Noche tras noche mientras los pequeños barcos navegaban hacia el continente, el cometa atravesaba el cielo, como si quisiera iluminarles el camino hasta que por fin pudieron distinguir un alto farallón que emergía de las oscuras aguas ante las proas de los barcos como el lomo de una monstruosa ballena. En el extremo norte del promontorio, la boca de la ballena curba. Dirigieron las naves hacia esa entrada para ingresar en una enorme bahía encerrada por la tierra firme, mucho más grande en su extensión que la Laguna de los Elefantes. En uno de sus lados el terreno era escarpado, el otro se extendía en densos pantanos de manglares, pero entre ambos se abría la encantadora desembocadura de un río de dulce agua clara flanqueado por playas ligeramente inclinadas que ofrecían un desembarcadero natural.

—Esta no es nuestra primera visita a este lugar. Dorian y yo hemos estado aquí muchas veces antes. Los nativos de estos lugares llaman Umbilo a este río —explicó Tom a Sarah, mientras maniobraba en dirección a la playa hasta dejar caer el ancla al llegar a las tres brazas. Asomados por el costado de la nave vieron las uñas de acero enterrándose en el pálido y arenoso fondo mientras brillantes grupos de peces se arremolinaban tratando de aprovechar el festín de pequeños cangrejos y camarones perturbados en sus escondrijos por el ancla. Cuando todas las velas estuvieron recogidas, las vergas bajas y las naves en reposo, Tom y Sarah se quedaron junto a la barandilla y observaron a Mansur que se apartaba del Revenge remando hacia la costa, ansioso por explorar aquellos nuevos espacios.

—La inquieta juventud —dijo Tom.

—Si ser inquieto es un signo de tierna edad, entonces tú eres un bebé de pecho, amo Tom —replicó ella.

—Eres injusta conmigo —respondió chasqueando la lengua—, pero por esta vez lo dejaré pasar.

Ella entrecerró los ojos y observó la línea de la costa.

—¿Dónde está la piedra postal?

—Allá, al pie del farallón, pero no te hagas demasiadas ilusiones.

—Por supuesto que no —reaccionó ella, y pensó: no es necesario que trate de protegerme de las desilusiones. Sé, con la seguridad del instinto de madre, que Jim no está lejos. Si no ha llegado a este lugar todavía, pronto lo hará. Sólo tengo que tener paciencia y mi hijo regresará a mí.

Tom ofreció una rama de olivo cambiando de tema.

—¿Qué piensas de este lugar en el mundo, Sarah Courtney? —preguntó en tono conciliatorio.

—Por supuesto que me gusta. Tal vez llegue a gustarme mucho más si me permites quedarme en el lugar más de un día y una noche. —Ella aceptó la oferta de paz con una sonrisa.

—Entonces Dorian y yo comenzaremos de inmediato a señalizar el terreno para un nuevo fuerte y puesto comercial. —Tom llevó el catalejo a los ojos. Él y Dorian habían hecho la mayor parte de ese trabajo en su última visita a la bahía Nativity. Recorrió con la mirada el sitio que ya había sido elegido sobre un promontorio en un meandro del río. Dado que las aguas del Umbilo lo encerraba por tres lados, era fácil de defender. El constante suministro de agua también estaba asegurado, además, tenía buen campo de tiro por todos lados. A ello había que agregar que era un buen blanco para los cañones de las naves ancladas, lo cual sería útil para apoyarlos en caso de un ataque por parte de las tribus salvajes o de otros enemigos.

—¡Sí! —Hizo un gesto de satisfacción—. Servirá muy bien a nuestros propósitos. Comenzaremos a trabajar mañana a más tardar, y tú diseñarás nuestra residencia privada para que yo la construya, como hiciste en Fort Providence hace veinte años.

—Aquella fue nuestra luna de miel —agregó ella, con renovado entusiasmo.

—Así es, muchacha —Tom le sonrió—. Y ésta será la segunda.

El pequeño grupo de jinetes se movía lentamente por el valle africano, empequeñecido por el infinito paisaje que los rodeaba. Conducían a los caballos de carga dejando que la pequeña tropilla de caballos de repuesto los siguiera a su propio ritmo. Animales y hombres estaban flacos y endurecidos por el viaje. Sus ropas eran harapientas y remendadas, con botas hacía mucho gastadas y descartadas para ser reemplazadas por otras nuevas de cuero de antílope crudamente cosido. Los clavos de los caballos estaban gastados de tanto pasar por la maleza llena de espinas, las sillas de montar habían sido pulidas por los sudorosos traseros de los jinetes.

Los rostros y brazos de los tres holandeses estaban quemados por el sol hasta quedar negros como los de los soldados hotentotes. Cabalgaban en silencio, en una amplia línea detrás de la pequeña figura al trote de Xhia, el bosquimano. Adelante, siempre hacia adelante, siguiendo las huellas de carretas que se extendían como una interminable serpiente por llanuras y colinas.

Los soldados hacía mucho que habían abandonado la idea de la deserción. No era solamente la implacable decisión de su jefe lo que se lo impedía, sino también los miles de leguas de tierra salvaje que ya habían quedado detrás de ellos. Sabían que un jinete solitario tendría pocas posibilidades de llegar alguna vez a la colonia. Eran como un rebaño de animales, obligados a estar juntos para sobrevivir. No sólo eran prisioneros de la obsesión del capitán Herminius Koots, sino también de las grandes distancias desiertas.

Las gastadas prendas de cuero de Koots, chaqueta y calzón, estaban emparchadas y manchadas con sudor, lluvia y polvo rojizo. El pelo lacio le caía hasta los hombros. Desteñido por el sol, era de color blanco y sus desprolijos extremos habían sido cortados con un cuchillo de caza. Sus demacradas facciones quemadas por el sol y los pálidos ojos de mirada fija le daban el aspecto de un hombre poseído.

Para Koots el atractivo de la recompensa hacía mucho tiempo que estaba desvanecido. Ahora era empujado por la necesidad de apagar su sed de odio con la sangre de sus presas. No estaba dispuesto a permitir que nada, ningún humano, ninguna bestia ni las ardientes distancias, se interpusieran con su satisfacción final. Iba con el mentón hundido en el pecho, pero en ese momento lo levantó y miró fijo hacia adelante con los ojos entrecerrados detrás de las pestañas descoloridas Vio una oscura nube moviéndose en el horizonte. Observó cómo ascendía cada vez más alto en el cielo y se dirigía hacia ellos atravesando la pradera. Frenó su caballo y llamó a Xhia.

—¿Qué es eso que hay en el cielo? No es ni polvo ni humo.

Xhia estalló en carcajadas y se puso a bailar una alegre danza, arrastrando los pies y golpeándolos contra el suelo. Las distancias y las penurias del viaje no lo habían desmejorado, él había nacido para esa vida. Paredes que lo contuvieran y la compañía de hordas de sus semejantes lo habrían agotado y habrían minado su espíritu. El terreno salvaje era su hogar, el cielo abierto su techo.

Se dejó llevar por otra de sus tiradas de autoglorificación y denuesto de su amo loco y cruel que sólo él, entre todos sus compañeros, era capaz de entender.

—Blanco y delgado gusano, tú, criatura con la piel color del pus y de la leche cuajada, ¿no conoces nada de estas tierras? ¿Debe Xhia, el poderoso cazador y matador de elefantes, cuidarte como a un niño ciego y gritón? —Saltó alto y deliberadamente dejó escapar un flato con tal fuerza que el viento provocado hizo flamear la parte trasera de su taparrabo. Sabía que eso haría enfurecer a Koots—. ¿Debe Xhia, cuya estatura es tal que su sola sombra aterroriza a sus enemigos; Xhia, debajo de cuyo poderoso instrumento las mujeres chillan de placer; debe Xhia siempre llevarte de la mano? No entiendes nada de lo que está claramente escrito en la tierra, nada comprendes de lo que está fijo en el mismo cielo.

—Termina ya mismo con ese estúpido parloteo de mono —le gritó Koots. No entendía las palabras, pero reconocía el tono de burla y sabía que Xhia había soltado un pedo sólo para provocarlo—. Cierra tu sucia boca y respóndeme directamente.

—¿Debo cerrar mi boca, pero debo responder a tus preguntas, gran amo? —Xhia habló en la jerga de la colonia, una mezcla de todos los idiomas—. ¿Soy acaso un mago?

A lo largo de los meses de su forzado compañerismo habían aprendido a entenderse el uno al otro mucho mejor que al principio, tanto en sus palabras como en sus intenciones.

Koots tocó la empuñadura de la larga sjambok con estuche de cuero de hipopótamo que, sujeta por su presilla, colgaba de la perilla de la montura, éste era otro gesto que ambos comprendían muy bien. Xhia cambió otra vez el tono y su expresión. Y danzó apenas más allá del alcance del látigo.

—Señor, eso es un obsequio de los kulu kulu. Esta noche dormiremos con el estómago lleno.

—¿Pájaros? —preguntó Koots y observó la sombra de esa nube que atravesaba la planicie en dirección a ellos. Se había sorprendido antes ante las bandadas de los pequeños pájaros quelea, pero ésta era mucho más grande en altura y extensión.

—No pájaros —explicó Xhia—. Éstas son langostas.

Koots se olvidó del hambre y se recostó en la silla para evaluar el tamaño de la manga que se acercaba. Llenaba la mitad de la extensión del cielo, de horizonte a horizonte. El ruido de las alas era como el de una suave brisa en las ramas altas de la selva, pero aumentaba rápidamente para convertirse primero en un murmullo, en un creciente bramido y luego en un trueno. La gran manga de insectos formaba una cortina en movimiento cuyo ruedo en forma de cola barría la tierra. La fascinación de Koots se convirtió en alarma a medida que los primeros insectos, volando cerca de la tierra, chocaban con su pecho y con su cara. Se agachó y gritó pues las patas posteriores de las langostas eran como una sierra de agudas y rojas puntas. Una de ellas le dejó un sangrante rasguño en la mejilla. Su caballo se encabritó y corcoveó debajo de él hasta que Koots saltó de la silla y acortó las riendas. Lo dio vuelta y puso las ancas del animal hacia la manga que se acercaba a la vez que gritaba a sus hombres para que hicieran lo mismo.

—Sujeten a los caballos de carga y pongan de rodillas a los caballos de refresco antes de que se espanten ante esta pestilencia.

Obligaron a los animales a arrodillarse, luego gritaron y tironearon de las riendas hasta que no muy contentos con ello, se echaron de lado para estirarse sobre la hierba. Koots se protegió detrás del cuerpo de su propio caballo. Se calzó su sombrero hasta las orejas y levantó el cuello de su chaqueta de cuero. A pesar de la parcial protección proporcionada por el caballo, las criaturas voladoras chocaban contra cualquier parte expuesta de el cuerpo en una continua granizada, cada una de ellas con fuerza como para picar dolorosamente a través de los pliegues de la chaqueta.

El resto del grupo siguió su ejemplo y se colocaron detrás de sus animales, protegiéndose como si se tratara de balas de mosquete disparadas por el enemigo. Sólo Xhia parecía indiferente a esa lluvia de cuerpos duros. Estaba sentado a la intemperie, apoderándose de los insectos que chocaban contra él y quedaban atontados por el impacto. Les arrancaba las patas y las cabezas de ojos saltones y se metía los cuerpos en la boca.

Sus caparazones crujían cuando él los masticaba y un jugo color tabaco le corría por el mentón.

—¡Coman! —les gritó mientras masticaba—. Después de la langosta viene la hambruna.

Desde el mediodía hasta el anochecer las langostas revolotearon sobre ellos como las aguas de un gran río desbordado. El cielo se había oscurecido con su presencia, de modo que el crepúsculo les llegó prematuramente. El apetito de Xhia parecía insaciable. Devoró esos seres vivos hasta que su panza se hinchó y Koots pensó que iba a sucumbir a su propia glotonería. Sin embargo, Xhia disponía de un sistema digestivo igual al de un animal salvaje. Cuando su panza quedaba estirada y brillante como una boa, se ponía de pie y se alejaba unos pocos pasos. Luego, todavía a la vista de Koots y con la brisa soplando en dirección hacia donde éste estaba, Xhia Levantaba la parte de atrás de su taparrabo y se sentaba en el suelo otra vez.

Parecía que esta abundancia de comida sólo servía para lubricar el accionar de sus intestinos. Defecaba copiosa y ruidosamente, y a la vez seguía apresando a aquellos insectos voladores para metérselos en la boca.

—Eres un animal asqueroso —le gritó Koots, y sacó la pistola, pero Xhia sabía que si bien Koots le daba regularmente una paliza, no podía matarlo, no a miles de leguas de la colonia y la civilización.

—¡Bueno! —Le sonrió a Koots e hizo un gesto de invitación para que se sumara al festín.

Koots guardó la pistola y enterró su nariz en el doblez del brazo.

—Cuando ya no me sea útil estrangularé a este pequeño simio con mis propias manos —se prometió y trató de evitar los olores que el viento le traía.

Cuando oscureció, la poderosa manga de langostas descendió de los aires para posarse en cualquier parte sobre la tierra para descansar. El ensordecedor zumbido de sus alas se desvaneció y Koots pudo por fin ponerse de pie. Miró a su alrededor.

Hasta donde alcanzaba la vista en cualquier dirección la tierra estaba cubierta con aquellos cuerpos que formaban una alfombra viviente alta hasta la cintura, de color marrón rojizo a la luz del atardecer Los árboles de la selva habían cambiado de forma después de que las nubes de langosta se hubieran posado sobre ellos. Se habían transformado en amorfas parvas de langostas vivas, que se agitaban y crecían a medida que más insectos se posaban encima de los que ya estaban descansando Con crujidos semejantes a andanadas de disparos de mosquete, las ramas principales de los árboles más cercanos cedían bajo el peso y caían a tierra, pero de todas maneras las langostas seguían amontonadas sobre ellas y seguían devorándoles las hojas.

De sus cuevas y madrigueras emergían los carnívoros para deleitarse con esa abundancia Koots miraba asombrado mientras hienas, chacales y leopardos se volvían audaces y glotones para lanzarse sobre los montones de insectos y tragarlos.

Hasta una manada de once leones se unió al banquete. Pasaron cerca de donde estaba parado Koots, pero no prestaron la menor atención a esos hombres y sus caballos. Sólo les preocupaba el festín. Como ganado pastando se movían por la planicie con sus narices pegadas a la tierra, devorando los movedizos montones de langostas, aplastándolas entre sus grandes mandíbulas. Los leones cachorros, con sus barrigas llenas hasta reventar, se paraban en las patas traseras y derribaban a los insectos que volaban, para volver a volar molestos.

Los soldados de Koots barrieron un sector del terreno y encendieron fuego. Usaron las hojas de sus espadas como sartenes y allí cocinaron las langostas hasta que quedaron doradas y crocantes. Luego las masticaban con un deleite casi tan excelso como el de Xhia. Hasta Koots se unió a ellos e hizo de esos bocaditos su cena. Cuando cayó la noche, los hombres trataron de acomodarse para descansar, pero los insectos caían sobre ellos. Caminaban sobre sus caras y sus patas agudas rasguñaban cualquier parte de la piel que hubiera quedado expuesta impidiéndoles dormir.

A la mañana siguiente, cuando salió el sol, la luz reveló un extraño paisaje antediluviano de un opaco color marrón rojizo sin forma alguna. Rápidamente el sol calentó las inmóviles masas de langostas atontadas por el frío de la noche. Comenzaron a moverse, a activarse y a zumbar como un panal que ha sido perturbado De pronto, como si respondieran a una señal, todas ellas comenzaron a volar con un zumbido hacia el este, llevadas por la brisa matutina. Durante varias horas los oscuros torrentes atravesaban el cielo, pero cuando el sol llegó al cenit el último ya había pasado.

Pero el paisaje que dejaban a su paso quedaba alterado hasta ser irreconocible. Pura tierra y piedras. Los árboles habían sido despojados de su follaje y las ramas peladas y quebradas yacían desordenadas en la tierra de los troncos desnudos y retorcidos. Era como si una conflagración hubiera consumido todas las hojas y los verdes brotes. Los pastos dorados se habían ondulado con la brisa como el oleaje del océano, habían desaparecido. En su lugar sólo quedaba aquella pétrea desolación.

Los caballos husmeaban la tierra desnuda y las piedras y quedaban desconsolados con sus panzas vacías, cuyos gases ya comenzaban a hacer ruido. Koots trepó a lo más alto de una cercana colina rocosa y dirigió su catalejo hacia el pedregoso desierto. Las manadas de antílopes habían sido abundantes en aquellas tierras hasta el día anterior, habían desaparecido. A la distancia Koots distinguió una pálida bruma de polvo en el aire que podría haber sido levantada por el éxodo de los últimos rebaños del desolado valle africano. Se dirigían hacia el sur en busca de otras llanuras no devastadas por las langostas.

Regresó colina abajo hasta donde estaban sus hombres. Éstos, que habían estado discutiendo animadamente, hicieron silencio cuando él llegó al campamento. Koots estudió sus rostros mientras tomaba el negro recipiente y llenaba su jarro con café. El último terrón de azúcar había sido usado hacía ya varias semanas. Bebió de su jarro y luego comenzó a hablar con brusquedad.

—¿Ja, Oudeman? ¿Qué es lo que te preocupa? Tienes la misma expresión de dolor que una vieja con hemorroides sangrantes.

—No hay pasto para los animales —dijo Oudeman en tono áspero.

Koots exageró su expresión de sorpresa ante esta revelación.

—Sargento Oudeman, te agradezco que me hayas hecho saber esto. Con tu aguda percepción podría no haberme dado cuenta.

Oudeman frunció el ceño ante el elaborado sarcasmo. No era lo suficientemente locuaz ni tenía la educación necesaria como para ponerse a la altura de Koots en el juego de palabras.

—Xhia dice que los rebaños de animales salvajes saben hacia dónde ir para encontrar pasturas. Si los seguimos, ellos nos conducirán al lugar correcto.

—Por favor, continúa, sargento. Jamás me canso de recoger estas gemas de tu sabiduría.

—Xhia dice que desde anoche los rebaños de animales han estado dirigiéndose al sur.

—Así es. —Koots asintió y sopló ruidosamente sobre el jarro de café caliente—. Xhia tiene razón. Fue eso lo que vi desde la colina. —Señaló con el jarro en la mano.

—Debemos ir hacia el sur para encontrar pasto para los caballos —insistió una vez más Oudeman.

—Una pregunta, sargento. ¿En qué dirección van las huellas de las carretas de Jim Courtney? —Usando otra vez el jarro, señaló los profundos surcos que eran todavía más obvios gracias a la desaparición de la hierba que los disimulaba.

Oudeman se quitó el sombrero y rascó su calva coronilla.

—Nordeste —gruñó.

—Entonces, si vamos hacia el sur, ¿alcanzaremos a Courtney? —preguntó Koots en tono amable.

—No, pero… —Oudeman se interrumpió.

—Pero ¿qué?

—Capitán, señor, sin caballos jamás regresaremos a la colonia.

El oficial se puso de pie y arrojó la borra del café al suelo.

—La razón por la que estamos acá, Oudeman, es que debemos atrapar a Jim Courtney, no para regresar a la colonia. ¡Montad! —Miró a Xhia.

—¡Bien, vamos! Tú, babuino amarillo, sigue el rastro otra vez y a moverse. Había agua en los arroyos y ríos que cruzaron, pero nada de hierba en el terreno. Cabalgaron cincuenta leguas y luego cien leguas sin encontrar una brizna de hierba. En los ríos de mayor tamaño encontraron plantas acuáticas y tallos de nenúfares debajo de la superficie del agua. Se metieron para cosecharlos con las bayonetas y alimentar a los caballos. En un profundo y estrecho valle algunos árboles espinosos no habían sido despojados del todo de su follaje. Se treparon y cortaron las ramas que las langostas no habían quebrado con su peso. Los caballos comieron las hojas verdes con hambre, pero aquella no era su dieta normal y escaso era el beneficio que de ella obtenían.

Para entonces los animales tenían todos los síntomas de la inanición lenta, pero Koots jamás cedía en sus propósitos y los conducía a través de aquellas tierras desoladas. Los caballos estaban tan débiles que los jinetes se veían obligados a desmontar y conducirlos caminando ante cualquier desnivel importante del terreno para compensar sus fuerzas.

Los hombres también estaban hambrientos. La caza había desaparecido junto con la hierba. El otrora fecundo valle estaba desierto. Comieron los últimos puñados de trigo que quedaban en los sacos de cuero, y luego se vieron reducidos a lo que fuera que aquella arruinada tierra pudiera proveer.

Con su honda Xhia derribó a los prehistóricos lagartos de cabeza azul que vivían entre las rocas y excavaron las cuevas de los topos y ratas de primavera que sobrevivían comiendo raíces subterráneas. Las asaron sin desollarlas y sin limpiar sus cuerpos muertos. Eso habría sido desperdiciar un alimento precioso. Simplemente las arrojaban enteras a las brasas, dejaban que los pelos se quemaran, la piel se blanqueara y las abrían. Luego picaban la carne a medio cocer de los pequeños huesos con los dedos. Xhia comía los huesos rechazados como una hiena.

Fue él quien descubrió un tesoro en un nido abandonado de avestruz. Había siete huevos color marfil en un áspero hueco del terreno. Cada huevo era casi del tamaño de su propia cabeza. Hacía cabriolas alrededor del nido, chillando de emoción.

—Éste es otro obsequio que el astuto Xhia les trae. El avestruz, que es mi tótem, dejó esto para mi. —Cambiaba de tótem con la misma desaprensión con que cambiaba de mujer—. Sin Xhia ustedes habrían muerto hace mucho tiempo.

Eligió uno de los huevos de avestruz, lo paró en la arena, y luego enrolló la cuerda de su arco alrededor del asta de una flecha. Colocó la punta de la flecha encima de la cáscara. Moviendo con rapidez el arco hacia adelante y hacia atrás hizo girar la flecha. La punta perforó limpiamente la gruesa cáscara. Al atravesarla se produjo un agudo silbido producido por el gas que se escapaba y un chorro amarillo saltó por el aire, como el champán de una botella que hubiera sido sacudida con fuerza. Xhia aplicó su boca abierta sobre el agujero y chupó el contenido del huevo.

Sus compañeros alrededor de él saltaron hacia atrás, exclamando con alarma y asco mientras un sulfuroso hedor los envolvía.

—¡Por la madre de un perro loco! —exclamó Koots—. Esa cosa está podrida.

Xhia movió los ojos deleitándose, pero no quitó la boca del agujero, no fuera a ser que el resto del líquido amarillo salpicara la tierra seca y se perdiera. Tragó todo con glotonería.

—Estos huevos han estado allí desde la última temporada de apareo, diez meses al calor del sol. Están tan podridos que envenenarían a una hiena. —Oudeman casi se ahogó y se dio vuelta.

Xhia se sentó junto al nido y bebió dos de esos huevos sin pausa, salvo para eructar o chasquear la lengua con placer. Luego recogió los que quedaban para ponerlos en su bolsa de cuero. La colgó al hombro y se izo en marcha sobre las huellas de las ruedas de las carretas de Jim Courtney.

Animales y hombres se debilitaban y enflaquecían cada día más. Sólo Xhia estaba robusto y su piel brillaba llena de salud y vigor. Los huevos podridos de avestruz, los excrementos de lechuza, la bosta de leones y chacales, hierbas y raíces amargas, los huevos de los moscardones, las larvas de avispas y avispones —comidas que sólo él podía digerir— lo mantenían.

Agotado, el grupo trepó otra colina desnuda y encontraron otro de los campamentos de Jim Courtney, éste era diferente de los cientos que habían encontrado antes. La caravana de carretas se había detenido allí lo suficiente como para construir cabañas de paja e instalar largos enrejados para ahumar con madera verde sobre lechos de lo que en ese momento eran negras cenizas, en gran parte desparramadas por el viento.

—Aquí Somoya mató a su primer elefante —anunció Xhia, después de un rápido examen del abandonado campamento.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Koots, mientras desmontaba rígidamente. Se quedó de pie con los puños cerrados presionando sobre la dolorida espalda y miró alrededor.

—Lo sé porque soy inteligente y tú eres estúpido —replicó Xhia, en la lengua de su pueblo.

—Basta de ese parloteo de monos —lo regañó Koots. Pero estaba demasiado cansado como para abofetearlo—. Respóndeme directamente.

—Han ahumado una montaña de carne en esos enrejados, y esos son huesos de los dedos del elefante con el que hicieron un guiso. —Recogió un hueso del suelo. Unos pocos restos de tendones estaban todavía adheridos a él y él los mordisqueó antes de continuar—: Encontraré el resto de los huesos no lejos de acá.

Desapareció como un pequeño soplido de humo amarillo, algo que jamás dejaba de sorprender a Koots. En un momento estaba ahí parado a la vista de todos, y al momento siguiente había desaparecido. Koots se hundió en la magra sombra de un árbol desnudo. No tuvo que esperar demasiado. Xhia apareció, con la misma rapidez con que había desaparecido, con un enorme hueso blanco de un elefante macho.

—¡Un enorme elefante! —confirmó—. Somoya se ha convertido en un poderoso cazador, como su padre antes que él. Le arrancó los colmillos. Por los agujeros en la mandíbula puedo decir que cada colmillo tenía una longitud como la altura de dos hombres uno parado en los hombros del otro. Y gruesos como mi pecho. —Lo infló para ilustrar.

Koots tenía poco interés en el tema e inclinó la cabeza para señalar las cabañas abandonadas.

—¿Cuánto tiempo acampó Somoya aquí?

Xhia echó una mirada a la profundidad de las cenizas en los fogones, a los estercoleros y los senderos formados entre las cabañas y mostró los dedos de las dos manos dos veces.

—Veinte días.

—Entonces hemos recuperado esa cantidad en nuestro acercamiento —dijo el capitán con torva satisfacción.

Con las instrucciones de Xhia los soldados desenterraron una liebre de primavera y una docena de ciegos topos dorados. Un par de cuervos de bello blanco fueron atraídos por esta actividad y Oudeman los bajó con un solo disparo de mosquete. Los topos tenían sabor a pollo, pero la carne de los cuervos era desagradable, como resultado de la carroña que incluyen estos animales en su dieta. Sólo Xhia comió con placer.

Estaban agotados y enfermos, con irritaciones producidas por las moscas. Después de comer los pedazos de carne se envolvieron en sus mantas cuando apenas se estaba poniendo el sol. Xhia los despertó con chillidos de excitación y Koots se puso de pie con la pistola en la mano y la espada desenvainada en la otra.

—¡A las armas! ¡A mí! —gritó, antes de estar totalmente despierto.

—¡Coloquen las bayonetas!

Luego se detuvo abruptamente y miró hacia el cielo oriental. Estaba iluminado por un extraño brillo. Los hotentotes gimotearon con supersticioso temor y se metieron en sus mantas de piel.

—Es una advertencia —se decían unos a otros, pero en voz baja para que Koots no los oyera—. Es una advertencia para que regresemos a la colonia y abandonemos esta loca persecución.

—Es el quemante ojo del Kulu Kulu —canturreó Xhia y bailó para la enorme y brillante divinidad en el cielo por encima de él—. Nos cuida desde allá. Promete lluvia y el regreso de las manadas. Habrá dulce pasto verde y rica carne roja. Pronto, muy pronto.

Instintivamente los tres holandeses se acercaron entre sí.

—Ésta es la estrella que guió a los tres Reyes Magos a Belén. —Koots era ateo, pero sabía que los otros dos eran devotos, de modo que convirtió con astucia al fenómeno en un elemento a su favor.

—Nos está llamando.

Oudeman gruñó, pero no quería provocar a su capitán con argumentos. Richter se santiguó furtivamente, pues era un católico clandestino en medio de luteranos y paganos.

Algunos con temor, otros con feliz expectativa, todos observaban el solemne avance del cometa por el cielo. Las estrellas palidecieron para luego desaparecer, opacadas por el esplendor del nuevo astro.

Antes del amanecer, la cola del cometa se extendía en un arco que iba de un horizonte al otro. Luego, abruptamente, fue obscurecido por nubes que venían del este, del tibio océano Índico. Cuando llegó el grisáceo día, los truenos chocaban contra las colinas y una hoja de brillante relámpago abrió el vientre de las nubes. Cayó la lluvia. Los caballos volvieron sus grupas hacia donde venía el viento y los hombres se protegieron bajo sus capas impermeables cuando las frías ráfagas llegaron hasta ellos. Sólo Xhia se quitó el taparrabo y bailoteó desnudo en la lluvia, echando su cabeza hacia atrás y dejando que el agua llenara su boca abierta.

Llovió durante un día y una noche sin cesar. La tierra se disolvía bajo sus pies y cada hondonada, cada donga se convirtió en un río tumultuoso, cada depresión y cada hueco en la tierra se convirtió en lago. Incesantemente la lluvia los golpeaba y los truenos los aturdían como cañonazos de armas pesadas. Envueltos en sus mantas temblaban por el agua y el frío, con calambres y retortijones en las tripas llenas con los agrios líquidos de la inanición. Por momentos la lluvia se congelaba antes de tocar el suelo y un granizo del tamaño de los huesos de los dedos golpeaba contra la tela encerada y volvía locos a los caballos. Algunos soltaron las ataduras ante las fuertes ráfagas grises.

Luego, el segundo día, las nubes se disolvieron y se alejaron en hilachas color gris sucio dejando que el sol, caliente y luminoso, brillara. Se levantaron, montaron y salieron a buscar los caballos que habían escapado, desparramados por leguas a lo largo y lo ancho del valle africano. Uno había sido comido por un par de jóvenes leones. Los dos grandes gatos estaban todavía sobre el cuerpo, de modo que Koots y Oudeman los sorprendieron y los mataron a disparos en furiosa venganza. Fueron otros tres días desperdiciados antes de que Koots recomenzara la persecución. Aunque la lluvia había erosionado y, en algunos lugares, había borrado la huella de la caravana de carretas, Xhia nunca vaciló y los siguió conduciendo sin detenerse.

El valle respondió con alegría a la lluvia y al caliente sol que la siguió. Ya el primer día una suave pelusa verde cubría los devastados perfiles de las colinas, y los árboles levantaban sus debilitadas ramas peladas. Antes de haber recorrido otras cien leguas, los vientres de los caballos estaban hinchados con dulce hierba nueva y se encontraron con el primer regreso de animales salvajes.

Desde lejos, Xhia descubrió una manada de más de cincuenta antílopes hartebeest, animales del tamaño de un poni, con su piel roja brillando a la luz del sol, y sus gruesos cuernos altos y echados hacia atrás como la mitra de un obispo. Los tres holandeses espolearon sus caballos para alcanzar a la manada. La fuerza de los caballos había sido restaurada por el pasto nuevo, de modo que corrieron con velocidad. Los disparos de mosquete se oyeron por toda la planicie.

Descuartizaron al antílope en el mismo lugar donde cayó e hicieron fuego junto al animal muerto. Arrojaron sangrantes pedazos de carne sobre las brasas y luego, casi enloquecidos por el hambre, se lanzaron sobre la carne asada. Aunque era flaco, estaba bien alimentado y tenía sólo la mitad de la talla de los soldados, Xhia comió más que cualquiera de los otros dos, y por una vez ni siquiera Koots tuvo ninguna queja contra él.

Kadem se arrodilló detrás de un árbol caído junto al riachuelo de agua dulce crecido por la lluvia. Apoyó el mosquete sobre el tronco, con su turbante doblado debajo de él. Sin este acolchado el arma podría saltar sobre la dura madera al ser disparada y hacer fallar el tiro. El mosquete era uno de los que habían tomado del pañol de las armas en el Revenge. Rashood había logrado robar cuatro pequeños sacos de pólvora. La fuerte tormenta que los había empapado durante un día y una noche también había mojado y endurecido casi toda la pólvora que quedaba. Kadem había recuperado los dañados restos con los dedos, pero al final sólo había podido recuperar un saquillo del precioso polvo. Para conservar lo que tenían, había usado sólo media medida para cargar el mosquete.

A través de la vegetación de la ribera observó la pequeña manada de antílopes impala que se alimentaba. Eran los primeros animales que veía después que pasara la manga de langostas. Mordiscaban los brotes de la hierba nueva que la lluvia había alimentado. Eligió a uno de los machos de la manada, una criatura marrón aterciopelado con cuernos en forma de lira. Era un experto mosquetero, pero su arma estaba cargada sólo con la mitad de la pólvora necesaria y unos pocos perdigones de plomo sobre el precioso polvo. Para que esto fuera efectivo tenía que dejar que el animal se acercara. Cuando llegó el momento, disparó. A través de la retorcida columna de humo producida por el disparo vio que el macho trastabillaba y luego, balando lastimosamente, daba unos pasos en círculo, su pata delantera rengueando con el hombro roto. Kadem dejó caer el mosquete y corrió hacia el animal con el alfanje en la mano. Atontó al animal de un golpe con la pesada empuñadura de bronce, luego lo hizo rodar rápidamente le abrió la garganta mientras estaba todavía vivo.

—¡En nombre de Dios! —Lo bendijo y la carne dejó de ser halal, ya no era profana, y podía ser comida por los fieles. Silbó con suavidad y sus tres seguidores se acercaron a la orilla del riachuelo abandonando el lugar donde habían estado escondidos. Rápidamente descuartizaron al animal y luego asaron los pedazos de carne de cada uno de los costados de la columna vertebral sobre el pequeño fuego que Kadem les autorizó a encender. Tan pronto como la carne estuvo cocida, les ordenó que lo apagaran. Aún en esa vasta y deshabitada llanura salvaje, siempre era cuidadoso y se mantenía escondido. Eso era parte de los hábitos adquiridos en el desierto, donde casi todas las tribus estaban en constante lucha con sus vecinos.

Comieron rápida y frugalmente. Luego envolvieron lo que sobró de la carne cocida, ya fría, en los turbantes, los colgaron de los hombros y los ataron alrededor de la cintura.

—En nombre de Dios, continuemos la marcha. —Kadem se puso de pie y condujo a sus tres seguidores por la orilla del arroyo, éste atravesaba una empinada y rugosa barrera de colinas.

Para ese momento sus ropas estaban sucias y con los ruedos tan deshilachados que parecían comidos por las ratas y apenas los cubrían hasta las rodillas. Llevaban sandalias hechas por ellos con los cueros de los animales que habían matado antes de que llegaran las langostas. El suelo era áspero y pedregoso y había áreas cubiertas con espinas de tres puntas, una de las cuales siempre apuntaba hacia arriba. Esas agudas puntas podían atravesar hasta el más duro cuero y llegar hasta el hueso.

Las lluvias habían reparado la mayor parte del daño causado por las nubes de langostas. Pero no tenían caballos y habían viajado a pie sin cesar, desde antes del amanecer hasta el atardecer de cada día. Kadem había decidido que debían dirigirse al norte y tratar de alcanzar alguno de los centros comerciales de Omán más allá del río Pogola antes de quedarse sin pólvora. Estaban todavía a mil leguas o más de su objetivo.

Se detuvieron al mediodía pues incluso estos infatigables viajeros debían detenerse para orar a las horas indicadas. Kadem calculó la dirección de La Meca por la posición del sol en el cenit y como no tenían alfombras de oración se postraron sobre la áspera tierra. Kadem dirigía las oraciones.

Afirmaban que Dios era uno y que Mahoma era su último y verdadero profeta. No pidieron ningún bien ni favor a cambio de su fe. Cuando sus ritos terminaron en la más pura y estricta forma, se sentaron en el suelo, a la sombra, y comieron un poco más de la carne fría de venado asado. Kadem condujo una tranquila conversación para luego instruirlos en asuntos religiosos y filosóficos. Finalmente miró otra vez hacia el sol.

—En el nombre de Dios, continuemos con nuestro viaje.

Se pusieron de pie y acomodaron su simple carga. De pronto quedaron inmóviles cuando oyeron un débil, pero inconfundible ruido: el disparo de un mosquete.

—¡Seres humanos! ¡Gente civilizada, con mosquetes y pólvora! —susurró Kadem—. Para haberse aventurado tan lejos tierra adentro deben de tener caballos. Algo que necesitamos para salvarnos de la muerte en este terrible lugar.

Se oyeron nuevos disparos. Inclinó la cabeza y entrecerró sus ojos salvajes mientras trataba de descubrir de dónde venía el sonido. Se volvió en esa dirección.

—Seguidme. Moveos como el viento, rápido y sin ser vistos —les dijo—. No deben saber que estamos acá.

A mitad de la tarde, Kadem encontró el rastro de muchos caballos moviéndose hacia el nordeste. Los cascos estaban herrados y habían dejado sus claras huellas en la tierra todavía húmeda por la lluvia. Las siguieron al trote a través de la planicie, que danzaba y reverberaba con el espejismo. Más tarde vieron la oscura mancha del humo de una fogata de campamento adelante de ellos. Avanzaron con mayor cautela todavía. En la oscuridad que aumentaba pudieron distinguir las rojas llamas que producían el humo. Ya más cerca, Kadem vio las formas de hombres que se movían delante del fuego. Luego el viento del día se desvaneció para dar paso a la brisa de la noche que venía de otra dirección. Kadem olfateó el aire y reconoció el inconfundible olor del amoníaco.

—¡Caballos! —susurró entusiasmado.

Koots se apoyó contra el tronco de un árbol y con cuidado apretó las hebras de tabaco grueso y seco en su pipa de barro. Su tabaquera estaba echa con el escroto de un búfalo macho con una cuerda de tendón para amarrarlo. Estaba llena por la mitad, y él se limitaba a una media pipa. La encendió con una brasa de la fogata y tosió suavemente con placer cuando la primera inhalación le llenó los pulmones.

Sus soldados se habían separado para echarse debajo de los árboles cercanos. Cada uno había elegido su propio lugar para extender su manta de piel. Tenían las panzas llenas con la carne del hartebeest, la primera vez en más de un mes que habían comido a satisfacción. Para que pudieran disfrutar de ese festín, Koots había autorizado detener la marcha más temprano aquel día. Todavía quedaba casi una hora de luz diurna. Normalmente recién habrían acampado cuando la oscuridad hiciera imposible distinguir las huellas de las carretas que venían siguiendo.

Con el rabillo del ojo Koots detectó un mínimo movimiento y rápidamente giró la cabeza, pero pronto volvió a relajarse. Era sólo Xhia. Y mientras Koots lo observaba se desvaneció en la oscuridad que comenzaba a cubrir el amplio valle. Un bosquimano, con cada mano señalándolo durante toda la vida, jamás se echaría a dormir sin haber borrado sus huellas. Kots sabía que iba a hacer un gran círculo por el terreno por el que ya habían pasado. Si algún enemigo los estaba siguiendo, Xhia habría borrado sus huellas.

Koots fumó su pipa hasta la última hebra, saboreando cada aspiración. Luego, con cierta pena, la golpeó para que cayeran las cenizas. Con un suspiro se instaló debajo de su manta de piel y cerró los ojos. No sabía cuánto tiempo había dormido, pero se despertó con un ligero toque en la mejilla. Al reaccionar, Xhia produjo un leve sonido con la lengua para tranquilizarlo.

—¿Qué pasa? —Instintivamente Koots mantuvo la voz baja.

—Extraños —replicó Xhia—. Nos están siguiendo.

—¿Hombres? —Koots estaba todavía medio atontado por el sueño. Xhia no se dignó responder a semejante estupidez—. ¿Quiénes? ¿Cuántos son? —insistió mientras se sentaba.

Con rapidez Xhia dobló una brizna de hierba seca. Antes de encenderla levantó un extremo de la manta de Koots a manera de pantalla para ojos indiscretos. Luego acercó la brizna a las mortecinas brasas. Sopló y se produjo una llama que ocultó con la manta y con su propio cuerpo. Tenía algo en su mano libre. Koots lo miró. Era un trozo sucio de tela blanca.

—Arrancada de la ropa de un hombre por las espinas —explicó Xhia.

Luego le mostró otro trofeo, una hebra de pelo negro. Hasta Koots se dio cuenta de inmediato de que se trataba de pelo humano, pero era demasiado negro y áspero como para haber pertenecido a la cabeza de un europeo del norte, y era demasiado lacio, libre de ondulaciones, como para provenir de la cabeza de un bosquimano o de algún miembro de las tribus africanas.

—Este harapo viene de una túnica larga como la que usan los musulmanes. Este pelo es de su cabeza.

—¿Musulmán? —preguntó sorprendido Koots, y Xhia hizo un ruidito de asentimiento. Koots ya había aprendido a no discutir la información de Xhia.

—¿Cuántos?

—Cuatro.

—¿Dónde están ahora?

—Cerca de nosotros. Nos están observando. —Xhia dejó caer la brizna de hierba quemada y aplastó las últimas chispas con la palma de su mano infantil.

—¿Dónde dejaron sus caballos? —quiso saber Koots—. Si hubieran olido a los nuestros habrían relinchado.

—Sin caballos. Vienen a pie.

—¿Árabes a pie? Entonces, sean quienes fueren, eso es lo que están buscando. —Se puso las botas—. Quieren nuestros caballos. —Con cuidado para no hacerse notar, se arrastró hasta donde Oudeman roncaba con suavidad y lo sacudió. Una vez que éste estuvo totalmente despierto comprendió cuál era la situación y también las órdenes de su jefe.

—¡Nada de disparos! —repitió Koots—. En la oscuridad es grande el riesgo de herir a los caballos. Elimínalos con el frío acero.

Koots y Oudeman se arrastraron hasta cada uno de los soldados y susurraron las órdenes. Los hombres salieron de sus mantas y se dirigieron en silencio uno a uno hasta el lugar de los caballos. Con los sables desemvainados se apostaron entre los arbustos y la hierba alta.

El jefe se ubicó en el sur del perímetro, más allá del débil resplandor del fuego desfalleciente. Se aplastó contra el suelo, de modo que cualquier hombre que se acercara al lugar de los caballos proyectaría su silueta contra las estrellas y los últimos restos del gran cometa, que no era más que un etéreo fantasma en el cielo del oeste. Orión ya no estaba oculto por su luz. En esa temporada del año estaba parado con la cabeza hacia abajo iluminado por el resplandor de la Vía Láctea. Koots se cubrió los ojos para aumentar su visión nocturna. Escuchó con toda su atención y abrió los ojos sólo por un momento, para no ser engañado por la luz.

El tiempo pasaba lentamente. Lo medía por el movimiento de los cuerpos celestes. Para cualquier otra persona habría sido muy difícil mantener su nivel de concentración llevado al máximo, pero Koots era un guerrero. Tenía que cerrar sus oídos a los ruidos comunes producidos por los caballos cuando pasaban su peso de una pata a la otra o cuando comían un bocado de pasto.

Los últimos brillos del gran cometa estaban bajos sobre el horizonte occidental antes de que Koots oyera el ruido de dos piedras golpeadas una contra otra. Cada nervio en su cuerpo se tensó. Un minuto más tarde, y más cerca, se oyó el ruido de una sandalia sobre la tierra suave. Mantuvo la cabeza baja y vio una oscura sombra que se movía contra las estrellas.

Se está acercando, pensó. Esperemos que comience a trabajar en las cuerdas.

El intruso se detuvo cuando llegó al extremo de la cuerda que retenía a los caballos. Koots vio que su cabeza giraba lentamente para escuchar. Llevaba un turbante y su barba era densa y rizada. Después de un largo minuto, se agachó sobre la cuerda a la que las bridas de los caballos estaban unidas por una argolla metálica. Dos de los animales liberaron las cabezas cuando la cuerda se deslizó por los anillos.

Apenas Koots supuso que el intruso estaba concentrado en desatar el siguiente nudo se puso de pie y se le acercó. Pero lo perdió de vista cuando se agachó por debajo de la línea del cielo. Ya no estaba donde Koots esperaba que estuviera y abruptamente tropezó con él en la oscuridad. Gritó para alertar a sus hombres y de inmediato ambos se trabaron en una lucha cuerpo a cuerpo, demasiado cerca uno del otro como para que Koots pudiera usar su arma.

Pronto se dio cuenta el holandés de que se enfrentaba a un adversario formidable. Se retorcía como una anguila entre sus manos y podía sentir que era todo músculos y tendones. Koots trató de golpearlo en la ingle,

pero su rodilla casi se desarma al golpear contra la dura musculatura del muslo del otro, en lugar de alcanzarlo en la delicada zona de los genitales. En una instantánea respuesta, el hombre le golpeó la mandíbula con el borde inferior de la palma de su mano derecha. Su cabeza fue hacia atrás y sintió como si le hubieran quebrado el cuello mientras caía y golpeaba contra el suelo. Vio al intruso que se alzaba sobre él y el brillo de una hoja mientras subía para asestarle un golpe en la cabeza. Koots movió instintivamente el sable y se oyó el ruido metálico de las dos armas que chocaban.

El intruso interrumpió el ataque y desapareció en la oscuridad. Koots se puso de rodillas, todavía medio atontado. Se oían gritos y ruidos de golpes por todas partes y oyó tanto a Oudeman como a Richter gritando órdenes y alentando a los demás. Luego se produjo el ruido y el fogonazo de un disparo. Eso paralizó a Koots.

—¡No disparen, idiotas! ¡Los caballos! ¡Cuidado con los caballos! —Se puso de pie y en ese momento oyó el ruido de caballos herrados detrás de sí. Miró alrededor y vio la oscura silueta de un jinete dirigiéndose a él a todo galope. Una espada brilló apenas a la luz de las estrellas y Koots se arrojó al suelo. La espada pasó silbando junto a su cara y alcanzó a ver la cabeza con turbante y la barba del jinete cuando pasó a la carrera junto a él.

Miró salvajemente a su alrededor. Muy cerca, la yegua gris parecía una gota contra el fondo más oscuro. Era la más veloz y más fuerte de toda la tropilla. Envainó la espada y controló la pistola en la funda sobre la cadera mientras corría hacia ella. Apenas estuvo sobre su lomo prestó atención al ruido de los cascos, la hizo dar la vuelta con sus rodillas y la taloneó para que alcanzara el galope máximo.

Cada tanto, durante las siguientes horas, se vio obligado a detenerse y escuchar los golpes de cascos de los fugitivos. Aunque el árabe maniobraba con frecuencia para frustrar la persecución de Koots, siempre terminaba dirigiéndose al norte. Una hora antes del amanecer Koots dejó de oírlos. O había cambiado otra vez de rumbo o había bajado la velocidad y seguía al paso.

¡Hacia el norte! Se dirige al norte, decidió.

Ubicó la gran Cruz del Sur directamente sobre su hombro y se dirigió hacia el norte, manteniéndose a medio galope para no agotar a la yegua.

El amanecer se produjo con sorprendente rapidez. El horizonte se extendía a medida que la oscuridad se retiraba. Su corazón se sobresaltó al descubrir que una oscura forma se movía a menos de un disparo de pistola delante de sí. De inmediato se dio cuenta de que no se trataba de una variedad de antílope de mayor tamaño, pues la silueta de un jinete en el lomo era claramente visible contra el terreno iluminado del valle. Koots hizo correr rítmicamente más a su yegua y se acercó a él con rapidez. El jinete no se había dado cuenta todavía de su presencia y mantenía su caballo al paso. El holandés reconoció al caballo castrado, una buena y fuerte montura, casi a la par de su yegua.

—¡Hijo de una gran prostituta! —Koots rió triunfante—. No me sorprende que haya tenido que ir más lento.

Aun con poca luz se veía claramente que el castrado tenía dificultades en las patas delanteras. Seguramente había pisado alguna piedra filosa o una espina con la horquilla del casco y no lo estaba pasando bien. Koots corrió hacia ellos y el jinete se dio vuelta. Vio que era un árabe con cara de halcón, con una espesa barba rizada. Le echó una rápida mirada a su perseguidor, luego castigó a su caballo para que retomara el dificultoso galope.

Koots estaba suficientemente cerca como para arriesgar un disparo de pistola y trató de terminar con el asunto rápidamente. Sacó su arma y disparó al centro de la figura del árabe. Debió de pasarle cerca pues el hombre se agachó y gritó:

—¡Espadas, infiel! ¡Hombre a hombre!

Cuando era subteniente Koots había pasado varios años en el ejército de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales en Oriente. Hablaba árabe de manera fluida y coloquial.

—¡Ésas son dulces palabras! —le gritó como respuesta—. Desensilla y te las haré tragar.

A unos doscientos metros el castrado fue frenado. El árabe se dejó caer de su silla y se enfrentó a su perseguidor con el alfanje naval en su mano derecha. Koots se dio cuenta de que el otro no tenía arma de fuego. Si llevaba mosquete cuando entró en el campamento, lo había perdido en alguna parte del camino. Había desmontado y tenía sólo el alfanje y, por supuesto una daga. Los árabes siempre llevan una daga. Koots tenía una gran ventaja, y ninguna idea quijotesca jamás entró en sus cálculos. Iba a aprovecharla al máximo. Cargó directamente contra el árabe, inclinándose hacia adelante para enfrentarlo con el sable desde su montura.

El árabe fue más rápido de lo que había anticipado. Apenas se dio cuenta de las verdaderas intenciones de Koots, amagó con esquivar el ataque para luego, a último momento, saltar atrás por debajo de su mano armada, rozando casi el costado de la yegua a la carrera con la gracia del toro que se inclina sobre los cuernos del toro que ataca. Al mismo tiempo estiró la mano, tomó una punta del faldón de la chaqueta de cuero de Koots y arrojó todo su peso sobre ella. Fue una maniobra tan súbita e inesperada que Koots fue tomado por sorpresa. Estaba demasiado inclinado sobre el lomo sin montura, sin estribos ni riendas como para poder estabilizarse y fue arrancado de su yegua.

Pero Koots era también un guerrero y como un gato, cayó sobre sus pies, con el puño cerrado sobre el pomo de la empuñadura del sable. El árabe se lanzó otra vez con un golpe alto dirigido a la cabeza. De inmediato invirtió el golpe y lanzó un golpe bajo buscando el tendón de Aquiles. Koots rechazó el primer golpe, pero el segundo fue tan rápido que tuvo que saltar sobre el movimiento del alfanje. Sin perder el equilibrio aterrizó y se lanzó directamente contra los brillantes ojos oscuros del árabe, éste giró la cabeza y dejó que el golpe volara por sobre su hombro, pero tan cerca que le afeitó un mechón de barba debajo de la oreja. Eran dos guerreros en excelentes condiciones.

—¿Cuál es tu nombre, hijo del falso profeta? —preguntó provocativo Koots—. Me gusta saber a quien voy a matar.

—Me llamo Kadem ibn Abú Baker al-Jurf, infiel —replicó con suavidad, pero sus ojos brillaron ante el insulto—. ¿Y además de Devorador de Bosta, qué otro nombre tienes tú?

—Soy el capitán Herminius Koots, del ejército de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales.

—¡Alá! —exclamó Kadem— tu fama te precede. Estás casado con una hermosa putita llamada Nella, que ha hecho el amor con todos los hombres que han visitado Buena Esperanza. Hasta yo pude disfrutar de unos florines de su oficio, detrás de los jardines de la Compañía cuando estuve en la colonia no hace mucho. Felicitaciones Ella conoce el oficio y le encanta su trabajo.

El insulto fue tan duro e inesperado que Koots no pudo menos que sorprenderse El árabe hasta conocía el nombre de ella. El brazo con la espada vaciló ante la sorpresa. De inmediato Kadem lo atacó otra vez y tuvo que retroceder desordenadamente para evitar el ataque. Hicieron un círculo y se juntaron, y esta vez Koots logró tocarlo arriba, en el hombro izquierdo. Pero apenas si le rasguñó la piel y unas pocas gotas pudieron verse a través de la delgada y sucia manga de algodón de la túnica de Kadem.

Realizaron una docena de diversos pasos sin llegar a tocarse, hasta que Kadem abrió una herida en la cadera de Koots, pero fue superficial. La sangre la hacía parecer peor de lo que era. De todas maneras Koots cedió por primera vez y le dolía el brazo que sostenía la espada. Lamentó el disparo de pistola desperdiciado Kadem sonreía, su sonrisa era un delgado movimiento zigzagueante de reptil en los labios y de repente, tal como Koots había esperado, una daga delgada y curva apareció en su mano izquierda.

Kadem volvió al ataque, muy rápido, adelantándose con su pie derecho a la hoja moviéndose hasta convertirse en un ágil rayo de sol, y Koots retrocedió ante ello. Su talón se enganchó en un grupo de espinas y casi se cae,, pero se recuperó con un giro al costado que le hizo crujir la columna vertebral. Kadem se apartó otra vez e hizo un círculo hacia la izquierda. Había estudiado a Koots con precisión. El izquierdo era su lado débil. Kadem no tenía por qué saber que, hacía diez años, durante la lucha contra Jaffna, había sido herido por una bala en esa rodilla. Ahora le dolía y comenzaba a quitarle el aire. Kadem atacó otra vez, con firmeza y de manera implacable.

Koots comenzaba a dar golpes poco precisos con su espada, sin llegar a lanzarse directamente y con fuerza. La respiración le silbaba en sus oídos. Sabía que no duraría mucho más. El sudor le hacía arder los ojos y la cara de Kadem se veía borrosa.

Hasta que, abruptamente, Kadem retrocedió y bajó su alfanje. Miraba por sobre el hombro de Koots. Podría ser una trampa, por lo que Koots no izo caso. Miró la daga en la mano izquierda de Kadem, tratando de serenarse y recomponerse para el próximo cruce.

Entonces oyó el ruido de cascos detrás de él. Se volvió lentamente y allí estaban Oudeman y Richter montados y totalmente armados. Xhia los conducía. Kadem dejó caer la daga y el alfanje de sus manos, pero se mantuvo en pie con la barbilla alzada y los hombros compuestos.

—¿Mato a este puerco, capitán? —preguntó Oudeman mientras se acercaba con su caballo. La carabina estaba apoyada sobre la silla, delante de él. Koots casi da la orden. Estaba conmocionado y enojado. Sabía hasta dónde había llegado el otro, además, Kadem había dicho que Nella era una prostituta. Era verdad, quien lo mencionara delante de él merecía la muerte. Luego se contuvo. El hombre había hablado de Buena Esperanza. Eso podría significar algo, y más tarde Koots podría matarlo con sus propias manos, lo cual le daría más placer que dejar que Oudeman lo hiciera por él.

—Quiero que me cuente algunas cosas, átalo detrás de tu caballo.

Recorrieron casi dos leguas para regresar al campamento. A Kadem le habían atado las muñecas con una cuerda, cuyo extremo libre estaba sujeto a la argolla del costado de la montura de Oudeman. Éste lo arrastró al trote. Cada vez que caía, el holandés lo hacía ponerse de pie a los tirones, pero cuando esto ocurría, Kadem perdía un trozo de piel donde sus codos o sus rodillas golpeaban en el duro suelo. Al llegar al campamento arrastrado por Oudeman, el prisionero estaba cubierto por una pasta de polvo, sudor y sangre.

Koots saltó del lomo de su yegua gris y fue a inspeccionar a los otros tres prisioneros árabes que Oudeman había capturado.

—¿Nombres? —les preguntó a los dos que parecían no estar heridos.

—Rashood, effendi. —Habban, effendi—. Se tocaron la frente y el pecho en señal de respeto y sumisión. Luego fue al tercer prisionero, el que estaba herido. Yacía quejándose, encogido como un feto dentro del vientre materno.

—¿Nombre? —dijo Koots y lo pateó en la panza. El herido se quejó aún más fuerte, y más sangre goteó por entre los dedos de la mano que apretaba su estómago. Koots miró a Oudeman.

—El estúpido de Goffel —explicó Oudeman Se dejó llevar por el entusiasmo. Se olvidó de tus órdenes y le disparó. Es en la panza. No vivirá hasta mañana.

—Bueno. Mejor éste y no uno de los caballos —dijo Koots y sacó la pistola de la funda que llevaba en el cinturón. La amartilló y puso el cañón en la nuca del hombre herido. Al sonar el disparo, el prisionero se puso tieso, los ojos se le dieron vuelta. Sus piernas patearon espasmódicamente y luego se quedó quieto.

—Un desperdicio de buena pólvora —señaló Oudeman Tendrías que haberme dejado usar el cuchillo.

—No he tomado el desayuno todavía, y ya sabes lo delicado que soy. —Koots sonrió ante su propio chiste y guardó la pistola humeante en la funda. Movió las manos hacia los otros prisioneros—. Dale diez golpes a cada uno con el sjambok en la planta de ambos pies, para ponerlos de un humor más amistoso. Apenas termine el desayuno hablaré con ellos de nuevo.

Koots comió un cuenco de guiso hecho con las patas del hartebeest y observó a Oudeman y a Richter darles con el sjambok a los pies desnudos de los cautivos árabes.

—Hombres duros. —Koots manifestó con un gruñido su aprobación al advertir que el único sonido que emitieron fue un breve quejido con cada golpe. No ignoraba la tortura que eso significaba para ellos. Koots rompió su cuenco con el dedo y se lo chupó mientras regresaba a sentarse en el suelo junto a Kadem. A pesar de su desgastada y sucia túnica, y de los cortes y raspones que cubrían sus miembros, Kadem era tan obviamente el jefe que Koots no perdió el tiempo con los otros. Miró a Oudeman y señaló a Rashood y Habban—. Lleva a esos cerdos a otra parte.

Oudeman sabía que él quería que estuvieran lejos para que no oyeran lo que le iba a preguntar a Kadem ni las respuestas de éste. Más tarde los interrogaría a ellos separadamente y compararía sus dichos. Koots esperó hasta que los soldados hotentotes los hubieran arrastrado rengueando sobre sus pies hinchados, hasta un árbol donde fueron atados. Luego se volvió hacia Kadem.

—De modo que visitaste el Cabo de Buena Esperanza, Amado de Alá. Kadem lo miró a su vez con sus ojos brillantes de fanático en la cara polvorienta. Sin embargo, la mención del lugar hizo algún efecto en la mente de Oudeman. Tomó uno de los mosquetes que le había sacado a los árabes y se lo dio a su capitán. La primera mirada que Koots le dirigió al arma fue fugaz.

—La culata. —Oudeman dirigió su atención—. ¿Ves el emblema en la madera?

Los ojos de Koots se estrecharon y sus labios formaron una delgada y iracunda línea mientras estudiaba el dibujo que había sido grabado en la madera con un hierro candente. Mostraba un cañón, un nueve libras de caño largo sobre una cureña de dos ruedas y en la cinta abajo, las iniciales CCCH.

—Bueno, bueno. —Koots levantó la vista y miró a Kadem—. De modo que eres uno de los hombres de Tom y Dorian Courtney.

El holandés vio que algo brillaba en las profundidades de aquellos ojos oscuros, pero fue ocultado con tal rapidez que no pudo precisar de qué se trataba, si bien la emoción que esos nombres habían generado era apasionada. Podía haber sido lealtad, devoción o algo diferente. Koots se sentó y lo miró.

—Conoces a mi mujer —le recordó—, y yo tendría que hacerte castrar por el modo en que hablaste de ella. Pero conoces a los hermanos Courtney, Tom y Dorian, ¿no? Si es así, eso podría salvar tus pelotas.

Kadem lo miró, y Koots le habló a Oudeman:

—Sargento, levántale la túnica para ver qué tamaño de cuchillo tendremos que usar para esa tarea.

Oudeman sonrió y se arrodilló junto al prisionero, pero antes de que llegara a tocarlo, éste habló.

—Conozco a Dorian Courtney, y su nombre árabe es al-Salil.

—El pelirrojo —coincidió Koots—. Sí, he oído ese nombre referido a él. ¿Y qué hay de su hermano Tom?, ese al que los hombres también llaman Klebe, el halcón.

—Conozco a ambos —confirmó.

—¿Y tú eras su mercenario, su sirviente, su lacayo, su parásito servil, acaso? —Koots seleccionó con cuidado las palabras para provocarlo.

—Soy su enemigo implacable —Kadem corrió hacia la trampa, con su orgullo encrespado—. Si Alá es bueno, entonces algún día seré‚ yo su verdugo.

Pronunció estas palabras con tan fiera intensidad que Koots le creyó. No dijo nada, pues a veces el silencio es la mejor manera de conducir un interrogatorio.

Kadem estaba en tal estado de agitación que no pudo contenerse:

—Yo soy el portador de la sagrada fatwa que me fue entregada por mi amo el soberano de Omán, califa Zayn ibn al-Din ibn al-Malik.

—¿Qué razón tendría tan noble y poderoso monarca para confiar semejante misión a una miserable porción de grasa de puerco rancia como tú? —Koots lanzó una risa burlona. Aunque Oudeman no había comprendido una sola palabra de aquella conversación en árabe, él también rió como un eco.

—Soy un príncipe de sangre real —reconoció Kadem con enojo—. Mi padre era el hermano del califa. Yo soy su sobrino. El califa confía en mí porque comando sus legiones y le he demostrado cientos de veces quién soy tanto en la guerra como en la paz.

—Sin embargo, has fracasado en esta sagrada fatwa de ustedes —lo ridiculizó Koots—. Tus enemigos siguen progresando mientras tú sigues cubierto de harapos, atado a un árbol y cubierto de suciedad. ¿Es ‚se el ideal de un poderoso guerrero entre los hombres de Omán?

—Ya he matado a la incestuosa hermana del califa, que era parte de la tarea que se me había encomendado, y dejé a al-Salil con heridas tan profundas y graves hechas con mi puñal que puede morir a causa de ellas. Si no es así, no descansaré hasta que mi deber haya sido cumplido.

—Todo esto no es más que el delirio de un loco —lo contradijo con una sonrisa irónica—. Si estás impulsado por tan sagrado deber, ¿cómo es que te encuentro vagando como un pordiosero en las tierras salvajes, cubierto de sucios harapos, armado con un mosquete que tiene grabado el emblema de al-Salil, tratando de robar un caballo para poder escapar?

Con habilidad Koots extrajo la información de ese cautivo. Kadem alardeó por la manera en que había logrado introducirse con engaños en el Gift of Allah; de qué modo había esperado la oportunidad y cómo había dado el golpe. Describió el asesinato de la princesa Yasmini y habló de lo cerca que había estado de asesinar también a al-Salil. Luego también describió cómo, con la ayuda de sus tres seguidores, había escapado del barco de los Courtney mientras estaban en la laguna, y cómo había evitado la persecución para finalmente tropezar con los soldados de Koots.

Mucho de lo que dijo el prisionero era totalmente nuevo para Koots, especialmente la huida de los Courtney de la colonia Buena Esperanza.

Eso debió de haber ocurrido algún tiempo después de su propia partida tras las huellas de Jim Courtney. Sin embargo, no carecía de lógica y no podía detectar puntos débiles en todo lo relatado. Todo parecía coincidir perfectamente con lo que él sabía de Keyser y sus intenciones. También era aquélla el tipo de ingeniosa empresa que entre Tom y Dorian Courtney podían pergeñar.

Con algunas reservas, creyó en la veracidad de lo dicho. ¡Si!, se felicitó en su interior, sin que nada se trasluciera en sus expresiones, éste es un extraordinario golpe de suerte, pensó. Me ha sido enviado un aliado al que puedo ligar a mi con cadenas de acero, una fatwa religiosa y un odio ardiente junto al cual mi propia firmeza empalidece.

Koots miró con dureza a Kadem mientras tomaba su decisión. Había vivido con los musulmanes, había peleado con ellos y contra ellos lo suficiente como para entender las enseñanzas del islam y los rígidos códigos de honor que los ligaban.

—Yo también soy un enemigo jurado de los Courtney —manifestó por fin. Vio que la desnuda pasión en los ojos de su prisionero se opacaba de inmediato.

¿Habré cometido un error fatal?, se preguntó. ¿Me habré precipitado demasiado en mostrar mi objetivo, alertando a mi presa? Vio que la suspicacia de Kadem se hacía cada vez más intensa. Pero de todas maneras, ya he descubierto mi juego y no puedo echarme atrás. Koots se volvió a Oudeman.

—Suelta sus ataduras —ordenó—, y trae agua para que beba y para que se higienice. Que se le dé algo de comer y se le permita orar. Pero debe estar vigilado con mucha atención. No creo que trate de escapar, pero no le demos la oportunidad.

Oudeman lo miró desconcertado por esas órdenes.

—¿Qué haremos con sus hombres? —preguntó dubitativo.

—Que continúen atados y bien vigilados —respondió Koots—. Que Kadem no hable con ellos, no permitas siquiera que se les acerque.

Koots esperó a que Kadem se hubiera bañado, comido y llevado a cabo el solemne ritual de la oración del mediodía. Sólo entonces envió por él para continuar con la conversación.

El holandés manifestó su más sociable manera de saludarlo y, a partir de ello, cambió el estatus de Kadem, que pasó de cautivo a huésped, con todas las responsabilidades que esa relación imponía a ambos. Luego continuó:

—La razón por la que me encuentras acá, en territorio salvaje, lejos de la morada de los hombres, es que estoy persiguiendo el mismo objetivo que tú. Mira esas huellas de carretas. —Las señaló y Kadem las miró. Por supuesto, él ya las había visto mientras acechaba a los caballos y se acercaba al campamento.

—¿Las ves? —insistió Koots.

El rostro del árabe permaneció con una gélida expresión. Comenzaba a lamentar sus anteriores indiscreciones. Nunca debió haber permitido que sus emociones se apoderaran de su lengua y le revelaran tanto al infiel. Ya se había dado cuenta de que Koots era un hombre astuto y peligroso.

—Estas huellas fueron hechas por cuatro carretas que son conducidas por el único hijo de Tom Courtney, a quien tú conoces con el nombre de Klebe. —Kadem pestañeó, pero no dejó traslucir ninguna otra expresión.

Koots dejó que pensara por un momento en ello. Luego le explicó por qué Jim Courtney se había visto forzado a abandonar la colonia.

Aunque Kadem escuchaba en silencio y sus ojos no mostraban más expresión que los de una cobra, su cabeza no dejaba de pensar a gran velocidad. Mientras había estado simulando en su papel de marinero de poca importancia a bordo del Gift of Allah se había enterado por sus compañeros de todas estas cosas. Por eso sabía que Jim Courtney había tenido que escapar de Buena Esperanza.

—Si seguimos esas huellas de carreta, podemos estar seguros de que habrán de conducirnos al lugar, en algún sitio de la costa, en el que padre e hijo acordaron encontrarse —concluyó Koots, y nuevamente quedaron en silencio.

Kadem pensó en lo que el otro le había dicho. Lo dio vuelta una y otra vez en su cabeza, del mismo modo que un joyero examina una piedra preciosa en busca de impurezas. No podía detectar nada falso en la versión de los hechos que brindaba Koots.

—¿Y qué es lo que esperas de mi? —preguntó finalmente.

—Ambos tenemos el mismo objetivo —respondió el holandés—. Te propongo un pacto, una alianza. Comprometámonos con un Juramento ante Dios y Su Profeta. Dediquémonos a la total destrucción de nuestros enemigos comunes.

—Estoy de acuerdo —replicó Kadem, y el brillo de locura que tan cuidadosamente había ocultado le volvió a los ojos. Koots lo percibió como algo perturbador, más amenazante que el alfanje y la daga en las manos del árabe al trabarse en lucha esa misma mañana.

Hicieron el juramento debajo de las largas ramas de un árbol, en las que los nuevos brotes ya habían aparecido para reemplazar a los que habían sido devorados por la manga de langostas. Juraron sobre la hoja y el mango de la daga de acero de Damasco de Kadem. Se pusieron el uno al otro un grano de sal en la lengua. Compartieron un trozo de carne, tragando un bocado cada uno. Con la hoja de Damasco, filosa como una navaja, abrieron una vena en la muñeca derecha de cada uno para luego masajearse el brazo hasta que la sangre fluyó brillante y tibia hacia las palmas ahuecadas. Luego unieron las manos para que la sangre de uno se mezclara con la del otro y las mantuvieron así mientras Kadem recitaba los maravillosos nombres de Dios. Finalmente se abrazaron.

—Eres mi hermano por esta sangre —dijo Kadem y su voz tembló con reverencia ante el poder de compromiso que tenía el juramento.

—Eres mi hermano por esta sangre —repitió Koots. Aunque su voz era firme y clara y su mirada se mantenía fija en los ojos de Kadem, el juramento afectó poco su conciencia. Koots no reconocía a dios alguno, y menos todabía a la deidad extranjera de una raza inferior y de piel oscura. Las ganancias de tal operación eran todas para él ya que él podía ignorarla cuando llegara el momento, e incluso podía matar al recién adquirido hermano de sangre con total impunidad si ello fuera necesario. Sabía que Kadem estaba comprometido por su esperanza de salvación y por la ira de su Dios.

En el fondo de su corazón, Kadem reconocía la fragilidad del lazo entre ellos. Esa noche, cuando compartían la fogata del campamento y comían juntos, dio muestras de lo astuto que era. Puso ante Koots un atractivo mucho más impresionante y comprometedor que cualquier juramento religioso.

—Ya te he dicho que soy el favorito de mi tío, el califa. Conoces también el poder y las riquezas del Imperio de Omán. Su reino abarca el gran océano, el mar Rojo y el mar Persa. Mi tío me ha prometido una gran recompensa si llevo esta fatwa a un exitoso final. Tú y yo hemos jurado, como hermanos de sangre, dedicarnos a esa misión. Una vez cumplida la fatua, regresaremos juntos al palacio del califa en la isla Lamu para recibir su gratitud. Te convertirás al islam y le pediré a mi tío que te ponga al mando de todos sus ejércitos en el continente africano. Le pediré que te haga gobernador de las provincias de Monomatapa, la tierra de donde salen los esclavos de Opet. Te convertirás en un hombre poderoso y serás dueño de riquezas incalculables.

Los buenos vientos comenzaban a soplar con fuerza en la vida de Hermínius Koots.

Siguieron las huellas de la caravana de carretas con renovados bríos.

—Hasta Xhia se había contagiado con el sentido de una misión a cumplir. En dos oportunidades cruzaron las huellas de las manadas de elefantes que se dirigían al sur desde las tierras del norte. Tal vez de alguna misteriosa manera los elefantes tenían conocimiento de la abundancia que las lluvias habían traído a esas tierras. Desde lejos Koots inspeccionó las enormes manadas de aquellos gigantes grises a través de las lentes de su catalejo, pero apenas si se interesó por ellos. No iba a permitir que la cacería de unos pocos colmillos de marfil lo apartara de su misión principal.

Ordenó que rodearan a las manadas y que continuaran avanzando sin molestarlas. Tanto Koots como Kadem se dolían ante cada minuto de demora y conducían sin pausa a caballos y hombres detrás de aquellas huellas que los conducían a su presa.

Salieron de la ancha franja que las langostas habían abierto en aquel territorio dejando atrás las grandes llanuras. Ingresaron en una encantadora tierra de ríos y lujuriantes bosques. El aire tenía el aroma dulce del perfume de las flores salvajes. Estaban rodeados de escenas de enorme belleza y grandiosidad, y la promesa de riquezas y gloria los impulsaba a seguir avanzando.

—No estamos demasiado lejos de las carretas ahora —les aseguró Xhia—, y cada día nos acercamos más.

Entonces llegaron a la confluencia de dos ríos, una corriente grande y ancha y un tributario de menor caudal. Xhia quedó asombrado por lo que halló en aquel lugar. Condujo a Koots y Kadem a través de un campo cubierto de restos humanos, podridos y secados por el sol, que habían sido masticados y desparramados por las hienas y otros carroñeros. No tuvo que señalarles las lanzas y assegai abandonadas, al igual que los escudos de cuero, la mayor parte de ellos con marcas de disparos de mosquete.

—Hubo una gran batalla en este lugar —les dijo Xhia—. Estos escudos y esas armas son los de las feroces tribus nguni.

Koots asintió con un gesto. Nadie que hubiera vivido y viajado por Africa como él podría ignorar la leyenda de las tribus guerreras de los nguni.

—¡Bien, entonces! —exclamó—. Dinos qué otra cosa ves allí.

—Los nguni atacaron las carretas que Somoya arrastró hasta aquí, cruzando el terreno entre los dos ríos. Era un buen lugar para él, con la espalda y dos lados protegidos por el agua. Los nguni tuvieron que atacarlo por el frente. Los mató como a gallinas. —Xhia dejó escapar una risita y movió la cabeza con admiración.

Koots caminó hacia el cráter en medio del suelo devastado frente al cual las carretas se habían detenido.

—¿Qué es esto? —quiso saber—. ¿Qué ocurrió acá?

Xhia tomó del polvo un pedazo de mecha lenta quemada y la mostró. Aun cuando había visto anteriormente los resultados del uso de mechas y explosivos, carecía del vocabulario que le permitiera describirlo. A falta de ello, como un mimo, reprodujo los movimientos de quien enciende la mecha, siseó mientras recorría el camino que la mecha debió haber seguido. Y cuando llegó al cráter gritó: —¡Ra-puf!—. Al mismo tiempo saltó al aire para ilustrar la explosión. Luego cayó sobre su espalda y movió espasmódicamente las piernas riéndose a carcajadas. Fue tan expresivo que hasta Koots no tuvo más remedio que reírse.

—Por la vagina Podrida de la gran prostituta —exclamó con una risotada—, el cachorro Courtney hizo volar una mina debajo de las impis cuando éstas atacaban las carretas. Tendremos que tener cuidado cuando lo alcancemos. Se ha vuelto tan astuto como su padre.

A Xhia le llevó el resto del día descubrir todos los secretos del campo de batalla, que se extendía a lo largo de tan vasto terreno en el valle africano. Le mostró a Koots el camino que las derrotadas impis habían seguido, y cómo Jim Courtney y sus hombres las habían perseguido a caballo disparándoles mientras huían.

Llegaron por fin al campamento abandonado de los nguni, y Xhia se volvió casi incoherente al darse cuenta de la dimensión de los rebaños de ganado que Jim había capturado.

—¡Como la hierba! ¡Como la langosta! —chillaba mientras señalaba las huellas que los animales habían dejado al ser conducidos hacia el este.

—¿Un millar? —se preguntó Koots—. ¿Cinco mil, o tal vez más?

Trató de calcular groseramente el valor de ese ganado si pudiera llevarlo a Buena Esperanza.

No hay suficientes florines en el Banco de Batavia, concluyó. Pero una cosa es segura. Cuando lo alcancemos, Oudeman y estos hediondos hotentotes no verán un centavo. Los mataré antes que darles un solo florín. Para cuando yo haya terminado haré que el gobernador Van de Witten parezca pobre en comparación.

Y ahí terminó el asunto. Cuando llegaron a lo que había sido el poblado, Xhia lo condujo al extremo del conjunto, donde estaba la empalizada hecha de sólidos troncos atados unos a otros con tiras de corteza.

Koots nunca había visto una construcción tan sólida, ni siquiera en las aldeas permanentes de las tribus. ¿Será un depósito de granos?, se preguntó mientras desmontaba y entraba en el lugar. Quedó todavía más desconcertado cuando descubrió que allí había lo que parecían ser enrejados para secar o ahumar carnes. Sin embargo, no había señales de cenizas o de arena quemada debajo de ellas. Como ocurría con la construcción de las murallas, la madera usada parecía demasiado grande para tan simple objetivo. Era claro que esos enrejados habían sido diseñados para soportar pesos mayores que el de los trozos de carne.

Xhia estaba tratando de decirle algo. Saltó sobre los enrejados y repitió varias veces la palabra "gallina". Koots frunció el ceño irritado. Esto no era un gallinero, ni siquiera un corral para avestruces. Sacudió la cabeza. Xhia comenzó otra escena de imitaciones Puso un brazo delante de su cara, como si fuera una gran nariz e hizo flamear su otra mano al costado de la cabeza como una gran oreja. Koots quedó intrigado sin descubrir el significado, hasta que recordó que la palabra en lengua san para "gallina" y "elefante" eran casi idénticas.

—¿Elefante? —preguntó mientras tocaba el cinturón de cuero de elefante que tenía puesto.

—¡Sí! ¡Sí!, estúpido. —Xhia hizo vigorosos gestos de asentimiento.

—¿Estás loco? —preguntó Koots en holandés—. Un elefante jamás pasaría por esas puertas.

Xhia saltó del enrejado y hurgó por debajo de éste. Hasta que se puso de pie otra vez. Le mostró lo que había encontrado. Era un colmillo inmaduro tomado de un joven elefante hembra. Era apenas tan largo como el antebrazo de Xhia y tan delgado que podía envolverlo en su parte más gruesa con el pulgar y el índice. Seguramente se les escapó cuando el depósito fue vaciado. Xhia lo agitó en la cara de Koots.

—¿Marfil? —El holandés comenzaba a entender. Cinco años antes, cuando trabajaba como edecán del gobernador de Batavia, el alto funcionario había hecho una visita al sultán de Zanzíbar. El sultán estaba orgulloso de sus colecciones de colmillos de elefante. Había invitado al gobernador y a su estado mayor a recorrer el tesoro y observar su contenido. El marfil estaba colocado sobre enrejados muy parecidos a éstos para mantener los colmillos lejos del suelo húmedo.

—¡Marfil! —Koots respiraba hondo—. ¡Son enrejados para apilar marfil! —Imaginó los colmillos uno arriba del otro y trató de imaginar el valor de un tesoro semejante—. En nombre del ángel negro, ésta es otra gran fortuna comparable al ganado robado.

Se volvió y salió del lugar.

—¡Sargento! —gritó—. Sargento Oudeman, que los hombres monten. Patea los traseros marrones de nuestros amigos árabes. Partimos de inmediato. Tenemos que alcanzar a Jim Courtney antes de que llegue a la costa y se ponga bajo la protección de los cañones de los barcos de su padre.

Cabalgaron hacia el este siguiendo las huellas del ganado, un camino pisoteado de casi un kilómetro y medio de ancho, por el que el ganado había pastado y aplastado la hierba.

—Un ciego podría seguirlos en una noche sin luna —le comentó Koots a Kadem, que cabalgaba junto a él.

—Que buena carnada será este puerquito para hacer caer al gran cerdo en nuestra trampa —concordó Kadem, con sombría firmeza. Esperaban encontrarse con las carretas y los rebaños de ganado robado en cualquier momento. Sin embargo, un día sucedió al otro y aunque cabalgaban rápido y Koots aprovechaba cualquier oportunidad para inspeccionar el territorio que los esperaba adelante con su catalejo, no divisaron ni siquiera a la distancia ni a las carretas ni a los rebaños.

Todos los días Xhia les aseguraba que los estaban alcanzando rápidamente. Por las señales que descubría, podía decirle a Koots que Jim Courtney estaba cazando elefantes mientras la caravana seguía su camino.

—¿Y eso lo está demorando? —quiso saber Koots.

—No, no. Él está cazando muy adelante de la caravana.

—Entonces podemos sorprender a la caravana mientras él no está con ellos para defenderlos.

—Primero tenemos que alcanzarlos —señaló Kadem.

Xhia le advirtió a Koots que si se aproximaran demasiado a la caravana de Jim Courtney antes de estar listos para atacarlos, Bakkat descubriría de inmediato su presencia.

—De la misma manera en que yo descubrí que estos babuinos marrones —dijo señalando a Kadem y a sus hombres con desprecio—, estaban acechándonos. Aunque Bakkat no es competencia para Xhia, el poderoso cazador, ni en el acecho ni en la astucia de mago, tampoco se puede decir que sea un tonto. He visto sus huellas y sus señales donde borra su propio rastro todas las noches antes de que las carretas acampen.

—¿Cómo sabes que son las señales de Bakkat? —preguntó Koots.

—Bakkat es mi enemigo y puedo distinguir las huellas de sus pies de las de cualquier otro hombre que camine en estas tierras.

Xhia destacó luego otra circunstancia que Koots no había tenido en cuenta antes. Las señales indicaban claramente que Jim Courtney había hecho otros agregados a su contingente, además de los rebaños de ganado robado. Había más hombres, muchos más hombres. El bosquimano calculaba que eran por lo menos cincuenta y que podrían llegar hasta cien hombres adicionales para enfrentarlos cuando atacaran las carretas. Xhia había empleado todo su talento y su brujería para precisar el carácter y condición de aquellos nuevos hombres.

—Son hombres corpulentos y orgullosos. Puedo decirlo por la manera en que caminan, por el tamaño de sus pies y el largo de sus pasos —le explicó a Koots—. Llevan armas y son hombres libres, no cautivos o esclavos. Siguen a Somoya por su propia voluntad y cuidan y protegen a sus animales. Creo que se trata de nguni que lucharán como guerreros. —Koots estaba aprendiendo por experiencia que era mejor aceptar la opinión del pequeño bosquimano. Hasta ese momento, jamás se había equivocado en esos asuntos.

Con tal cantidad y calidad de refuerzos agregados al núcleo de mosqueteros montados, Jim Courtney había reunido para ese entonces una fuerza formidable a la que Koots no se atrevía a subestimar.

—Nos superan varias veces. Será una lucha dura. —Koots evaluó estas nuevas desventajas.

—Sorpresa —intervino Kadem—. Contamos con el elemento sorpresa. Podemos elegir el momento y el lugar para atacar.

—Sí-coincidió Koots. Para entonces su opinión sobre el árabe como guerrero había crecido mucho. —No debemos desperdiciar esa ventaja.

Once días más tarde llegaron al borde de un profundo acantilado. Hacia el sur había altos picos montañosos cubiertos de nieve, pero hacia adelante el terreno descendía rápidamente en una confusión de colinas, valles y bosques. Koots desmontó y apoyó su anteojo largavista en el hombro de Xhia. Luego, súbitamente, lanzó un fuerte grito cuando descubrió en la distancia azul el aún más azul tono del océano.

—¡Si! —gritó—. Estaba seguro de esto. Jim Courtney se dirige a la bahía Nativity para reunirse con las naves de su padre. Aquello es la costa, y está a menos de cien leguas. —Antes de que pudiera articular completamente su satisfacción por haber llevado su búsqueda tan lejos, algo todavía más intenso atrajo su atención.

En la amplia extensión de tierras y bosques por debajo de él divisó nubes de polvo pálido empujadas por el viento, dispersas por una gran superficie. Cuando dirigió el catalejo en esa dirección vio que debajo de ellas se movían enormes rebaños de ganado, lentos y oscuros como manchas de aceite extendiéndose sobre la alfombra del gran valle africano.

—¡Madre de Satanás! —gritó—. Allí están. Al fin los tengo. —Con un enorme esfuerzo controló su instinto guerrero de correr cuesta abajo de inmediato. Pero se contuvo y decidió considerar todas las circunstancias y eventualidades que él y Kadem habían analizado exhaustivamente en los últimos días.

—Se están moviendo con lentitud, a la velocidad del ganado pastando. Podemos tomarnos el tiempo necesario para que nuestros hombres y caballos descansen y luego prepararnos para el ataque. Mientras tanto enviaré a Xhia adelante para explorar las disposiciones de Jim Courtney, para conocer su línea de marcha, la personalidad de sus nuevos hombres, y el orden de batalla de sus jinetes.

Kadem estuvo de acuerdo y lo indicó con un gesto mientras estudiaba el terreno debajo de él.

—Podríamos cerrar un círculo delante de ellos y prepararles una emboscada. Tal vez en algún paso estrecho en las colinas o en el cruce de algún río. Ordena a Xhia que tenga en cuenta lugares como esos.

—Ocurra lo que ocurra, no tenemos que permitir que se reúna con las naves que podrían estar ya esperándolos en la bahía Nativity —advirtió Koots—. Debemos atacar antes de que eso ocurra, o nos enfrentaremos a los cañones y a la metralla, además de los mosquetes y las lanzas.

Koots bajó el catalejo y tomó a Xhia por el cogote para destacar la importancia de sus órdenes. Xhia escuchó atentamente y entendió por lo menos una de cada dos de las palabras que Koots le gruñó.

—Te encontraré aquí cuando regrese —concordó Xhia cuando Koots terminó su arenga. Luego se alejó trotando cuesta abajo por el acantilado sin mirar hacia atrás. No tenía que hacer preparación alguna para la tarea que tenía ante sí pues él llevaba sobre sus sólidas espaldas las únicas posesiones que tenía.

Fue un poco antes del mediodía cuando partió, y era ya el fin de la tarde antes de que estuviera suficientemente cerca de los rebaños de ganado como para oír sus distantes mugidos. Cuidó muy bien de borrar sus propias huellas y de no acercarse más. A pesar de sus fanfarronerías sentía un gran respeto por los poderes de Bakkat. Anduvo en círculo alrededor de los rebaños para ubicar la posición exacta de las carretas de Somoya. El ganado había pisado las huellas y confundido las señales, de modo que fue difícil incluso para él obtener de ellas toda la información que le hubiera gustado.

Llegó a la altura del lugar donde estaban las carretas, pero una legua al norte de su línea de marcha cuando de pronto se detuvo. Su corazón comenzó a latir como los cascos de una manada de cebras al galope. Miró hacia abajo, hacia la delicada y pequeña huella de un pie en el polvo.

—Bakkat —susurró—, mi enemigo. Reconocería sus huellas en cualquier parte pues las llevo grabadas en mi corazón.

Las órdenes y las exhortaciones de Koots se borraron de su mente y concentró todos sus poderes en esa huella.

—Va rápido y decidido, sin detenerse ni vacilar. No toma precauciones. Si alguna vez puedo sorprenderlo, éste es el día.

Sin pensarlo más, dejó de lado su propósito original y siguió las huellas de Bakkat, a quien odiaba por sobre todas las cosas en el mundo.

F I N

NOTA DEL EDITOR

La apasionante odisea de Jim y Louisa, en la que ha intervenido toda la familia Courtney, no termina aquí. Sus enemigos no cejarán hasta verlos destruidos. Celos, venganza, pasiones encontradas, batallas en el mar y tierra adentro aún aguardan al clan más intrépido creado por Wilbur Smith. No se las pierda en La ruta de los vengadores, segunda parte de esta fascinante saga.