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odavía le quedaba plata suficiente para intentar el repetido riesgo de construir un rancho. Le costó encontrar entre los hombres del lugar quienes se atrevieran, quiso confiar en ellos. Se terminó en pocos días con la ayuda de sus manos y el asombro de Rafaela; pueda que lo hubiera levantado como desafío a ella y hasta para mostrarle la inutilidad de su marido. En toda acción humana cabían motivos deleznables, esto lo pagaría si la denunciaban a Fierro.

—Llegaré a transformarme en constructora de ranchos —comentó sonriente, mientras dos criollos aindiados embarraban el techo.

—Y bien sabe Dios que no es tarea agradable para una señora —añadió Rafael en el mismo tono.

Lo había previsto en Santiago, no lograría entenderse con esa mujer; permanecería allí por un compromiso de conciencia que duraría lo menos posible. Ambas representaban condiciones muy femeninas, no le cabía dudas, pero decididamente opuestas. Sin mucho éxito, hacía lo imaginable para no imponerles la presencia de José con sus desesperantes melancolías y chocantes euforias y groserías. Pedro no admitía estas separaciones, en particular a la hora de las comidas. Estaría seguro que la permanencia de Rafaela sería corta; ni siquiera al curarlo con los remedios que le había traído, lograba ya disimular la repulsión o el rencor que le producían las llagas. ¿Con qué mujer la habría engañado para tener esa puerca enfermedad, si lo era? ¿Qué hubiera hecho ella si José…? No, ni lo quiso pensar. De todas maneras lo curaría, era su esposa. En Pedro debía aumentar también el temor de que los abandonara por causas de sus hijitas, o se tomara un reposo en Santiago mientras Rafaela los acompañaba.

En cuanto la vio concluida, José se apoderó de la única habitación; formaría parte de su nuevo raciocinio, exacerbación del egoísmo masculino, imaginar que lo mejor le pertenecía. Rafaela tampoco podía ocultar el disgusto que le provocaba el loco; faceta de un continuo fastidio. Conservaba un permanente rictus de asco, tal si los labios finos y ajados se hubiesen enjaretado en la piel seca y quebradiza de la cincuentena, que el resplandor y la resolana arrugaban más.

Trató de recuperar su compostura, se aseó en lo posible, casi nada quedaba en su magullado neceser. Con sus andrajos, le resultaba imposible competir; sólo contaba su juventud y hermosura. Sí, había sido y era hermosa. Se ocultó para mirar en el espejito; pese a lo desmejorada, Rafaela tenía motivos para envidiarla y hasta odiarla y celarla. Por primera vez en el monte y en tantos meses pensaba en tales cosas; ni siquiera sabía en qué mes vivían. El confinamiento de su marido no tenía fin, salvo el capricho del tirano; el tiempo suyo tenía esta denominación, mejor dicho ninguna. Prefería que fuera así, inexistente.

Llegó un mensajero con cartas de su madre y de un especialista que habían consultado en Buenos Aires, también plata. La fecha no le importó. Leyó ansiosa: sus hijitas estaban bien. Dolores se había casado con un cuyano, de improviso, como un capricho. Desde chica había sido caprichosa y voluntariosa; pero nada le decían de la separación. Lo restante eran repetidas exhortaciones para que regresara. Saltaba íntegro esos párrafos, temerosa de encontrar un argumento irrebatible. El médico recitaba vejigatorios como única posibilidad de mejoría. ¿Se los dejaría aplicar?

Rafaela se apartó con el chasqui, tramaría algo o le entregaría una carta a ocultas. Por antipatía estaría inventando; sin embargo, de tanto vivir alerta, se le había desarrollado una intuición casi adivinatoria.

La presencia de esa extraña afirmaba la desconfianza en José; resultó imposible sujetarlo para la aplicación de los parches. Se arrancó el que pudo aplicarle con engaños y se alejó amenazante y gritando. Cuando quedaron solos, se le acercó, como a potro en un corral.

—José, es por tu bien, no me mires así, soy tu Agustinita —empleaba el tono más dulce y musical; la música, según decían, calmaba las fieras. Disimulado en la palma de la mano, intentó aplicarle otro.

Enfurecido, apretó los dientes y se lanzó a chirlos y puñetazos. Se defendía cubriéndose con los brazos y las manos; si llegaba a pedir auxilio, acudirían Rafaela y Pedro, prefería soportar todo a que ella se enterara. Cayó de bruces, ovilló el cuerpo para que los golpes no le tocaran los pechos; rogaba a Dios que se le ocurriera patearla.

Cesó de golpear. No se atrevía a mirarlo a la cara, sus pies se acercaban despacio. Tembló de miedo. José largó un grito agudo, casi un chillido de murciélago, la agarro de las trenzas y comenzó a arrastrarla.

Entre el polvo, descubrió la cara espantada de Rafaela; miraba sin atreverse a intervenir, ni lo desearía. Santiago íntegro lo sabría por su boca.

Pedro lo contuvo los brazos atenaceándolo por la espalda, mientras gritaba:

—¡Don José Libarona! ¡Don José!

Soltó sus trenzas, para volverse a mirar intrigado a quien lo sujetaba y mencionaba ese nombre, que muy remotamente habría de recordarle algo. José principió a balancearse como si perdiera el equilibrio y cayó a tierra desvanecido.

Ella se incorporó casi de un salto, sus dolores desaparecían ante el mal de él. Con la ayuda del juez, lo transportaron para tenderlo en su camastro.

Rafaela los siguió a distancia, sin atreverse a rozarlos. Habría encontrado el motivo para abandonarlos, temería ser la próxima víctima. Acaso tuviera algo de razón, ¿soportaría ella a un Pedro loco?

A la hora de la comida, la luna llena, o el modo en que ellos la recibían, daba a los árboles, las cosas y hasta las personas un aire fantasmal. Para quebrar ese silencio cada vez más espeso, Rafaela dijo en voz opaca, como si temiera ser escuchada por José y desatar sus furias:

—Voy a regresar a Santiago… Debo cuidar nuestros hijos, además, compruebo que no puedo serles útil en nada; por el contrario, soy un estorbo y una carga más —calló un instante, a la espera del comentario que no llegaba, y estalló—: ¡Maldito sea el día en que vine al desierto!

La pausa incómoda se estiró hasta hacerse insoportable. Pedro la miraba demudado, avergonzado, herido en su amor propio de hombre:

—¡Si lo dices, motivos muy esenciales tendrás!

Al amanecer, se presentó el mensajero con otro caballo ensillado; no había supuesto mal.

—Parece que se están juntando los infieles… mala señal… ¿No les han advertido nada? —preguntó el criollo, cuando terminó de atar la maleta a los tientos.

—No, nadie nos alertó —Rafaela esquivó su mirada—; pueda que sólo quede en amenza… Dios lo quiera.

—Y el mandinga se haga el sonso… —agregó el chasqui.

Pretextando que José la necesitaba, si esto podía ser pretexto, se despidió con frialdad y los dejó solos. Únzaga le agradecería que no presenciara la escena.

Escuchó el tranco de los caballos y los adioses de los hombres. Ese matrimonio indiferente no volvería a encontrarse jamás; era más dignoa la forma irremediable en que se destruía el suyo. Había refrescado, cubrió a José con el raído poncho, el único ademán de amor que le estaba permitido; intentó conciliar el sueño, pero la amenaza de los indios la inquietaba. Deseó acariciar esa mano descarnada que la había golpeado. En la manera que Rafaela se desataba, ella se unía y soldaba a su destino.

El campamento recuperaba su ritmo. Pedro se empeñó en compartir las cobijas y hasta la ropa interior con José; nada, ni la más mínima prenda había traído para ella. El único comentario sobre la actitud de Rafaela, sirvió para cortar un silencio demasiado largo. Dieron voz a los pensamientos que se les agolpaban.

—Era incapaz de adaptarse a vida —dijo él.

—Se necesita mucha voluntad.

—… o amor.

Se cortaron, seguir el diálogo podría ser peligroso e inútil. José los miraba, alternativamente, con lánguida sensación de vacío que la angustiaba.

Debía ser más rígida y ordenada en los horarios de las comidas y tareas; también, y aunque no pudiera, cuidarse más corporalmente. Rafaela había sido el canon pasajero que esperaba; en otra forma, terminarían viviendo como indios.

Gritos de alarma la despertaron al amanecer. La mujer que les regaló trigo, corría de rancho en ramada anunciando que los indios se acercaban. Siempre. Y esto la sorprendía y consolaba, existían entre los humildes seres que hacían algo por los demás. Los infieles parecían ser los únicos que despertaban la solidaridad entre los cristianos.

Su marido se resistía, pese a su lasitud; además de la carga de mantas y utensilios, tenía que arrastrarlo y empujarlo. Pedro la ayudaba, pese a su debilidad. Alcanzaron a llegar a la parte más espesa del monte; difícilmente, los indios entrarían hasta allí con sus caballos. No habían recuperado el aliento y ya se escuchaban los alaridos y gritos. José, por irracional sentido de imitación, gritaba y chillaba inarticuladamete. Intentó taparle la oca. Le mordía las manos y gritaba más fuerte; la golpeaba casi con el ritmo de los gritos. Pedro había regresado para salvar lo que pudiera de los víveres, no podía defenderla. Se dejó caer y revolcó de desesperación. Se cumplía la irónica profecía de Felipe. José terminaría enloqueciéndola. La gritería de los indios cubría la de él. No debían estar lejos, en cualquier momento llegarían o pasarían de largo hacia el poblacho; el rancho abandonado no podía tentarlos. Sudoroso, temblequeante, apareció Pedro arrastrando dos bultos. José cesó de golpearla. Innecesario hablar, utilizaban el repetido vocabulario de las miradas y de los actos.

Se apagaron los gritos y el ruido de los cascos de caballos. Esperaron hasta el mediodía. Los indios no regresarían por el mismo lugar, raramente lo hacían. Emprendieron la vuelta.

Restos de humo y polvo. Esta vez fue ella quien tuvo ganas de gritar y llorar. El rancho estaba reducido a escombros y cenizas, como si todo lo suyo estuviera destinado a desaparecer. Se había quemado su neceser que tenía escondido; hubiera sido más lógico que lo quemara ella misma, como fin de una etapa. Se ganarían bajo los árboles, hasta que de nuevo experimentara el deseo de construir, de sobrepasar el de destruir de los demás. Sus enfermos la miraban abatidos; sólo Pedro, José era la nada. Tomó asiento junto a ellos, sobre un ronco, los ojos fijos en las ruinas, hasta que las tripas comenzaran a sonarles.

Volvió la mujer del trigo; no le había preguntado cómo se llamaba. Un ángel o virtud teologal de esos que adornan las estampas y cuyos nombres nadie recuerda o confunde. Ella, era la mujer del loco, de los confinados. A nadie le importaría mucho quién de esos dos hombres era el suyo. La del trigo traía dos chicos color tierra, flacos; uno, con un tajo en el cuero cabelludo, se espantaba las moscas que al amontonarse parecía que se lo zurcieran.

—Con todo, han tenido suerte, señora. En la villita mataron algunos cristianos y se llevaron cautivas. Yo me he traído estos huerfanitos. Espero que mi ranchito, como está escondido, se haya salvado —terminó, mirando el convertido en cenizas. Las mujeres debían hablarse entre ellas.

—Dios lo haya dispuesto así. —Hubiera querido ofrecerle algo de lo traído por Rafael; a ella, total, no le habría costado mucho, volvió a penar, pues todo Santiago sabía que una de las Carol era o fue amante de Ibarra, y hasta afirmaban que tuvieron un hijo. No entendía cómo no se lo gritó a cara limpia, cuando contó lo de Dolores. Se lo había insinuado, entraba más hondo. Se tapó la boca mirando a la mujer del trigo; conocería cosas de las campesinas y cautivas, pero no las diría nunca. Además, ya sabía lo que era hambre y les quedaba poco y nada de Rafaela; lo miró a Pedro, tampoco a él. Aunque no le importara, la asombró descubrir que era más suyo que de su mujer. ¿Sería una manejadora de hombres? El polvito que levantaban las patas de la mujer y los chicos se fue perdiendo entre alpatacos.

Improvisaron una ramada. Tenía la seguridad, como si ya hubiera descubierto la cadencia de las acciones maléficas de Fierro, porque vaya a saber si el tirano tenía tiempo de acordarse de ellos, que al hecho feliz de que hubiesen escapado al malón, correspondía una renovación del mal. No la sorprendió que, a los cinco días, la patrulla los obligara a internarse más. Los arreaban como a ganado de poco valor.

—Aquí, a más de los infieles, va a tener que cuidar a su marido de los jaguares. Aunque dicen que los cebados prefieren la carne blanda y blanquita de las mujeres —soltó, ladino e insinuante, uno de los soldados.

No le contestó. Nadie podía protegerla. Aumentaban la debilidad y los delirios de su marido; las llagas de Pedro volvían a abrirse, los remedios traídos por Rafaela no daban resultado. Se avergonzó de alegrarse, casi, de que así fuera; volverían a los ungüentos y yuyos indios. Ibarra no ordenaría que le faltaran al respeto, pero tampoco le importaría demasiado si así sucediera; sería como si se cumpliera su profecía cuando la autorizó a venir.

Estaba cometiendo una locura, cada vez más se convencía. Todo se mudaba en infierno graduado y ajustado, en el mundo del desorden y el absurdo, si lo comparaba con su vida anterior. Sin embargo, descubría que una parte hasta ahora desconocida de su temperamento, de su carácter, se enriquecía y maduraba. Nunca podría volver a sentirse una niña desvalida y aupada. Nunca, tampoco, podría ser una mujer como las otras de su mundo social; más todavía, ya no era una mujer común. Santa Teresa sonreiría de su vanidad.

Los abandonaron bajo los árboles por todo refugio. Principió a llover torrencialmente. El calor, la lluvia, la humedad agobiante, el frío, aparecían de improviso, también escapados de las normas. El cielo gris, nuboso, amenazador, nueva amenaza, anunciaba lluvia por quién sabe cuántos días.

Estaban calados, José tiritaba y Pedro sentía pasajero alivio en sus llagas. Los médicos no vendrían, ¿por qué habrían de desafiar al tirano en nombre de la caridad? La caridad figuraba después de la fe y la esperanza, las dos primeras eran individualistas y hasta egoístas. Ibarra era el dueño de la fe en lo político y hasta en lo religioso. Le costaba creer, con Santa Tomás, que la caridad es una amistad entre el hombre y Dios.

Con trozos de cueros y unos palos intentaron guarecer a José, su debilidad podía degenerar en neumonía. Parecían pollos mojados en un palo de gallinero. ¡Ojalá!, en los gallineros alguien se ocupaba de alimentarlos. De nuevo, tenían hambre; en las alforjas sólo quedaban galletas duras, patay y charqui, esa carne seca y salada. Miró a Pedro; se agotaban los cartuchos y la fatiga de la caza sobrepasaba su sacrificio. No tenía fuerzas ni ánimo, se lo dijo sin palabras. Las mujeres eran por costumbre de siglos, casi instinto, las encargadas de la comida, del hogar. La protección del vientre materno que los hombres nunca se animaban a abandonar totalmente.

La lluvia cesó al tercer día. Nada para comer. Recorrió la legua que los separaba del rancherío, por el cual habían pasado con la patrulla. No quisieron venderle, por más que les ofreció buenos precios; sería por fidelidad o terror a Ibarra. Miraban con deseo los reales, luego a ella con repulsión y decían no, el monosílabo, ni una palabra más, temerosos de explicar.

Al regreso, encontró a José y Pedro lamentándose el unísono; el hambre y la protesta habían encontrado un medio de entenderse hasta en lo irracional. Llegaba un momento en que los enfermos consideraban una obligación la generosidad de cuidarlos. ¿Acaso, ella misma, no pensaba que los de su casa la habían abandonado y que no le enviaban más socorros, ni remedios en la medida necesaria? La furia se le contagio, tanto que le alquilaron un caballo para ir hasta el fortín del Bracho donde estaba Fierro.

Le pidió que le permitiera enviar un mensajero a Santiago. La miró burlón.

—Imposible, señora. Lo prohibe un bando del invasor y salvaje unitario general Solá —se cortó como si cometiera una indiscreción o habría notado en sus ojos un chispazo de esperanza—; pero eso, a ustedes no les toca. Hace días, por disposición del gobernador, mandé prender un mensajero que le t raía víveres y medicamentos. Los necesitaban sus milicianos.

—¿Intentan matarnos de hambre? —lo interrumpió violenta.

—No, señora, usted está en completa libertad de regresar. Tengo órdenes de poner a su disposición un carruaje, en cuanto usted lo pida. Sería una solución muy deseable.

—Pretenden que deje solo a José para que se muera de hambre. ¡No lograrán quebrar mi voluntad y, si es preciso, moriré al lado de este desgraciado proscrito! ¡Se lo puede comunicar a su amo! —terminó soberbia y teatral. Se arrepintió, su viaje más que inútil resultaría contraproducente.

A los pocos días, pusieron a su marido en una improvisada parihuela, le era imposible dar un paso, y comenzaron a internarlo en el bosque. Lo siguieron con Pedro. Se volvían a cada trecho para insultarlos: querrían que ella terminara por agotarse y lo abandonara, que participara en la responsabilidad. José soltó un largo quejido. Los soldados movieron más la parihuela, se reían y burlaban de cada lamento.

—¡Así vas a aprender, hijo de puta, salvaje unitario, a traicionar a Ibarra! —gritó uno.

No pudo soportar más, se lanzó sobre uno de los varejones para evitar que lo zarandearan. El que acababa de gritar, se volvió y de un bofetón la tiró al suelo.

—¡Y esto por el traidorazo de La Madrid!

—¡Eusebio! ¡Ya sabés que a ella no hay que tocarla! —ordenó el jefe.

Se levantó con ligereza; la miraban asombrados, no sabían que estaba acostumbrada a los golpes de su marido.

Los abandonaron en un lugar desolado; de nada serviría el dinero. Para colmo, el jefe le comunicó que tenía órdenes de requisar la escopeta.

—No es habitual que los proscritos anden armados, más cuando los salvajes unitarios han invadido la provincia por todos lados.

Inútil argumentar; Pedro la entregó sin palabras.

Los miró alejarse. Por primera vez, se sintió derrotada. Ni siquiera comentaron la invasión de los unitarios. Jamás llegarían hasta ellos. Sería cruel e inútil crear esta esperanza. Hasta su salud comenzaba a quebrantarse; de noche tenía frío y José ni siquiera le permitía echarse a los pies del jergón. Todos los seres debían parecerle enemigos. Las sombras se le agrandarían con el miedo. Bastaba con que no comprendiera uno de sus pedidos ininteligibles para golpearla hasta que lograba escapar de sus manos. En el invierno, tan variable, esperaba fuera de la ramadita hasta que él se dormía. De puntillas, se acercaba a las mantas y el ponchito que lo cubrían. Al leve resplandor de las brasas, contemplaba su cara. Recorría esas facciones que se contraían nerviosas, algunas se repetían en sus hijas, especialmente en Lucinda. Las abandonó por seguirlo. No pensaba siquiera en la palabra amor, ni lo sentía en su cuerpo; habría desaparecido o se disfrazaría bajo otro sentimiento. O simplemente no tuvo tiempo de recordar, en su cuerpo magullado y olvidado, que existía la palabra. No entendía bien lo que aún los ligaba. Piedad infinita por lo que se ha amado o, quizá, deseo de que ese primero y único amor no se diluyera en la nada. La espantosa inseguridad de sólo haber poseído la nada. Su desolación, se lo repitió, estribaba en que, durante esos meses, jamás había mencionado su nombre ni el de sus hijas. Esperaba en vano, angustia de una idea fija, que algún día pronunciara por lo menos uno de esos tres nombres que, estaba segura, habían llenado su mente y su corazón. Las brasas y sus llamitas reflejaban leves arabescos rosados y movibles en la frente arrugada y en la nariz afilada, color de cera entre la revuelta pelambrería. Si pudiera romper, abrir, mirar dentro de esa frene, saber por dónde escapó o se ocultaba lo que había sido más importante en su vida.