VII

—C

on esto, señores comandantes y jefes, ya conocen ustedes todas las probabilidades de invasión. No creo que alcanzaremos a recibir apoyo del general Garzón, ni de Oribe. No debemos contar con ellos —miró a estos hombres que se habían formado al lado de él. Certeza de que le eran fieles; los dudosos ya habían mostrado la hilacha en la revuelta fracasada. Una mirada de afecto a su callado sobrino Cruz Antonio Ibarra que, en Ancaján, había enfrentado con guerrillas al propio La Madrid—. Jamás ofrecer combate firme. Hostilizarlos a toda hora, de modo que no descansen un momento. Las tropas, tanto como los campamentos, los paisanos, y hasta las mujeres y los niños, con el ganado y toda especie de animales útiles, nos internaremos en los montes. Comandantes de frontera, Fierro en especial que más allá del Bracho pueden internarse hasta el Gran Chaco, aun a riesgo de los indios, tenemos que dar la sensación de que Santiago es un desierto.

—Comprendido, mi general —contestó Fierro; los demás lo apoyaron.

—No deben explicarse estos planes a los civiles, salvo a las personas de absoluta confianza.

—Les abandonaré la ciudad y el gobierno se instalará en Pitambalá o en los bosques se fuera necesario —remiró uno por uno a la treintena de hombres reunidos en la sala; muchos de ellos sería la primera vez que estaban en un lugar semejante, hasta debía sentirse incómodos en sus uniformes agauchados con prendas y armas criollas. Por primera vez, él se sentía a sus anchas. Estoy seguro que ningún santiagueño aceptará ser liberado— alcanzó el tono sarcástico que deseaba —por estos salvajes unitarios. Recuerden siempre las sanguinarias brutalidades que, hace tres meses, cometió La Madrid en Choya. Sepan que yo puedo olvidar el mal que hacen a mi persona, pero jamás al que hacen a Santiago —se volvió hacia Gondra, que había permanecido callado—. ¿Alguna observación, señor ministro general?

Las miradas se dirigieron hacia el único vestido de civil y con su habitual elegancia.

—En la parte civil, no tengo nada que agregar. Nada en el Reglamento Constitucional de la provincia se opone a lo dispuesto por vuestra excelencia, por el contrario, lo apoya —contestó con firmeza.

—No le cabía la menor duda que tal hombre resultaba antipático o chocante a la mayoría de los reunidos allí; pero, como en otras oportunidades, lo había citado para que tuvieran presente que, tras de eso que llamaban montoneras y caudillismo, existía un orden jurídico. La presencia de Gondra lo explicaba mejor que las palabras. El paisanaje, el gauchaje, la chusma como decían los libertadores, sólo seguían a hombre símbolos en toda América. Las ideas debían tener un cuerpo que las encarnara o no existían.

Permaneció en silencio, con su mirada acostumbrada al mando. Nadie se atrevió a quebrarlo. Se dirigió al sargento mayor Juan José Díaz y le estrechó la mano. Repitió el acto con los demás. Sorprendido se detuvo ante un oficial, palpó el poncho, apretó los labios.

—Teniente Suárez, este poncho no ha salido de un telar del país.

—Es inglés, de Manchester, mi general —bajando el tono y nervioso, agregó—, resultan más baratos que los nuestros.

Sin poder ocultar el fastidio, se volvió hacia Gondra.

—Aquí tiene, señor ministro, dónde va a parar nuestra plata y nuestro oro tan mermados. Tendrá que hace cumplir estrictamente el decreto del 23 de abril del año pasado —con rabia que se complacía en mostrar, sacó del escritorio ese decreto que siempre tenía a mano—. Lea señor ministro, por si hay gauchos que parecieran no saber leer.

Gondra tomó el papel, molesto de estar reducido a simple lector.

—«Teniendo en consideración los graves perjuicios que resultan a la industria de la Provincia, a causa de la libre introducción de algunos artículos de comercio que por su mérito aparente y moral son vulgarmente preferidos a los de igual clase elaborados en el país: ha acordado y decreta: Queda prohibida la introducción de toda clase de tejidos que se elaboren en la Provincia, como ser ponchos, frazadas y alfombras. Del mismo modo, obras hechas de ferretería como frenos, estribos, espuelas, cencerros, chapas de toda clase, alcayata, pasadores y argollas».

—Lo compré hace tres años, mi general. Yo no me puedo dar el lujo de tener uno de vicuña o de alpaca.

También Suárez esta herido, por ser amonestado ante sus iguales. Si se detenía ahí su acción ejemplarizadora resultaría contraproducente; precisaba mezclar a la maldad el bien, la dulzura a la agrura. Se dirigió a la cómoda de caoba, miró de soslayo los candelabros franceses, que Escolástica se había empeñado en colocar allí, y él los había aceptado como presente de Gaspar Rodríguez de Francia. Aunque le recordaran la traidora forma en que Francia atacaba y bloqueaba a la Confederación. Abrió el primer cajón y sacó un poncho de vicuña.

—Se lo cambio, mi teniente. Me lo regaló el general José María Paz, cuando lo hospedé como refugiado durante dos años. En la época que yo era teniente del Regimiento 6, que mandaba Warnes, y cuando Viamonte era el general en jefe, sólo teníamos ponchos criollos, eran más baratos, entonces.

Cambió la expresión de Suparezm dudó un instante. Lo miró decidido. Se quitó el suyo y se colocó el que le tendía. Le alegró que ninguno de los presentes comentara, esto formaba parte de la disciplina. Recibió el del oficial y lo tiró en un rincón. Como si nada hubiera sucedido, prosiguió la ceremonia. A alguno de ellos no los vería más, morirían luchando en las guerrillas. Le complació que Suárez no le agradeciera, era un simple cambio; le molestaba reconocer que, si bien tejido a máquina por los gringos, era un poncho bastante pasable.

Cuando quedaron solos, Gondra le dijo, con tono casi de desquite:

—Debo comunicarle una nueva que va a entristecerlo. Justamente el 20 de setiembre, ha muerto en Asunción —dudó en elegir el vocablo— el dictador perpetuo del Paraguay, doctor José Gaspar Rodríguez de Francia.

En silencio se dirigió a su escritorio dando la espalda al ministro, no quería que él notara la impresión que sufría. Tomó asiento con calma.

—¿Quiso decir que a usted no le toca la desgraciada noticia? También noté que dudó entre el título oficial de dictador perpetuo, ¿quizá tenía en mente el de tirano del Paraguay, como lo llaman los unitarios?

—Yo soy un hombre de leyes. Pese a su talento y sabiduría, yo no admiraba al doctor Francia.

Se produjo un nuevo silencio tenso. Si se dejaba llevar por su carácter, perdería la necesaria colaboración de su ahijado.

—Desgraciadamente, tengo en común muchas cosas con el finado; aunque yo no sea muy dado y ni haya tenido tiempo para el estudio, como él. Yo me conformo conversando con los padres Gallo y Achával. Dicen que tenía miles de presos torturados en mazmorras. Yo soy más violento, los mato o los confino o destierro. Los unitarios, mis amigos que me zalamean para que me pase al bando de ellos, no me dan tampoco tiempo para saborear la crueldad de la venganza. Verá que ya no le exijo más cabezas en nombre de mi hermano Pancho, salvo las de Cáceres y Salvatierra. Don Gaspar mantuvo a su hermoso país unido y en paz, durante treinta años sin permitir que los extranjeros entraran a saco en él. El temor puede ser una recomendable levadura para ciertos pueblos mansos y, a la vez, corajudos. A veces, suelo pensar, cuando estoy solo, los hombres como yo siempre estamos solos, un dicho del doctor Francia: «La libertad debe ser medida a los hombres por el grado de su civilización».

—Esto se parece, muy peligrosamente, a lo que piensan los ilustrados.

—Sí, mucho. Salvo que para mí la única sabiduría es la del pueblo. Lo aprendí porque, siendo quien soy, me crie entre ellos, con la misma hambre de justicia social que ellos reclaman. Soy yo quien les está enseñando estas dos palabras, justicia social, acaso porque usted me las haya sugerido.