XIX

S

u hermana Águeda lo siguió hasta la puerta cancel de hierro forjado. Acarició al chiquillo que la acompañaba para despedirlo; facciones recias, labios pequeños, hasta su mismo temperamento retraído. Su hermana había aceptado criarlo junto con los suyos, Una caricia torpe en la mejilla y el pelo, muy rápida para ocultar la ternura; ni sabía acariciar, ni hablar, ni jugar con los niños. Lo había decidido; estudiaría las primeras letras con fray Grande, cuando tuviera la edad necesaria lo mandaría a Córdoba, al colegio de Monserrat.

Caminó solo, sin ni siquiera un ayudante, las pocas cuadras que lo separaban de su casa. Su hijo, Ya no tenía ninguna preocupación por él; menos que su madre no hubiera podido criarlo, por razones de familia. Y, sin embargo, no podía olvidar el instante en que había conocido la noticia de que tenía un hijo. Fue en el Bracho junto a su río Salado. Le gustaba recorrer las fronteras, volvía a su infancia y juventud; comprobar que sus entradas contra los indios tenían utilidad y firmeza. También dejar a Gondra como gobernador delegado para que se embelecara. Josabán había insistido que debía entregarle personalmente el mensaje de su hermana Águeda. Las manos le temblaron como jamás le habían temblado ante mensaje alguno. Avalada por Cipriana la madre y, sobre todo, por Águeda la verdad le golpeaba el pecho, lo llenaba de alegría. Cipriana le había dado lo que tanto tiempo deseó en vano, un hijo. La maravilla de tener un hijo, de verse con un hijo. Mirar a esa mujer que más allá del placer le había concedido un hijo. Si tuviera dinero, la cubriría de oro y joyas.

—¡Un machito! —gritó feliz. Alguien de su sangre sería gobernador de Santiago. Si no temiera un malón de los salvajes, como venganza de su entrada en el año anterior, haría distribuir aloja a toda la tropa para que festejara su triunfo. En su escribanía de campaña buscó nerviosamente papel y pluma.

Cipriana muy amada: Quiero que se llame Absalón Ibarra. Te doy las gracias como hombre y como padre. Que lo bautice el cura Gallo. Volaré a verlo y a verte en cuanto pueda. Tu Felipe.

Revolvió la petaca de cuero que le servía de baúl en las campañas. ¿Qué podía encontrar allí, tan de improvisto, digno de regalar a la madre de su hijo? Se enterneció al hallar el pobre alhajero, que había sido de su madre, y donde guardaba sus medallas ganadas en las guerras de la Independencia, y ese collar de oro que no había alcanzado a regalarle a ella, pues había muerto cuando llegó del Alto Perú. Si estuvo predestinado a su madre, bien podía terminar en el cuello de la madre de su hijo. Lo dejó en la bolsita estuche, plegó la carta, no necesitaba lacrarla, el tiempo era lo primordial. Se los entregó a Josabán junto con una onza de oro.

—¡Esto es para que vueles al encuentro de mi hijo Absalón y de su madre Cipriana!

Entre el ruido del galope tendido del caballo, le asombró el silencio de fray Wences Achával que había presenciado la escena en la modesta habitación del fortín, su cara de circunspección; más aún que no lo abrazara o, por lo menos, le apretara las manos con emoción. Había entre ellos un límite que parecía separar lo religioso de lo humano y particularmente de lo político. Si lo acompañaba, era para cumplir con sus estrictos deberes religiosos en los curatos. Este fraile debía ser el más inteligente de los que tenía cerca, llegaría a mucho en su carrera pero no al lado suyo. Pertenecía a ese grupo de gente que lo respetaba o temía pero que nunca llegaría a amarlo. No terminaba de admitir que los curas debían enseñar, a la par de la religión y las primeras letras, las normas de la santa causa de la federación.

—¿Debo entender que el nacimiento de mi hijo no le causa ningún placer, fray Wenceslao?

Se miraron en silencio. Le dejaba tiempo para que razonara; en la medida en que él se lo otorgaba al cura para que aquilatara un posible temor.

—Como ser humano, como amigo de tantos años, en la medida que puede serlo un simple fraile de un omnímodo gobernador, me emociono y me inclino a sentirme feliz. Como representante de la iglesia, de sus normas morales, de sus sacramentos, no puedo congratularme del nacimiento de un niño fuera de tales normas; más aún, en contra de ellos y de las normas legales.

La voz serena del cura, la chocante certeza del hombre que habla sin dejar resquicio a la menor duda, lo enervó.

—¡Por mi hijo Absalón yo revolveré la tierra y hasta el cielo! —gritó con la misma seguridad. En esto ya nadie podría decir que era receloso y que le gustaba pisar en tierra firme.

Una nueva pausa, que él temía como derrota anticipada.

—Sí, Felipe, su poder podrá revolver la tierra. Y el cielo en la parte que tiene jurisdicción, Pero no en el de su propia conciencia.

—¡La conciencia! ¿La conciencia y las normas morales de quién y las normas religiosas de quién? ¡Usted mismo me ha enseñado que la historia está poblada de ilustres y gloriosos bastardos, que la iglesia misma aceptó y ante los cuales se inclinó!

—Le puedo completar, si lo desea, la lista de los muy ilustres que conozco; pero me refiero a su conciencia. Me refiero al hombre que desea fervientemente la salvación de su alma, que me elige por confesor, que me pide le sirva de ayuda religiosa para redactar su testamento. Al hombre a quien preocupa la muerte y el más allá.

—¡En la misma medida que me preocupa la vida de mi gente y el más acá! Lo conmino, fray Wences, a que valiéndose de toda su sabiduría filosófica y teológica encuentre la forma de salvar a mi hijo, porque por nada de este mundo o del otro yo estoy dispuesto a renunciar a él. Si es necesario pediré la anulación de mi matrimonio con Ventura, por no haberse consumado. Este año 1834 será fundamental en mi vida.

—Para cubrir un escándalo, Felipe, no es necesario desatar otro mayor. Nada de lo que verdaderamente se ama debe entregarse al escándalo y la maledicencia. Existen amores que no pueden mencionarse, aunque ello no signifique que, en esencia, puedan ser tan nobles y dignos y hasta más puros que los otros.

—¡Yo protegeré a mi hijo de todo escándalo!

—¿Por cuánto tiempo? La vida de los poderosos dura igual que la de los humildes. Y después viene el tiempo de la venganza, del rencor y del resentimiento que se descarga en quienes estuvieron más cerca.

Lo miró con rabia. Aún faltaba el choque legal o jurídico con Gondra, su ahijado, su delegado. Le doliera o no, necesitaba reconocer que Achával tenía razón; lo que más le importaba era la faz religiosa. Como decía la Biblia, era un hombre temeroso de Dios; había dispuesto que lo amortajaran con el hábito de la cofradía de La Merced, hasta dejaría toda su plata para que le rezaran misas, que lo salvaran del infierno.

—¿Entonces, qué debo hacer con mi hijo Absalón? ¿No le parece bastante sacrificio haber renunciado a darle mi nombre de pila? ¿Necesito matarlo para quedar en paz con la conciencia ajena?

¿No sabe usted lo que es un hijo adulterino?

—¡Le prohibo que mencione esa palabra!

—Mencionados o no, las palabras y los hechos existen. La única posibilidad de rescate reside en que no produzcan escándalo.

Lo miró con creciente rabia. La hipocresía de tal solución lo sacaba de sus cabales. Exaltado, podía renegar y abjurar de Dios, enfrentarlo en la persona de sus representantes; pero cuando llegara el momento de la muerte, cedería. Ya en el año anterior se había sentido cerca de ella. Sólo tenía fuerzas para luchar, también contra Dios, durante las escaramuzas y guerrillas. Morir pensando, sería morir en Dios. La federación y la religión eran las dos causas en que creía que, acaso, lo protegían en el ámbito de su conciencia. No podía cojear de ninguna de ellas.

Todo Santiago murmuraría, estaría seguro de que Absalón era su hijo tan esperado y deseado; pero él tendría que ser el primero en borrar, en hacer desaparecer las pruebas de su paternidad. Callar. El arcángel arrojando del paraíso a las criaturas de Dios. En su testamento dejaría una manda para calmar su conciencia de padre.

Durante días, meses o años, los por vivir, odiaría silenciosamente a ese cura que había sido como su padre, se odiaría en él, y tendría que confesárselo. El único temor real era la eternidad del infierno. La eternidad, la más odiosa ventaja de Dios.

A veces, cuando la neuralgia le obligaba a atarse la cabeza con su pañuelo colorado, quedaba inmóvil, desganado, antarca, en su hamaca, los ojos fijos en el vacío del tiempo ido; repasaba los de la Independencia, cerca de Belgrano, Viamonte o San Martín. A este lo había visto por última vez cuando pasó, vomitando sangre, camino de Córdoba donde iba a curar su mal. Estaba con ellos, se imbuía de sus ideas americanas, luchaba con ardor, pero de vez en cuando se imaginaba rodeado por un cerco. Le tenían consideración, pero se quedaba con hambre de amistad. Intentaban construir un mundo americano en una medida que a él le perturbaba y escapaba. Hablaban, aún cuando improvisaban en todo, inclusive en lo militar, con un tono que lo apartaba y disminuía. Existía una región de las ideas que no lograba penetrar totalmente, y esto lo fastidiaba y encerraba en sí mismo. Cuando su amigo fray Wences, como ya le llamaba en apócope, le conversaba con modestia y cordialidad sobre los mismos temas, era como si a machetazos le abriera una senda en el monte. Desde muchacho, lo fascinaba, le ayudaba a pensar, le descubría la alegría de pensar hasta que, de pronto, se sentía agotado mentalmente, como su cuerpo cuando galopaba todo un día. Caía aleteando, pájaro que hubiera volado demasiado alto. Le costaba seguirlo, igual que de chico a un jinete mejor montado, al hablarle de teología, más, de filosofía. Por instantes, cuando se refería a Aristóteles o San Agustín, se le antojaba que intentaba disminuirlo como a un catequista pueril. Su mente avanzaba y crujía a lo rueda de carreta que girara en el aire o en un pantano. En cuanto daba ejemplos reales, con cuerpo humano, era como si la rueda tocara tierra firme, podía contestarle, hasta rebatirlo. Lo perdonaba y se alegraba de que le hubiera forzado la cabeza, aún más que Gondra. Algún día tendría que llegar a tutearlo. Le regalaría su reloj, al morir; pero él se lo rechazaría por orgullo de fraile. Dos mundos apenas tangentes, pero ese minúsculo punto de la tangencia lo atrapaba, lo necesitaba en una forma tal que imaginar su pérdida le causa angustia.

Con el cura de Copo, fray Francisco Rizo Patrón, que desde hacía veinticinco años era como su centinela, resultaba distinto. Organizaba las policías fronterizas, las comandaba y, si venía al caso, se ponía al frente de ellas. Era su igual en todo. Bebían, comían, jineteaban; pero cuando lo dejaba, sentía necesidad de volver a fray Wences, a la rueda en el aire.

El manco Paz era diverso; a él le causaba disimulado placer demostrarle que era más inteligente, su relación tenía algo de condescendencia, de petulancia, hasta se había atrevido a decirle que era indolente. Lo sugestionó esa palabra de Paz; podía ser indolente tendido en su hamaca y con su cuerpo bullente de sentidos. Y ese calor denso y húmedo que lo relajaba y daba una rara consistencia a su cuerpo. Su carne, su sangre, sus deseos lo encerraban en una hornacina de cristal como imagen santera. Hasta se atrevió Paz a decirle, con aire de chanza, que participaba de las pasiones de los salvajes. Debía sentirse disminuido que el Saladino, el caudillo de una pequeña provincia, ofreciera refugio y protección, negándose a plegarse a sus ideas, al manco Paz a quien toda la República le resultaba estrecha.

La Cipriana le trajo otro pañuelo mojado y rajas de papa cruda para los temporales. En su testamento le daría la libertad a ella y sus hijos, y hasta le regalaría una tropa de vacas con cría. Todo por su fidelidad de años. Amaba a quienes le eran fieles, construían su seguridad.