En diciembre de 1995, la revista Studio me pidió que entrevistara a un joven director llamado James Gray, cuya primera película, Little Odessa (Little Odessa, 1994), me había impresionado mucho. Aunque al principio se mantuvo un poco distante, James resultó ser una persona muy habladora, que se expresaba muy bien. La hora que me había concedido en un primer momento enseguida se convirtió en una comida de tres horas. Cuando estábamos a punto de marchamos, le pregunté en qué trabajaba por entonces. Me contestó que, poco a poco, estaba escribiendo un nuevo guión —que, a la larga, se convertiría en una película filmada cinco años después: La otra cara del crimen (The Yards, 2001)—, pero que su actividad principal era enseñar cine a los estudiantes de primer año en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).
Admito que mi primera reacción fue sentir celos. Ocho años antes, me había matriculado en la Escuela de cine de la Universidad de Nueva York con la ingenua esperanza de que algunos de los directores famosos que habían estudiado en la escuela —Martin Scorsese, Oliver Stone, Joel y Ethan Coen— se pasarían por allí y nos enseñarían unas cuantas cosas o, por lo menos, darían una conferencia de vez en cuando. Pero nunca lo hicieron. Tuve grandes profesores y les agradezco todo el apoyo y la inspiración que me dieron. A pesar de todo, ojalá hubiera podido recibir, al menos, una clase de alguien cuyas películas había visto y admirado, cuyo conocimiento tenía que ser forzosamente más específico y pragmático. Por eso la idea cíe que alguien como James Gray estuviera ayudando a algunos afortunados novatos de la UCLA a dar los primeros pasos en el mundo de la cinematografía me hacía sentir más que celoso.
Al volver a casa tras la entrevista, se me ocurrió la descabellada idea de preguntara James si podía asistir a sus clases como oyente durante un semestre, tomar notas y publicar un resumen en la revista. Dudo que James hubiera aceptado y sé que Studio no me hubiera permitido, con toda la razón, emprender un proyecto de estas características. Pero, a pesar de todo, no descarté la idea.
Tengo que explicar que, en aquel momento, estaba tratando desesperadamente de dar un giro a mi vida profesional. No había sido mi intención inicial ser periodista, yo quería hacer películas. De modo que, tras graduarme en la Universidad de Nueva York, me dirigí directamente a Hollywood, confiando que los estudios enseguida me suplicarían que dirigiera su nuevo éxito de taquilla. Huelga decir que fui yo quien acabó suplicando y agradecí mucho el poder conseguir un trabajo como lector de guiones de segunda fila. La mayor parte de los guiones que repasé era horrible. Sin embargo, los buenos estaban tan bien escritos que, de inmediato, me di cuenta de que me encontraba a años luz de rodar mis propias películas. Simplemente, carecía de la madurez suficiente, y quizás tampoco tuviera el talento necesario. Pero obviemos esa posibilidad por el momento.
Cuando mis ilusiones se iban desvaneciendo con rapidez, conocí a uno de los editores de la revista Studio, una publicación francesa de primera línea, que me ofreció un empleo de crítico. Aunque resultaba muy tentadora la perspectiva de que me pagaran por ver películas durante todo el año, no acababa de decidirme. Mis padres siempre me habían dicho, de un modo que consideraban tranquilizador, que si fracasaba como director, siempre podría convertirme en crítico de cine. Y aunque estaba perfectamente dispuesto a dar un rodeo antes de alcanzar mi meta final, no quería meterme en un callejón sin salida profesional. En cualquier caso, acepté el empleo y resultó ser un cambio mejor de lo que había imaginado. Aprendí a ver películas de manera más analítica y conseguí comunicar mejor lo que me gustaba o me disgustaba. Y, lo mejor de todo, con el tiempo logré entrevistar a gente que nunca hubiera imaginado poder conocer; por lo menos, sin estar soñando.
A pesar de todo, en el fondo, seguía siendo cineasta. Y tras varios años visionando películas, algo me decía que había llegado el momento de recuperar mi intención inicial de rodarlas.
Decir que estaba un poco asustado ante la perspectiva de dejar un trabajo seguro para lanzarme de nuevo al desconocido mundo del cine independiente es quedarse corto: estaba muerto de miedo. Habían pasado diez años desde que había hecho un corto. Las clases de la escuela de cine quedaban ya muy lejos y echaba de menos la orientación y las palabras tranquilizadoras de mis profesores. Necesitaba refrescar el marco de referencia, encontrar un profesor que volviera a guiarme hasta los elementos básicos. Me encontraba en esta tesitura cuando me mandaron a entrevistar a James Gray.
Tras ese encuentro, caí en la cuenta de que me encontraba, de hecho, en la situación ideal para refrescar —y perfeccionar— toda mi capacidad de entender las películas. Hasta entonces siempre había abordado mi trabajo desde un punto de vista puramente periodístico, pero, en ese momento, me di cuenta de que también podía abordarlo como cineasta. En lugar de plantear a los directores preguntas que les habían hecho cientos de veces —preguntas del tipo: «¿Qué tal se trabaja con tal actriz o tal otra? ¿Es igual en la película y en la vida real?»—, me planteé la posibilidad de cuestiones más pragmáticas como «¿De qué modo decidió la ubicación de la cámara en cierta toma?». Una pregunta muy básica, cierto, pero de una importancia crucial.
Decidí montar una serie de entrevistas tituladas «Lecciones de cine» (Leçons de Cinema) y convencí a los editores de Studio para que me dieran una oportunidad. Me preocupaba un poco que mi aproximación pareciera excesivamente técnica y críptica a los lectores de Studio, que obviamente compraban la revista por el atractivo enfoque que daba a las películas, con fotografías en papel satinado y extensas entrevistas con las estrellas. Pero como me guiaba un fuerte impulso, lo confieso, enseguida deje a un lado las dudas. Así que procedí a preparar un cuestionario de veinte preguntas básicas que plantearía a un grupo heterogéneo de cineastas de talento. Planteé preguntas tan trascendentales como «¿Hace una película para expresar determinadas ideas concretas o el filme constituye para usted un modo de descubrir lo que quiere decir?», y tan pragmáticas como, por ejemplo: «¿Cómo decide los ángulos de la cámara?».
Sentí la tentación de plantear preguntas distintas a los distintos directores y adaptar la entrevista a cada uno de ellos. Pero me he dado cuenta de que hubiera sido un error. De hecho, enseguida estuvo muy claro que el aspecto más fascinante de la serie de entrevistas era mostrar que cien directores tienen cien maneras diferentes de hacer una película y que todas ellas son adecuadas. La lección que se extrae de todas las entrevistas es que uno tiene que elaborar su propia aproximación a la cinematografía. Puede que a un cineasta joven le encante el estilo visual de Lars Von Trier, pero que se sienta más cómodo con la manera que tiene Woody Allen de dirigir a los actores. Es posible utilizar ambos estilos y mezclarlos hasta conseguir algo completamente nuevo.
Elegir a los directores que quería entrevistar fue algo sencillo. Dejando aparte cuestiones de gusto personal, había un gran número de cineastas cuya obra y experiencia les convertía en candidatos obvios y enseguida elaboré una lista con más de setenta nombres. Lo más difícil fue reservar tiempo en las agendas de estos directores tan cargados de trabajo. De hecho, el único momento en que un periodista puede conseguir que se sienten durante una hora y respondan a sus preguntas es cuando tienen que promocionar una película. De modo que si el lector se está preguntando cómo escogí a los veintiún directores que aparecen en este libro, estoy tentado de responder que, simplemente, se trata de los veintiún primeros que aparecieron por la puerta. Para ser exactos, se trata de los veintiún primeros cineastas que vinieron a París con sus películas.
Los horarios de las promociones son muy apretados y rara vez dispuse de más de una hora concertada con un director, aunque en algún caso me las arreglé para conseguir dos horas. Las limitaciones temporales resultaron frustrantes. Al mismo tiempo, esos directores han llegado a dominar tanto su oficio que fueron capaces de contestar a mis preguntas con una rapidez impresionante. Woody Allen, por ejemplo, completó toda la entrevista en unos vertiginosos treinta minutos. Contestó a las preguntas de una forma tan concienzuda y rápida que casi llegué a sospechar que alguien se las había pasado antes. De cualquier modo, casi todas las palabras que dijo acabaron en el texto final, un texto que permitirá al lector hacerse una idea de lo preciso que fue.
Los lectores de la revista Studio disfrutaron mucho con las entrevistas y escribieron cartas donde así lo decían. En contra de mis temores iniciales de ser demasiado especializadas, estas «clases magistrales» resultaron atractivas para los espectadores de a pie que deseaban más información sobre cómo se hacen las películas. Creo que también agradecieron el formato conciso. Quizás para un purista —o para un estudiante de cine serio— resultaría impensable que el proceso mental de un director pudiera expresarse en menos de quinientas páginas, pero los mortales comunes y corrientes —como yo mismo— no siempre disponen de tiempo para leer un volumen enorme sobre cada cineasta que les resulta fascinante.
Los directores también disfrutaron con las entrevistas. Se alegraron de poder librarse por un rato de las aburridas tareas promocionales para hablar de la esencia misma de su oficio. Algunos de ellos bromearon diciendo que les estaba robando sus pequeños secretos, pero todos aceptaron de buen grado someterse al proceso y, por lo general, sintieron curiosidad por leer la edición final de la entrevista. Ningún director me decepcionó, excepto uno. Este director, que permanecerá en el anonimato y que es famoso por su estilo de vida salvaje, ¡se durmió varias veces durante la entrevista! Y cuando despertaba, sus respuestas tenían tan poco que ver con el tema que tuve que tacharlo todo.
También lamento dos cosas. La primera es que no tuve la oportunidad de entrevistar a Samuel Fuller, que estuvo viviendo en París varios años antes de regresar a Los Ángeles, donde falleció en 1997. La segunda, y resulta una ironía, es que todavía no he podido entrevistar a James Gray que, obviamente, es el primero de mi lista, ya que actuó como inspiración inicial para las entrevistas. James viajó a Francia en 2000 para presentar La otra cara del crimen en el Festival de Cannes, pero por desgracia yo no me encontraba allí por entonces.
¿Cuáles han sido los momentos más gratificantes? Enseguida se me ocurren dos. El primero fue cuando Jean-Pierre Jeunet me dijo que había leído la entrevista con David Lynch y que había intentado poner en práctica algunas de las ideas de Lynch en el rodaje de Alien resurrección (Alien: Resurrection, 1997). Y el segundo fue cuando Tim Burton acabó planteando la pregunta del millón: «¿Vas a convertir todo esto en un libro?».
Resulta extraño, pero hasta ese momento no se me había ocurrido la idea de elaborar un libro con las entrevistas; posiblemente porque, como ya he sugerido, me cuesta bastante leer. Para ser sincero, nunca abrí ninguno de los libros de teoría cinematográfica que me obligaban a leer en la escuela de cine. A pesar de eso, la idea de hacer un libro con todas las entrevistas resultaba bastante emocionante. Pero ¿cómo iba a afrontar la tarea? No tenía ni la menor idea.
Pocos meses después de la conversación con Tim Burton, me invitaron al Festival de Cine de Avignon. Lo hizo Tim Rudes, nacido en Texas, fundador y director del evento, que lleva muchos años organizando esta «encrucijada de cine francés y norteamericano» en el sur de Francia. Si no conocen el festival, posiblemente sea porque la gente que ha asistido disfruta tanto con él que trata de mantenerlo en secreto. La ciudad es preciosa, el personal te trata como si fueras de su familia, las películas son magníficas y la sorprendente energía de Jerry consigue sacar lo mejor de la gente. En un momento de uno de esos días, bañados de sol y vino, de proyecciones y seminarios, pregunté a Jerry qué hacía el resto del año. Quiso la suerte que me contestara que trabajaba con la Agencia Fifi Oscard de Nueva York intentando que se publicaran manuscritos interesantes sobre cine. Gracias a Jerry y Fifi Oscard, mis entrevistas se convirtieron en una propuesta de libro, que acabaría comprando Faber and Faber Inc. para publicarlo.
Para retroceder un poco en el tiempo, debo explicar que, en un principio, acudí al Festival de Cine de Avignon para presentar un corto que había dirigido. Durante los últimos tres años, he hecho dos cortos. Con gran suerte, es posible que consiga dirigir una película en un futuro no muy lejano. No menciono todo esto para parecer engreído, sino porque quisiera concluir reflexionando sobre lo que me han aportado las entrevistas en tanto que cineasta.
En primer lugar, me infundieron confianza para ver que hay múltiples maneras de hacer una película. Cada uno puede abordar el cine de un modo personal; de hecho, todo el mundo debería hacerlo. Todo lo que se necesita es un punto de vista, instinto y decisión. El talento también entra en juego, pero no necesariamente hasta el extremo que mucha gente cree. Por ejemplo, por muy brillantes y elocuentes que se muestren Jean-Luc Godard y Martin Scorsese sobre cómo hacen películas, no se levantaron una mañana en posesión de su sorprendente conocimiento. Lo adquirieron después de años de experiencia ganada con el sudor de su frente. Esto es lo que he tratado de presentar en este libro con las clases magistrales, bastante prácticas, de todos los cineastas.
Los consejos de todos estos directores se revelaron especialmente útiles cuando empecé a dirigir mis propios cortos. En el primero, por ejemplo, (uve que dirigir a nueve actores en una misma escena y me alegré de poder echar mano del consejo de Sydney Pollack, que dice que nunca hay que dar indicaciones a un actor delante de otros actores. Mientras preparaba mi segunda película, que, en esencia, versaba sobre la progresiva separación de dos amigos, recordé lo que había dicho John Boorman sobre utilizar el formato de pantalla ancha (panorámica) para crear una relación física entre los actores del fotograma que actuara como metáfora de su relación emocional. Decidí, entonces, rodar la película en pantalla ancha. Podría haber parecido ilógico, por la naturaleza claustrofóbica de la trama, pero funcionó a la perfección.
Para mí, estas clases magistrales constituyen recursos para ahorrar tiempo. Las utilizo como lista de control antes de hacer una película, para consultar si algún consejo puede ayudarme a resolver problemas del rodaje que estoy preparando. Y, aunque ahora me considero cineasta y no periodista, continuaré persiguiendo a los directores de mi lista para conseguir esas entrevistas, porque me sigue maravillando todo lo que aprendo cada vez que hablo con uno de los maestros. Espero que el lector encuentre estas clases tan estimulantes y útiles como yo, ya sea porque esté intentando hacer películas o porque esté buscando un modo más profundo de visionarias,
Laurent Tirard. París, junio de 2001