—E
so es todo, mi señora. No se animan a venir, tienen mucho julepe a los indios y sobre todo… al gobernador —repitió el nuevo chasqui, mientras ella le pagaba el doble, había logrado pasar la escopeta de caza que le enviaba su hermano.
Era lógico, la lógica del mundo del cual había renegado; los médicos no vendrían ni aunque se arrojara a las plantas de ellos, no se atrevería. Miró los frascos de remedios, las recetas, los consejos; eso era la solidaridad de la gente que había abandonado. Les fastidiaría que los pusiera de manifiesto, en evidencia. Tendría que actuar, también, de médico. Llevaba cinco días de enfermera, de sirvienta, de esclava para todo quehacer, sin que José la hubiera reconocido; más aún, la trataba como una entremetida. La fiebre no decaía, quizá palúdica, que lo consumiría hasta los huesos, pero ¿qué sabía de fiebres?
Guardó la bolsita de las monedas; para su sorpresa, nunca le habían robado, ni exigido, ni confiscado plata. Ibarra mostraba un respeto casi religioso por la propiedad, tenía estancias.
El polvo que levantaba el caballo del mensajero se fue posando sobre los árboles. La había mirado con la sumisa simpatía de los criollos del campo; al verla trajinar en tan bajos menesteres, deduciría que estaba más cerca de él. José permanecía sentado e inmóvil bajo un quebracho, la vista perdida o sujeta por la sucesión de rugosos troncos. Releyó las instrucciones. Bañarlo diariamente o más. Los médicos recetaban sin preocupación de las posibilidades; por suerte, allí el agua abundaba, pero ¿cómo convencerlo? Con Únzaga no podía contar demasiado, no quería aumentar los problemas de esta obligada intimidad; él se apartaba con cualquier pretexto, salvo en la hora de las comidas, pues había resuelto continuar la comunidad de víveres. Quizá pensara, todo eran suposiciones en esta nueva y forzada relación, que dejándolos solos en algún momento el raciocinio de José podría recuperarse, aunque fuera un chispazo. O, acaso, estuviera harto de servir a un loco, de vivir con un loco que tampoco lo reconocía y al cual, pese a sus protestas de gratitud, sólo lo uniría una relación de conspiración fracasada que, a la larga, terminaría en enemistad y hasta en odio; era su perenne recuerdo del gran fracaso, y esto los hombres no lo podían soportar; menos ellas, las mujeres. Además, le costaría ocultar la envidia de que este loco tuviera una mujer capaz de sacrificarse a tal extremo, mientras la suya continuaba contestando evasivas. Bien podía ser la envidia lo que lo apartaba y agriaba.
Quiso sonreír como si descubriera un secreto; pero recordó el dicho de Quevedo, escrito en una porcelana de Talavera, que su padre había colgado en una de las paredes de su menguada biblioteca, cuyos libros había leído ella a escondidas, tal si cometiera un pecado: «La envidia es flaca porque muerde y no come». ¿De quiénes habría intentado defenderse su padre, cuántos envidiosos lo rodearían? También solía canturrear con voz grave y cazurra una copla andaluza sobre la envidia: «Tú vas por l’acera’n frente, / aborreciendo la vida / y apeteciendo la muerte». Se había dejado llevar por sus pensamientos, Únzaga, no le caía simpático. Preferible que así fuera, tenía dieciocho años.
Después de mucho buscar en los ranchos vecinos, halló una vieja batea ahuecada con un tronco, o pueda que fuera un inútil bebedero de caballos, y lo compró; le serviría de bañera para su marido. Lo arrastró como pudo hasta la ramadita; la gente era indolente o no se atrevería a ayudar a un confinado. Calentó un caldero para entibiar el agua. No se le ocurría cómo lograría desvestirlo y bañarlo. Un hijo malcriado e insensible o un muñecón que sólo origina trastornos. Considerarlo así podría ser la solución; sin embargo, no podía tocar sus manos flacas y nerviosas, rozar su piel al vestirlo entre refunfuños y manotazos, y hasta despiojarlo, sin estremecerse amorosamente. Su amor le había quedado raramente impar; un amor que jugaba a escondidas del objeto amado y a escondidas de Dios que la miraba y perturbaba. Esto preocupaba su mente desde que despertaba. Jesús dijo que amaba y protegía a los niños y a los pobres de espíritu. Si la inteligencia del idiota bien podía estar oculta en Dios, ¿por qué no el raciocinio del loco? ¿Por qué habría leído, si ninguna de sus amigos se atrevía a tocar un libro? La tentación del innombrable.
Hervía el caldero, El bateón estaba lleno. Le había costado tanto cambiarle a José los calcetines rotos que olían a mugre y sudor. Los hedores del amado. Le recordó a la Biblia también; había leído a escondidas El Cantar de los Cantares. La Biblia, salvo para los curas, era un libro prohibido.
—José, el médico quiere que tomes un baño —le señaló el agua; prefería arreglarse por señas, como si se tratara de un sordomudo, para evitar sus incoherencias. O como uno de esos opas del tercer patio que tenían todas las familias, para las tareas o los mandados más simples o burdos.
—Mi caligrafía no es tan soleada como cree el tirano Ibarra —sonrió en una mueca y terminó riendo a carcajadas.
Dominó el miedo y se adelantó decidida, le quitó la chaqueta, con el mismo impulso forcejeó hasta sacarle las botas ludidas, luego la camisa. El busto que había amado, que amaba, cuyo vello enrulado se había atrevido a acariciar. Miró en derredor, una rápida y engañosa caricia, aún. Si, más allá del sacramento, había pecado alguna vez ya debía estar redimida con creces ¿Cómo quitarle los pantalones? Ante el grueso cinturón, donde guardaba celosamente sus patacones, se resistió; con ademanes le mostró que luego se lo pondría al cuello. Corrió, necesitaba que el tiempo no perdiera su ritmo, y le trajo el espejito de su neceser, ¡franceserías adorables! Quedó mirándose, tratando de descubrir lo que pasaba en ese él que debía imaginar otro, en ese mundo plano y brillante; con suavidad lo despojó del cinto, y, sin que el reflejo escapara del espejo, se lo anudó al cuello con coquetería que tenía algo de femenina. Locura era palabra de género femenino.
Lo bañó con los calzoncillos sucios y rotosos, luego, se los cambiaría. Se pondría a sus espaldas para no verle y le obligaría a levantar las piernas, como hacía su madre cuando los hijos varones eran chicos. A veces, adoptaba poses infantiles y otras de una lubricidad que la ruborizaba. Nadie podía verlos, nadie se molestaría en mirar el loca y su mujer; los llamaban así. Además, los chicos andaban desnudos y los indios casi. Se dio cuenta que ya dudaba si su temor a la locura principiaba a ser menor que el de la cordura; la locura tenía límites, la cordura especiosa de los hombres no.
Se levantó uno de esos vientos que, a menudo, terminaban en tolvaneras. Trató de cubrirlo con una manta; pero a él se le ocurrió chapotear y reír. El hijo grande y caprichoso. También deseó reír, chapotear, jugar en la misma agua con él; pero la bañera, las acciones, las situaciones, eran absurdas. Nunca había descubierto un sentido más claro del absurdo. Ningún juego les estaría permitido a ella y su marido, salvo alguno en que tomara parte el demonio, el mandinga, o la salamandra, espantar al espíritu del fuego. Se persignó mecánicamente para espantar al espíritu del mal; antes de terminar el ademán ritual escuchó gritos de miedo y alarma, mitad en quechua y mitad en cristiano. Entre los árboles apareció una de las chinas indias del poblado.
—¡Los infieles! ¡Huyan! ¡Están como a tres leguas!
El viento remecía las ramas ásperas. Necesitaban esconderse en la espesura del monto. Imposible escapar a pie; desesperada, ofreció plata por un par de caballos, sólo obtuvo uno. Montó a José como pudo y ella se trepó en Ancas. Entre la furia del vendaval polvoriento y la incomodidad de su montura, le resultaba difícil guiar al caballo; se internó en el monto a su capricho, espantado por la gritería.
Las voces se fueron apagando; temió que las reemplazaran los alaridos de los indios. No había pensado en Únzaga; aunque era él quien debía ocurrir en su ayuda. El instinto de salvación era simple egoísmo. Los senderos se estrechaban y los montes espinosos principiaron a arañarlos y romperles la ropa. Asustado por el bramar del viento entre las amas, el animal buscaba esconderse en las sendas más angostas, las espinas del vinal debían lastimarlo, correría hasta quedar rendido.
Sucedió así al anochecer, se detuvo junto a un charco de agua y bebieron los tres; el caballo jadeaba cubierto de sudor. Pasarían allí la noche. Sólo escuchaba los ruidos confusos del monte; lejos de los indios y de los soldados. El ventarrón había cesado de improviso, nubes de polvo enturbiaban la luna llena. Lucecillas de luciérnagas y tucos. Los mosquitos zumbaban, se pondría en movimiento el mundo nocturno de las alimañas. José se quejaba con infantil constancia, seguía irracionalmente un ritmo.
Encender fuego era peligroso, por los hombres y los jaguares. Lo recostó envuelto en la manta, estaba casi desnudo, no sabía se tiritaba por el fresco o la fiebre. Se durmió en seguida, respiraba con dificultad; esa era la boca que había amado y besado, que amaba aún pero ya no besaba. Si él intentara besarla y se enardeciera hasta lo definitivo, no sabría qué hacer. Cedería, acaso rezara como en un altar de sacrificio; pero llegaría un momento en que la plegaria se transformaría en mudo acto de amor. De la alforja que siempre tenía lista para el caso de una huida, sacó una tortita dura: la mordisqueaba sin deseo, sin hambre por causa del agotamiento; las manos le dolían de tenerlas aferradas al cabezal de la montura. Durante la carrera sus brazos habían sido una especie de andador que sostenía en equilibrio al cuerpo de su marido. Sus acciones casi varoniles la asombraban. Podría roer la galleta como una rata, durante una hora o más, mientras vigilaba.
No quería ubicar ni interpretar los ruidos, crujidos, sonidos, ni los cantos y silbos de pájaros o de víboras, en el monto áspero y duro. Un monte que se había tragado a muchos cristianos. Como descubrir un nuevo idioma. Había aprendido algo de francés con el doctor Monge; a poco resolvieron en su casa que era un idioma peligroso para una niña decente; se mezclaba lo frívolo con lo revolucionario y audaz, los endemoniados enciclopedistas herejes que había perseguido La Santa Inquisición. Miró a su muñeco dormido, custodiaba a su hombre. No protestaba contra dios; antes bien, le agradecía que le permitiera compartir sus penas y protegerlo. Si meses antes le hubieran dicho que se encontraría sola hubiera enloquecido de espanto; pero con una locura pasajera, mitad jaqueca, como la de su madre. Ahora estaba segura que ninguna acción de los hombres le haría perder sus cabales; aprendía, también, otra forma de vida.
Montaron al amanecer. Dejó la rienda suelta; si el caballo era rumbeador tomaría para la querencia. En un descampado, se encontraron con otro de los fugitivos. Ya podían volver, los indios se habían retirado.
El rancherío devastado aún humeaba; salvo algún lamento o lloro, la gente trataba de reconstruir en silencio, formaban parte de su destino, de la fatalidad. Únzaga intentaba levantar los horcones de su ramadita, le brillaron de alegría los ojos.
—¡Mi señora! ¡Cuánta felicidad de verla, de verlos a salvo! Me resultó imposible encontrarlos…
—Fue todo tan inesperado.
Calló, en el desierto las palabras sobraban. José, contento, gritaba incoherencias. Desmontaron y corrieron hacia su rancho; no pudo ocultar la dicha egoísta de que hubiera sufrido muy poco, en comparación de los otros. Pasarían unos días antes de saber el número de muertos o de las cautivas llevadas por los indios. Los milicianos se habían encerrado en los desguarnecidos fortines. Los paisanos, los condenados comunes, porque no tenían cárcel en Santiago, y confinados, servían para apaciguar los apetitos furores de los infieles.