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e volvió para mirar las contadas torres de la iglesias de Santiago, quizá no las vería nunca más. Estrechó a Elisa contra el regazo; llevar a su hijita de dos años, a caballo, como había resuelto a último momento, le pareció una locura, era, pero quería mostrársela a su marido o calmar su conciencia de madre. Gregorio la había mirado con su silencio de diecisiete años, ni pronunció palabra de aprobación o censura cuando la familia se oponía a ese nuevo dislate. Parecía limitarse a cumplir una orden en la cual lo principal fuera conocer bien el camino a Matará. La despedida, recomendaciones repetidas y estallidos de lloro de su madre y hermanas, habían sido para ella movimientos de autómatas: la idea de ver a su marido borraba las demás. Entre visillos y postigos entreabiertos, el vecindario los vio partir, no se atrevió a desearles buena suerte. Tampoco le importó.
Aunque Gregorio hubiera agregado más pellones a la montura, le resultaba duro galopar un trecho largo y menos trotar con su hijita en brazos; no obstante, abreviaba las paradas que cada tres leguas imponía su hermano. La polvareda que levantaban los caballos volvía a alcanzarlos, cono incitación a proseguir la marcha; la respiraba casi sin molestia a través de la gasa con que había envuelto su cara y la de su hija, debía ser el mismo polvo que aspiraba José.
Al oscurecer, llegaron a las altas barrancas del río Salado y los caballos se abalanzaron para beber; Gregorio los guiaba por los escarpados senderitos. Si no se divisaran las menguadas luces de Matará, se hubiera tendido a descansar junto a ese río que todos soñaban que un día fuera navegable. Un sueño santiagueño. Tendrían que pasar la noche en el pueblo. Si no hubiese traído a Elisa, habría rogado para que siguieran viaje; pero estaba deshecho y su hija lloriqueaba de cansancio.
En el fortín, de nuevo la asaltó lo inesperado; Fierro, el comandante de frontera, les comunicó que no podrían pasar hasta el Bracho sin una autorización escrita de Ibarra, no bastaba la oral.
—En este caso, enviaré un chasqui a Santiago para sacar la orden. Si he dicho alguna cosa que no es, consiento en ser castigada.
Ser castigada hasta corporalmente le importaba poco, un modo de acercarse más a José, lo que ansiaba era pasar de cualquier forma. Podía ser una nueva artimaña de tortura, que desde allí la obligaran a regresar. Fierro accedió, pero la separó absurdamente de su hijita y hermano, en un rancho con centinela a la vista; serían sus rehenes. A poco, le trajeron a Elisa para que el llanto lastimero no molestara el sueño del campamento.
Matará era la segunda población de la provincia. Le pareció que esto no significaba mucho, por más que allí hubiera nacido Felipe. Desde su rancho, alcanzaba a divisar la cruz de hierro que coronaba el frontón de la iglesita. En el altar, la Virgen de los Dolores, vestida de luto, con una corona de espinas en la mano; la patrona del pueblo de Matará. Si le permitieran, iría a rogarle; ella, también, estaba aprendiendo a ser una mujer de dolores. De esos dolores de verdad, porque suceden inesperadamente a la dicha total.
Como en todos los fortines, los rodeaba una empalizada de palo a pique, un mangrullo para avistar, ranchos de la tropa, corrales y playa para el faenamiento de animales. Hombres de chiripá, botas de potro o ushutas, ponchos raídos, mugrientos y malolientes. Pueda que el olor se mezclara al de la bosta de los corrales o al de las entrañas que en el mataderos se pudrían al sol. Ya ni a los perros debían tentarlos, pueda que a las hormigas con sus altos y cónicos hormigueros.
Por la noche, escuchaba las voces de las indias mansas y de las criollas y mestizas cuarteleras, que venían a satisfacer a los soldados.
No les tenía repulsión ni miedo, en cierta forma la protegían.
A Gregorio sólo le permitían que las hablara de lejos, cuando les traían locro, mazamorra o un pedazo de charqui; con su apostura también las protegía. Les conseguiría eso, que allí consideraban primores.
Pasaban los carretones con bastimentos y útiles, rondaban los milicianos con lanzas y trabucos. Cada galope, entre el grito carraspiento de las cotorras, le daba un vuelco al corazón ante la esperanza de que fuera el mensajero.
Tres días duró la espera. Volvió a comerse las uñas. Una niña no comete tal ordinariez, la reprendía su madre. Tendría que recordar estas frases para repetirlas a sus hijas. Nada que hacer en ese ranchito vacío, salvo intentar jugar con Elisita y, aunque no lo entendiera, hablarle del padre. Hasta fumaría un chala, como la tía Benigna en el segundo patio. Con José podría esperar hasta la eternidad, era más esposa que madre, la suya tenía razón. Aprendería a dominar sus nervios. ¿Qué haría con su hijita en los montes? Terminaría siendo una salvaje.
A Gregorio, muy de a caballo y que les resultaba útil en el corral, lo dejaban comer y dormir con los milicianos y hasta lo hacían cantar con la guitarra. No sabía, tampoco, que cantara tan bien; su voz la acompañaba de lejos.
Cuando llegó la orden escrita, tuvo ganas de gritas y bailar una ronda con Elisa en brazos, hasta bendijo a Felipe.
Gregorio, con los caballos ensillados, vino a buscarlas antes del amanecer; apenas había podido pegar los ojos. Tomaron unos mates en la guardia y partieron costeando el río aguas abajo. El aire fresco le llenaba el pecho. Dos jinetes los acompañaron unas cuadras, amagando largadas con Gregorio. Se despidieron, en la noche malva y estrellada, con gritos de compañerismo, que tenían algo de alaridos indios. Ni se atrevió a mirarlos; cosas de hombres.
—Me regalaron charqui, trigo y hasta maíz pisado —exclamó, alzándose en los estribos como una sombre viril y desafiante. Amaba lo criollo y debía sentirse feliz con la gente humilde. Se avergonzó de lo poco y nada que conocía a ese gran muchachito, su hermano: siempre lo había visto cumpliendo a sabiendas el papel de menor, el último orejón del tarro, en su familia tan organizada, que, después de la muerte de su padre, ahora sufría el primer desbarajuste. Cada cual tendría que probar su carácter y temperamento. Se miraron en la penumbra, más que ello, se alegraron de intuirse.
—Si no les aflojamos a los caballos y Elisita nos aguanta, llegaremos al Bracho antes del anochecer. Yo te la llevaré, en algunos trechos.
—Gracias, entonces llegaremos —contestó, imitando impensadamente el tono.
La marcha agotadora. Habían dejado el camino real de Buenos Aires al Alto Perú, el de las carretas. Se detenían bajo algún aromo florido para estirar las piernas y dar resuello a los caballos. Se multiplicaban cardones y alpatacos, quebrachos blancos y colorados, itines y camatales; algarrobos con sus vainas aún verdes, sobre la tierra parda y a veces salitrosa pero siempre polvorienta. Tierra hostil. Los quebrachos colorados producían llagas.
Al mediodía, se detuvieron en Gramilla, un rancherío, para almorzar frugalmente. No recordaba cuándo, a imitación de Elisa, se le habían cerrado los ojos. Los abrió ante la cara sonriente de Gregorio, que le hacía cosquillas en la nariz con una flor de ullivincha, roja como el lacre. Le sonrió con cariño; le llevaba sólo un año de edad, pero su condición de casada y madre de familia le daba una categoría familiar en la cual el recuerdo de los juegos y confianzas infantiles estaba olvidado.
—Te has dormido una media horita, remolona.
El tono era distinto, como si con él le dijera que la acompañaba feliz, que la comprendía y la defendería. Los hombres se agrandaban, crecían en un momento, cuando les llegaba la hora de proteger a una mujer: como para ellas casar, de niñas mudaban en mujeres. No siempre, sonrió con ternura.
El largo camino se transformó en mala huella; sólo encontraron un arreo de cabras, una destartalada carreta y dos jinetes solitarios, gauchos. Las polvaredas se acercaban, se entremezclaban como para acompañar los saludos y volvían a separarse. Una forma de quebrar la riesgosa soledad. Muy espaciados ranchos de quincha, algunos de adobes con su patio apisonado por los pies descalzos; raramente, plantaciones y un pueblito, menos que eso, una ranchería. Los caminos eran bastante seguros; tenía que reconocerlo, Ibarra perseguía con ensañamiento a cuatreros y ladrones, y hasta los juegos de taba y naipes en las pulperías.
Elisita volvió a lloriquear de cansancio al atardecer; hubiera hecho lo mismo, no había pensado que la leche le molestaría tanto en los pechos. Gregorio se balanceaba en el caballo como un ajustado péndulo; ya estaba madurando, también, para matar o ser muerto. ¿Qué terminaría siendo, unitario o federal?; probable que les saliera medio torcido. Tendrían que mandarlo, y lo más pronto posible, al colegio de Monserrat en Córdoba o a Buenos Aires, para que los curas o los comerciantes le obligaran a vestirse de levita y chistera. Corajudo y concentrado, se estaría como probando. Los hombre de su casa eran hornos caldeados y tapados, no sabía lo que contenían.
—¡El Bracho! —gritó Gregorio, señalando unas lucecitas que se divisaban a lo lejos, entre las sombras de los árboles que se agrandaban con el oscurecer. Talonearon, los caballos galopaban a rienda suelta, adivinaban el fin de camino.
Corrió hacia el rancherío con su hija en brazos.
Como perro hambriento, husmeó las miserables chozas; mientras, Gregorio se detenía en el fortín para mostrar los papeles.
Lo divisó al resplandor del fogón, le costó reconocer la barba cerrada y el pelo revuelto. La miraba como un visionario, no podía creer, lentamente los ojos se le llenaron con lágrimas de alegría. Se abrazaron, tuvo que hacer un esfuerzo para separarse y mostrarle a Elisita prendida a sus faldas.
—¿Cómo te has atrevido a traerla? —protestó apenas, mientras la besaba dichoso.
—Nos acompañó Gregorio —dijo por respuesta, señalando a su hermano que llegaba con los caballos. Ellos se dieron un doble y contenido apretón de manos. Se le ocurría que a los hombres no le resultaría cómodo encontrarse o abrazar a quien se acostaba con su hermana, aunque fuera con el sacramento.
Mientras ellos desensillaban, recorrió la miserable tapera de quincha. Le aterró pensar que allí vivía su marido y que en esa pocilga tendrían que vivir ella y su hija. Felipe estaba en lo cierto, debía tener algo de loca. Ni los perros de su casa comían en tales escudillas, imposible que su marido se hubiera dejado estar a tal extremo. Con ternura que la estremeció, dedujo que si José sobrevivía en la selva terminaría siendo un salvaje; adaptarse sería su única capacidad de defensa.
La noche trajo nubes de mosquitos. Ningún mosquitero para su hija; sólo había pensado en José, en verlo, en estar con él.
Volvieron trayendo el recado, las mantas y las alforjas. Gregorio buscó boñiga seca de vacunos y caballos en el corral y la echó al fuego.
—No huele bien pero espanta a los mosquitos —la miró como diciéndole que ya encontraría forma de dejarlos solos—. Voy por leña y a ver si en el fortín consigo algo más de comer. Mientras tengamos fuego nos libraremos de los mosquitos… Averiguaré por el lado del fortín —repitió intimidado o incómodo, mientras se perdía entre las sombras más espesas del monte.
No sabía qué hacer; su marido la seguía con la vista, los ojos aún llorosos por el deslumbramiento, hubiera querido que la guiara con actos o palabras. Puso a calentar agua, con una manta improvisó la camita de su niña junto al fuego.
—Duérmase, cuando esté la comida la despertaré —tuvo ganas de decirle lo mismo a su marido, pero ya aceptaba que su mirada mansa la siguiera. El hombre estaba para que la mujer lo sirviera, servir era una forma del amor. Dios está también entre las ollas, decía Santa Teresa. Se encontraban los ojos tal si reflejaran una astilla que se encendiera jubilosa. El fuego le tornaba ardiente las mejillas, no sólo el fuego. Tomó asiento para esperar que el agua hirviera, cocinaría el trigo y el charqui de Gregorio, algo le había enseñado Lubina. Simulando distracción colocó su mano cerca de la de él. Se estremeció, le había tomado la mano y se la acariciaba dulcemente. Se miraron ansiosos. Elisita dormía. Besaba a otro hombre por causa de tanta pelambrería mal cuidada, sí, también maloliente; él que siempre olía a agua de olor. Aspiró plenamente, debía aceptarlo, su marido estaba así un mucho por su culpa y, tampoco, podía imaginar su llegada en ese día. Agrio olor a sudor; no tenía mujer que le preparara un baño en agua que oliera a sales aromáticas. Ella hedería igual o pero; por naturaleza, las mujeres olían peor que los hombres. Lavaría la ropa en el río y, cuando no la vieran, se bañaría; le gustaría hacerlo junto con su marido, pero sería un escándalo.
Se fue tendiendo cerca de él. Una oleada de humo le acosquilló, debía ocurrirle a los dos, las narices. Ruido de pasos y el silbido de una zamba santiagueña. José se puso en pie azorado y dijo:
—Aquí nunca se sabe; afirman que los indios andan por realizar una entrada…
Gregorio apareció con un bulto de comestible.
—Resulta que Pelagio, el hijo del puestero en nuestra estancia de la Media Agua ¿te acuerda?, es sargento de un pelotón que vuelve hacia Santiago, y yo pasaré la noche con ellos… Siguen a la madrugada. Hoy estaremos seguros…
Se le ocurrió pretexto para dejarlos solos. O vaya a saber qué habría encontrado ese morochito, a quien le sobraba en simpatía lo que le faltaba en lindura; se iría por ahí de guitarreada. Si hubiera sido hombre, le habría gustado ser su compañero.
—Cuando se encienda lumbre en ese ranchito que está treinta pasos de aquí, querrá decir que ha vuelto Únzaga; andará visitando a otros confinados. Se llevará la gran sorpresa: él también espera a su esposa, en vano… Lo corroerá la envidia… —la sonrisa se le mudó en mueca a la luz de fuego.
Se miraron incómodos. Nadie hablaba de lo que en verdad le importaba o deseaba.