A
l anochecer, cayó el sargento Isauro Carreño con su guitarra a la bandolera. Simuló sorpresa al verla; sus simples zorrerías de criollo, aparentar lo contrario de lo que sentía.
—Yo la hacía por Santiago, mi señora. Aunque me han dicho que usted encontró a mi compadre Higinio Salcedo y su hijita lanceados, y que hasta les ayudó a enterrarlos. Sólo falta que vaya aprendiendo a echar responsos, porque el cura de Matará no da abasto.
—Ya aprenderé, si es necesario. Veré, también, si puedo cristianar a algún sargento, pueda que esto sea más útil —se dejó arrastrar a la imitación, por esa rara atracción que le producía la picardía criolla. Esto la uniría a Gregorio, en parte. Escuchaba las charlas de la servidumbre, los requiebros y guasadas, había de todo, que les soltaban lecheros y aguateros a sus criadas.
—Si lo dice por mí, ya estoy cristianado desde hace veinticuatro años. Una pena, me hubiera gustado que el agua bendita me cayera de su mano…
Tenía que ser, además y para completar, confianzudo y zafado.
—Su matungo lo solté para que fuera a ramonear en el monte. Lo iré a buscar —penso que lo haría él.
—Mientras, si usted me indica el lugar, yo iré a la tumba de mi compadre Higinio. Yo era el padrino de la Isaurita.
Buscó el freno por si se decidía a montarlo en pelo. Nunca lo había hecho; extrañamente, deseaba mostrar su criolleza al sargento. Lo acompañó hasta las tumbas. La tierra rojiza cubría la salitrosa, como surco recién arado. Dos cruces muy rústicas, ella misma las había atado con totoras.
Isauro Carreño se quitó el aludo que usaba requintado sobre el ojo derecho. Tenía otra cara diferente. Recién se daba cuenta de su apostura y fineza de rasgos; bigotes y barba ralos, a la nazarena.
No era simple campear un caballo al oscurecer. Mañereó algo para dejarse enfrenar. No le había visto la cicatriz entre el anca y las verijas, un lanzazo o un sablazo. Se dejó montar mansamente, le hubiera gustado que la viese el sargento. Le placía andar a caballo a esta hora del crepúsculo, de la oración. El opaco golpear de los cascos en la arena parecía marcar no sólo el compás sagrado de una plegaria, sino el muy leve con que pájaros e insectos diurnos, al igual que flores, plegaban alas y pétalos. Una parte de la naturaleza se preparaba al reposo; la nocturna entraba a su mundo de la acción. También, el aleteo de su alma.
Desde lejos llegaba música de guitarra. Imaginaciones. La noche animadora de magias y misterios callados. Melodía muy suave y melancólica. No le cupo dudas, alguien tocaba la guitarra, no atinaba quién pudiera hacerlo tan bien. El caballo aceleró el paso, casi trote. Sí, venía del bosque. Tenía que ser él, ningún otro. No había luces malas en ese quebrachal; habría prendido una lumbre al cerrar la noche. Su pariente, todos eran parientes en provincias, Francisco de Borjas Moyano, decía que resultaba imposible cantar a oscuras. «No se le ve el alma a la guitarra, aunque uno conozca de memoria el cordaje». Carreño tocaba tan admirablemente como Francisco, que había sido abanderado del Ejército de los Andes.
Quiso ata el caballo, para continuar a pie y no interrumpirlo; el animal se empeñó en seguirla, debía conocer la mano que pulsaba la guitarra. Divisó las cruces; entre ambas había encendido un fuego, Isaurita sería como la lumbre de sus ojos. No tocaba para nadie de este mundo, los grandes ojos azabache perdidos entre las copas de los árboles. No debía sentir a quienes estaban en su derredor, pero todo, hasta el más ínfimo ser viviente, pertenecía al cuadro de su música. Pueda que fuera un triste o una vidala. Pero no, el norte, el sur, el este y el oeste del país se mezclaban en la caja brillante y lustrosa, manos y dedos que se movían con ritmo lento y caricioso. No conocía, no había oído esa música nunca. Estaba improvisando. Ya podía quedar inmóvil, salvo las manos y algún repetido movimiento de aquiescencia, de compás, con el busto. Después el éxtasis.
Debía conocer cuándo un ser viviente se incorporaba a su música. Debía saber que ella estaba, le creyó ver un pestañeo que no condecía con el aire. La piel se le erizó de lamentosa ternura.
La tierra, la hojarasca, los palitos, los yuyos, todo lo que lo aureolaba se incorporaba al movimiento melancólico de la música; avanzaba hacia él, hacia la caja relumbrante de la guitarra, que tenía entre las manos como el ser amado que era. Esa aureola que se arrastraba hacia Isauro, tomó forma individual; cada uno de los elementos se apartaron hasta alcanzar la propia realidad. Se estremeció de horror y asco mezclados a la fascinación.
—Cada uno reza del mejor modo que puede —el tono de la voz se avenía a lo que estaba cantando y, ahora, bordoneando. Debió notar, de soslayo, su movimiento de miedo—. No se asuste, mi señora, a las arañas les gusta rezar o, al menos, les engolosina la música. —Subían por sus bombachas con lentitud, a compás. La primera era una araña pollito del tamaño de su mano y más peluda que ella; se detuvo en la rodilla, quedó hasta que otra detrás de ella debió tocarla y avanzó decidida. La marea trepaba. Impávida, seguro de sí hasta lo sobrehumano, continuaba la música. Otras subían por la espalda apoyada a un tronco, permanecían estancadas en la guerrera ante los brazos que realizaban movimientos. Si las dejaba, las más audaces entrarían en la caja.
—Se me pone que ella perciben en nuestro sudor, aunque no tengan olfato, cuando les tenemos miedo —las palabras se acordaban con la melodía.
El monstruoso espectáculo debía fascinarla tanto como la música a las arañas, sabía de los demás animales pero no de las arañas. Hasta San Francisco Solano atraía a los indios salvajes con su extraño violín. Por repulsión hubiera querido huir, pero no podía dejar de mirar. Se le paralizaban las piernas. Si hubiera tenido todas esas arañas en su cuerpo moriría de un síncope por repulsión. Porque se comían a vinchucas y catangas, en los ranchos las protegían; también, a las serpientes lampalaguas que devoraban a las comadrejas.
¿Qué haría de ellas cuando terminara de tocar y cesara el encantamiento?
—Y aquí termina este mi rezo, para usted mi compadre y para mi ahijadita, que Dios los tenga en su santa gloria —un tono distinto, opaco, tal si la emoción o esa gran araña inmóvil sobre la nuez le apretaran la garganta.
Acordes con ritmo distinto, gato zapateado o malambo, quebraron el encantamiento, señal de desbandada, las arañas huyeron con rapidez. Respiró, cesaba la ansiedad. Con suave movimiento, como quien toma un pájaro que insiste en trepar, cubriéndola con la mano, como caparazón, se quito la araña del cuello y la dejó sobre el tronco del tala. Sin la menor hesitación, movimientos llenos de gracia para bailar la zamba, se incorporó dejando la guitarra en el suelo, miraba donde ponía las botas de potro para no aplastar a las atrasadas. Se inclinó en reverencia, imposible imaginar tanta gracia masculina, tanta finura de macho, tomó la guitarra y la sacudió. Una araña menuda de cuerpo carnoso y brillantes colores rojos y verdes, salió del hueco y desapareció entre la hojarasca.
—Estas son venenosas, pero son las que más se engatusan con la guitarra. Todas se enloquecen por las ocarinas y los violines.
Cesaron los movimientos de baile, volvía a ser el sargento Isaruo Carreño: guardó cuidadosamente el instrumento en su funda. Así acariciaría a la mujer del puesto. Le cruzó la riendas sobre la cruz y el caballo lo siguió dócilmente por el senderito, atrás se pegó el matungo.
Caminaron en silencio hasta la ramada. No se atrevía a palabra, temía le salieran a encendida admiración de muchacha de su edad. Él, tampoco, parecía esperarlas o desearlas. No debía importarle mucho que las mujeres lo admiraran, estaría acostumbrado. A ellos, sólo les importaba, de verdad, la admiración de otro hombre. Las mujeres eran objetos utilizables. Un mundo de hombres y para hombres. Había cumplido con Higinio su compadre y, a través de él, con su ahijada.
Echó una mirada curiosa a José, recostado inmóvil junto al fogón, luego una entre compasiva y comparativa a ella. Ajustó la cincha en silencio y montó, le importaba más cuidar la guitarra que su arma atada a los tientos. Miró en derredor, como si buscara a Únzaga; luego, comprendió que se alegraba de la ausencia. La miró hondo, como si no se decidiera a lo que pensaba.
—Me estaba olvidando, mi señora, de preguntarle si, por sus relaciones, sabe algo más donde andas los indios. Sería bueno que lo supiéramos nosotros, mucho no podemos hacer pero unidos algo se consigue… Tal vez usted no sepa que los infieles sorprendieron a una mujer casi de sus años —simuló tantear la cincha—, es mañoso, cuando se la ajusto hincha la panza —en realidad tenía los ojos clavados en los suyos— y, pese a los gritos, se la robaron.
Volvió a tener miedo, desnudada y disputada por los tobas.
—Sólo sé lo que dije —las fuerzas le flaqueaban. Nadie la defendería, miró a su marido, una bolsa de huesos. La montura vacía del mancarrón, que ella misma había ensillado. Cerrar los ojos, correr hasta el caballo y montar, seguir hasta el campamento con ese único hombre capaz de proteger sus diecinueve años, los indios lo respetarían fascinados como las arañas—. No sé nada más. Sólo quisiera pedirle algo, sargento Carreño.
—¡Mande, mi señora! —la cortó.
—Que si me viera expuesta al mismo peligro que esa mujer, por favor le ruego, que me dispare un tiro. La noticia de mi muerte, estoy segura, afligiría menos a mi familia que saberme raptada por los indios —la imagen monstruosa del mestizo la aterró—, se lo ruego.
La mirada penetrante se tornó menos austera, se volvía apicarada, segura de su poder; la cara con que la despidió en el puesto, cuando golpeaba con la guitarra el traste de la chinita querendona, todo en un además y un gesto, Temió las palabras que surgirían en sus labios finos e irónicos.
—¡Oh, mi señora, eso no lo haré! Por el contrario, si pudiese y me animase, la ataría a usted, perdone el atrevimiento, y la llevaría vender a un ricacho —echó una mirada despectiva a José—, sintiendo mucho no poder ser yo ese ricacho, se lo juro por Dios.
Soltó una risa aguda y falsa, taloneó los ijares del oscuro. Se perdió entre los montes sin ni siquiera volverse para el adiós. Una mariposa negra entró en el rancho, mal agüero. Ya no se atrevía a sonreír ante las supersticiones, se le iban enquistando sin darse cuenta.
La estremeció una fuerza extraña, distinta y lejana del horror habitual. Cerca del fogón, descubrió unas coloridas alforjas llenas de provisiones. Hubiera querido ver la mano de Carreño diciéndole adiós o espantando la mariposa negra.