F
rescura de agua o sueño y pesadilla. De nuevo principiaba todo en sus labios, la boca, el paladar. Algo fresco se apoyaba en sus labios. Un chispazo de luz crecía y se extinguía. Voces, murmullos; no, sólo una voz distorsionada, sin diapasón. Las pupilas le ardían horriblemente; alguien pasaba en ellas el filo mellado de un cuchillos o algo metálicamente áspero. Los ojos. Gritó, por fin su voz, un deshilachado lamento. Su nombre. La frescura líquida le invadía la cara, las mejillas. Tuvo conciencia de abrir los ojos.
El mismo paisaje, lo tendría grabado en la vista. Una mano de hombre, un hilillo de agua en la boca, bebió angustiadamente.
—Despacito, así, mi señora Agustina…
La cara borrosa de un hombree aclarándose en facciones que conocía. Faustino, su brazo herido y sangrante, el hombre que había luchado con el jaguar que mató a su hijita. Ella y su mujer habían luchado también toda una noche para salvarle el brazo.
—Mi señora, creíamos que se la habían robado los indios —hablaba entre ansioso y feliz—, por suerte vi sus rastros cerca de un hormiguero y pude seguirlos. ¿Está mejor? ¿Puedo cargarla en hombres, señora?
—Sí Faustino, gracias —le costaba hablar.
Se inclinó y con infinito cuidado, como si de nuevo cargara el cuerpo de su hijita, la colocó sobre el hombro derecho.
—Perdone que la ponga como una bolsa; pero es el único modo en que puedo llevarla entre los montes.
—Sí, Faustino, gracias —repitió. Se sentía tan débil que era probable se desmayara nuevamente, sería mejor; sobre los hombros del hachero ya tenía la seguridad de salvarse, de vivir. Quería vivir. Se zarandeaba sobre el estómago vacío, doblada como la navaja sevillana de su marido, o el cortaplumas de oro de Pedro, la única joya que conservaba. La tierra pasaba más cerca de sus ojos que lo habitual. Las manos recias la sujetaban de los talones. El cuerno e agua golpeaba en el largo facón.
—De trecho en trecho, nos iremos parando para recobrar el aliento.
El senderito entre los matorrales se fue borroneando, la conciencia se le iría yendo nuevamente.
Al atardecer llegaron a la ramada, al cuerpo de su marido. Clemira, la mujer de Faustino, lo había velado, amortajado con la manta y cubierto con ramas verdes y algunas flores del campo, de las pocas que restaban en el verano. Carreño les había avisado.
Comió lentamente un poco de mazamorra, mientras rogaba a su salvador que le consiguiera un carro y caballos para conducir los restos hasta Matará y Santiago. Faustino salió casi de inmediato y sin reponerse del largo ajetreo con ella al hombro. Los seres humanos que la congraciaban con la especie, Carreño comenzaba a estar entre estos.
Quedaron solas. Nadie había venido durante esos dos días.
—La patrulla se llevó de nuevo a Don Únzaga, para declarar por el difunto, en Matará… Nadie viene, no se atreven… Pero mi Faustino y yo le debíamos tanto…
—Soy yo quien ahora les debe todo —dijo, mirando el bulto. No quiso preguntar más. Llegaba un olor fétido, pero no sentía esos amagos de vómito que experimentó en el convento de Santo Domingo ante los cadáveres desconocidos. La carne de José estaba descomponiéndose. Era incapaz de unirse a él cuando la carne que había amado se podría. Miró en silencio interrogante a Clemira. Se incorporó y dirigió hacia el muerto, escuchó unos pasos suaves tras de los suyos. Tomó una punta de la manta; otra mano se interpuso con suave firmeza.
—No, mi señora, no lo haga… Yo lo encontré al sol… las hormigas… Lo corrí a la sombra, lo lavé y lo amortajé… No sabía más qué hacer, sin permiso suyo ni de la autoridad…
Retiró la mano. Se miraron a los ojos, Clemira los tenía llorosos. Era verdad, las lágrimas existían; lo habían olvidado sus ojos resecos.
—Venga, mi niña —la arrastró con dulzura hacia la ramada—. Échese y pónganse a llorar con toda el alma. No está bien que una mujer no pueda llorar. Llore mi niñita que yo le cuidaré su muertito. Cuando llore bastante, cuando el llanto la acompañe y desahogue, yo me iré a mi rancho por una horita, pues hace dos días que no sé lo que está pasando en él.
Se detuvo indecisa ante la pobre ramada, las piernas y todo el cuerpo le temblaban. Tal si el tiempo de la duda hubiera abarcado toda una vida, corrió hacia el rincón donde dormía José, se tiró de bruces, se encogió como perra herida en la panza y estalló en desconsolado lloro.
—¡José, José, José! —el clamor se le ahogó. Las lágrimas se le mezclaban al olor de la carne descompuesta. Aspiró hondo. El llanto continuó entre aspiraciones y congojas. Podría hasta amar ese olor pútrido. Nunca sabría él, ni nadie, hasta qué punto lo había amado y llorado.