Bernardo Bertolucci

1941, Parma (Italia)

«Serenidad» es la primera palabra que me viene a la mente cuando trato de describir a Bernardo Bertolucci. Por supuesto que tuvo sus momentos salvajes y rebeldes en la década de 1970, cuando hacía películas provocadoras y con orientación política. Sin embargo, mientras estaba sentado escuchándole veinte años después, no pude evitar pensar que había una razón que explicaba el haber optado por hacer una película sobre Buda. Es cierto que aún queda un pequeño brillo malicioso en su mirada, y supongo que debe de perder los estribos en alguna ocasión, pero solamente irradiaba paz el día que nos encontramos en el Festival de Cine de Locarno, en Suiza. Le distinguían con un premio a toda una vida dedicada al cine como reconocimiento por su impresionante carrera. «Espero que este premio no signifique que mi carrera se ha terminado», dijo bromeando.

La gente suele recordar a Bernardo Bertolucci por El último tango en París y El último emperador, por la que recibió nueve Oscars. Sin embargo, creo que su mayor logro es El conformista. La película contiene todos los elementos que hacen tan intenso el trabajo de Bertolucci: un punto de vista político, una perspectiva histórica, una tragedia humana individual, una espléndida interpretación y, posiblemente, la mejor iluminación de uno de los directores de fotografía más geniales de la industria cinematográfica, Vittorio Storaro (que ha trabajado en casi todos los filmes de Bertolucci). A Bertolucci le hizo cierta gracia la idea de dar una clase magistral, seguramente porque había hecho caso omiso de sus propios profesores de cine allá por la década de los sesenta, pero siguió muy bien el juego y demostró tener muchas más cosas que decir de lo que aseguraba.

Clase magistral con Bernardo Bertolucci

No he ido a una escuela de cine. Tuve la suerte de poder trabajar, de joven, como ayudante en las películas de Pier Paolo Passolini y así aprendí a dirigir. Durante años, me he sentido orgulloso de esta falta de formación teórica y sigo creyendo que la mejor escuela de cine es el plató. Además, soy consciente de que no todo el mundo tiene esta oportunidad y aún hay otra cosa: en mi opinión, para aprender a hacer películas, no sólo tienes que hacer películas, sino ver tantas como puedas. Estas dos consideraciones tienen la misma importancia. Y tal vez sea esta la única razón por la que aconsejaría a alguien que acudiera a la escuela de cine hoy en día: es una oportunidad para descubrir todo tipo de películas que nunca tendrás ocasión de ver en salas de cine.

Sin embargo, si alguien me pidiera que enseñara dirección, sinceramente, no sabría qué hacer. No creo que supiera por dónde empezar. Tal vez me contentaría simplemente con enseñar películas. Y, sin duda alguna, la que escogería por encima de cualquier otra sería La regla del juego (La régle du jeu, 1939), de Jean Renoir. Enseñaría a los estudiantes cómo, en esa película, Renoir consigue crear un vínculo de unión entre el impresionismo, el arte de su padre, y el cine, su propio arte. Trataría de demostrar cómo esta película alcanza el objetivo que todo filme debería luchar por alcanzar: transportarnos a un lugar diferente.

DEJA LA PUERTA ABIERTA

Tuve la oportunidad de conocer a Jean Renoir en Los Ángeles, en la década de los setenta; tenía casi ochenta años e iba en silla de ruedas. Estuvimos charlando una hora y me sorprendió descubrir que sus ideas sobre el cine eran idénticas a las que creímos descubrir con la Nouvelle Vague, ¡salvo que a él se le habían ocurrido treinta años antes! En un determinado momento, dijo algo que me pareció la mayor lección sobre cinematografía que he aprendido nunca. Me dijo: «Siempre debes dejar la puerta del plató abierta, porque nunca sabes lo que puede entrar». Lo que quería decir con eso, por supuesto, es que dejes saber cómo hacer sitio a lo imprevisto, lo inesperado y lo espontáneo, ya que suelen crear la magia del cine.

En mis películas, siempre dejo la puerta abierta para permitir que la ida entre en el plató. Y, de forma paradójica, ésta es la razón que explica por qué trabajo con guiones cada vez más estructurados. Si tengo una situación sólida a partir de la cual puedo trabajar, me siento más cómodo con la improvisación. Para mí, el interés de lo inesperado es su aparición en una situación donde, en teoría, todo está planificado con detalle. Por ejemplo, si ruedo una escena exterior a pleno sol y las nubes se desplazan hasta tapar el sol en medio de una toma y la luz empieza a cambiar de improviso, ¡me siento en la gloria! Sobre todo si la toma dura lo suficiente para que las nubes se muevan y vuelva a salir el sol… Cosas así son maravillosas, porque representan el grado máximo de improvisación.

Sin embargo, «dejar la puerta abierta» no sólo afecta a elementos exteriores al plató. Había escrito poesía antes de empezar a hacer películas, así que al principio consideraba la cámara otro tipo de bolígrafo distinto al que usaba para escribir poemas. En mi mente, hacía la película solo; era su auteur en el sentido más estricto del término* Después, con el tiempo, me di cuenta de que un director puede expresar sus fantasías aún mejor si es capaz de estimular la creatividad de los que le rodean. Un filme es una especie de crisol donde deben mezclarse los talentos de un equipo. La película cinematográfica es mucho más sensible de lo que la gente piensa y no sólo registra lo que hay delante de la cámara, sino todo lo que la rodea.

TRATO DE SOÑAR LAS TOMAS

Como no he aprendido a dirigir de un modo teórico, la noción de «gramática» cinematográfica no significa nada para mí. Además, en mi opinión, si tal gramática existe, está ahí para contravenirla; así evoluciona el lenguaje cinematográfico. Cuando Godard rodó Al final de la encapada (Á bout de souffle, 1960) su gramática era; ¡el salto de eje al poder[7]! Y lo sorprendente es que si echas una ojeada a una de las últimas películas de John Ford, Siete mujeres (Seven Women, 1966) ves que el director —uno de los más tradicionales de Hollywood— debió de haber visto Al final de la escapada y empezó a usar el salto de eje, algo inconcebible diez años antes.

Durante mucho tiempo, me he enfrentado a cada plano como si fuera el último, como si alguien fuera a llevarse mi cámara justo después de haber acabado de rodar con ella. Por lo tanto, tenía la sensación de que estaba robando cada plano y, en ese estado mental, resulta imposible pensar en términos de «gramática», ni siguiera de «lógica». Incluso ahora, no preparo nada con antelación. En realidad, trato de soñar los planos que rodaré al día siguiente en el plató. Con un poco de suerte, lo consigo. Si no, cuando llego al plató por la mañana, pido que me dejen solo un rato y deambulo por allí con el visor. Observo a través de él y trato de imaginarme los personajes moviéndose y recitando su papel. Es casi como si la escena ya estuviera ahí, invisible o intangible, y yo tratara de buscarla o darle vida. A continuación, meto la cámara, llamo a los actores e intento ver si lo que he imaginado funciona en la realidad. El resto es un largo proceso de ajuste entre la cámara, los actores y la luz. Por lo tanto, es una especie de proceso perpetuo donde trato de asegurarme de que cada toma origine la siguiente.

LA COMUNICACIÓN SE PRODUCE ANTES DE LA PELÍCULA

La comunicación es un factor vital para que un plató de cine funcione sin problemas. La comunicación debe establecerse con anterioridad a la filmación, porque en el plató casi será demasiado tarde.

Por ejemplo, cuando decidí hacer El último tango en París, llevé a Vittorio Storaro a ver la exposición de Francis Bacon en el Grand Palais de París. Le enseñé los cuadros y le explique que eso era el tipo de cosa que quería usar como inspiración. Y si observas la versión final de la película, hay matices anaranjados que tienen una influencia directa de Bacon. Después, llevé a Marlon Brando a ver la misma exposición y le enseñé el cuadro que aparece al principio de la película, durante los créditos. Es un retrato que parece bastante figurativo cuando lo ves por primera vez, pero si lo observas un ralo, pierde su naturalismo por completo y se convierte en la expresión de lo que está sucediendo en el subconsciente del pintor. Le dije a Marlon: «¿Ves ese cuadro? Bueno, quiero que recrees ese mismo dolor intenso». Y ésa fue prácticamente la única —o, mejor dicho, la principal— instrucción que le di en la película. Suelo emplear los cuadros de esta manera, porque permiten comunicarte de una forma mucho más eficaz que con cientos de palabras.

LA CÁMARA ME OBSESIONA

La cámara está muy presente en mis películas; de hecho, en ocasiones, está demasiado presente, pero no puedo controlarlo. Estoy verdaderamente obsesionado por el cuerpo y, sobre todo, por el ojo de la cámara. Es lo que gobierna mi dirección, en el sentido de que se está moviendo todo el rato y, en mis últimas películas, se mueve mucho más. La cámara entra y sale de la escena como un personaje invisible de la trama. No puedo resistir la tentación de mover la cámara. Creo que esto se explica por un deseo de entablar una relación sensual con los personajes, con la esperanza de que esto se transforme después en una relación sensual entre los personajes. En un período de mi vida más psicoanalítico, solía pensar que el travelling de acercamiento era el movimiento del niño corriendo hacia su madre, mientras que el travelling de alejamiento era lo contrario, el movimiento del niño tratando de huir.

En cualquier caso, la cámara es mi principal centro de interés en un plano. Por eso necesito establecer comunicación previa con los actores y los técnicos para dedicar la mayor parte del tiempo que paso en el plató a mover la cámara y escoger los objetivos. Casi nunca utilizo el zoom. No sé por qué, pero me parece que su movimiento tiene algo de falso. Recuerdo un día en el plató, rodando La estrategia de la araña, que me apeteció usar el zoom por cambiar. Me pasé una hora jugando con él, casi hasta la náusea. Lo quité y dije que no quería ver nunca más ese tipo de objetivo. En estos días estoy empezando a mantener una relación más pacífica con el zoom y lo utilizo de una forma muy sencilla, casi funcional; pero, durante muchos años, lo consideré un instrumento del demonio.

BUSCA EL MISTERIO DEL ACTOR

Creo que el secreto de trabajar bien con un actor es saber primero cómo escogerlo. Y, para que salga bien, tienes que olvidar por un momento el personaje en el guión y ver si la persona que tienes delante te fascina o no. Esto es muy importante, porque durante el rodaje, la curiosidad que sientes por ese actor te impulsará a explorar el personaje de la trama. En ocasiones, escoges a un actor porque parece ajustarse perfectamente al personaje escrito, pero, al final, te das cuenta de que no es muy interesante, que no hay ningún misterio. Y la fuerza impulsora que hay detrás de una película es, ante todo, la curiosidad: el deseo que tiene el director de descubrir el secreto de cada personaje.

En cuanto a la dirección de actores en sí, diría que siempre trato de aplicar las reglas del cinema verité al mundo de la ficción. Por ejemplo, en la escena de El último tango, cuando Marlon Brando está en la cama y cuenta cosas de su pasado a Maria Schneider, fue Brando quien se lo inventó todo. Le dije: «Va a hacerte preguntas; responde como quieras». Empezó a describir todas esas cosas perturbadoras y, en tanto que director, yo era como el público; en otras palabras, no podía decir si estaba mintiendo o diciendo la verdad. Pero para eso está la improvisación: tratar de tocar la verdad y mostrar que, detrás de la máscara del personaje, puede esconderse algo muy cierto. De hecho, fue una de las primeras cosas que dije a Brando. Le dije que quería que se quitara la máscara del Actors Studio, quería ver lo que había detrás. Nos volvimos a encontrar hace un par de años; estuvimos charlando y, un rato después, me dijo con una sonrisa picara: «Así que realmente crees que lo que te enseñé en esa película era yo mismo, ¿eh?». No sé si lo era o no, pero por eso fue tan maravilloso.

¿QUÉ ES EL CINE?

Parece ser que el cine es la plasmación de una idea en imágenes. Sin embargo, en el fondo, para mí siempre ha sido un modo de explorar algo más personal y más abstracto. Mis películas siempre acaban siendo muy distintas de lo que me había imaginado al principio. Por consiguiente, es un proceso progresivo. Suelo comparar un filme con un barco pirata. Es imposible saber dónde irá a parar si le das la libertad de seguir los vientos de la creatividad; sobre todo, con alguien como yo, que le encanta soplar en dirección contraria.

De hecho, hubo una época en que creía que la contradicción era la base de todo, que era la fuerza impulsora de cada película. Y así es como abordé Novecento, una película sobre el nacimiento del socialismo, financiada con dólares americanos. En este filme, mezclé actores de Hollywood con campesinos del Valle del Po que nunca habían visto una cámara. Me divirtió mucho. Cuando empecé a hacer películas en los años sesenta, había algo que los cineastas denominaban la pregunta Bazin: «¿Qué es el cine?»[8]. Era una especie de interrogante perpetuo que acababa convirtiéndose en el tema de todas las películas. Y, después, dejamos de planteárnoslo, porque las cosas cambiaron. Sin embargo, tengo la sensación de que el cine supone experimentar ese tipo de trastornos tan intensos en un momento dado y perder gran parte de su singularidad, de modo que la pregunta Bazin vuelve a convertirse en un tópico y estamos obligados a preguntarnos una vez más qué es el cine.

Filmografía

La commare seca (1962), Antes de la revolución (Prima della rivoluzione, 1962), Partner (Partner, 1968), Amor y rabia (Amore e rabbia, 1969), La estrategia de la araña (La Strategia del ragno, 1970), El conformista (Il conformista, 1971), El último tango en París (Ultimo tango a Parigi, 1973), Novecento (Novecento, 1977), La luna (La luna, 1979), La historia de un hombre ridículo (La tragedia di un nomo ridicolo, 1982), El último emperador (The last emperor, 1987), El cielo protector (The sheltering sky, 1990), Pequeño Buda (Liule Buddha, 1993), Belleza robada (Stcaling Beauty, 1996), Asediada (Besieged, 1998), Ten Minutes Older: The Cello (2002), Soñadores (The Dreamers, 2003).