E
l horror de lo que haría con Santiago Herrera, particularmente, y con los demás conjurados, si no servía de escarmiento, o marcaría para siempre. La venganza lo atraía, le daba vértigo como un abismo. Con rabia se metió en el bolsillo interior de la chaqueta la cara de La Madrid. Acosado de enemigos, tenía que reaccionar con fiereza que espantara a sus rivales. Dos días, dos noches casi sin dormir, lo habían mantenido tascando el freno. Leía las detalladas declaraciones de los traidores. Se le había ocurrido a Gondra que el ejecutivo no debía lesionar al judicial, y ambos poderes no eran más que un ilusorio grupito de personas, que se veía continuamente y que dependía de él en todo.
Se abrió la puerta y entró el ministro general, para que lo hiciera con tal desenfado significaba que traía la noticia esperada.
—La justicia ha condenado a muerte al capitán Santiago Herrera. ¿Desea escuchar la sentencia?
Lo miró como si quisiera adivinar un resto de ironía en el tono de la voz. Con furor repreguntó;
—¿Vendrá el señor ministro general a presenciar el cumplimiento de la sentencia en la Quinta?
—Hacerlo es mi deber, señor gobernador —la voz medida ya no le temblaba, como en los primeros tiempos, ante sus explosiones.
Prefirió el caballo al coche que utilizaba Gondra, sentir una potencia viva entre las piernas coordinaba mejor sus nervios. La gente saldría para verlo pasar al galope con su escolta. Tenían que salir a verlo para participar en el funeral. No se podrían imaginar la participación voluntaria o no que tendrían al rayo del sol.
Apenas echó una mirada sobre los empalados, mientras los centinelas presentaban armas. Libarona parecía una roja achura; había poseído el cuerpo que él deseaba, pero ya no lo tendría más. Un cuerpo adolescente, era una forma de recuperar la juventud por contacto. Fue sólo un instante.
—Todo está preparado, excelencia —dijo el capitán Dávila.
A su llegada a la galería, se pusieron en pie los civiles y se cuadraron los militares. Saludó con parquedad; salvo la disciplina militar, le fastidiaba el protocolo impuesto por Gondra como disfraz del temor. Trajeron a Herrera, lastimado y con cuajarones de sangre en la cara y en el torso desnudo. Maltrataban a alguien que únicamente les pertenecía a él y a Pancho.
—Desatenló y ponganlé su chaqueta militar al capitán Herrera: el traidor capitán Herrera, que ya se ha permitido bastantes libertades de palabra en el Polvorín, cuando arengó a la tropa para alzarla, y, después, ante el sumariante.
Le colocaron la chaqueta, a duras penas se mantenía en pie.
—Señor gobernador, es casualmente por causa de la libertad de mi tierra, que ahora usted puede llamarme traidor —balbuceó enderezándose—. Y aquí me tiene para enfrentarme con mi traición hasta las últimas consecuencias.
Lo miró, conteniendo la rabia, como si lo viera por primera vez. Lo conocía desde cadete, lo nombró a pedido de un pariente común. Ahora se transformaría, por su voluntad, en una especie de símbolo de los salvajes unitarios. Podía destrozar y hasta borrar los cuerpos pero los nombres no. Se le acercó cara a cara, atraído.
—Uno de los dos está equivocado, Santiaguito. Yo estoy seguro de que eres vos. Algún día, puede ser, los dos tendremos razón. ¿Ninguna gracia me pides, para después?
—Nada —la voz opaca tembló, físicamente no daría más—, salvo que me crea incapaz de haber lanceado a traición al coronel Ibarra. Son cosas que un Herrera ni un Ibarra harían jamás. Que tropas revolucionarias maten a un jefe, es necesario. Yo, personalmente, estaba dispuesto a matar al propio gobernador.
Lo asombró que no sintiera ganas de degollarlo ahí nomás, ante el desafío. Nunca había deseado tocar personalmente a un condenado, cobrarse, ensuciarse las manos con sangre. En un combate era otra cosa, una borrachera pasajera. Le regalaba el que pudiera hablar, desahogarse; sabría que su pena no tendría agravación posible. Santiaguito no contaría más de veinticinco años. De él, de una blandura de su corazón, dependería que llegara a ser brigadier cargado de la historia de un país que se estaba creando; pero un país americano que estaba creciendo, ya lo había gritado Mariano Moreno, necesitaba mucha sangre como alimento. Bastaba con que él mismo pudiera morir en la cama: estaba por verse que no le tocara la misma suerte que qa su amigo Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos. A veces, sentía una rara y secreta atracción por quienes lo odiaban o despreciaban, aunque los supiera sus inferiores.
—Ni yo mismo, Santiaguito, soy capaz de cambiar los hechos. Los dos hemos hallado nuestro destino. ¿Deseas pedirme una agracia, te repito, en nombre de Martín Herrera, que firmó el acta de nuestra autonomía?
Se miraron en silencio. No rogaría, no se humillaría. En verdad, podían acordarse todo, desde la vida al ejemplo de saber morir.
—Brigadier, que no toquen a mi familia por mi causa.
—Acordado, capitán.
Se apartó del preso. Este diálogo a media voz, que nadie habría oído, le pareció no que había tenido lugar, fruto de su ardida imaginación. Un diálogo con su propia conciencia.
Trajeron al patio el redondeado cuero vacuno recién desollado. Tembló de rabia; en su estancia, los revoltosos habían desollado a medias sus vacunos vivos y los había soltado para que desesperados de dolor se restregaran, hasta morir, en los troncos de los quebrachos. La brutalidad de los hombres contra los irracionales indefensos, desquiciaba sus normas personales de la justicia criolla; en tales casos, un caballo importaba más que un hombre.
Herrera lo miró sorprendido de que se tratara de un enchalecamiento. Los ojos rojizos, ningún temblor ni en manos ni rodillas. Un digno santiagueño, de esos que por su coraje preferían en los ejércitos de línea y en las milicias nacionales. Había elegido bien. Lo acuclillaron, lo sentaron sobre las nalgas. Levantó orgullosamente la cabeza.
—Hunda la cabeza entre las piernas —gritó con rabia el jefe del pelotón. Su rencor, todos sus estados de ánimo, los transmitía involuntariamente a sus subordinados.
La última mirada de Herrera; no sabía si de horror, asombro o miedo. Debía ser como la de su hermano recibiendo el primer lanzazo. Hubiera querido que los milicianos, ¿o tenía derecho a llamarlos verdugos?, cosieran más rápido los tientos, para que no hubiera tiempo de que Herrera soltara ni un quejido, Un hombre saltó sobre la cabeza para hundírsela más, antes de terminar el cosido. Un corto quejido, acaso de Herrera o del segundo lanzazo que atravesó a Pancho. Terminaron la costura.
El cuero húmedo brillaba al sol del mediodía; imposible que un hombre hubiera quedado reducido a semejante esfera. Ya no le cupo dudas, Santiaguito había soltado un quejido largo, sordo, como cuerda de bordona. Pancho, el tercer lanzado; sabías que tendrías que morir por causa de ser hermano de Felipe Ibarra. Herrera fue, de todas formas, el gran traidor. Te lo elegí porque una traición debe ser de categoría semejante a la otra —hablaba fuerte, o continuaba ese diálogo que no esta cierto de haber mantenido.
Miró a la gente que rodeaba la esfera; nadie se atrevería a chistar por temor de que un quejido de Herrera se perdiera a su venganza. La cuarta lanzada en el cuerpo de Pancho. Si lo rezaba en voz alta, la ceremonia tendría algo de Nuevo Testamento: Jesús azotado, la corona de espinas, las estaciones, el calvario, la cruz. Un líquido oscuro surgió de la bola de cuero; si hubiera estado solo se habría acercado muy despacio, como para que Santiaguito no lo escuchara, si podía, mojaría el dedo y lo llevaría a la nariz para saber.
El quinto lanzazo se lo habían revuelto en la panza, «Kyrie eleison, Christy eleison», susurró. El sol secaba el cuero, la pelambrería se erizaba y volvía más opaca. Un largo y modulado quejido se cortó, como si devolviera una bebida. Alguna vez, Santiaguito se emborracharía, le gustaría la caña como a él mismo. Era, es, tan joven y le gustaban las mujeres a rabiar. La sexta lanza se la habrían encajado ya en el suelo, como para destrozarle las corotas y el uchú. Miró el pesado reloj de oro, su regalo. Media hora; quedaban varios lanzazos y no podía correr el riesgo de que el corazón o el bazo reventaran.
A una señal aparecieron el cuarteador y el caballo, uno de los suyos. Liaron la esfera con un lazo trenzado. Santiaguito no podría saber lo que le esperaba; hasta allí sí, luego nadie. Dejaron un largo juego al lazo y lo ataron a las argollas de la cincha.
—¡Montá, Remigio! —gritó.
El murmullo de la gente fue creciendo; se volvían hacia él asombrados y el cuchicheo le rebotaba en la cara. La lanza del costado derecho; no le habían encontrado el corazón a Pancho. Con su propio látigo fustigó el anca del alazán. Saltó el animal en anticipo, una vuelta al patio arrastrando la bola. Algunos alaridos gauchesco, la escena podía parecer un juego de habilidad. Lo era en contra y favor de la muerte. Chuzas en el cuerpo de Francisco. La segunda vuelta al gran patio. La bola botaba y rebotaba y ya nadie intentaba imaginar qué lado Herrerita tocaba el suelo. Una nueva señal a Remigio, el caballo enderezó hacia el portón. Conocía el itinerario hasta la Plaza Mayor, donde debía dar tres vueltas y regresar por la calle de la Acequia Real. Menos de media hora; esperaría en silencio como en el otro funeral. Un interrogante cuchicheo, hasta que de mirarlo todos comprendieron que volvería. Recién, entonces, se dio cuenta que Gondra había permanecido impávido atrás de él, la chistera puesta y los brazos cruzados. Fue el último chuzazo. A Santiaguito se le habría quebrado la columna vertebral antes de llegar a la plaza. Pancho estaba muerto.
Remigio volvió al patio envuelto en una nube de polvo, arrastraba una bolsa informe. Se detuvo ante el silencio indeciso. Un jugo espeso y brillante, mezcla de todos los humores del cuerpo humano vivoreó en la tierra suelta. No sabría qué más hacer, había olvidado darle instrucciones para el final de la ceremonia. Involuntariamente alzó la mano, se persignó y el movimiento terminó en la empuñadura del sable. Todo estaba terminado, sólo faltaba que el cura Gallo dijera una jaculatoria en latín. Una señal al capitán Dávila, como para decirle que lo entregara, para que continuase con el ritmo habitual de la justicia, al inspector de policía y al oficial mayor del despacho general de gobierno.
—Quiero leer lo restante del sumario —dijo a Gondra, como escapando a la nube de polvo que se asentaba mansamente—. ¡Que nadie me moleste! Además, ahora ya no quiero ver a Santiaguito, ya no es más el Herrera que yo hice cadete.