Claude Sautet
1924, Montrouge (Francia) - 2000, París (Francia)
Hay directores que son capaces de captar de un modo auténtico y visceral la esencia de la época en la que viven, como si tomaran el pulso a una nación entera. Así sucedió con Claude Sautet en la década de 1970. Cuando se estrenó Las cosas de la vida (Les dioses de la vic, 1970), fue como si toda una generación de franceses de clase media, entrados en la cuarentena, recibiera un espejo donde contemplar todos sus defectos y debilidades. Y les encantó. Después, los tiempos cambiaron. En la mucho menos política e introspectiva década de 1980, la gente empezó a apartarse de los filmes de Claude Sautet. Para mi generación, sus películas eran las que les gustaban a nuestros padres, así que eran objeto de un rechazo automático. Además, el propio Sautet parecía menos inspirado en ese período. Hasta la década de 1990 no regresó con dos películas muy impactantes: Un corazón en invierno (Un casur en hiver, 1992), Nelly y el señor Amaud (Nelly et Monsieur Amaud, 1995), que recordaron a todos lo extraordinario cineasta que era.
Hoy en día, los franceses suelen decir «una película tipo Claude Sautet» cuando tratan de referirse a un estilo que retrata la vida de una forma muy natural y humana. Creo que ésa es la mayor recompensa que podía esperar. Conocí a Sautet dos años después de que hubiera dirigido, con gran éxito, Nelly y el señor Arnaud. Todo el mundo esperaba ansioso su próxima película, pero, por desgracia, Sautet falleció de cáncer al año siguiente. Periodistas que lo conocieron dijeron que no sólo fue un gran profesional, sino una gran persona de trato afable. Y tenían razón. Tímido, aunque increíblemente directo, Claude Sautet se pasaba el día fumando un pitillo tras otro. Era hipersensible, algo desgarbado, pero un hombre que no podías evitar que te gustara. Sé que mucha gente en Francia —y los aficionados al cine de todo el mundo— sigue echándole de menos aún hoy.
Clase magistral con Claude Sautet
Me metí en esto de hacer películas por casualidad, más que por cualquier otra cosa, pero lo que encontré fue algo que no esperaba: un medio para comunicar ciertas emociones que las palabras no podían definir fácilmente y que, hasta ese momento, pensaba que sólo la música podía revelar de una manera no explicativa.
Debo señalar que empecé a leer a una edad bastante tardía, en torno a los dieciséis años, y que, por este motivo, sufrí durante muchos años carencias de vocabulario y una cierta dificultad para expresar mis pensamientos. Las ideas se me juntaban en la mente de una forma bastante abstracta, con una estructura que se parecía más bien a la música. Carecía de talento musical, pero descubrí que, de hecho, la película ofrecía la misma estructura y el mismo potencial para la expresión. En el jazz, por ejemplo, hay un tema y, una vez que se ha establecido, cada intérprete tiene libertad para improvisar a partir de ese tema. Pasa lo mismo con las películas: hay un eje horizontal (el tono) que cada director desarrolla a su manera. La única diferencia es que una película es una imagen filmada que posee una ineludible capacidad documental. En otras palabras, una película es un sueño, pero es un sueño constituido por realidad. Por lo tanto, es preciso mantener un cierto rigor en la libertad que te tomas. Puedes hacer muchas cosas con las películas, pero no puedes hacerlo todo.
UNA PELÍCULA, SOBRE TODO, ES UN AMBIENTE
No creo que ningún director con amor propio se sienta satisfecho únicamente con dirigir. Y aunque, oficialmente, no aparezcan en los créditos del guión, muchos directores «dirigen» la escritura de sus películas. Si dejan a otros la tarea de escribir, es porque la concentración necesaria para escribir un guión de forma adecuada requiere una enorme cantidad de energía, y los directores prefieren guardarla para centrarse en la dirección. Personalmente, creo que una de las razones por las que no trabajo solo en los guiones es porque me aburre y enseguida me desanimo. Pero, sobre todo, no trabajo solo porque necesito la visión de otra persona; necesito discutir las cosas que son confusas y contradictorias en mi interior. Cuando empiezo a escribir una película, no tengo argumento. Es algo mucho más abstracto. Suelo tener, simplemente, ideas sobre los personajes y las relaciones.
Hay que entender que los filmes que me indujeron a dirigir fueron las películas americanas de serie B de los años cuarenta y cincuenta. Lo que me gustaba de ellas era su absoluta falta de pretensiones literarias. Los directores, sencillamente, filmaban las acciones de los personajes con la suficiente atención y compasión como para infundirles vida. Como consecuencia de ello, por supuesto, gran parte de su personalidad quedaba oculta. Eso es lo que me gustaba y lo que siempre he tratado de recrear en mis películas. Es lo que llamo «un retrato en movimiento»; en otras palabras, una especie de instantánea que, inevitablemente, siempre permanece incompleta o inacabada.
Por eso nunca empiezo con un argumento, sino con algo más abstracto que podría llamarse el ambiente. De hecho, todo empieza con un batiburrillo de obsesiones que me resulta difícil de explicar y que trato de sintetizar imaginándome personajes, creando relaciones entre ellos e intentando encontrar el punto más interesante en su relación o, dicho en otras palabras, el momento de crisis. Una vez lo tengo, ya he conseguido el tema. Entonces, el trabajo consiste en sacar a la luz ese tema mediante técnicas cinematográficas, retrasándolo, acelerándolo o empujándolo hacia adelante, muchas veces por medios indirectos. Y así se crea el ambiente.
Siempre me han impresionado los directores que consiguen resumir sus películas. Por ejemplo, si alguien me preguntara de qué va Las cosas de la vida, no sabría qué contestar, excepto: «Trata de un tipo que ha tenido un accidente de coche». Si no, entraría en una interminable lista de detalles.
FILMAR LO NO DICHO
Si tuvieras que pedir a treinta directores que rodaran la misma escena, posiblemente descubrirías treinta enfoques distintos. Uno rodaría todo en una toma única; otro utilizaría una serie de tomas cortas y otro recurriría sólo a los primeros planos, centrándose en los rostros, y así sucesivamente. Es una cuestión de punto de vista. No existe ninguna regla rígida y, realmente, no puede haberla, porque la dirección depende totalmente de la relación física entre el cineasta y el plató que está filmando. Puedes leer el guión y pensar: «Ya lo sé, voy a empezar esta escena con un primer plano». Pero el proceso cinematográfico no se vuelve material hasta que llegas al plató y los actores asumen sus personajes.
Personalmente —y me gusta hablar de esto, porque la gente muchas veces me lo ha reprochado—, siempre trato de rodar de la manera más sencilla posible. Casi siempre filmo las conversaciones con plano-contraplano[5]. La gente me dice que el plano-contraplano es una técnica televisiva. Tal vez lo sea, pero, en la televisión, es un plano-contraplano de televisión. En una película es muy distinto. En televisión, es un método que te permite ahorrar tiempo, mientras que en el cine es todo lo contrario. Aprovecho al máximo esa simplicidad para probar todo tipo de cosas: cambio los objetivos de una toma a la siguiente, cambio el ritmo, cambio el tamaño del plano, Filmo por encima del hombro o no lo hago, coloco espejos detrás de los actores, y cosas así. Con frecuencia, incluso obligo al actor que está fuera del plano a recitar su papel de forma distinta, o lo leo yo mismo, para crear un elemento de sorpresa e incomodidad en el actor que está siendo filmado. Me gusta crear incertidumbre entre los personajes, porque contribuye a darles una mayor presencia. Sobre todo, en la televisión, a la gente le preocupan los momentos de silencio. En el cine es lo contrario: las miradas fijas y el silencio forman parte integrante de la trama. Y desde ese punto de vista, un simple plano-contraplano puede convertirse fácilmente en un enfrentamiento. Tengo la impresión de que esas escenas no están ahí para transmitir información a través del diálogo sino, al contrario, para expresar lo que está sucediendo detrás de las palabras y lo que, en general, no se dice.
En ocasiones, he llevado esta idea muy lejos. Por ejemplo, recuerdo que cuando acabé el montaje de Mado, me di cuenta de que el protagonista apenas dice nada durante la primera mitad de la película y pensé: «Maldita sea, no habla, menudo problema». Pero, de hecho, no hacía falta que hablara. Sencillamente, cualquier cosa que hubiera dicho habría perjudicado al personaje. En cualquier caso, me di cuenta de que, casi siempre, el diálogo es una espantosa sucesión de tópicos. Lo único que marca la diferencia es la entonación. Las mismas palabras pronunciadas con tonos diferentes pueden alterar toda la intensidad dramática de una escena y esto llama mucho más la atención cuando ves la película doblada a otro idioma, pongamos, por ejemplo, al alemán o al italiano. La entonación no es la misma y, de repente, es como si los propios actores hubieran mudado de rostro.
TODO SE BASA EN EL INSTINTO
Con independencia del nivel de preparación que hayas alcanzado para la película, la realidad te obligará, inevitablemente, a improvisar muchas de las decisiones en el plató. Obviamente, el factor humano es uno de los elementos más impredecibles, el que te obliga con más frecuencia a poner cosas en tela de juicio.
Por ejemplo, en Las cosas de la vida, al principio del rodaje descubrí que uno de los actores se quedaba petrificado cuando la cámara se le acercaba demasiado. Sencillamente, no podía actuar. Me di cuenta de que el único modo de sacar algo de él era retrasar la cámara y filmarlo con un objetivo muy largo. De hecho le ayudó a hacer una mejor interpretación, pero a mí me obligó a cambiar todo el estilo visual de la película, porque no podía filmar a los demás actores con objetivos distintos. No habría sido coherente. Así que ya ves, a veces un detalle de muy poca importancia puede influir en toda la película.
No obstante, el elemento que hace más mella en el trabajo del director —y sería absurdo afirmar lo contrario— es el factor económico. El enfoque más «realista» del cine francés de la Nouvelle Vague estaba muy relacionado con cuestiones de presupuesto[6]. En aquella época, la gente pensó que salía más barato rodar en escenarios naturales. Por lo tanto, iban a rodar en apartamentos de verdad en lugar de en estudios de cine. Pero, forzosamente, tales decisiones tenían consecuencias importantes para las características estéticas de la película. Cuando ruedas en un estudio, tratas de dar vida a un escenario artificial, mientras que en el caso contrario, intentas hacer más convencional un escenario demasiado realista. Por consiguiente, en el estudio, el enfoque estilístico consiste en crear el desorden, mientras que en los exteriores consiste en crear el orden. Eso cambia muchas cosas. Además, en un escenario natural estás obligado a utilizar objetivos con distancias focales cortas y limitar los movimientos de cámara, porque no puedes quitar de en medio las paredes como en un estudio. Todo esto acaba influyendo en el aspecto visual del filme.
Hoy en día, la gente se ha dado cuenta de que, muchas veces, rodar en exteriores puede resultar más costoso que hacerlo en estudio, porque tienes que cortar calles, aparcar camiones, traer generadores y todo eso. Así que se está volviendo al estudio, a una forma estética más tradicional. Ganas en comodidad, pero pierdes lo que sólo te aporta el rodaje en exteriores: los elementos imprevistos que suelen ser fuente de ideas originales. Cuando te enfrentas a todos estos elementos exteriores, el único modo de tomar decisiones es confiar en el instinto y centrarte en la idea abstracta que te ha ido guiando desde la escritura del guión y a la que debes aferrarte hasta el final del rodaje. Debes permanecer fiel a tu instinto, porque, al final, el instinto es lo único que justifica tomar una decisión y no otra.
TOMA DISTANCIA, PERO MANTENTE CERCA
Cuando se trata de descomponer una escena, nunca hay una manera obvia de hacerlo; sólo hay problemas para los que tratas de encontrar la mejor solución posible. Por ejemplo, sé que soy incapaz de rodar lo que la gente denomina un plano de apertura, un plano bastante amplio al principio de una escena que enseña al público dónde estamos. Lo he intentado, pero nunca lo he conseguido. No sé por qué. Así que cada vez que empiezo una escena en una nueva localización, trato de descomponerla de tal modo que el público descubra la localización sin darse cuenta, gracias a las acciones de los personajes.
Por eso siempre empiezo trabajando con los actores en el plató. Actúo como si tuvieran libertad para colocarse donde quisieran, pero como no saben realmente dónde ubicarse, les hago unas cuantas sugerencias. Les digo: «Puedes quedarte sentado allí o empezar aquí y moverte desde ahí hasta ahí». Lo vamos haciendo hasta que los movimientos les parecen naturales y ensayamos muy poco el diálogo. Sencillamente, recitan el papel en voz baja, sólo para comprobar que todo funciona. Entonces, hablo con el director de fotografía y tratamos de encontrar los mejores ángulos para rodar los movimientos que han surgido.
Llegados a este punto, todo el problema de dirigir radica en encontrar la manera de mantenerte cercano y distante a la vez, como estar dentro del personaje al tiempo que mantienes una distancia estratégica. Es un proceso que requiere una gran concentración. Cuando el director de fotografía sugiere un encuadre, echo un vistazo y, luego, lo acepto o lo rechazo. Sin embargo, mientras estamos rodando, nunca verifico el monitor, en primer lugar porque prefiero mirar a los actores directamente —y creo que ellos también lo prefieren— y, en segundo lugar, porque me gusta la idea de que el director de fotografía sea el primer público de la película en cierto sentido, a través del objetivo. Creo que es importante delegar este tipo de responsabilidad, porque obliga a la gente a entregarse más a su trabajo. Lógicamente, hay momentos en los que visiono los rushes y me doy cuenta de que el operador de cámara no ha filmado en absoluto lo que habíamos planificado y que será preciso volver a rodarlo. No es nada agradable, por supuesto, pero forma parte del juego.
TODO ACTOR QUIERE ACTUAR
La base misma de la dirección de actores es la confianza. Teniendo en cuenta el tipo de películas que hago, tiene mucha importancia para mí encontrar a actores que tengan la suficiente confianza —en ellos mismos y en mí— como para dejar al descubierto su lado más vulnerable. Muchas veces, los actores me han dicho: «En esta escena no digo nada. ¿No es un problema? Si estoy callado, ¿no va a pensar la gente que no estoy pensando en nada?». Así que les tranquilizo y les explico lo que los países anglosajones entendieron hace mucho tiempo, a saber: que el actor que mira fijamente tiene más presencia que el actor que habla.
Por supuesto, todo depende en la manera de mirar fijamente que tenga el actor. Hay actores a los que les preocupa su capacidad de expresar algo cuando no hay indicaciones verbales y es preciso infundirles confianza en su mera existencia. De un modo similar, algunas actrices no quieren llevar el pelo retirado de la cara, porque se sienten desnudas. Y yo lo prefiero, porque así no tienen ninguna posibilidad de esconderse y la interpretación es mejor.
Esto lo descubrí con Romy Schneider, por supuesto. Durante los ensayos de Las cosas de la vida, la vi una vez con el pelo recogido y pensé: «Qué diferencia, es increíble. ¡No hace falta ni que hable!». Desde entonces, lo he utilizado muchas veces con actrices, porque así irradian más fuerza y sensibilidad.
Pero antes de poder dirigir bien a un actor, es preciso escoger al actor adecuado. Y eso requiere un buen número de reuniones, conversaciones en las que se habla de todo: política, infancia, momentos difíciles… Un rato después, se crea un clima de confianza y, de forma indirecta, descubres muchas cosas sobre el potencial del actor, que no puede controlar su imagen en ese momento, porque no está siendo filmado. Acaba revelando aspectos de su personalidad y tienes que recompensarle por haber mostrado su vulnerabilidad haciéndole entender que eso es lo que te interesa. El resto —en otras palabras, saber si el actor se corresponde con el papel— es mucho menos importante de lo que la gente cree, por la sencilla razón de que todo actor quiere actuar y, a ser posible, interpretar un personaje que no se parezca en absoluto a él. De modo que el verdadero problema no es saber si el actor se ajusta al personaje, sino si se ajusta a mí. Además, los actores lo saben. Cuando conocí a Michel Serrault para Nelly y el señor Arnaud, acababa de leer el guión y le pregunté si estaba interesado en el papel. Sonrió y, de inmediato, contestó: «¿Y yo? ¿Te intereso?». Es cuestión de personalidad. Puedes conseguir que un actor lea tópicos, pero si tiene una personalidad lo bastante fuerte, no habrá ningún tópico.
LO QUE NOS ENSEÑAN NUESTRAS PELÍCULAS
Nunca me he sentido del todo satisfecho con ninguna de mis películas. Por lo general, al final del montaje, me digo a mí mismo que, después de todo, tampoco lo he hecho tan mal. Muchas veces, la película no es exactamente lo que quería hacer, pero se acerca. Sin embargo, cuando vuelvo a verla años después, suelo quedarme consternado. Veo cosas que me parecen terriblemente torpes y desmañadas. Es cierto que también hay otras cosas que me parecen bastante bonitas y que incluso tienen cierta gracia, pero como, normalmente, no soy capaz de comprender o recordar cómo las conseguí, ¡casi resulta aún más deprimente!
Ver tus películas tiempo después siempre es una experiencia instructiva. Sueles descubrir que, en aras de la claridad, hiciste hincapié en algunas cosas que, de hecho, eran totalmente explícitas. Esa es una de las grandes lecciones que aprendes de tus primeras películas. Te das cuenta de que el lenguaje cinematográfico ofrece todo tipo de trucos para explicar sin explicar.
Cuando vuelves a ver tus películas, también descubres todo lo que tienen en común, todas las cosas que has ido metiendo en ellas de forma sistemática, sin ser consciente de ello. Personalmente, en retrospectiva, puedo percibir con toda claridad la manía que tengo de abordar los personajes masculinos de una forma más crítica que los femeninos, lo que posiblemente me venga de la infancia y del hecho de que crecí con un padre ausente. Cosas de ese tipo se repiten en cada película, lo quiera yo o no. Los escenarios cambian, los personajes también, pero se repiten los mismos temas subyacentes. De hecho, a pesar de toda la energía que he puesto en cada nuevo proyecto para hacerlo diferente, al final he acabado haciendo la misma película toda mi vida.
Filmografía
Bonjour sourire (1955), A todo riesgo (Classe tous risques, 1960), Armas para el Caribe (L’arme à gauche, 1965), Las cosas de la vida (Les choses de la vie, 1970), Max y los chatarreros (Max et les ferrailleurs, 1971), Ella, yo y el otro (César et Rosalie 1972), Tres amigos, sus mujeres y… los otros (Vincent, François, Paul… et les autres, 1974), Mado (1976), Una vida de mujer (Une histoire simple, 1978), Un mauvais fils (1980), Garçons (1983), Quelques jours avec moi (1988), Un corazón en invierno (Un coeur en hiver, 1992), Nelly y el señor Arnaud (Nelly et Monsieur Arnaud, 1995).