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eleyó el fallo, ya lo había escuchado de boca del inspector de policía; pero de alguna forma tenía que dominarse. Por la muerte de Pancho, la justicia le ofrecía, a él y a la provincia rodeada de enemigos, tres condenados a muerte y varios desterrados al Bracho. Además, ¿cuántos soldados y milicianos le habían matado los unitarios?; pero sus gauchos no contaban, debían estar para ser muertos. Tenía que aceptar, declararse satisfecho, aunque por su voluntad hubiera derramado ríos de sangre unitaria. Y le faltaban los fugados Rodríguez, Roldán y, sobre todo, Mariano Cáceres, que ahora comenzaban a marcar como el verdadero asesino de Pancho.
Gondra lo había metido astutamente en el brete constitucional. Ya le recordaría su carta al gobernador Solá, de Salta: «No quiero, ni querré jamás, que la Constitución del país sea obra de las bayonetas y de la exaltación de los partidos, porque en ese caso sólo tendremos un cuadernito de Constitución que hará derramar sangre a torrentes, como ha sucedido en otras épocas en nuestras repúblicas y en las demás de América». Era una carta que, a través del tiempo, estaba seguro, tendría que enviar a todos los que gobernaran.
A Únzaga y Libarona jamás los perdonaría. El juez había dado forma jurídica a la revuelta y se permitió llamarlo «el titulado gobernador». Y Libarona, «que sólo había firmado el acta porque se lo impusieron»; lo sacaba de quicio esta cobarde mentira. Si el que manda protege a los cobardes terminará vendido por ellos; por miedo venderían a la propia madre, siempre encuentran una excusa. La cobardía es una simple ilación de excusas.
Firmó el cúmplase y al archivo. Gondra, como buen vanidosillo, le tenía miedo a la Historia, se imaginaría que lo estaba tispirando. Alzó los hombros, no buscaría excusas. Si llegara a ver personalmente a Rosas, estaba dispuesto a preguntarle hasta quién era el verdadero culpable de la muerte del Tigre de los Llanos. Estos misterios, estas razones de estado, lo enfurecían. Odiaba la sutileza, acaso porque no la sabía manejar: cosas de mujeres. Al pan pan y al vino vino. Tampoco tenía muchas ganas de verlo a Rosas, podría desilusionarlo o mirarlo en menos. Estaban mejor sí, a los lejos, cada uno en su cueva, como los quirquinchos.
Salió sin saludar, ni siquiera a Gondra; las buenas maneras eran una mentira, también. Todo eso que necesitan quienes no pueden manejarse por sus instintos, porque los tienen dormidos o carecen de ellos.
No podía creer, le pareció imposible, pero allí estaba Agustinita; La Libarona, se corrigió con rabia. ¿Quién le habría permitido entrar? Metería en el cepo a Dávila y a Lugones. ¿Si los subalternos no pueden librar a sus jefes de una mujer, para qué mierda sirven? Ganas de gritar que lo oyeran desde la guardia. Que sacaran de allí a esa puta cuartelera y calientacolchones. ¡No, ya sabía que era mentira! Estaba aseguro, y esto lo enceguecía de absurdos celos, Agustina no habría tocado otro cuerpo que el de su galleguete. Se oyó gritar:
¡Deja a ese gallego donde está! ¿Acaso su ausencia no te da la libertad? ¿Qué tienes que pedirme para él?
Sabía que venía a pedirle todo, que era su deber y su primera obligación hacerlo, ¡y sería, también, su placer! Las mujeres ocultan sus acciones tras el biombo de las grandes y nobles palabras. Si quedaba ante ella, correría para tomarla de los hombros, zamarrearla y repetirle una y otra vez, como el modo más primitivo de convencerla, «¿Acaso su ausencia no te da la libertad?». Montó de un salto. Había sido el mejor jinete de su regimiento No 6, y lo seguiría siendo, aunque sus tripas o lo que fuera dentro de su cuerpo ya no anduvieran lo mismo.
La vio adelantarse hacia su moro; si se lo permitía, lo tomaría de la rienda o el bocado de plata. Jamás una mujer se había permitido esa audacia; como llevarlo a él de la barbilla. Lo encaracoló; restalló el látigo, la justa medida como para que sintiera el aire removido en sus mejillas. No sabía lo que gritó después, pero debía ser nuevamente que la echaran.
Arrancó al galope. Que la nube de polvo la ocultara, por si tenía la debilidad de volver a mirarla. La escolta lo protegía. Tampoco se detuvo a arrestar a Dávila o a Lugones. Tendría que arrestarse él mismo o todo sería una puerca excusa. Soslayó el poste donde estuvo atado Libarona. Ella había ido continuamente a ver esa piltrafa. Todo lo sabía, todo se lo alcahueteaban, ¡y guay de que no lo hicieran! Un pequeño dios con infinitos altares.
Al llegar a su casa de gobierno se encerró en el despacho, la sala familiar que tan poco había gozado su madre y estaba, como el resto de la casa adornada con sobriedad, digna de la santiagueña pobreza. Las mujeres para el arreglo dentro de la casa; los hombres fuera de ella. Lo único que no le tocaran ese escritorio, una vieja y maciza mesa que le había regalado su tío el cura Paz y Figueroa, fea y útil como el donante.
Entró su ayudante Juan Quiroga, se lo había devuelto Rosas como socorro cuando le pidió algunos oficiales santiagueños que habían quedado en Buenos Aires. Trajo, asimismo, una cantidad de armas que compartió con el gobernador de Córdoba.
—¿Averiguó, mi Capitán?
—Ya pasaron por Matará y van camino del Bracho, excelencia.
—¿Tanto tiempo para llegar? ¿Se piensan que tengo patrullas para desperdiciar? —el oficial dudó, lo por agregar no estaría muy seguro de que le placiera—. ¡Diga, capitán! Esa patrulla es de su compañía.
—Parece que los han ido asustando un poco… En casa resuello de los caballos, simulaban ajusticiarlos, los ataban a un árbol, rezaban la contrición y simulaban lancearlos… ¡por pura guasada! —rio buscando eco.
Se volvió a la ventana, miró hacia la casa de los Herrera. La cara de susto que pondría el gallego Libarona. Contuvo las ganas de reír. Por más que Quiroga fuera uno de sus más bravos oficiales, no estaban bien bromear con el servicio. Conocía a los dos de la patrulla; por imitarlo o creyéndolo servir mejor, se les iba la mano, se relajaba la disciplina, se imaginaban Ibarritas. Ibarra había uno solo.
—Un Quiroga, un pariente del tigre de los Llanos —se detuvo para volverse y fijarle la mirada—, yo prefiero a los tigres y no a las gallinas cobardes, debe saber que después me achacarán todas esas cosas con justa razón. Yo soy el que marco el rumbo: pero tenemos otras cosas más importantes que hacer en Santiago. Nunca me gustó el teatro, es cosa para desocupados. Yo actúo en el teatro de la vida. En la tragedia me ha tocado el papel de protagonista, me lo impuso por la fuerza mi propio pueblo, la única fuerza que admito —tomó asiento ante la carta geográfica abierta—. ¿Usted eligió la patrulla?
—Sí, mi general.
Estaba cortado ese guapo que, él solo, había logrado la deserción en masa de las tropas de Herrera y Rodríguez, aunque estas ya estuvieran soliviantadas por sus hábiles propagandistas que se les mezclaban en vivaques y campamentos; tropas recién pagas con contribuciones arrancadas por bando del Ejército al que llamaban Libertador.
—Venga, mire este mapa de la provincia. Siéntese, sí, ahí en mi sillón de gobernador —el capitán se acercó sin atreverse a ocupar el asiento—. Por aquí, del Tucumán, me lo ha comunicado Mendilharzu, mi leal informante, nos va a invadir mi pretendido amigo el general Solá y su tropa, con infantería, artillería y caballería, y las armas de la guerra de la independencia que vino a buscar La Madrid. Y nosotros, ¿qué tenemos, mi capitán?
—Sólo caballería, mi general.
—¡Siéntese, mi capitán! —ordenó con firmeza, poco faltó para que gritara, pero no podía gritar a uno de sus bravos. La palabra héroe le sonaba grandilocuente, aunque lo fueran—. Mire todo ese montón de cartas y misivas de gobernadores y de ansiosos por serlo, de amigos que traicionan y cambian de divisa como de camisa, más rápido aún; ahí las dejo para que tiempo las madure y aclare antes de contestarlas… Todo eso y mucho más tiene el gobernador de Santiago, como para ocuparse de una patrulla de confinados —las manos del capitán temblaron, quizá de rabia. Lo miró fijo—. ¿Sabe usted, Quiroguita, que en Esparta había dos reyes y el que desempataba las resoluciones era un éforo? ¡No lo sabe, capitán Quiroga! —se apartó del escritorio y guardó la posición militar, se le ruborizaba la piel quemada por el sol—. Usted no me sirve aquí, lo he notado por muchos motivos —recuperó el sillón, acarició con fuerza de garra los apoyabrazos—. Servirá mejor a Santiago mandando sus tropas —los ojos del capitán brillaron, debía sentirse, como él mismo, maneado entre papeles—. Acaso, yo tampoco sirva para estar sentado aquí, como afirman los ilustrados esta palabra le brotaba siempre con sorna lindera a la rabia; —pero aquí me aguantaré mientras los santiagueños me necesiten. Mandar es servir, Quiroguita.
Se incorporó pausadamente, quería que este criollo con sangre del Tigre se llevara grabada una lección. Lo acompañó hasta la puerta, como no acostumbraba hacer, le puso paternalmente la mano derecha sobre el hombro izquierdo, el más cercano al corazón. Una corazonada.
—Capitán Juan Quiroga: enfrentará en guerrillas, en escaramuzas, como hace la gente que tiene razón y carece de fuerza, el general Solá y su coalición, en Sumamao. Allá les dará un bailecito. Otros lo harán en Barrialito y Jiménez.
—Así lo haré, mi general.
Necesitaba de esos tensos silencio con sus hombres, el silencio que reclama la deseada voz de mando.
—Yo no tengo, la provincia no tiene condecoraciones para colgar en los uniformes por guerras entre hermanos. Con este abrazo, yo le doy las gracias en nombre de ella.
Lo estrechó con fuerza; temblaba el mozo. Cuando él y el general Garzón, su amigo del alma, habían recibido su primera condecoración en la guerra de la Independencia, los dos se habían abrazado de parecida manera, con un macho nudo en la garganta.
Salió Quiroga sin soltar palabra. Por primera vez, necesitó mirarse en el espejo de la sala, pero mirarse de verdad. Tenía 54 años, los labios más prietos que nunca, la cada de un hombre que debe responder a la confianza de un pueblo; precisaba que sus facciones le marcaran esa fuerza de la que rara vez y muy secretamente dudaba. Sus facciones adustas, se le fueron transformando en las innumerables y sufridas, color de tierra parda, de su pueblo esquilmado y empobrecido.
Debían prepararse para abandonar la capital. Volvió a su sillón, tenía que escribir al traidor La Madrid. Quizá fueran los nervios, de nuevo tuvo ganas de reír de la cara de espanto de Libarona y de Únzaga. Apenas sonrió con amargura mientras sacaba de su chaqueta la carta del amigo. Agustina ya debía saber lo sucedido, vivía pendiente de su gallego. Las suyas no serían capaces de tanto. Ni siquiera Cipriana.