Sydney Pollack

1934, Lafayette (Indiana, Estados Unidos)

Es un hombre al que podrías estar escuchando durante horas. No por lo que dice, sino porque tiene una personalidad totalmente fascinante, Sydney Pollack es cerebral, aunque tiene los pies en la tierra; está curtido en mil batallas, aunque es apasionado. Posee una autoridad natural, pero siempre te hace sentir completamente a gusto. Y puedo entender por qué otros directores le piden a menudo que actúe en sus películas, muchas veces con un excelente resultado.

Pollack tal vez sea el director más «Hollywood» de todos los que he conocido, en el sentido de que hace grandes películas de estudio, a menudo con un elevado presupuesto y estrellas de renombre. Puede que sus películas más recientes, como Sabrina y sus amores y Caprichos del destino no tengan la misma inquietud que los filmes que hizo en la década de los setenta, como Los tres días del cóndor o Danzad, danzad, malditos ni sean tan majestuosas como Memorias de Africa. Sin embargo, hay una constante que permanece en todas esas películas: la calidad de la interpretación. Los actores que trabajan con Pollack suelen quedar tan contentos con el resultado que se ofrecen de buen grado para futuros proyectos. Muchos actores que no han tenido la oportunidad de hacerlo, esperan a que les llegue el turno. Como es lógico, esperaba que gran parte de la clase magistral se centrara en la dirección de actores, pero para mi satisfacción, Sydney Pollack tenía muchas más cosas que decir sobre todos los demás aspectos de la creación cinematográfica.

Clase magistral con Sydney Pollack

Nunca elegí hacer películas, de veras, y en cierto modo, sólo empecé a aprender cinematografía después de haberme convertido en director. Así que, de alguna manera, lo hice al revés. Llevaba unos cuatro años dando clases de interpretación cuando alguien sugirió que me hiciera director y, antes de saberlo, ya estaba haciendo películas para la televisión y, más tarde, para la gran pantalla. Considerando mi formación, no me atraían las películas majestuosas y visuales. Para mí, todo estaba en la interpretación, en la actuación. El resto no era más que… fotografía. Sin embargo, con los años, empece a entender la cinematografía como una sintaxis, como un vocabulario, como un lenguaje. Y descubrí la satisfacción que procura transmitir al público la secuencia de información adecuada gracias al modo de encuadrar las tomas o determinar los movimientos de cámara.

De hecho, de lo que me di cuenta es que hacer películas es, fundamentalmente, contar historias, aunque no diría que yo hago películas para contar historias; la verdad es que no. El interés principal que tengo son las relaciones. Para mí las relaciones son una metáfora de todos los demás aspectos de la vida: la política, la moralidad… todo. Así que, básicamente, hago películas para aprender más cosas sobre las relaciones, pero no para decir algo, porque no sabría qué decir. Creo que, fundamentalmente, hay dos tipos de cineastas: los que saben y conocen una verdad que quieren comunicar al mundo y los que no están muy seguros de qué respuesta tiene algo y hacen la película como medio para tratar de averiguarlo. Esto es lo que hago yo.

ENCONTRAR LA COLUMNA VERTEBRAL

Es importante no intelectualizar en exceso el proceso de rodar una película y, sobre todo, no hay que hacerlo durante la filmación propiamente dicha. Es posible que reflexione mucho sobre la película antes de hacerla, y después también, pero trato de no pensar demasiado cuando estoy en el plató. De la manera en que trabajo, intento determinar tan pronto como sea posible cuál es el tema de la película, qué idea central se expresa a través del argumento. Una vez que ya lo sé, una vez que me he imaginado un principio unificador, cualquier decisión que tome durante el rodaje se verá influida por ese principio y, por lo tanto, responderá a una cierta lógica. Y, en mi opinión, el éxito de la película depende de si las opciones que escoges en el rodaje, en tanto que director, se mantienen fieles a la idea original o no.

Por ejemplo, Los tres días del cóndor es una película sobre la confianza. Robert Redford interpreta un personaje que enseguida confía en la gente y que aprenderá a ser más desconfiado. En cambio, Faye Dunaway interpreta a una mujer que no confía en nadie y que, gracias a esa situación dramática, aprenderá a abrirse a los demás. En Memorias de África la idea central es la posesión. Trata de Inglaterra intentando poseer a Africa y de Meryl Streep intentando poseer a Redford. Si tomas ambas películas y las analizas, secuencia a secuencia, sería capaz de justificar todas mis elecciones, como cineasta, a propósito de los respectivos temas.

Es un proceso que suelo comparar con la escultura: empiezas con una especie de columna vertebral, como un esqueleto, y poco a poco lo recubres de barro y le vas dando forma. La columna vertebral es lo que sostiene todo; sin ella, sencillamente, la escultura se vendría abajo. Pero esta columna debe ser invisible, si no lo echa todo a perder. Y pasa lo mismo con una película. Si alguien sale de ver Los tres días del cóndor y dice: «Oh, es una película sobre la confianza», entonces he fracasado como cineasta. El público no debe ser consciente de ello, lo ideal es que lo comprenda de una forma abstracta. Pero lo importante es que todos los aspectos de la película sean coherentes, porque está motivada por ese tema.

Incluso la proyección debe reflejar la idea central del filme. Por eso me gustaba tanto la pantalla ancha. La mayoría de las películas que hice en mis comienzos se rodaron para pantalla ancha, porque creo que te permite utilizar el fondo como reflejo, casi diría que como una metáfora de lo que está sucediendo en primer plano. Cuando hice Danzad, danzad, malditos, insistí en que se rodara para pantalla ancha y nadie entendió el motivo, porque transcurre en interiores casi todo el rato. Pero es una equivocación pensar que la finalidad de la pantalla ancha es mostrar grandes paisajes. La auténtica finalidad es componer fotogramas que tengan una gran tensión y movimiento en el interior, sacar imágenes que requieran un sentido del espacio. Y es que, aunque encuadres a dos personas en un primer plano, sigues teniendo espacio para ver el fondo que tienen detrás. Si hubiera rodado Danzad, danzad malditos sin profundidad de campo, se vería a dos personas bailando y nada más. Se perdería la sensación de toda la locura que les rodea.

Es una ironía que el primer filme que no rodé para pantalla ancha fuera Memorias de África. Puede parecer extraño, porque realmente es una película que requería un formato tan grande como fuera posible, pero por entonces era mediados de los años ochenta y me di cuenta de que mucha gente iba a ver la película en vídeo. No quería que la destrozaran en la pequeña pantalla.

HAGO PELÍCULAS PARA PLANTEAR PREGUNTAS

El único modo de hacer películas para un público es hacerlas para ti mismo; no por arrogancia, sino simplemente por razones prácticas. Una película tiene que ser entretenimiento, es una verdad como un templo. ¿Pero cómo puedes saber lo que va a gustar al público? Tienes que utilizarte a ti mismo como referencia. Yo lo hago, aunque a veces me equivoco. Cuando hice Havana (1990), me equivoqué, pero hoy volvería a hacerla de la misma manera.

Elijo los proyectos que me interesan y he tenido la suerte de que, casi siempre, mis películas también han interesado al público. Sin embargo, si hubiera tratado de adivinar lo que el público quería ver, estoy seguro de que habría fracasado, porque es como intentar resolver un problema matemático muy complejo. Así que hago películas sobre cosas que me fascinan, sobre relaciones en su mayor parte, como ya he dicho. Trato de hacer películas que planteen preguntas más que dar respuestas, filmes que no lleguen realmente a una conclusión, porque no me gusta cuando una persona tiene razón y otra no. Me refiero a que, si sucede así, no merece la pena hacer la película.

La mayoría de películas que he hecho incluían una discusión sobre la manera de vivir de dos personas. Debo admitir que suelo ser un poquito más comprensivo con las mujeres que con los hombres. No sé bien por qué, pero en mis películas las mujeres acostumbran a ser un poco más inteligentes o poseer una visión más humanista de las cosas. Sucede así en una película como Tal como éramos. Si se observa el personaje de Barbra Streisand en el filme, diría que, aunque tiene muchas cosas tontas, a la larga puede que tuviera más razón que él. Y por eso gran parte del trabajo que hice en el filme, desde el primer momento en que empecé a trabajar en él, consistió en reforzar el papel del hombre, interpretado por Redford, porque en el guión original ella era una mujer muy apasionada y comprometida, y él no era más que un tipo al que le daba todo igual. Fue demasiado fácil y no resultó fascinante. En mi opinión, la pregunta interesante es: ¿cómo tomas una decisión cuando dos personas tienen un argumento válido? Puede que tenga ideas preconcebidas sobre determinados actos morales, pero no cuando se trata de la relación entre dos personajes. Y creo que cuanto más difícil es determinar quién tiene razón, mejor es la película.

UN DIRECTOR EXPERIMENTA EN CADA PELÍCULA

Existe una gramática del cine, una gramática básica de la que se parte. Siempre. Y creo que es importante aprender primero la gramática. Si no, es como si dijeras que eres pintor abstracto porque no sabes pintar algo real. Es como empezar la casa por el tejado. Puedes establecer tus propias reglas, y puedes romper todas las reglas que quieras —la gente lo hace todo el tiempo—, pero creo que, antes de hacerlo, necesitas entender la gramática básica. Las reglas te proporcionan un patrón, una referencia, de la que puedes partir para crear luego algo original.

Por ejemplo, si quieres crear tensión o conseguir que el público se sienta incómodo, puedes contravenir deliberadamente las reglas de composición, y hacer que un personaje mire hacia el lado corto del fotograma y no hacia el lado largo. Hacer algo así desequilibra un poco la imagen y puede generar la tensión que necesitas, pero sólo te haces una idea de lo que supone si antes aprendes qué es un fotograma equilibrado.

En cualquier caso, creo que hay un grado de experimentación en cada película. En Danzad, danzad, malditos, por ejemplo, aprendí a patinar y utilicé una cámara de paracaidismo acrobático montada en un casco para filmar algunas de las secuencias de baile, porque en aquella época no existía la Steadicam y la maquinaria era demasiado pesada para hacer determinados movimientos[3]. Teníamos unas enormes dollies que requerían veinte maquinistas para empujar un solo cámara sobre un taburete; era ridículo. En Memorias de África, me enfrenté a un gran problema de iluminación, porque descubrí que, cerca del Ecuador, la luz es muy fea. Es una luz directa y desnuda, con un enorme contraste. Era espantoso ver las pruebas que hicimos con el material habitual. De modo que decidimos experimentar y retrocedimos, es decir, utilizamos la película más rápida que encontramos, que rondaba los 3000 ASA. Tuvimos que subexponerla bastante, por supuesto, pero era tan bajo el contraste que dio a la película una apariencia muy suave. Y, los días nublados, usamos la película más lenta que teníamos, la sobreexponíamos dos puntos y la imprimíamos, con lo que conseguimos una imagen más rica[4].

Otra película donde experimenté fue La tapadera. Decidí que no hubiera ningún plano de la película sin movimiento. En todos los planos de todas las escenas, el operador de cámara, John Scale, siempre ponía la mano en el zoom o en el cabezal del trípode y movía un poco la cámara. Casi resulta imperceptible, y lo hizo tan despacio que sólo te das cuenta si lo sabes. No obstante, creo que contribuye a generar la sensación de inestabilidad que necesitaba la trama. Y, realmente, la única razón para experimentar debe ser ponerlo al servicio de la historia. Si pruebas las cosas sólo porque crees que va a quedar bien, me parece una pérdida de tiempo.

IMPIDE QUE LOS ACTORES ACTÚEN

A menudo, cuando leo una escena en un guión, me invade una sensación extraña, como si estuviera oyendo mentalmente la música de esa escena. Es algo abstracto, pero cuando llego al plató, esa música es lo que de verdad me ayuda a decidir dónde ubicar la cámara. Suelo rodar cada escena con varias cámaras, sobre todo si se trata de diálogos, por problemas de ajuste. A veces, tengo una escena muy sencilla, donde sé que sólo hay una manera de rodarla y me atengo a ella, pero suele ser algo muy poco habitual.

En cualquier caso, acostumbro a empezar con los actores. Y cuando llegan al rodaje lo primero que hago es echar a todos los demás; al perro o al gato también. Los actores son muy tímidos. Me importa un comino lo que digan: sé que pueden sentirse humillados con mucha facilidad y que no prueban ciertas cosas si hay gente mirando. Nunca doy instrucciones a un actor delante de otros actores, porque si lo hago, cuando repita la escena, sabrá que yo le estoy observando y le estoy juzgando, por supuesto, ¡pero también sabrá que los demás actores le están observando y le están juzgando! Así que es un proceso muy personal; de hecho, lo primero que hago es impedir que los actores actúen. Les digo: «Nada de actuar, nada de interpretar, sólo lee el diálogo». Eso les relaja mucho.

En realidad, lo que trato de hacer es contener la actuación hasta que surge por sí misma, porque acaba surgiendo. Enseguida se empiezan a mover mientras recitan el papel y te haces una idea de lo que quieren hacer. Nunca les digo: «Tú ve allí y tú siéntate aquí», porque se sienten excluidos del proceso; sienten que no forman parte de él. Es posible que empiece a dirigir un poco, pero lo hago de una forma muy progresiva. Creo que, si hay siete errores en la escena, hay que comentar sólo uno. Entonces, una vez se ha corregido, se comenta otro y así sucesivamente. Hay que resolver un problema cada vez. No puedes pedir a un actor que piense en cinco cosas distintas al mismo tiempo; debes tener paciencia.

No paso demasiado tiempo ensayando, porque siempre me da miedo acertar en los ensayos y que se pierda en la interpretación. Así que cuando creo que nos estamos acercando, traigo al equipo y mando a los actores a sus caravanas para maquillaje y vestuario; después, voy a ver a cada actor en privado y comento más la escena con ellos. De esa manera, cada actor tiene una sensación distinta de lo que tiene que aportar en el plató. Y, cuando llegan al rodaje, siempre trato de poner en marcha la cámara enseguida. Pone un poco tensos a los actores, les coge un poco desprevenidos y suele dar mejores resultados.

UN ACTOR NO TIENE QUE ENTENDER

Hay muchas verdades sobre la dirección de actores. Algunos directores las entienden de manera intuitiva y otros no. Creo que el error más habitual que puede cometer un director es dirigir demasiado. Cuando recae sobre ti una responsabilidad tan grande, es fácil sentir que no estás haciendo tu trabajo si no estás diciendo constantemente a la gente lo que tiene que hacer; pero la verdad es que es estúpido. Si todo marcha bien, simplemente tienes que callarte y alegrarte. Cuanto más trabajas, más cuenta te das de lo poco que exige este trabajo. Bueno, de hecho sí que exige mucho, pero existe una manera más sencilla, más económica y, a la larga, más eficaz, en lugar de decir siempre a la gente lo que tiene que hacer.

La otra cosa importante que hay que saber, creo, es que la interpretación no tiene nada que ver con la intelectualidad. Un actor no necesita entender lo que está haciendo de una forma convencional, simplemente tiene que hacerlo. De modo que hay que distinguir la dirección que produce comportamiento y la dirección que produce entendimiento; esta última es completamente inútil. Muchos jóvenes directores se pasan horas hablando sobre el significado de una escena y nunca dirigen el comportamiento. Eso no va hacer que un actor esté más enfadado o más conmovedor en la escena. Sólo necesita entender lo que tiene que vivir con sinceridad en un conjunto de circunstancias imaginarias. Lo que te impulsa a hacer algo es lo que quieres, no lo que piensas.

EL ARGUMENTO ES EL VERDADERO DESAFÍO

Cuando estuve trabajando para el Instituto Sundance, a los jóvenes directores que conocí les asustaban los actores. Les aterrorizaba la idea de tener que dirigir a actores. Así que el consejo que les di, y que daría a cualquier cineasta que estuviera empezando, es que deben ir a observar una clase de interpretación. O mejor aún, apuntarse a una clase y aprender un poco más sobre interpretación, porque es la mejor manera de entender lo que un actor necesita —y no necesita— para funcionar.

Otra cosa que diría a un cineasta principiante es que la técnica es un elemento al que recurrir cuando las cosas no surgen por sí mismas. Si las cosas surgen por sí mismas, acepta agradecido la buena suerte y quédale callado. Si sabes que tienes un buen guión, que has elegido bien el reparto y que tienes un gran director de fotografía y, cuando empiezas a ensayar en el plató, las cosas van saliendo bien, no digas nada. No lo estropees. Aprender a callarse es casi tan importante como aprender lo que tienes que decir.

Por supuesto, entiendo que pueda existir un deseo de desafío. En ese caso, convierte el argumento, no la técnica, en el verdadero desafío. Por ejemplo, cuando empecé a trabajar en Los tres días del cóndor, sólo me interesaba el romance entre Robert Redford y Faye Dunaway. El resto no era más que trasfondo para mí. Y el desafío en esa historia fue conseguir que el público creyera que un hombre y una mujer que se conocen en unas circunstancias tan dramáticas (él la ha secuestrado) podían acabar enamorándose en menos de dos días. Lo llamo «el desafío de Ricardo III» por la escena en la obra de Shakespeare donde un hombre seduce a la viuda de su enemigo muerto horas después de haberlo matado. Me parece asombroso ser capaz de conseguir algo así. Por descontado, no es fácil y tienes más posibilidades de fracasar que de lograrlo. Pero si vas a lo seguro, puedo asegurarte que nunca conseguirás nada interesante.

Filmografía

La vida vale más (The Slender Thread, 1965), Propiedad condenada (This Property is Condemned, 1966), El camino de la venganza (The Scalphunters, 1968), La fortaleza (Castle Keep, 1969), Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’tThey?, 1969), Las aventuras de Jeremiah Johnson (Jeremiah Johnson, 1972), Tal como éramos (The Way We Were, 1973), Yakuza (The Yakuza, 1975), Los tres días del cóndor (Three Days of the Condor, 1975), Un instante, una vida (Bobby Deerfield, 1977), El jinete eléctrico (The Electric Horseman, 1979), Ausencia de malicia (Absence of Malice, 1981), Tootsie (1982), Memorias de África (Out of Africa, 1985), Havana (Havana, 1990), La tapadera (The Firm, 1993), Sabrina y sus amores (Sabrina, 1995), Caprichos del destino (Random Hearts, 1999).