U
n cabezazo la despertó. Ni la menor idea de dónde estaba, hasta que la penumbra de cuatro cirios con sus chorreras de cebo y el olor a cadáveres le amagó otro vómito. Con el mentón rozó la mejilla de Lucinda, no le cupo dudas, tenía fiebre. Ante la certeza de la enfermedad todo se ordenó en su mente. Se incorporó con dificultad, las piernas acalambradas. No entendía cómo la había paralizado el miedo, cuando habitualmente activaba sus resoluciones. De chica, le gustaba jugar a los miedos.
Pasó entre dos viejas rezadoras. Debía ser más de medianoche. Desde el patio del claustro escuchó una descarga lejana, por el lado de la Quinta o del campamento del Polvorín. Las viejas rezadoras se alborotaron, eran más pero semejaban porciones inmóviles de las sombras. Dudó ante la puerta que la separaba de la clausura; el mundo sagrado donde se encerraban los contados curas por causa de ellas, las mujeres, que siempre encarnaban al demonio, el pecado de la carne. Durante siglos habían dudado si tenían alma. Necesitaba que alguien llevara un mensaje a casa de su madre, a su verdadera casa.
Una mujer corrió a su encuentro; la Tocaba como para cerciorarse.
—¿Dónde se había escondido?, la anduvieron buscando de la casa de su madre, muy asustados, mi niña, como toda la ciudad… —no se atrevía a interrumpirla por temor de que soltara un nombre querido ligado a un hecho espantable—. Se llevaron a la Casa de Belén a su madre y hermanas, ¡no, usted no puede salir a la calle con esta oscurana!
—Necesito que lleves un mensaje, mi Lucinda está con calenturas —la mano parda sarmentosa, tocó la frentecita que le ofrecía como para asegurarla de que participaba en su angustia—. Que no sé qué hacer, que nada sé de mi marido, ni de mi Elisa. ¡Corre, por Dios!
La vio deslizarse en el largo corredor. Voces junto al portal, debía discutir con el portero, no querría dejarla salir; pero ella era de este tipo de mujeres hechas para obedecer y cumplir mandados. El portero, si no era un lego, sería de su misma cría y terminarían por entenderse.
La puerta se cerró tras de la mandadera. Algunos gritos apagados llegaron de la calle. Respiró feliz, la fiebre de Lucinda había bajado, debía ser el hedor de los cadáveres. No, su marido no estaría helado y hediendo en algún convento o tirado en la calle y mordisqueado por los perros chúcaros.
¿Por qué habrían llevado a su madre al convento escuela, que había fundado la Chata Taboada con la ayuda de Felipe, su primo? ¿Protegerla de las patrullas alzadas? El mundo femenino del amor se reducía a que no les hicieran con violencia, lo que por naturaleza deseaban. Aunque la violencia era lo que más la atraía; las atraía hasta paralizarlas, como esa suerte de ofrecimiento irracional que existía en la mirada fascinante de las serpientes. Le hubiera gustado mirar hasta el agotamiento a una serpiente que estuviera detrás de un vidrio, amarrada, y a la que después debieran matar. Se asombró púdicamente al comprobar hasta dónde la arrastraban sus pensamientos. Ya no era el juego del miedo. Nunca se había atrevido a preguntar a sus amigas si a ellas les sucedía lo mismo. Sería inútil, entre la gente decente las decisiones indecentes se tomaban en silencio. Desde que se enamoró de José, ya no le importaron sus amigas, no tenía tiempo para ellas.
Fue a sentarse en la punta de un largo escaño de madera; esperar al amanecer. El perfume de los azahares cubrió el de los muertos. El portero le trajo una frazada criolla, vendría de la celda de un cura. En cuanto la gente conocía su apellido, era cuestión de sentarse a esperar sin necesidad de ruego. Un mate la entibió el hueco de la mano, sorbió de la bombilla con ansiedad; lo prefería dulce pero ya era mucho pedir. La casa de Dios; por lo menos había un lugar donde los hombres no entraban para luchar, ni para violar a las mujeres y matarlas; no muy seguro, en América y en las Europas se habían visto tantas cosas. Bonaparte, ese tan irrespetuoso con el Santo Padre. Por Santiago pasó el ateo mariscal Lavaysse, que había sido de los ejércitos de Napoleón, arrogante y muy leído, sin embargo, les ayudó en la Autonomía de la provincia. ¿Cuándo se abriría ese portón para dar paso a su mensajera? Ni el nombre recordaba, acaso ni la conocería; en cambio, para ellas conocerla era una especie de obligación. ¿Y sus hermanos? Con su madre no se atreverían, sería como trastrocar toda la organización social. ¿Y la revolución de los franceses no había guillotinado a cuanto noble les cayó a mano? Era abrigada la manta; las tejedoras ya estaban abandonando los telares porque las frazadas de los ingleses resultaban más baratas. El libre comercio, que defendía su marido, a Felipe no le gustaba nada, Su padre había sido casi un personero de Felipe cuando fue gobernador, no debía injuriar su memoria. Se repetía mucho cuando pensaba, no quería caer en su José. Ya que estaban inventando tantas cosas, hasta barcos que andaban sin velas y a carbón, ¿por qué no inventaban una forma de sacarse de la cabeza las angustias? Todo lo inventado era para aumentar la comodidad exterior.
Entregó el mate sorbido hasta el ruido, el tercero. Se incorporó, arropó a Lucinda en un nido de lana coloreada, una viviente rosa más entre las tejidas. Otra mujer se despegó de las sombras y vino a ofrecerse. Ya estaban formando en su derredor otra especie de familia. Tenía alma y aire de empolladora, sabía mandar con la sola presencia. Una de esas viejas santeras que tenían todas las iglesias, le sonrió sabedora:
—En el fondo del patio, entre las limas, hay un rodeíto de achiras muy a propósito.
No la entendió, pero quiso escapar a sus ideas, o pasearlas entre el perfume de las flores.
La experiencia de los viejos soltaba más fácilmente las palabras, les quedaba poco tiempo para usarlas. Estirar las piernas, decía su madre. Se acuclilló tras de un jazmín, el sonido fu distinto al de su escupidera, cantora la llamaba Lubina, de porcelana inglesa, debía ser loza nomás. Olor a orín de viejas, tuvo ganas de reír. Podría haber pasado enfrente, a la hermosa casa de los Gallo, y solicitarles muy ceremoniosamente el excusado; pero todos murmuraban que una de ellas era amante o amada de Felipe, o lo había sido. Imposible ocultar nada en esa aldea, los chismes eran como cacareo en el gallinero a la hora del maíz. Y vaya a saber cómo estarían las relaciones entre los Palacio y los Gallo, que se picoteaban en lo más alto de la aristocracia, por decidir quienes eran los más nobles. Rio al imaginarse llamando para solicitar un servicio tan extraño, tan fuera de la gran sala y del primer patio. Además, a esa deshora, todas las puertas estaban trancadas. Se estremeció, la puerta astillada de su casa. Corrió hacia su hija.