E
l canto de la calandria. Los hombres se levantarían, tomarían unos mates y estarían listos para el viaje. Miró el túmulo de tierra, ramas, flores y la cruz; ella misma había atado los palos con totora, desaparecía el encargo a Únzaga y desaparecía más él mismo. No recordaba cuánto había dormido, si lo era ese tenderse exhausta, nerviosa y vacía. Temía un colapso por agotamiento; temía todo lo que pudiera alejarla del nuevo polo de su vida, sus hijas. Volvió a cantar la calandria, pájaros que mueren si los encierran en jaula.
Los hombres comenzaron a levantarse en silencio. Un rito somnoliento, salvo para Únzaga. Faustino ataba los caballos al carro, Carreño ensillaba cuidadosamente el suyo. Escuchó pasos a sus espaldas, conocía este andar, conocía lo que habría de decir. Habían sufrido juntos demasiado como para fuera posible una amistad; además, él la necesitaba en una forma que una mujer sólo puede admitir en el marido o el hijo.
—¿Qué va a ser de mí? Moriré aquí solo y sin auxilio, la peor muerte hasta para las bestias —la voz de Únzaga había cambiado hasta desconocerla en el lamento—. Adiós, señora, nuestro apoyo y nuestro consuelo.
Le estrechó la mano en silencio, sin asco, sabía que por última vez. Todo estaba dicho, moriría solo como un perro; salvo que los perros buscan ellos mismos la soledad para morir, tienen más decoro que los hombres.
Al llegar a Matará, Fierro había vuelto a su puesto, hizo detener el carro ante la capilla, casi lo había prometido.
—Le pido, sargento, diga a su comandante que me detengo para hacer rezar un responso ante la Virgen de los Dolores. Primero están las necesidades del alma, luego, pasaré por allí.
En el fortín, firmó las dos carillas que le tendieron; acababa de leer la relación que de la muerte natural del proscrito José Libarona, el día 11 de febrero de 1842, había realizado el sargento Carreño. Únzaga había firmado ya como testigo. Miró la fecha, recuperaba la noción del tiempo de antes.
—¿Eso es todo, comandante?
Dudó un momento, luego, con voz fría y convencional, contestó:
—No, señora. Como se trata de bienes de la provincia, me veo precisado a pedirle los grilletes que usó su marido.
Lo miró con asombro y furor; debía tener alma de verdugo.
—¡Si tanto le importan, envíelos a buscar al desierto con sus soldados!
Salió sin despedirse. Junto al carro, el sargento Carreño le ayudó a subir con ademán y cortesía de los que no lo hubiera creído capaz.
—Mi señora, sólo puedo desearle que, algún día, todo esto se borre de su alma.
—Sería como pedirme que olvidara a mi marido y a mis hijas, las hijas de él. Adiós, sargento Carreño. —Se contuvo para no tenderle la mano. Nadie los había presentado; había terminado el desierto, volvía a su mundo de la ciudad. Era una viuda muy joven, por años tendría que sepultarse entre crespones, dedicada a sus niñas. Su vida del cuerpo, del corazón, había concluido con la muerte de José.
Mientras, Faustino había comprado vituallas y mantas para el viaje.
Cuando desaparecieron las últimas casuchas de Matará, recién se atrevió a girar la cabeza y mirar hacia atrás.
Por causa del carro lento y pesado, los pasos de tropas y milicianos, tardaron cuatro días antes de divisar las torres de Santiago. Su inquietud era tan extrema que muy poco había dormido, cuando se detenían para que Faustino descansara y los animales resollaran y se alimentaran. En los atardeceres y al amanecer, lo había visto cabecear. Debía tener la resistencia del itín; debían tenerla ambos. Habían hablado muy poco; fuera del agradecimiento que no deseaban mencionar y los sufrimientos que se obligaba a olvidar, tenían pocos temas en común.
—Y ahora, la cuadra siguiente a la plaza —indicó por última vez. Ya divisaba la galería exterior con sus pilares de caoba labrada, el techo de tejass rojas bajo el cual estaban sus hijitas. No podía creer a sus pobres ojos; tenía un absurdo miedo de ser víctima de esas alucinaciones que, tantas veces, había experimentado en el Bracho, cuando trataba de reconstruir esta imagen de la calle, de la vieja casona, de sus tres patios, uno con aljibe, del rosedal plantado por su padre y de la huerta. Estaba tan cerca y la carreta se le antojaba más lenta; de tener fuerzas, hubiera saltado del crujiente armatoste y corrido la última y terrosa cuadra hasta el portal de quebracho blanco.
Su hermana Eulogia, sin poder creer a sus ojos, abrió la cancel de hierro y avanzó por el zaguán gritando con mezcla de felicidad y pena:
—¡Agustina vuelve! ¡Ha muerto Libarona!
Escuchó a medias las palabras, el apellido de su marido, la seguridad que ella no lo abandonaría en vida; pero sólo pensaba en lo que se transformó en grito cuando corrió a abrazarlas.
—¡Mis hijas, mis hijas!
Su madre, sus hermanas Isabel, Mónica y Eulogia, y Lubina, corrieron con Elisa y Lucinda; se las colocaron en los brazos. Su familia la abrazaba y besaba, no las podía escuchar, estaba pasmada de asombro al comprobar no sólo cuánto habían crecido, sino el parecido de sus criaturas con el padre. Recuperaba en ellas esas facciones que estaban bajo tierra y que no se atrevió a mirar por última vez. Adivinó que las hormigas le habían comido los ojos.
Se impuso a las voces de llorosa felicidad, la serena y firme del doctor Monge, el médico de la familia que estaba de visita.
—Hay que acostarla inmediatamente. Tiene los ojos inyectados en sangre.
Era la voz que, en los momentos de ansiedad de las enfermedades, volvía al quicio efusiones y desórdenes.
La llevaron a su antiguo cuarto de soltera, de niña. No había tenido tiempo de saber lo que en verdad era un cuarto de soltera, como tantos años lo fue de su tía Benigna. Abrieron la cama con sábanas de hilo, había olvidado casi lo que eran. La desvistieron, la despojaron de sus andrajos. En los ojos de su madre, en su mirada de piedad y ternura, descubrió su cuerpo sucio y acanchado, enflaquecido. Por causa de las llagas y escoriaciones ajenas había descuidado las propias, ni tiempo de mirarlas siquiera. Los zapatos remendados no se los había quitado desde el baño en el bosque.
La casa se transformó en un ir y venir de gente, mientras el médico hacía preparar un baño medicinal en la tina familiar; entre su madre y hermanas la bañaron. Volvía a la infancia. La recostaron dulcemente.
—¡Por Dios, no olviden a Faustino!
—Ya nos estamos ocupando de él, también —contestó su madre.
Quiso besar a sus niñitas, borrar ese mundo de responsabilidades que la había abrumado tanto tiempo. En la muelle blandura de su cama volvía a ser lo que tenía derecho, su cuerpo y su espíritu cesaron de imponerse y defenderse. Ya nadie dependía de ella y estaba rodeada por la preocupación y la ternura de los demás.
Entornaron los postigos y las voces se fueron apagando; se iban a otro patio. Tras los visillos le pareció distinguir una figura, alguna de sus hermanas quedaría alerta.