Tim Burton
1958, Burbank (California, Estados Unidos)
Aunque he conocido a muchos adultos que han seguido siendo niños en el interior, nunca he conocido a nadie como Tim Burton. En cierto modo, resulta reconfortante pensar que un hombre que se dibuja calaveras en los nudillos durante una entrevista tiene a los ejecutivos de los estudios de Hollywood suplicando para poder producir su próxima película. Pero, si lo hacen, es porque pocos cineastas de la generación de Burton poseen una imaginación tan salvaje y tanto talento controlado. Hay algo de Walt Disney en él, pero un Walt Disney cuya idea de un lugar divertido es una cueva llena de murciélagos.
En su primer corto, Vincent, Burton contaba la historia de un joven que soñaba con convertirse en el príncipe de las tinieblas, pero estaba atrapado en la casa de una zona residencial en la soleada California. Igual que ese chico, Burton creció fascinado por los vampiros, los zombis y las películas de terror de bajo presupuesto. En consecuencia, se ha convertido en el perfecto portavoz de la rareza tal y como la encarna con tanta gracia todo tipo de criaturas marginales.
Mediante pura poesía visual, sus películas siempre consiguen mostrar la belleza en el interior de la bestia. Sin embargo, igual que la magia, la poesía no es algo que pueda explicarse fácilmente. Pero Tim Burton hizo todo lo posible para explicar su funcionamiento, interrumpiendo su discurso con gestos, muecas, efectos sonoros y risitas que, por desgracia, resulta imposible de reproducir en papel. Espero que la alegría y el entusiasmo puedan leerse entre líneas.
Clase magistral con Tim Burton
Cómo me metí en el cine tiene que ver más con la casualidad que con otra cosa. En un principio, quería meterme en la animación y, tras unas cuantas prácticas aquí y allá, entré en el equipo de animación de la Disney. Sin embargo, enseguida se hizo bastante obvio que no encajaba del todo bien en el estilo Disney. Además, era un momento aciago para el estudio: la Disney acababa de hacer Tod y Toby (The Fox and the Hound, 1981) y Tarón y el caldero mágico (The Black Cauldron, 1985), que habían sido grandes fracasos comerciales y todo el mundo tenía la sensación de que el estudio iba a cerrar para siempre el departamento de animación. Era como un barco a punto de hundirse; en realidad, ya no había nadie al mando. Así que dispuse de bastante tiempo para mí durante todo un año y empecé a trabajar en un montón de ideas personales.
Uno de estos proyectos era una historia titulada Vincet. En principio, la había concebido como un libro para niños, pero como estaba en la Disney, pensé, ¿por qué no utilizar el equipo y convertirla en un corto animado? Lo hice y el éxito que tuvo me animó a hacer un corto de imagen real, Frankenweenie, que gustó tanto a algunas personas que me ofrecieron dirigir La gran aventura de Pee-wee. Hasta el día de hoy, todavía me resulta difícil creer que las cosas sucedieran con tanta facilidad. ¡Me parece que me hubiera costado más encontrar trabajo de camarero en un restaurante que conseguir un contrato como director!
TODO EL MUNDO ME DICE QUE NO
La animación es una buena formación para el cine, en el sentido de que tienes que hacerlo todo tú. Tienes que encuadrar, tienes que diseñar la luz, tienes que actuar, tienes que montar… es muy completo. Además, creo que la animación me ha aportado una manera especial de abordar la cinematografía. Posiblemente, haya conferido a mis películas más originalidad en términos de tono y atmósfera.
Sin embargo, el motivo por el que prefiero la imagen real es que la animación es una ocupación muy interior y muy solitaria. Soy una persona bastante poco comunicativa y, cuando trabajo solo, me parece que el trabajo tiende a introducirse en la parte negativa de mi personalidad y las ideas que se me ocurren son excesivamente oscuras. Lo bueno del cine es que es una empresa de equipo. De hecho, lo que más me sorprendió la primera vez que hice una película —¡además del hecho de tener que levantarte tan temprano!— fue la cantidad de gente implicada en el proceso. Esto crea una autentica necesidad de comunicar y, realmente, muchas veces la tarea del director se convierte en algo más político que artístico, porque te pasas el tiempo tratando de convencer a toda esa gente de que tus ideas son válidas. En un día cualquiera, siempre me asombra el número de veces que oigo la palabra «no» en el plató. «No, no puedes hacer eso. No, no puedes tener lo otro. No, no, no…». Es un autentico desafío humano y estratégico conseguir que las cosas se hagan a tu manera. Me refiero a que, si quiero que los actores hagan algo, me es totalmente imposible acudir a ellos y decir: «¡Haz esto!». Tengo que explicar el porqué, tengo que convencerles de que es una buena idea.
Y pasa lo mismo con los ejecutivos de los estudios. No puedo permitirme entrar en guerra con ellos. Es demasiado peligroso y me parece que demasiado agotador. Admiro la integridad de algunas personas que luchan con los estudios por todo, pero creo que, al final, resulta más destructivo que otra cosa, porque o bien la película no se hace, o se hace bajo tanta presión y tensión que el resultado, inevitablemente, sale perjudicado. Creo que tienes que encontrar la manera de sortear los problemas, cosa que, en ocasiones, puede significar decir que sí a algo y esperar que el estudio no se acuerde y que, a pesar de todo, puedas hacerlo de la manera que querías. Puede sonar cobarde, pero creo que se trata simplemente de una estrategia práctica de supervivencia. Por supuesto, hay veces que tienes que luchar, pero el buen director es quien sabe determinar las batallas que merece la pena luchar y las que son simplemente una cuestión de ego.
SI ESCRIBIERA, NO TENDRÍA SENTIDO
En realidad, no escribo; pero siempre me implico en el proceso de escritura de mis películas. Un director tiene que hacer suyo el filme, resulta fundamental, y tiene que ser antes del rodaje. Por ejemplo, en el caso de Eduardo Manostijeras, es obvio que, aunque yo no escribí el guión, «dirigí» tanto la escritura que, al final, el material se volvió más mío que del guionista. La razón por la que no escribo es que, si lo hiciera, temo que me pondría demasiado interiorizado y no tendría un punto de vista sobre el material tan distanciado como creo que debe tenerlo un director. El resultado final podría parecer demasiado personal y quizás no tendría sentido para nadie más. Cuando hago una película, mi objetivo es contar una historia. Y, para conseguirlo, creo que necesito mantener una cierta distancia. Por eso no estoy del todo de acuerdo cuando la gente mira el personaje de Eduardo Manostijeras y dice: «¡Oh, eres tú!». No soy yo. Sí que tengo mucho en común con el personaje, pero si hubiera estado hablando de mí mismo, nunca podría haber tratado la película con objetividad.
En cualquier caso, no siento que necesite escribir para ser el «autor» de mi trabajo. No creo que nadie vea cualquiera de mis películas y no sepa de inmediato que es mía. Hay pistas obvias, temas recurrentes e ideas que reconoces por aquí y por allí, normalmente como el telón de fondo de la historia. Por eso siempre me ha encantado el formato del cuento de hadas, porque te permite explorar ideas diferentes de una forma muy simbólica, mediante una imaginería que es menos literal, más sensorial. En lugar de crear imágenes que expliquen cosas de una forma muy concreta, me gusta crear imágenes que puedas sentir. No me eduqué con ideas sobre una estructura narrativa estricta; nada más lejos de eso. De hecho, crecí viendo películas de terror, donde la historia realmente no importaba, pero las imágenes eran tan fuertes que permanecían contigo y, en cierto sentido, esas imágenes se convertían en la historia. Y eso es lo que he tratado de reproducir en mis películas.
NO LO SABES ANTES DE RODAR
En un plató de cine, y mucho más en un plató de cine de Hollywood, es tanto lo que está en juego y tan enorme la presión que quieres planificar con anticipación tantas cosas como sea posible. Pero cuantas más películas hago, más me doy cuenta de que, realmente, la espontaneidad es el mejor planteamiento, porque —y, decididamente, ésta es la mayor lección que me ha enseñado mi experiencia hasta el momento— no sabes nada hasta que llegas al plató. Puedes ensayar todo lo que quieras, puedes hacer el storyboard de cada plano si eso te tranquiliza, pero una vez que llegas al lugar de rodaje, nada significa mucho. Los storyboards siempre serán menos interesantes de lo que ofrece la realidad, porque son bidimensionales y el plató es un medio tridimensional. Así que no suelo depender demasiado de los storyboards. Molestan; la gente los toma de forma demasiado literal. Y sucede lo mismo con los actores. Nunca se comportan igual cuando están en el plató de verdad, con el vestuario y el maquillaje. Así que trato de no tener ninguna idea preconcebida cuando llego al plató. Dejo una gran parte a la magia del momento. Y, en cierto modo, cada película es un experimento en sí misma. Por supuesto, los estudios no quieren oír semejante cosa. Quieren creer que sabes exactamente lo que estás haciendo, pero la verdad es que las decisiones más importantes sobre una película se toman en el último momento y la suerte es un factor importante. Es la mejor manera de trabajar y casi me atrevería a decir que es la única manera de hacer una película interesante.
ME GUSTAN LOS GRANDES ANGULARES
Cuando hablo de trabajar de forma intuitiva, no quiero decir que puedas hacer cualquier cosa. De hecho, es todo lo contrario, porque únicamente puedes improvisar si previamente has tomado una decisión sobre un estricto conjunto de parámetros. De lo contrario, acabas cayendo en el caos. Lo primero que es necesario escoger con cuidado es el equipo. Tienes que estar seguro de que todo el mundo está en la misma onda, que todos tratan de hacer la misma película, que van a entender todo lo que pruebes.
A continuación, precisas una cierta metodología en el proceso de trabajo. Personalmente, me gusta empezar una escena situando a los actores en el plató, para encontrar la relación adecuada entre los personajes y el espacio que les rodea. Así encuentro el corazón de la escena, determino si se narra desde el punto de vista de uno de los personajes o desde algún punto de vista exterior.
Una vez que tengo eso, envío a los actores a vestuario y maquillaje, y trabajo el encuadre y la luz con el director de fotografía. Siento predilección por los grandes angulares, como el de 21mm (influido, quizás, por los formatos más amplios que se utilizan en animación), así que siempre empiezo por eso[14]. Si no funciona, poco a poco nos vamos inclinando hacia los objetivos mayores, hasta que encontramos algo que va bien. Pero nunca supero los 50mm y únicamente utilizo los teleobjetivos como una especie de puntuación. Los utilizo en medio de una escena igual que utilizarías una coma en medio de una frase.
En términos de ubicación de la cámara, me muevo mucho por instinto. Cuando ruedo una escena de diálogo, por ejemplo, no lo hago de la manera tradicional, ya sabes: plano máster y plano-contraplano de cada actor. Trato de encontrar el plano más interesante para la escena y rodarla; a continuación, pienso en un par de planos distintos que podrían casar bien con el que tengo en el montaje. Nunca miro demasiado lejos, sino que voy avanzando de una toma a otra y no filmo demasiado material. De hecho, trato de no filmar nada si no estoy seguro de que va a estar en el montaje final. Primero, porque es una pérdida de tiempo, y el tiempo es algo que no puedes permitirte malgastar en un rodaje. Pero también porque, lo creas o no, sientes un apego emocional por todas las imágenes que creas. Y si filmas tanto que, después del primer montaje, queda claro que tienes que suprimir una hora de la película, puede resultar doloroso. Así que cuanto más riguroso consigas ser en el plató, menos agonía tendrás que soportar durante el montaje.
UTILIZA LO QUE EL ACTOR LLEVA DENTRO
Nunca pido a los actores que hagan una prueba, porque, realmente, no sirve para nada. No necesito saber si un actor sabe actuar: normalmente saben hacerlo. Lo que necesito saber es si se ajusta al papel y la respuesta, en realidad, no tiene nada que ver con la interpretación.
Por ejemplo, la gente suele pensar que trabajo con Johnny Depp porque somos muy parecidos. Sin embargo, en un principio, el motivo por el que lo contraté para Eduardo Manostijeras fue que, en aquella época, estaba encasillado en una imagen que le costaba superar. Era la estrella de un programa televisivo para adolescentes, pero deseaba algo completamente distinto. Así que era perfecto para el papel de Eduardo.
Pasa lo mismo con Martin Landau en Ed Wood; pensé: «Aquí tenemos a alguien que empezó su carrera trabajando con Hitchcock y acabó interpretando pequeños papeles en programas televisivos veinte años después. Entenderá perfectamente lo que pasó Bela Lugosi. Lo entenderá en un nivel humano sin exagerar el personaje». Igualmente, cuando elegí a Michael Keaton para interpretar a Batman, mucha gente no lo entendió. Pero es que Michael siempre me ha fascinado, porque tiene una personalidad de doble filo, medio burlona, medio psicótica. Y, realmente, creo que tienes que ser un poco esquizofrénico como él para ir por ahí con un traje de Batman.
DIRIGIR ES ESCUCHAR
Si has hecho bien el casting, ya tienes el noventa por ciento del trabajo como director de actores. Pero, por supuesto, el diez por ciento restante es más complejo, porque cada actor es distinto; cada uno tiene su manera personal de trabajar, de comunicarse. Y no puedes adivinar cómo va a ser.
Tomemos, por ejemplo, a Jack Palance: alguien que no esperas precisamente que sea un actor atormentado. Bueno, en el primer día de rodaje de Batman (1989), se suponía que íbamos a rodar una escena muy sencilla donde el gángster que interpreta Jack sale del baño. Él me pregunta: «¿Cómo quieres que lo haga?», y yo le contesto: «Bueno…, pues es un plano muy sencillo: simplemente abres la puerta, sales y caminas hacia la cámara. Eso es todo». Jack se va detrás de la puerta, ponemos en marcha la cámara y digo «¡Acción!», pero transcurren diez segundos y no pasa nada. Cortamos, llamo a Jack y le digo a través de la puerta: «¿Va todo bien?». Él dice: «Sí, sí». Vale. Encendemos la cámara otra vez y digo: «¡Acción!» y no pasa nada. Vuelvo a llamar a Jack y, a través de la puerta, intento explicárselo otra vez: «Es sólo un plano donde sales del baño, Jack. ¿De acuerdo?». El contesta: «Vale»; volvemos a encender la cámara y digo: «¡Acción!», y una vez más, sigue sin suceder nada. Así que cortamos y decido ir a verle y preguntarle qué problema tiene. Y él se disgusta mucho, me refiero a que me mira fijamente, enfadado y me dice: «¿Quieres dejar de presionarme? ¿No ves que necesito un poco de tiempo para concentrarme?». Me quedé estupefacto. Para mí, no era más que un estúpido plano de alguien saliendo de un cuarto de baño, pero, para él, era obvio que estaba sucediendo algo mucho más complejo.
Ese día comprendí lo importante que es escuchar a los actores. Por supuesto, tienes que dirigirlos, pero lo que importa de verdad es enseñarles cuál es el objetivo. Después, les corresponde a ellos decidir cómo quieren alcanzar ese objetivo. El motivo por el que me gusta trabajar con Johnny Depp, por ejemplo, es que siempre prueba un tono diferente, de una toma a otra, hasta que encontramos algo que funciona. Ensayo muy poco, porque me asusta que la interpretación se convierta en algo demasiado técnico y que perdamos la magia que suele producirse en las primeras tomas. Además, pongo empeño en no mirar la escena en el control de vídeo, sino en observar a los actores directamente. De no hacerlo así, me parece que crearía una distancia entre los actores y yo, y en última instancia, entre los actores y el público.
TODO ME SORPRENDE, AUNQUE POR OTRA PARTE NO ME SORPRENDE NADA
Nunca me creo a los directores cuando afirman que sus películas son exactamente como se las imaginaron mentalmente. Es imposible. Sencillamente, hay demasiados aspectos que no puedes controlar todos los días en un plató de cine. En el mejor de los casos, puedes esperar que el filme tenga el mismo espíritu que tenías en mente. Pero el resultado final siempre será una sorpresa y creo que eso es lo que lo convierte en algo mágico. Por otra parte, suelo suscribir la idea según la cual, en cierto sentido, siempre estás haciendo la misma película una y otra vez. Eres quien eres; tu personalidad suele ser consecuencia de lo que has pasado en la infancia y te pasas la vida, ya sea de forma consciente o inconsciente, haciendo un refrito de las mismas ideas una y otra vez. Esto es cierto con todos los seres humanos y más cierto aún en el caso de los artistas. Sea cual sea el tema que abordes, siempre acabas adoptando un enfoque distinto con las mismas obsesiones. En cierto sentido, resulta molesto, porque te gustaría pensar que vas evolucionando, pero, al mismo tiempo, es emocionante, porque es como un desafío interminable. Es como una maldición que tratas desesperadamente de conjurar.
Filmografía
La gran aventura de Pee-wee (Pee-wee’s Big Adventure, 1985), Bitelchus (Beetlejuice, 1988), Batman (Batman, 1989), Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990), Batman vuelve (Batman Returns, 1992), Ed Wood (Ed Wood, 1994), Mars Attacks! (Mars Attacks!, 1996), Sleepy Hollow (Sleepy Hollow, 1999). El planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001), Big Fish (2003).