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as nubes, espesas y amenazadoras, cubrieron el cielo hasta convertir la media tarde en casi noche. Su experiencia tendría que haberle hecho prever la tempestad. Estaban lejos de la ramada y en la parte más frondosa del monte. Había llevado a su marido sin saber exactamente por qué: dentro del caimiento general, le había parecido extrañamente calmo. En este principio de primavera hasta Únzaga mejoraba de la piel. Quizá habría querido recordar esos días de la infancia en que la familia salía a merendar en el monte. O, por fin, habría tenido el capricho de hacer algo sin que nadie se lo impusiera por sus dolores y tiranías. El más dichoso parecía Únzaga, la había ayudado hasta el extremo de adjudicarse la iniciativa.

Recuperando su sonrisa, olvidada de su mirada en el baño, le había dicho, como si hablara a sus dos enfermos: «Podemos explorar el monte, buscar la primera miel, elegir un buen lugar con agua, para, cuando nos trasladen nuevamente, comentar, engañándolos, que nos conformaríamos si no nos llevaran a ese espantoso lugar». Idea ingenua, los soldados y milicianos conocían la región al dedillo. Pero la gente, por perversa que sea, debe sentir que se le agota el repertorio de crueldades y suplicios, se dijo, mientras restallaban relámpagos y truenos.

Los rayos quemaban las copas, una rama o las raíces de los quebrachos más altos con desconcertantes caprichos; un rayo había muerto un bebé que la madre tenía en brazos sin tocarla a ella. Sus enfermos volvían a mirarla angustiados, como si debiera o pudiera detener la tempestad. Llovía torrencialmente.

—No tuvo suerte para elegir el día —dijo Únzaga, habría esperado un relampagueo para mostrar que no la miraba a la cara.

José, chillando como un mono, se envolvió con la manta que hasta este momento les había servido de techo, su egoísmo de enfermo ya era instinto.

—Cuando tenía diez años, en la clase de gramática y religión —marcaba las palabras con dureza y no sólo para dominar el ruido de la lluvia—, me hicieron redactar una composición sobre la vaca, y escribí: «La vaca es una bestia que nos da su leche, su carne, su cuero y los cuernos. Moraleja: Imitemos a la vaca». La monja del Belén se puso a reír. Ahora me doy cuenta que yo no estaba equivocada.

Durante largo rato se escuchó el ruido de la lluvia que los empapaba. Únzaga ocultó la cara en la chaqueta con que se había cubierto la cabeza, sin el menor intento de ofrecérsela; temería que ella diera otro sentido a su gentileza. Imaginación femenina; el barniz social duraría muy poco fuera del ambiente propicio. Como juez estaba acostumbrado a repartir la vida y la propiedad de los otros, a sentir por ello qué era más importante y digno de protección. No quiso pensar más; hacía tiempo que no utilizaba la gracia, la ironía —Rafaela nunca vino al desierto—, la burla, el humor, todo lo que debía ser una conversación y que muy rara vez había escuchado. Su gente sólo sabía poner apodos burlones, hirientes. Eran pocos y se conocían demasiado.

La lluvia cesó de golpe, en plena noche. El ruido susurrante y amenazador de la creciente. El río Dulce solía inundar el rancherío de San Francisco de Asís, que conservaba la celda de San Francisco Sola y su templo con la celda del santo, el templo de Santo Domingo, la plaza mayor y hasta desbordar la antigua Acequia Real. Aquí, el Salado subiría hasta que el agua llegara a los esteros y, a los pocos días, comenzara de nuevo la sed.

Los dientes de sus enfermos castañeteaban, frío o paludismo; pronto haría lo mismo, si José no comenzaba a aullar o a golpearla. Todo en la oscuridad más negra. La fauna del monto trataría, como ellos, de ganarse a las partes altas y escapar a la correntada. Arañas, víboras, escorpiones y jaguares; la enumeración ya no le producía el antiguo espanto.

—¿No podríamos hacer lumbre? —tartamudeó Únzaga. Pensó en la difícil situación que le hubiera originado este hombre de unos cincuenta años, no sabía cuántos ni le importaba, si no estuviera enfermo. Se alegró de que fuera así. ¿Cómo podía pensar esto en nombre de la moral o de qué dirán?

—Perdí las cerillas, Únzaga.

El agua borboteaba entre malezas y alpatacos.

—Qué pena. Son tan útiles las cerillas que usted misma fabrica, señora, con tanta habilidad, con un trapo retorcido en un palito y untado con la cera de los panales que descubre en el monte. Con una habilidad e inteligencia en las que nada podemos ayudarle Don José, ni yo. Hubiera deseado ofrecerle la protección de mi chaqueta, pero ella hiede como mis llagas contagiosas. Sin usted, nuestra vida ya habría terminado. Esto necesitaba decirlo desde ha mucho tiempo.

—De la vida, para nosotros los cristianos, sólo dispone Dios —no pudo ocultar un temblor en la voz. Ni ella ni Únzaga podían verse en la oscuridad. El tiritar del cuerpo de José la rozaba, sólo con él había hablado en la oscuridad de la alcoba. La voz de los seres humanos se enriquecía en las sombras; la falta de labios y cara, fijaba la atención en los tonos y modulaciones. Le dolió no haber hablado más con José en las noches muy oscuras, en las tinieblas. Sus ojos tan claros, que según la luz del día cambiaban de color, no podían brillar cuando él la acariciaba. Ahora estaba a su lado pero sin existir. Si pensaba más, lloraría secretamente. Y lo secreto se tornaría sagrado.

Pasaron la noche en silencio, salvo los gritos inesperados de su marido que la arrancaban del sopor.

Al rayar el alba, en la ramita más alta del pacará que los cubría, un pájaro principió a cantar, tan suave, tan melodioso y rico de cadencias, que en un instante borró la ansiedad nocturna. No recordaba haberlo escuchado, el miedo a los otros animales no le habría permitido reparar en los pájaros.

—Es una calandria, un pajarillo parecido a la alondra que canta al amanecer —dijo Pedro, desentumeciéndose.

Los duros y torpes movimientos del hombre que despertaba, le parecieron más chocantes en comparación con el cristalino tintinear de los gorjeos. Sin embargo, había vuelto a pensarlo con el nombre de Pedro y no con el apellido. Nunca olvidaría aquel canto y aquella mañana. Ni Ibarra ni Fierro recordarían el canto de la calandria o si no los habrían desterrado a un lugar sin ellas. Aunque los pájaros con su vuelo libre y caprichoso podrían despertar su envidia. Otro pájaro entremezcló sus trinos. Las copas de los árboles comenzaba a dorarse con el sol, una bruma tenue surgía como aliento del bosque. La calandria, imitaba, ahora, el canto del otro pájaro.

—No se asuste, señora; no es venenosa, es una musurana que se alimenta causalmente de las víboras ponzoñosas —dijo Pedro, con voz que deseaba ser calma, mientras acercaba un tronquito a la pierna del durmiente. Una víbora dormía enrollada a la canilla de José. Se tapó la boca para no gritar. Únzaga la tocó cerca de la cabeza; el reptil la alzó mostrando los dientes. En la oscuridad se habría ganado el calor de la piel humana. Si despertaba José, el horror lo enervaría por varios días. Lentamente, la serpiente abandonaba su refugio y se enroscaba en la madera; la arrojó a un islote vecino, un alpataco de ramas secas que habría formado la creciente. El montón de maleza cobró vida, las ramas, palitos y hojarasca comenzaban a moverse y se lanzaban sobre la luto machaguay, también la llamaban así. No pudo evitar el grito, era un nido de grandes arañas. Duró muy poco la lucha.

—Muchos la matan, sin saber el bien que nos hacen. Así somos los hombres —agregó.

Desorbitados los ojos, José echó a correr, como lo hacía a menudo, sin motivo aparente; por primera vez tendría que agradecérselo. Lo siguió por los senderitos arenosos que había trazado la lluvia. Lo dejó correr, agotarse; no podría ir lejos, se tumbaría sin aliento y tendrían que arrastrarlo hasta la ramada.

Cayó de bruces y se volvió como si de espaldas pudiera defenderse mejor, la barba y los labios sucios de arena salitrosa y mojada. Se le acercó lentamente, el miedo le cortaba la respiración más que la corrida. Con algo de perro de presa, pegó un salto y la mordió en el hombre. El nido de arañas y la serpiente. Lo golpeó con fuerza en el temporal; la soltó. Cayó de espaldas nuevamente, los labios y los dientes ensangrentados. Miró en derredor, tenía que encontrar esas hojas carnosas que servía para restañar la sangre en las heridas.

—Aquí la tiene —dijo Pedro, tendiéndole la hoja. Los había seguido arrastrando la manta—. Hizo bien en conseguir estas recetas de los curanderos; sin ellas, nos habríamos muerto… salvo la gracia de Dios —terminó con dejo de ironía.

—Las pagué y con buenas monedas o corazones, señor Únzaga. Y esto es lo que Dios quiere, que no nos dejemos estar sin hacer nada —no le cupo dudas, como casi todos los leguleyos de Charcas, era afrancesado y medio ateo. Tuvo que aceptar su ayuda para aplicar el remedio; desvió la vista para no comprobar si la de él seguía el hilillo de sangre que corría por el descote.

José cayó de espaldas, inerte; ya no le importó la mirada de Pedro. Lo tendieron sobre la manta y lo arrastraron con suavidad siguiendo los senderitos de arena.

—Lo de Dios fue una broma, confieso que de mal gusto —dijo, a poco y casi sin aliento.

—No creo, señor Únzaga, que, en su estado de salud, esa broma pueda servirle de ayuda —lo hería, atenía necesidad de hacerlo, hasta con rencor, para que la obligada relación volviera a ser la de antes. Para que Pedro no volviera a mirar jamás un hilillo de su sangre, ni se creyera en el derecho de auxiliarla. Ellos, los dos, eran sus enfermos y nada más. Aunque le doliera el pecho y la lastimadura del hombre, arrastró a su marido con renovada fuerza. Prescindió de Pedro, no quería que sus manos estuvieran cerca de las de ella agarrando la manta. Apenas escuchó un quejido de José, no se volvió para mirarlo; se imaginó uno de los soldados que zarandeaban la parihuela. Pedro caminaba detrás dificultosamente. Se sintió joven, tremendamente joven, sana; capas de insultar a quienes le llevaban más años. Salvo a Dios que la miraba por dentro y era el comienzo del tiempo, de la medida, de los años.

El pavor, en mezcla con el amor que nunca había imaginado posible, la paralizó. No sabía se arrastrarse en un retroceso de víbora hambrienta pegada al suelo o avanzar hacia el cuerpo de José, para que el encuentro tuviera lugar con algo de mutua voluntad. Para que no fuera el horror de quedarse inmóvil y atrapada por esos ojos fijos de carnal lechuza, que brillaban como babas de caracol en la noche.

Había sucedido, esta sucediendo, lo que antes, al comienzo, había deseado, tenía que confesárselo, y, poco a poco, había llegado a equilibrarse con el temor. Las manos flacas, descarnadas, los huesos y los tendones marcados por el chisporroteo del fogón, se tendían hacia ella. Conocía ese movimiento, había sido el de casi todas sus noches de matrimonio feliz, sólo interrumpidas cuando la maternidad lo tornaba entre grotesco e impuro.

Sabía que cuando los brazos de él volvieran a tomar la instintiva medida capaz de abarcar su busto, ella cedería, hierro atraído por el imán. Siempre había sido así, someterse formaba parte del placer y hasta del sacramento.

Si cerraba los ojos ya no vería los alocados de él. Para lo demás, bastaría con la renovada memoria de su piel y de la piel de él. Muchas veces, antes del gozo final, como una concentración total en el placer interior, los había cerrado para que no existiera ni la menor posibilidad de una distracción de la mirada, que pudiera perturbarla.

José no había dicho o gritado irracionalmente nada. El acercamiento, el deseo, el instinto, debía habérsele despertado entre el silencio nocturno del monte poblado de ruidos cotidianos. Únzaga dormía en el otro costado del fuego. Las llamas los separaban. Ya conocía su respiración fuerte que, cuando se volvía boca arriba, se transformaba en ronquido. A veces, quedaba escuchando su alentor o el de José y por raro juego trataba de armonizar el suyo. Pudiera que sólo fuese una forma inconfesada de fraternidad sin palabras. También temía, temía a su cuerpo joven, que pudiera ser no sólo inconfesada sino inconfesable. Nada que se pareciera al amor, sino al deseo físico de un hombre. Se horrorizaba consigo misma, porque cuando se despertaban, cuando esta impuesta relación volvía a ponerse en movimiento, no sentía la menor atracción por este hombre con llagas pustulentas que le causaban repulsión. No era por el juez Pedro Únzaga, se repetía, porque ni siquiera al comienzo, cuando atenía apariencia de salud, no había experimentado ni la menor turbación en su amor. Simplemente debía ser la presencia de un hombre, la cercanía física de un hombre de su clase, que conservaba la mente sana o conservaría despierto el instinto. Debía ser así, porque sin que jamás hubieran insinuado lo mínimo, ella descubría sin la menor duda, cuándo él desaparecía para ir a desahogarse con alguna india. Su instinto lo percibía y debía compararlo con lo que su memoria guardaba, después que José cumplía su obligación o su placer. El mutuo placer. El amor.

Las manos sarmentosas seguían avanzando. Le pareció o quiso creer que los ojos brillaban de una forma distinta, recuperada. Algún libro hablaba aterrado de la locura del placer, cuando todos los frenos se soltaban; pero ella sólo había imaginado, como representación de estas palabras, una escena en que la música y el alcohol privaban sobre los cuerpos. Nunca, ni aun cuando cedía a la tentación de los malos pensamientos, había imaginado los cuerpos desnudos y anudados. Nunca, ni aun en las tórridas y húmedas noches de la selva, se había atrevido a desvestirse, a despojarse de sus harapos. José en cambio, con furor inconsciente se desnudaba casi y arrojaba la ropa en cualquier dirección, aunque los mosquitos lo devoraran. Cuando esto sucedía, ella dejaba que el fuego se consumiera, acaso para no verlo, para que le asaltara la duda de si aún lo deseaba. Le volvía la espalda y, pese al agotamiento de su trabajo, le costaba dormirse.

Lo miró. Ya no supo se fue alegría o desaliento comprobar que su cuerpo, como el de ella, estaban vestidos. Si se hubiera quitado la ropa ay avanzara así sobre la tierra apisonada, significaría que en ese instinto, que parecía apagado o desviado hacia vaya a saber qué,, se había establecido una incipiente relación lógica. Pudiera ser que ese furor irracional con que a menudo la golpeaba fuera una sustitución del acto carnal.

No pudo cerrar los ojos ante los desorbitados de él. Deseaba que la antigua magia de ellos, de esa mirada que precedía al abrazo total, volviera a quebrar el equilibrio suyo que se balanceaba entre el deseo y el terror.

Si cedía, si por unos momentos cedía a lo irracional y se internaba en el mundo de su marido, ese mundo que pese a desconocerlo, o pueda que por esta razón, ella también amaba, sólo ella lo sabría. Enriquecería lo secreto. Salvo que en el momento del espasmo su marido gritara como bestia herida, como solía hacerlo por ínfimos motivos, y Únzaga despertara. Ella gozando con su marido loco podía resultarle al espectador cuerdo y ajeno, en la medida que Únzaga pudiera serlo, una escena monstruosa. Ya no podrían entremirarse jamás con Únzaga sin recordar la escena grotesca, que podría ser no obstante, y por qué no, el amor físico llevado a lo absoluto, aunque él nunca le dijera una palabra. Mucho peor si no se la dijera. Volvería a repetirse la escena del baño. Se estremeció, no había pensado en el otro testigo que jamás la abandonaría, su conciencia.

Las manos, con insensibilidad de ramas secas, le rozaron los hombros; la derecha se enredó en una de sus trenzas sueltas, como un animalejo que cayera en la trampa. Le rozó la herida de la mordedura. Deseó huir despavorida. Su sangre en los labios de José. Pudiera ser que el sabor ácido de su sangre le hubiera despertado lo suyo. Deseaba huir y quedarse, fascinada por lo que debía suceder. La podría morder, sangrar y amar.

La línea de la mirada fija sobrepasó la de su cuerpo, la de su cara y cabeza, como si ahora se preocupara o se fijara en un árbol. Creyó, estuvo segura, de que el ritmo de las tres respiraciones se había quebrado; salvo que la agitada de José o la casi inexistente suya hubieran cubierto la de Únzaga. O su oído se limitara a la que le llegaba tan de cerca. No podría ser que Únzaga los estuviera observando. No tenía hipócritas cañas que lo cubrieran. Y, sin embargo, sería importante y definitivo que comprobara, hasta en los extremos más absurdos y chocantes, o espantosamente hermosos, que seguía perteneciendo a José. Que había cuerpos que de ninguna manera podían interferir la relación de los cuerpos que se había entregado físicamente, en definitivo complemento. Dios.

Ya supo que no se podía mover, que de ninguna manera podía retroceder y desposeerlo de su cuerpo. Aunque la sangrara o precisamente por ello. Cerró los ojos. Si no fuera por el otro cuerpo que estaba cerca de ellos, habría gritado: Te quiero, te amo, me gustaría que me hicieras un hijo entre el horror, el espanto y la angustia.

Las manos, las uñas, le arañaban las espaldas y los hombres, le reabrían la herida. Y le creaban otra más acá de la piel, porque se apartaban, se alejaban, la abandonaban. Fue como si todo el monte crujiera y todos los animales y seres que cobijaba se despertaran en gritos, chillidos y alharacas.

Abrió los ojos, con horror descubrió que ya no dependían de los de él.

Se revolcaba, los brazos esqueléticos alzados hacia la ramada. Reclamarían lo que a ella le parecía imposible y a él, nadie podía adivinar la ilación de su mundo, lógico y accesible. Su cuerpo se curvó como el arco de una flecha, tengo en vano. Sus movimientos eran la solitaria parodia de los que ella había aprendido a considerar como la manifestación del amor de ambos. Lazó, mientras le volvía la espalda, un catarriento chillido de bandadas de cotorras. Su respiración ansiosa fue la única. Únzaga, como ella, debía sofocar el aliento. Simular que dormían, Una nueva e indeseada atadura, no, separación.