. Las infanterías se injertaban en el cuerpo a cuerpo de la bayoneta y sables. Avanzaban y retrocedían, randas de una falda de mujer que corriera despavorida. Muchos tendrían miedo, otros transformaban el coraje en sangrienta rabia.
La división de Pedernera había logrado meter una cuña, pero Lagos comenzaba a pararla. Sus coroneles Saravia y Andrada se batían bravamente; tuvo la seguridad de que destrozarían a los milicianos de Tucumán. Los cañones del coronel Maza se concentraban sobre la división de Pedernera. El estampido cubría los alaridos de los jinetes y los resoplidos de los peludos caballitos criollos. Apretó los labios, el entrevero se le metía en el pecho, ya le resultaba imposible aguantar la inacción. Ganas, ganas y aguantar. Sus capitanes Ledesma, Paz, Llanos, Alderete o Díaz, entremezclados en las desparramadas compañías con sus gauchos soldados; hombres y pingos eran una sola entidad, a manera de centauros. Si a uno le mataban el caballo, era como si le amputaran una parte del cuerpo. Un gaucho dejado de a pie era ignominia, cuando menos vergüenza para callar; de alguna manera significaba que no merecía tenerlo entre las piernas, como si le descuajaran de un chuzazo el uchú y las corotas, lo desverijaran.
Los correntinos de Ramírez chillaban como mandingas enloquecidos. Sus santiagueños sabía, ¡al fin!, que podían lanzarse hacia delante sin pensar que, de un momento a otro, cuando la sangre se les calentara por causa de las otras derramadas, las panzas destripadas, los cogotes tajeados y las cabezas partidas entre los yuyos, habrían de recibir la incomprensible orden de replegarse, de retroceder, como sucedía en las escaramuzas de guerrillas. Ahora iban hasta donde los llevaban las puntas de sus tacuaras, que ya la cosa era hasta donde les diera, hasta que se les cansara el brazo de ensartar pechos o se les durmieran las manos a fuerza de hachazos con los sables. O los ensartaran, les chorreara la sangre, y los desmontaran y los redujeran a polvo, entre crujidos de huesos, resoplidos y relinchos a caballos. Algunos se habían envuelto el poncho en el brazo izquierdo, muchos se negaban a desprenderse de las boleadoras que les servían hasta para partir los temporales y las frentes. Las caras se quebraban y desfiguraban como en espejos rotos. Odiaba los espejos.
Ganas de gritar, a romperse la garganta, cuando una nueva división de Lagos, con sus rojos uniformes, destrozó la cuña de Pedernera y los escuadrones azules se replegaban en retirada hacia el bosque. Uno tras otro saltaron los tres cañones unitarios, despotricados por los federales de mayor calibre. Se hundía el centro de la línea de Lavalle, ya estaría él mismo mandando y azuzando esas tropas de Hornos, que debían ser su reserva final.
—¡Son suyos, mi capitán! —necesitó gritarle a Simón Luna, antes de que se le desmandara en su escolta. Fue como si a un potro le sacaran un bozal que le hubieran puesto un poco a traición. La traición es un potro pialado. Se le ocurrió, no podía ser de otra manera, que debía ser el mismísimo regimiento escolta de Lavalle con él a la cabeza, que ya estaría en las ultimas.
Respiró, se le abría el pecho; Oribe, su estado mayor y sus correos, se adelantaban. Tenía derecho a hacer lo mismo, allí terminaba su obligación de jefe de división, de capitán general, de gobernador caudillo. Como un largo látigo de carrero que chasqueara, viboreó la línea del combate. La última cinchada. El sol principiaba a levantar un vaho húmedo, agobiante, tropical, que se mezclaba el olor de sudor, sangre fresca y pólvora y le cosquillaba las narices.
Los tucumanos escapaban y se escondían en el bosque. Ya su pingo comenzaba a tropezar entre los cuerpos de hombres y caballos, entre las armas abandonadas; no quería mirar y encontrar entre ellos un cuerpo conocido. Lo estremeció el presentimiento. Simón Luna volvería en parihuela, sobre los hombros de sus gauchos, recosido a lanzazos y sablazos, como sólo podía morir Simón Luna.
De nuevo se había detenido Oribe, sus ayudantes y la escolta; fue una orden. Repasó el campo de batalla con su catalejo. Sólo a Lagos debía haberle permitido que persiguiera a Pedernera y su división, además, cómo hubiera hecho para contenerlo. Ese vidrio de aumento lo tornaba otra vez espectador, gobernador, capitán general. Se le clavó casi a la entrada del bosque, del Monte Grande. Uno de sus gauchos tenido en tierra, el busto y los brazos ensangrentados, impedido. Muy cerca su enemigo boca arriba, también el pecho cubierto de sangre. Resollaban como dos grandes llagas al sol. Sólo las piernas y las patas con sus botas de potro parecían indemnes. Se visteaban, sabían que aún no estaban acabados; aún les quedaban las cabezas y las piernas. Brillaban al sol las grandes espuelas nazarenas. Innúmeros puñalitos de plata tantas veces hundidos en las pelambres sudorosas de los caballos. Los pies se les fueron acercando.
Unos se van a las manos, ellos se fueron a los pies. Las nazarenas se alzaban, se entrecruzaban, caían y golpeaban como mazas de las cuales brotara sangre. Las bombachas se desgarraban. Las espuelas subían más alto. Riña de gallos. No podía dejar de mirarlos, la pelea y la sangre lo ataban. Se buscaban los pechos ensangrentados para abrírselos más. La del suyo brilló más alto y bajó más rápido. Un zarpazo brutal de jaguar atravesó la cara del otro. Volvió a golpear con ambos pies y la nariz y los ojos se tornaron masas informes. Una agonizante patada del otro le descuajó la mandíbula al suyo. Un último entrevero de espuelas, ensangrentadas crestas de gallos y quedaron inmóviles. Ya no se sabía dónde comenzaban o terminaban sus cuerpos sobre la tierra rojiza.
Bajó con impávida rabia el catalejo. Las tropas de Lavalle huían en desbandada hacia el bosque del Monte Grande, dejando centenares de muertos. Había transcurrido una hora desde que la primera carga, iniciada por su amigo Lagos, a las 6, fuera rechazada por los veteranos correntinos de Pedernera. Comenzaron a llegarle las partes de sus divisiones; perseguían a Marco Avellaneda y al coronel Torres, que habían mandado las de los tucumanos que lo enfrentaron. Lavalle se les escapaba una vez más, con una escolta de 200 hombres, hacia el exilio o la muerte. Se había batido con 70 hombres de infantería, 1300 de caballería, y tres piezas de artillería de a 4. A los prisioneros los rodeaban como a ganado.
Oribe mandó ejecutar al traidor coronel Facundo Borda, que meses atrás se había pasado a Lavalle, y también a otros oficiales de caballería e infantería. La matanza incontrolable; la venganza con que terminaban las batallas entre unitarios y federales, ganara quien ganara. La borrachera de sangre aumentaba con el calor del sol. Nadie le traía noticias de Simón Luna; pueda que cubierto de sangre suya y ajena persiguiera a Lavalle. Pero ya tenía el presentimiento de que estaba muerto. Lo vio muerto, como si se le muriera una parte de su cuerpo. También del cuerpo de Santiago del Estero.
El coronel Lagos, que al tomar prisionero a Borda le había prometido garantías, indignado por la felonía de Oribe y pese a estar herido, montó a caballo y allí mismo se separó del ejército, camino de Buenos Aires. Así de enteros eran sus amigos. Tuvo ganas de seguirlo, pero era el gobernador, y en Tucumán estaba su mejor amigo.
Esperaba que le trajeran a Simón Luna o a Juan Lavalle, pero ya tampoco le cupo dudas, el héroe de Riobamba siempre tendría a su lado al santiagueño Alejandro Ferreyra, el del apelativo quechua Alicú, el baquiano más famoso de las guerras de la Independencia. Se lo llevaría por desconocidos senderos del bosque y de las sierras; nadie podría alcanzarlo mientras él lo guiara. Bastaba con que Lavalle dijera; quiero ir a tal parte o amanecer en cual, y el Alicú señalaba las horas necesarias, el camino más apto por los pastos y las aguadas. En una especie de cacería, en la que íntimamente creía jugar parte de su prestigio, le había soltado a Josabán, su baquiano. Lo persiguió entre cerros y montes, cuando los atravesaba para llevar partes y correos de Lavalle, Paz o La Madrid; pero tuvieron que darse por derrotados. Imposible cazarlo, pese a que el Alicú ya debía andar por los 60 años; decían que era bastante entrado en carnes, bajo de estatura, pelo canoso y cutis trigueño, bien de su tierra. Hubiera dado cualquier cosa por conocerlo, por apresarlo, hasta lo cambiaría por cualquier coronel unitario prisionero. Cuando lo tuviera en sus manos no lo haría degollar; comenzaría otra prueba para su calidad de caudillo, tendría que convencerlo que lo ayudara. Tendría que hacerle olvidar su idolatría por ese fascinante y soberbio degollador que era Lavalle. La idolatría entre machos. Por nada de su mundo quisiera que la Dolo conociera a Lavalle.
Antes del mediodía, dos de sus gauchos de Loreto le trajeron en parihuela el cadáver de Simón Luna.
José Enrique Ordóñez, el Zunko Viejo, capitán de las milicias de Vinará, tendría que trovar elegíacamente a su Simón; acaso, también para perdonar a otro Luna, su hermano Pedro Ignacio, que era coronel unitario y en 1830 lo había sacado del gobierno. Su cuerpo estaba acribillado a lanzazos y sablazos, como el de su hermano Pancho. Aún le asombraba que las entrañas de su gente no tuvieran color de su tierra. La tenían ya. Una interminable hilera de Simones Lunas, la vio, la siguió mirando, brotaba y se hundía en el tiempo. Quedó inmóvil contemplándola.