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rujían las leñitas bajo las patas de su moro. Perjuraban que el Tigre de los Llanos había tenido un caballo que le presagiaba las victorias y las derrotas; se lo había oído contar a un coronel que perteneció a sus ejércitos. El sol se filtraba entre las copas ralas de los quebrachos; se había puesto el poncho rojo para soportarlo mejor. En el calor sofocante de la tarde era como una carpa de campaña. Lo acompañaban los capitanes Quiroga, su sobrino Cruz Antonio y una ligera escolta para comunicarse con los doscientos milicianos del batallón que, en pelotones aparentemente dispersos, avanzaban hacia el arrogante segundo cuerpo de tropas salteñas del que se llamaba Ejército Libertador. ¿Libertador de qué? Era una repetición de la expedición tártara, le gustaba llamarla así, que había sido la sangrienta de La Madrid.

La sed le resecaba la boca, igual debía sucederle a sus soldados. A una hora de galope y a la redonda, no había agua; salvo hacia el río Dulce, que orillaban los unitarios. Tocó el chifle atado a los tientos de la montura, estaba lleno. Lo sopesó, la delicia del agua aunque fuera medio tibia. No sabía cómo, pero en un rancho se lo habían llenado; los de sus oficiales debían estar casi vacíos, como los de los milicianos. No lo tocaría, no sería la primera vez que se pasaba un día, hasta dos había soportado, sin agua. Sus hombres tenían los labios secos, partidos, brillosos como caramelos de arrope. Hábito de sobriedad, de soportar la sed hasta medidas que los soldados de otras regiones no podían ni siquiera imaginar. Hasta se habían habituado, como él mismo desde la infancia, a que las vinchucas les sorbieran la flaca sangre que debían tener. Le repugnaban esos bichos dañinos e infectos, ¿pero qué eran las vinchucas al lado de estas guerras civiles o la mantenida por la Confederación en contra de Francia y el Estado Oriental?

Deslizándose entre los árboles como una lagartija, llegó un alférez y un soldado de las avanzadillas.

—¡Ya están como a cuatro leguas de distancia, cerca de Sumamao! Por la polvareda que levantan, es el grueso del segundo cuerpo con caballería, infantería y artillería, mi general. Un bombero nos comunicó que vienen al mando del coronel Acha.

—Gracias, alférez Varela. Capitanes Quiroga e Ibarra, a cumplir.

La compañía de su sobrino haría de vanguardia para la primera escaramuza. Quiroga lo reemplazaría, pero atacando en dirección de la retaguardia de la columna en marcha. Con su escolta, él aguardaría entre ambos para retroceder cuando regresara su sobrino. Si regresa, se dijo con inquietud. Cuando lo vio alejarse al trote entre los montes, seguido de su compañía, le costó contenerse. Su moro tascaba el freno; instintivamente había apretado las piernas para incitarlo, o conocía bien a su jinete. Las ramas espinosas se le prendían al poncho, le rasguñaban la cara o le enredaban el pelo renegrido, largo y lacio que le cubría parte de las orejas. No le gustaban los rulos peinados sobre la frente y los temporales, como los habían usado Belgrano o San Martín. San Martín, el maturrango, sí era un verdadero jinete y un gran táctico y estratega, lástima que había servido tan poco a sus órdenes en el Ejército del Norte. Se metió en el cinturón su viejo bicornio de campaña; imposible llevarlo puesto entre esos montes. Cuando cargara en algún desplayado se lo encasquetaría firme. Tuvo ganas de sofrenar de pura rabia, el gobernador Ibarra no podía cargar al frente de sus montoneras; tenía que mirar cómo, de qué modo, con qué suerte de coraje, lo harían sus jefes y oficiales.

Se asentaba rápido la débil polvareda que levantaba su sobrino. En ese momento le tenía envidia; todo lo contenido se le transformaba en rabia qu necesitaba descargar a cualquier precio. El precio más alto y tentador era la sangre, la propia sangre y la de otros. Se había formado entre gente que hería, sangraba y desangraba por futilezas, por orgullo, para mostrar coraje, hombría. La sangre le cosquilleaba. El general Ibarra, el permanente baluarte de la federación en el centro y el norte del país, tendría que elegir una altura o treparse en un viejo quebracho para mirar con su catalejo y dar órdenes. Gritar como una mujer que se trepa a una silla asustada por una rata. La mano se le prendió a la empuñadura del sable, sable de lancero que había luchado bravamente hasta en las derrotas. Siempre lo habían mandado donde las papas quemaban. Hasta inventaban que después de una derrota había desertado, cuando ahí estaba su foja de servicios con casi todos sus ascensos ganados en batallas, hasta que en 1819, Rondeau, que como general no valía gran cosa, lo había hecho sargento mayor en el Ejército del Norte. A menudo se encontraba solo antes de volver grupas a los godos. Ahora, ellos mismo eran los godos, todos o casi todos sus camaradas de entonces eran sus enemigos, sus godos. Esto lo obsesionaba.

—Mi general, este es lugar convenido; allí está la lomita y el quebracho viejo —exclamó Juan Quiroga; las pestañas polvorientas le enmarcaban los ojos pardos, brillantes de ímpetu. Los mismos ojos del Tigre de los Llanos. Era un lindo apodo par un guerrero, un caudillo criollo. A nadie se le había ocurrido llamarlo a él mismo el Jaguar del Bracho o el Jaguar de Santiago. Miró con rabia al cachorro del Tigre por recordarle que hasta allí, y no más, podía llegar el gobernador y capitán general. Gondra aprobaría al capitán Quiroga con una sonrisa. ¿Por qué no podría cambiar de palabra, de promesa, de idea, de un día para otro, como lo hacía La Madrid, el benemérito compadre de Rosas, ya que su único hijo era ahijado del Restaurador y hasta le pagaba sus estudios en Buenos Aires? Siempre recaía en La Madrid, le dolía su amistad.

Desmontó con fastidio y se encasquetó el bicornio, ya era el general en jefe. Quiroga trepó con agilidad de mono en el grueso quebracho; se imaginó ridículo en el lugar de él.

—Mi general, estamos a una legua del capitán Ibarra —caló el catalejo—, de vez en cuando, diviso uno de sus rojos jinetes. Está como a tres leguas de la gran polvareda del ejército de Solá.

Se quitó el poncho y lo dejó sobre la montura. Trepó con dificultad, luego de fulminar con la mirada a Josabán que intentó ofrecerle las manos como estribo y empuje. Ya no era capitán, ni tenía la edad de treparse a los árboles. Con el catalejo, entre el mar grisáceo de jumiales y quebrachales, descubría el poncho de un jinete, el rebrillar de una lanza que pronto pondrían en ristre. Cuando el sol comenzara a caer, iniciarían los ataques de danza y contradanza, con algo de federal, baile con figuras semejantes al minué. Si triunfaba, tendría que dar un gran baile federal en su casa de gobierno y un baile popular en la plaza o en la Quinta. Los unitarios ricos pagarían todo. Su sobrino Cruz tenía una hora para el baile. También el manco Paz le gustaba esta estrategia; con el manco a su lado podría ser dueño del país; pero únicamente deseaba mandar en su provincia. De lo demás tendría que ocuparse Rosas. Nunca había bajado a Buenos Aires, era su sino. En 1806 formó parte del Regimiento de Voluntarios de Caballería, enviado para luchar contra las invasiones inglesas; pero no alcanzaron a llegar y desde Córdoba les ordenaron el regreso. Buenos Aires siempre estaba demasiado lejos.

La polvareda avanzaba como la tolvanera de un ciclón. Si a Acha se le diera por desviarse hacia el naciente; pero ni remotamente podría imaginar que a tan corta distancia estaba el tan buscado y desafiado. Avanzaba por el camino real de las carretas, donde solían pasar las caravanas de 40 o 50 carretas de bueyes de su amigo, más que suegro, Saravia. Creería Solá que en todas las poblaciones saldrían a recibirlo y aclamarlo y que las campanas repicarían gozosas. Uno tras otro, encontraba desiertos los pueblos, villorrios y rancheríos. Ni ganado ni víveres, hasta los sembrados arrasados por sus propios sembradores. Napaleón avanzando por las estepas rusas sin encontrar a nadie con quien entablar tratos.

Comenzarían a tener miedo ante tanta desolación. Nada más demoledor que la marcha de un ejército en la soledad hostil de un país. Los aguerridos soldados de línea, y sobre todo los milicianos, comenzarían a mirase interrogativamente, principio del miedo en la milicia. Hasta los pozos de agua estaban cegados. Santiago se abría y destruía las propias entrañas para defenderse y porque él se lo pedía; como esa ave…, le dio rabia no recordar el nombre, que se abría el buche para alimentar a sus pichones. Precisaba pensar en muchas cosas o no podría soportar la inactividad; pero no le interesaba pensar, quería luchar al frente de sus soldados. Nadie de los que creían pensar habían realizado lo que él. Debía notarse su fastidio; Quiroga no se había atrevido al menor comentario. O Quiroga sólo pensaría en el momento en que, abandonando el papel de pajarracos en ese árbol, se lanzaría a la carga. Miró el reloj, faltaba muy poco. Y él lo seguiría con su escolta y correos hasta encontrarse con su sobrino Cruz y su tropa, con quienes regresaría. «Cuidame la gente, no te entreveres con los de línea; sólo tienes que desorientarlos, asustarlos y volver al monte», le había ordenado. Pero él también era un Ibarra y deseaba ser como su tío, hasta imitaba sus ademanes y tonos cuando mandaba.

Volvió a mirar el reloj y el sol que comenzaba a caer. Faltaban doce minutos. Se estremeció, estaba a menos de treinta leguas de la Libarona y a muy pocas de la Dolo.