Al día siguiente Jim observó el pasaje del sol por el cenit y marcó su posición en la carta de su padre.

—Según mis cálculos estamos sólo a unos pocos grados al sur de la latitud del puesto comercial de los Courtney en la bahía Nativity. Estos cálculos me dicen que deberían ser menos de mil leguas hacia el este, tres meses de viaje. Es posible que podamos encontrar uno o dos barcos allí, o por lo menos encontrar un mensaje de mi familia debajo de las piedras del correo.

—¿Es allí donde iremos ahora, Jim? —quiso saber Louisa.

Él levantó la vista del pergamino de la carta y alzó una ceja.

—¿Tienes alguna otra sugerencia?

—No. —Sacudió la cabeza—. Para mí es tan buena esa dirección como cualquier otra.

A la mañana siguiente levantaron el campamento. Inkunzi y sus pastores trajeron los capturados rebaños reales y Jim observó con interés cuando cargaban el marfil. El arnés de cuero crudo que usaban era simple, pero había sido obviamente perfeccionado por los nguni para que se adaptara perfectamente a las pesadas jorobas y pudiera ser sujetado por detrás de las patas delanteras. Las cargas de marfil estaban equilibradas como para que colgaran cómoda y seguramente a cada lado del lomo de la bestia, permitiéndole libertad de movimientos. Inkunzi y sus hombres calculaban el peso de cada carga de acuerdo con el tamaño y fuerza del animal que iba a llevarla. Los animales parecían no darse cuenta del peso mientras se movían al paso normal que indicaban los pastores, pastando satisfechos mientras se extendían como un río desbordado a lo largo del valle. Cuando el rebaño estuvo en movimiento, los animales cubrían varias leguas.

Jim determinó con la brújula el rumbo a seguir y le indicó a Inkunzi un punto destacado en el horizonte hacia el que debía dirigirse. El mismo Inkunzi abrió la marcha pomposamente a la cabeza de su ganado, envuelto en su capa de cuero con su assegai y su escudo de guerra negro colgado a la espalda. Tocaba una flauta de caña mientras marchaba. Era una melodía dulce pero monótona, los animales lo seguían como una fiel jauría de perros de caza. La caravana de carretas conformaba la retaguardia.

Todas las mañanas Jim y Louisa cabalgaban con Bakkat para abrir camino y asegurarse de que no hubiera peligros al acecho o huellas frescas de una manada de elefantes. Hacían este trabajo adelantándose mucho a la caravana que avanzaba lentamente, eligiendo los pasos entre las colinas los vados y corrientes lentas de los ríos para cruzarlos. Las manadas de animales salvajes no dejaban de asombrarlos, pero iban descubriendo que los nguni habían eliminado de aquellas tierras toda presencia humana. Las aldeas habían sido incendiadas totalmente y sólo sobresalían las piedras de los cimientos ennegrecidos por el humo y el terreno circundante estaba cubierto con blanqueados huesos humanos. No había un alma con vida.

—La mefecane —llamaba Tegwane a esta gran matanza—. La pulverización de las tribus, como trigo en la piedra de molino de las impis.

Una vez que Inkunzi hubo demostrado su valor y establecido su lugar muy alto en la jerarquía de aquel conjunto de hombres, se unió con toda naturalidad a los indabas alrededor de la fogata. Podía, gracias a su propia experiencia, describir el cuadro de aquellos terribles acontecimientos. Les contó que su pueblo tenía sus orígenes muy lejos hacia el norte, en algún lugar llamado el Comienzo de Todas las Cosas.

Varias generaciones atrás, su tribu había sido sorprendida por algún cataclismo, otra mefecane, y la hambruna que naturalmente sobrevino. Ellos y sus animales habían comenzado la larga migración hacia el sur saqueando y matando a todas las demás tribus que se interponían en su camino. Como pastores nómadas siempre estaban en busca de pastos para su ganado, de mejores botines y de mujeres. Era una saga trágica.

—Nunca sabremos cuántas almas humanas han perecido en estas encantadoras tierras salvajes —comentó Louisa con suave voz.

Hasta Jim estaba conmocionado por la dimensión de la tragedia que había barrido como la peste negra todo el continente.

—Esto es tierra salvaje. Para florecer necesita ser regada con la sangre de los humanos y de las bestias —coincidió con ella.

Cuando salían a explorar delante de las carretas Jim estaba siempre atento para descubrir señales de algún resto de las fuerzas ngunis, y entrenó a su pequeño grupo con tácticas defensivas que debían ser aplicadas en caso de ser atacados.

Buscaba también los efusivos rebaños de elefantes, pero las semanas pasaban, y milla tras milla de esas extensas tierras sin límites iban quedando atrás de las ruedas de las carretas sin que apareciera ningún elefante.

Casi tres meses después de haber girado al este, llegaron abruptamente a un profundo precipicio donde la tierra se interrumpía para convertirse en un escarpado abismo ante ellos.

—Esto parece el fin del mundo —suspiró Louisa. Permanecieron juntos mirando asombrados. El aire claro y la brillante luz del sol hacían que uno tuviera la sensación de que efectivamente se podía ver hasta el fin del mundo.

Jim miró con su catalejo y vio que al unirse con el distante horizonte el cielo cambiaba de tonalidad para adquirir un extraño azul, brillante y translúcido como lapislázuli pulido.

Le llevó un tiempo darse cuenta de qué era lo que estaba viendo. Hasta que el ángulo de la luz del sol cambió sutilmente y él exclamó:

—¡En el nombre de todo lo que es sagrado y bello!, Puercoespín, es el mar, por fin. —Le dio el catalejo—. Ahora descubrirás qué gran navegante soy pues te llevaré sin equivocarme hasta la playa de bahía Nativity en la tierra de los elefantes.

Tom y Dorian Courtney cabalgaron hasta los portones de la entrada principal del castillo. Los estaban esperando. El sargento de la guardia saludó cuando pasaron hacia la explanada de ingreso. Los mozos de cuadra corrieron para hacerse cargo de los animales cuando desmontaron.

Los hermanos Courtney estaban acostumbrados a ese respetuoso tratamiento. En su calidad de principales comerciantes e importantes miembros de la colonia con frecuencia eran huéspedes del gobernador Van de Witten. El secretario del gobernador, también importante funcionario de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales, abandonó con premura su oficina para saludarlos y conducirlos hasta los aposentos privados del gobernador.

No se los hizo esperar en la antecámara, sino que se los condujo de inmediato a la amplia sala del consejo. La larga mesa central y cada una de las veinte sillas estaban hechas con stinkwood, una de las maderas de Africa más hermosa, delicadamente tallada por esclavos malayos, hábiles ebanistas. El piso de lustrosas planchas de madera amarillenta pulida: con cera de abejas brillaba como un cristal. Los ventanales voladizos, en extremo más alejado de la sala, tenían exquisitos vitrales que habían atravesado todo el Atlántico desde Holanda. Proporcionaban una espléndida vista de la bahía Table con el monumental volumen del monte Cabeza de León en el fondo. La bahía, desbordante de naves, era batida por el fuerte viento del sudeste hasta convertirla en una espuma de rampantes caballos blancos.

Los paneles de madera de las paredes estaban cubiertos con diecisiete retratos de los miembros del consejo de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales en Ámsterdam, hombres serios con caras de bulldog y sombreros negros, cuellos de encaje blanco como el papel sobre sus chaquetas negras, abotonadas hasta la garganta.

Dos hombres abandonaron sus asientos junto a la mesa del consejo para ponerse de pie y saludar a los dos hermanos. El coronel Keyser llevaba puesto el uniforme de gala que él mismo se había diseñado. Era de brocado escarlata, con bandas sobre ambos hombros, una azul, la otra dorada. Su generosa cintura estaba rodeada por un cinturón adornado con medallones de oro, y la empuñadura de su espadín estaba incrustada con piedras semipreciosas. Había tres grandes estrellas esmaltadas sobre su pecho. La más grande era la Orden de San Nicolás. La caña de sus brillantes botas llegaba hasta más arriba de las rodillas. El sombrero era de ala ancha, coronado con un penacho de abundantes plumas de avestruz.

En contraste, el gobernador Van de Witten llevaba las sombrías vestimentas que eran casi un uniforme para la mayoría de los más importantes funcionarios de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales:

ajustada gorra de terciopelo negro, cuello de encaje flamenco y chaqueta negra abotonada hasta la garganta. Las delgadas piernas estaban enfundadas en calzas de seda negra y los zapatos de punta cuadrada se ajustaban con hebillas de plata sólida.

—Mijnheeren, vuestra presencia nos honra —saludó—. Su cara era pálida y lúgubre.

—Los honrados somos nosotros. Acudimos tan pronto recibimos vuestra invitación —respondió Tom, al mismo tiempo que los hermanos se inclinaban en una reverencia. La ropa de Tom era de velarte, pero de primera calidad y cortada en Londres. Dorian llevaba una chaqueta de seda verde y voluminosos calzones. Las sandalias eran de cuero de camello y el turbante, que hacía juego con la chaqueta, estaba sostenido con un broche de esmeraldas. Su corta barba roja ensortijada estaba prolijamente cuidada. Contrastaba con la de Tom, más abundante y con vetas plateadas. Al verlos juntos nadie podría suponer que fueran hermanos. El coronel Keyser se adelantó para saludarlos y ellos nuevamente se inclinaron.

—Un servidor, coronel, como siempre —dijo Tom.

—Salaam aleikum, coronel —murmuró Dorian. Aunque cuando estaba en High Weald y en el seno de su propia familia a menudo lo olvidaba, le gustaba recordarle al mundo que era el hijo adoptivo del sultán Abd Muhammad al-Malik, califa de Muscat—. La paz sea con vos, coronel. —Luego agregó en árabe, haciendo que sus palabras sonaran como parte del saludo—: No me gusta la expresión de este gordo. El tiburón tigre sonríe de la misma manera. —Esto fue dicho sólo para Tom pues sabía muy bien que los demás en la sala no habían entendido ni una palabra de lo que acababa de decir.

El gobernador van de Witten señaló las sillas frente a él, al otro lado de la amplia y brillante superficie de la mesa.

—Caballeros, por favor sentaos. —Batió las palmas y de inmediato apareció una pequeña procesión de esclavos malayos con fuentes de plata llenas de los más exquisitos bocados y garrafas de vino y licores.

Mientras servían la mesa, el gobernador y sus invitados continuaron con los habituales intercambios de cumplidos y comentarios sociales. Tanto Tom como Dorian se contuvieron para no echar más de una sola mirada al misterioso objeto que estaba en el centro de la mesa de stinkwood. Estaba cubierto con un trozo de terciopelo con los bordes terminados con cuentas. Tom tocó apenas con la rodilla la pierna de Dorian. Este ni siquiera lo miró, pero se tocó un costado de la nariz, señal de que él también había advertido la presencia del objeto. A lo largo de los años se habían identificado tanto entre sí que podían saber con precisión lo que el otro pensaba.

Los esclavos por fin abandonaron la sala del consejo y el gobernador se dirigió a Tom.

—Mijnheer Courtney, sé que habéis discutido con el coronel Keyser la lamentable y reprochable conducta de vuestro hijo, James Archibald.

Tom se puso tenso. Si bien había esperado una cosa así, se preparó para lo que podría seguir. ¿Qué nueva treta habría inventado ahora Keyser?, se preguntó en silencio. Como Dorian había señalado, la expresión de Keyser era relamida y maliciosa. Y en voz alta dijo:

—Efectivamente, gobernador. Recuerdo muy bien nuestra conversación.

—Se me aseguró que vos no aprobábais la conducta de vuestro hijo al interferir con el curso de la justicia, raptar a una mujer prisionera, robar la propiedad de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales.

—Lo recuerdo muy bien —se apresuró Tom a asegurarle, deseoso de abreviar la lista de las transgresiones de Jim.

Pero Van de Witten, implacable, continuó:

—También se me aseguró que me mantendríais informado acerca del paradero de vuestro hijo apenas conociérais sus movimientos. También se me prometió que se haría todo lo posible para conducirlo a él y a esa criminal, Louisa Leuven, al castillo en la primera oportunidad para que respondieran ante mí por sus crímenes. ¿Acaso no acordamos eso?

—Así fue, Excelencia. También recuerdo que, como prueba de mi buena fe y mis buenas intenciones y para compensar a la Compañía por sus pérdidas, os hice un pago de veinte mil florines en oro.

Van de Witten ignoró la sutil impertinencia, él jamás había entregado un recibo oficial por ese pago, diez por ciento del cual había ido a parar a manos del coronel Keyser y el resto a su propia bolsa. A medida que seguía hablando, su expresión de tristeza era cada vez más intensa.

—Tengo razones para creer, Mijnheer Courtney, que no habéis cumplido vuestra palabra del compromiso.

Tom alzó los brazos y produjo una serie de teatrales sonidos de asombro y negativa, pero sin llegar tan lejos como para negar la acusación directamente.

—¿Os gustaría escuchar los fundamentos de lo que acabo de decir? —preguntó Van de Witten, a lo que Tom asintió con gesto de preocupación—. Dado que el coronel Keyser es el funcionario responsable ante mí por la conducción de este caso, le pediré a él que nos explique lo que ha descubierto. —Miró al coronel—. ¿Tendríais la gentileza de informar a estos caballeros?

—Por cierto, Vuestra Excelencia, lo haré con gusto y cumpliendo con mi obligación. —Keyser se inclinó sobre la mesa y tocó el misterioso objeto cubierto con el trozo de terciopelo adornado con cuentas. Todas las miradas se dirigieron a él. Divertido, Keyser retiró su mano y volvió a apoyar la espalda en su silla—. Permitidme primero preguntar a Mijnheer Courtney, si en algún momento durante los tres últimos meses alguna de las carretas que vos y vuestro hermano poseéis —hizo un gesto con la cabeza señalando a Dorian— abandonó la colonia.

Tom reflexionó un momento, luego se dirigió a su hermano.

—No recuerdo que haya sido así, ¿y tú, Dorry?

—Ninguno de nuestros vehículos tenía permiso de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales para abandonar la colonia —replicó Dorian completando categóricamente la lógica del círculo vicioso.

Una vez más Keyser se inclinó hacia adelante, pero esta vez con un movimiento rápido retiró el terciopelo y todos se quedaron mirando el fragmento roto del radio de una rueda.

—Ese que está grabado en la madera, ¿es el número de vuestra empresa?

—¿Dónde fue encontrado? —preguntó Tom ingenuamente.

—Un oficial de la Compañía lo encontró en el suelo junto a las huellas de cuatro carretas que abandonaron la colonia cerca de la naciente del río Gariep para dirigirse hacia el norte, al desierto.

Tom sacudió la cabeza.

—No logro entenderlo. —Se tironeó la barba—. ¿Y tú, Dorian?

—En marzo del año pasado vendimos una de las viejas carretas para madera a un cazador hotentote. ¿Cómo se llamaba? ¿Oompie? Dijo que se iba a buscar marfil en el desierto.

—¡Por todos los santos! —exclamó Tom—. Me había olvidado de eso.

—¿Tenéis el recibo de esa venta? —Keyser daba muestras de sentirse frustrado.

—El viejo Oompie no sabe escribir —murmuró Dorian.

—Entonces, veamos. Pongamos las cosas en claro. Ninguno de vosotros viajó con cuatro carretas muy cargadas hasta los límites de la colonia, y ninguno de vosotros entregó esas carretas al fugitivo de la justicia, James Courtney. Y tampoco ninguno de vosotros alentó y estuvo de acuerdo en que este fugitivo escapara hacia los confines de la colonia sin la aprobación de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales. ¿Es eso lo que me estáis diciendo?

—Correcto. —Tom lo miraba fijo a los ojos desde el otro lado de la mesa.

Keyser sonrió triunfante y miró al gobernador Van de Witten, solicitándole permiso para continuar. Éste hizo un gesto de asentimiento y Keyser batió otra vez las palmas. Las hojas de la puerta doble se abrieron para dejar paso a dos cabos con uniforme de la Compañía que arrastraban entre ellos a una figura humana.

Por un momento ni Tom ni Dorian lo reconocieron. Llevaba puesto sólo un par de calzones sucios con sangre seca y sus propios excrementos. Le habían arrancado las uñas de las manos y los pies con tenazas de herrero. La espalda había recibido latigazos hasta quedar convertida en una masa sanguinolenta. Tenía la cara hinchada de manera grotesca: un ojo completamente cerrado, el otro, apenas una rendija en la carne hinchada y amoratada.

—Hermoso espectáculo. —Keyser sonrió. El gobernador Van de Witten acercó un saquito de hierbas y pétalos de flores secos a su nariz.

—Mil disculpas, Excelencia —dijo el coronel al advertir el gesto—. Los animales deben ser tratados como tales. —Se volvió hacia Tom—. Conocéis a este hombre, por supuesto. Es uno de vuestros conductores de carretas.

—¡Sonnie! —exclamó Tom poniéndose de pie, pero luego lo pensó mejor y volvió a hundirse en su asiento. Dorian se mostró acongojado. Sonnie era uno de sus mejores hombres, cuando estaba sobrio. Ausente de High Weald por más de una semana, habían dado por supuesto que se trataba de una de sus periódicas parrandas de las que siempre regresaba envuelto en los vapores del hachís, del brandy barato y hasta del perfume de las mujeres baratas, pero arrepentido, pidiendo disculpas y jurando sobre la tumba de su padre que aquello no volvería a suceder.

—¡Ah, si! —exclamó Keyser—. Lo conocéis, él nos ha estado dando interesantes detalles sobre vuestros movimientos y los de vuestras familias, dice que en septiembre dos de sus carretas conducidas por el hijo de Mijnheer Dorian Courtney, Mansur, partió por la ruta de la costa hacia el norte, esto puedo probarlo pues yo mismo conduje a un grupo de mis hombres para seguir esas carretas. Ahora sé que eso no era más que una distracción para apartar nuestra atención de otros asuntos más importantes. —Keyser miró a Dorian—. Lamento que un buen muchacho como Mansur se haya visto envuelto en este tan sórdido asunto. Y también debe enfrentar las consecuencias de sus acciones. —Esto fue dicho sin énfasis alguno, pero la amenaza no fue disimulada.

Los dos hermanos Courtney permanecieron en silencio. Tom no podía mirar a Sonnie por temor a perder el control y dejarse llevar por la furia. El muchacho era un espíritu libre que, a pesar de sus muchos defectos, se había ganado todo su afecto y Tom se sentía paternalmente responsable por él.

Keyser dirigió su atención otra vez a Tom.

—Este hombre también nos ha dicho que inmediatamente después de Que las carretas engañosas abandonaron High Weald y una vez seguros de que mis hombres las seguían, vos y Mevrouw Courtney se escurrieron con otras cuatro carretas cargadas al máximo, con gran número de caballos y otros animales hacia el río Gariep. Esperásteis allí algunas semanas hasta que vuestro hijo, James Courtney, y la prisionera fugitiva salieron de la montaña para unirse a vosotros. A ellos les fueron entregados los animales y las carretas. Luego continuaron su fuga hacia el desierto y vosotros regresasteis a la colonia aparentando inocencia.

Keyser apoyó su cuerpo en el respaldo de la silla y entrelazó las manos sobre la hebilla del ancho cinturón. Todo era silencio en la sala hasta que Sonnie murmuró:

—Lo siento, Klebe. —Sus palabras no se oyeron del todo articuladas pues sus labios estaban lastimados y endurecidos por heridas a medio curar. Además se veían agujeros negros en la boca, espacios dejados por los dientes delanteros que le habían sido arrancados—. Yo no quería decir nada, pero me golpearon. Dijeron que iban a matarme y luego le harían lo mismo a mis hijos.

—No es tu culpa, Sonnie. Tú solo hiciste lo que cualquier hombre hubiera hecho.

Keyser sonrió e inclinó su cabeza hacia Tom.

—Sois generoso, Mijnheer. Si yo estuviera en vuestro lugar no sería tan comprensivo.

El gobernador Van de Witten intervino:

—¿Podemos sacar a este hombre de acá, coronel? —preguntó irritado—. Su olor es horrible, además está manchando el suelo con sangre y otros fluidos menos vitales.

—Mis disculpas, Vuestra Excelencia. La presencia de este hombre aquí ya ha cumplido con su objetivo. —Hizo un gesto a los guardias uniformados y les indicó que se lo llevaran. Los hombres arrastraron a Sonnie y al salir cerraron las puertas.

—Si fijáis una fianza por él, la pagaré y llevaré al pobre infeliz a High Weald conmigo —dijo Tom.

—Eso da por supuesto que vosotros vais a regresar a High Weald —señaló Keyser—. Pero, lamentablemente aún cuando así fuera, no podría yo permitir que el testigo fuera sacado de aquí. Debe permanecer en las mazmorras del castillo hasta que vuestro hijo James y la prisionera fugitiva sean llevados a juicio ante el gobernador. —Separó las manos y se inclinó hacia adelante. La sonrisa se desvaneció y su expresión se hizo dura, sus ojos fríos e hicieron implacables—. Y hasta que la participación de vosotros en este asunto quede aclarada.

—¿Nos estáis arrestando? —inquirió Tom—. ¿Sólo por el testimonio sin pruebas de un carretero hotentote? —Tom miró al gobernador Van de Witten—. Vuestra Excelencia, según el artículo 152 de la Ley de Procedimiento Criminal, dictada por los directores en Ámsterdam, los esclavos y los nativos no pueden dar testimonio en contra de un hombre libre de la colonia.

—Habéis desperdiciado vuestra vocación, Mijnheer. Vuestro conocimiento de la ley es impresionante. —Van de Witten inclinó la cabeza.

—Gracias por traer esta ley a mi atención. —Se puso de pie y caminó sobre aquellas delgadas piernas enfundadas en calzas negras en dirección a los ventanales con vitrales. Cruzó los brazos sobre su pecho de paloma y dirigió la mirada hacia la bahía—. Veo que vuestros dos barcos han regresado al puerto.

Ninguno de los hermanos respondió a ese comentario. Era superfluo. Las dos naves de los Courtney eran claramente visibles desde donde él estaba, ancladas frente a la costa. Habían llegado en convoy a la bahía dos días antes y todavía no habían descargado. El Maid of York y el Gift of Allah eran dos goletas encantadoras. Habían sido construidas en los astilleros de Trincomalee con los diseños del propio Tom. Eran veloces y maniobrables, de poco calado y bien armadas, perfectas para tareas costeras que exigían moverse en estuarios y costas poco profundas y hostiles.

Sarah había nacido en York y Tom había bautizado una de sus naves en su honor. Dorian y Yasmini habían elegido el nombre del otro barco.

—¿Lucrativo el viaje? —quiso saber Van de Witten—. Al menos eso es lo que se dice.

Tom apenas si sonrió.

—Agradecemos al Señor por lo que hemos obtenido, pero con un poco más estaríamos felices.

Van de Witten reconoció el ingenio de esas palabras con una sonrisa un tanto torcida y regresó a su asiento.

—Preguntáis si estáis arrestado. La respuesta, Mijnheer Courtney, es no. —Sacudió la cabeza—. Sois un pilar de nuestra pequeña sociedad, un caballero de la más alta reputación, industrioso y trabajador. Pagáis vuestros impuestos. Técnicamente no sois un burgués libre de Holanda, sino súbdito de una nación extranjera. Pero como pagáis el impuesto para el permiso de residencia, gozáis de los mismos derechos de un burgués. Por lo tanto ni siquiera pensaría en arrestaros. —Resultaba claro por la expresión del coronel Keyser que efectivamente esa posibilidad había sido ampliamente analizada.

—Gracias, Excelencia. —Tom se puso de pie y Dorian lo imitó—. Que penséis así significa mucho para nosotros.

—¡Por favor, Mijnheeren! —Van de Witten alzó su mano para detenerlos—. Hay algunas otras cositas que deberíamos considerar antes de separarnos.

Volvieron a sentarse.

—No querría que ninguno de vosotros dos, ni ningún otro miembro de la familia, abandonara la colonia sin mi permiso expreso hasta que este asunto sea finalmente resuelto. Esto incluye a vuestro hijo, Mansur Courtney, responsable de haber deliberadamente distraído a los soldados de la caballería de la Compañía en una infructuosa expedición hacia los límites del norte de la colonia. —Miró fijamente a Dorian—. ¿He sido suficientemente claro? —Dorian asintió con un gesto.

—¿Eso es todo, Excelencia? —preguntó con exagerada gentileza.

—No, Mijnheer. No totalmente. He decidido que debéis depositar en mis manos una fianza nominal que nos asegure que vos y vuestra familia aceptáis las condiciones por mí impuestas.

—¿Y de cuánto es esa fianza nominal? —Tom se preparó para oír la respuesta.

—Cien mil florines. —Van de Witten tomó la garrafa de vino Madeira color miel dorada. Caminó alrededor de la mesa para volver a llenar las copas con pie en forma de espiral. Un tenso silencio dominaba la sala—. Tendré en consideración el hecho de que sois extranjeros y tal vez no habéis comprendido lo que dije. —Van de Witten volvió a sentarse—. Lo repetiré. Requiero de vosotros una fianza de cien mil florines.

—Eso es mucho dinero —reaccionó finalmente Tom.

—Así es, creo que será suficiente. —El gobernador hizo un gesto de asentimiento—. Pero es una suma relativamente modesta si tenemos en cuenta las ganancias producidas por vuestro último viaje comercial.

—Necesitaré algún tiempo para reunir esa cantidad en efectivo —explicó Tom. Su rostro permaneció casi inalterado. Sólo un ligero tic en uno de los párpados delataba su agitación.

—Sí, lo comprendo —estuvo de acuerdo Van de Witten—. Sin embargo, mientras se reúne lo necesario para la fianza, deberéis tener en cuenta que el pago para la renovación del permiso de residencia vence en las próximas semanas. Podéis perfectamente pagar ambas cantidades al mismo tiempo.

—Cincuenta mil florines adicionales —calculó Tom, tratando de esconder su desazón.

—No, Mijnheer. Dadas estas inesperadas circunstancias he debido reconsiderar el valor del permiso de residencia. Ha sido aumentado a cien mil florines.

—Eso es piratería —exclamó Tom, perdiendo el control por un instante, para recuperarse de inmediato—. Pido disculpas, Excelencia. Retiro ese comentario.

—Vosotros no ignoráis lo que es la piratería, Mijnheer Courtney. —Van de Witten suspiró en tono de lamento—. Vuestro propio abuelo fue ejecutado por ese delito. —Apuntó en dirección a los ventanales saledizos.

—Allí, en el patio de honor al que da esta misma sala. Roguemos para que ningún otro miembro de la familia encuentre ese mismo trágico final. —La amenaza estaba implícita, pero se cernió por toda la sala como la sombra del cadalso.

Dorian intervino por primera vez:

—Un pago de cien mil florines además del depósito por la fianza sería la ruina de nuestra compañía.

Van de Witten se volvió hacia él.

—Creo que todavía no habéis comprendido lo que he dicho —explicó con tono de tristeza—. El pago de cien mil florines es por el derecho de residencia de vuestro hermano. Vos y vuestra familia deberéis pagar otros cien mil. Y eso debe ser agregado a la fianza para asegurarnos vuestra buena conducta.

—¡Trescientos mil! —exclamó Tom—. Eso no es posible.

—Estoy seguro de que silo es —lo contradijo Van de Witten—. Como último recurso siempre podéis vender las naves y el contenido de los depósitos en tierra. Seguramente con eso se puede reunir la cantidad requerida.

—¿Vender las naves? —Tom se puso de pie de un salto—. ¿Qué clase de locura es ésta? Sin las naves la compañía no existe.

—Os aseguro que no es ninguna locura. —Van de Witten sacudió la cabeza y le sonrió al coronel Keyser—. Creo que vos deberíais explicar la situación a estos caballeros.

—Por cierto, Excelencia. —Keyser abandonó su silla y con paso exageradamente elegante se dirigió hacia la ventana—. Muy bien. Justo a tiempo para ilustrar el asunto.

En la playa, debajo de las murallas del castillo se estaban reuniendo los pelotones de soldados de la Compañía Holandesa Unida de las Indias orientales. Llevaban las bayonetas colocadas en sus mosquetes e iban completamente equipados. Sus uniformes verdes contrastaban con las blancas arenas. Mientras Tom y Dorian observaban, los soldados comenzaron a embarcarse en dos lanchones abiertos que se habían acercado a la playa, los hombres debieron meterse en el agua para llegar a ellos.

—He tomado la precaución de poner guardias a bordo de vuestras dos naves —les comunicó Keyser—, sólo para asegurar el cumplimiento de lo dispuesto por el gobernador Van de Witten. —Keyser se sentó otra vez en la silla—. Hasta nuevo aviso, deberéis presentaros todos los días antes de que el cañón anuncie el mediodía en mi cuartel general para que yo pueda constatar que no habéis abandonado la colonia. Por supuesto, tan pronto como estéis en condiciones de presentar el recibo del tesoro por la suma total que adeudáis y el pasaporte otorgado por el gobernador van de Vitten estaréis en libertad de marcharos. Sin embargo, me temo que podría no resultar tan sencillo regresar la próxima vez.

—Bueno, tal vez nos quedamos más tiempo del que era prudente —dijo Tom, y recorrió con la mirada todo el salón. La familia se había reunido en las oficinas del depósito de mercaderías en High Weald.

Sarah Courtney trataba de manifestar su desaprobación con gesto severo, pero la expresión de resignación no era del todo disimulada por sus párpados entrecerrados. Jamás dejará de sorprenderme este marido mío, pensaba. Se mantiene incólume en circunstancias que destruirían a cualquier otro hombre.

—Creo que Tom tiene razón —intervino Dorian entre bocanadas del narguile—. Los Courtney han sido siempre viajeros en los mares y andariegos en tierra firme. Veinte años en un mismo lugar de este mundo es demasiado tiempo.

—Estás hablando de mi hogar —protestó Yasmini—, del lugar donde he pasado la mitad de mi vida y donde nació mi único hijo.

—Les encontraremos a las dos, a ti y a Sarah, un nuevo hogar y les daremos más hijos, si eso es lo que las hace felices —prometió Dorian.

—Eres tan malo como tu hermano —contraatacó Sarah—. No comprendes el corazón de las mujeres.

—Ni su cabeza —bromeó Tom—. Vamos, mi dulce amor, no podemos permanecer en este lugar y permitir que Van de Witten nos arruine. Ya antes nos hemos visto forzados a levantar el campamento y correr. ¿Recuerdas que tuvimos que abandonar Fort Providence en cuestión de minutos cuando aparecieron los hombres de Zayn al-Din?

—Jamás lo olvidaré. Arrojaste mi clavicordio por la borda para aligerar la nave y poder atravesar los bancos de arena en la boca del río.

—Es cierto. Pero te compré otro —replicó Tom, y todos dirigieron sus miradas hacia el otro extremo del salón donde estaba el instrumento triangular apoyado contra la pared interior. Sarah se puso de pie y se dirigió hacia él. Abrió la tapa del teclado. Se sentó en la banqueta y tocó los primeros compases de Spanish Ladies. Tom tarareó el estribillo.

De manera abrupta, Sarah cerró la tapa y se puso de pie. Había lágrimas en sus ojos.

—Eso fue hace mucho tiempo, Tom Courtney, cuando yo era una jovencita tonta.

—¿Joven?, si. Pero, ¿tonta? ¡Jamás! —Tom se le acercó rápidamente y puso un brazo sobre sus hombros.

—Tom, ya estoy demasiado vieja para empezar todo de nuevo —susurró ella.

—Tonterías, eres tan joven y fuerte como siempre lo has sido.

—Nos quedaremos sin nada —se lamentó Sarah—. Vagabundos, mendigos sin hogar.

—Si lo piensas bien, entonces no me conoces tanto como crees conocerme. —Todavía abrazándola con ternura, miró a su hermano—. Les demostraremos de lo que somos capaces, ¿verdad, Dorry?

—No habrá paz para nosotros si no lo hacemos. —Dorian se encogió de hombros—. Son unas regañonas y unas cobardes estas mujeres nuestras.

Yasmini se le acercó y le tironeó la rizada barba rojiza.

—Siempre he sido una devota esposa musulmana para ti, al-Salil.

—Usó su nombre árabe, Espada Desenvainada. —¿Cómo te atreves a acusarme de faltarte el respeto? Retira lo dicho de inmediato o te verás privado de todo favor y privilegio hasta el próximo Ramadán.

—Eres tan encantadora, luna llena que ilumina mi vida. Te vuelves más dulce y más dócil con cada día que pasa.

—Tomaré esas palabras como una disculpa. —Sonrió y sus grandes ojos oscuros brillaron al mirarlo.

—¡Bueno, basta! —gritó Tom—. Esta disputa destroza nuestra familia nuestros corazones. —Todos rieron, incluso las mujeres, y Tom aprovechó la ocasión—. Ustedes saben muy bien que Dorian y yo nunca fuimos tan tontos como para confiar en esa banda de salteadores de caminos que componen el comité de directores de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales —explicó.

—Siempre supimos que en esta colonia nos soportaban, nada más —continuó Dorian—. Los holandeses nos veían como si fuéramos vacas lecheras. Durante los últimos veinte años han sacado tanto de nuestras fuentes que las han secado.

—Bueno, no quedaron totalmente secas —objetó Tom y se dirigió a la biblioteca que, en el otro extremo del salón, iba desde el suelo hasta el techo—. Dame una mano, hermano —llamó, y Dorian se acercó a ayudarlo. La biblioteca, llena de pesados tomos encuadernados en cuero, estaba montada sobre ruedas de acero, astutamente escondidas debajo de los oscuros zócalos de madera. Cuando los dos hermanos empujaron desde un costado, se deslizó en medio de chirridos de protesta que venían de las ruedas para dejar al descubierto una portezuela en la pared posterior, protegida con barras de hierro y asegurada con un enorme candado de bronce.

Tom sacó un libro en cuyo lomo podía leerse el título grabado en letras de oro: Monsters of the Southern Seas. Abrió las tapas y en el hueco interior había una llave.

—Trae la lámpara —le pidió a Sarah, mientras introducía la llave en el candado. Destrabó las barras y abrió la puerta.

—¿Cómo lograste ocultarnos esto todos estos años? —quiso saber Sarah.

—Con las mayores dificultades. —Tom la tomó de la mano y la condujo a una pequeña habitación, no mucho más grande que un armario. Dorian y Yasmini los siguieron. Apenas si había espacio para todos más la pila de pequeños cofres de madera apilados cuidadosamente contra el muro posterior.

—La fortuna de la familia —explicó Tom—. Las ganancias de veinte años. No tuvimos el coraje ciego ni la falta de sentido común como para confiárselas al Banco de Batavia, cuyos dueños son nuestros viejos amigos de Ámsterdam, la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales.

—Abrió el último cofre de la pila. Estaba lleno hasta el borde de pequeños sacos de lona. Tom le dio uno de esos sacos a cada una de las mujeres.

—¡Qué pesado! —exclamó Yasmini, y casi deja caer el que tenía en sus manos.

—No hay nada más pesado —estuvo de acuerdo Tom.

Cuando Sarah abrió el saco que ella tenía lanzó un suspiro de sorpresa.

—¿Monedas de oro? ¿Los tres cofres están llenos de oro?

—Naturalmente, mi dulce amor. Pagamos nuestros gastos en plata y mantenemos las ganancias en oro.

—Tom Courtney, eres una sorpresa constante. ¿Por qué nunca nos dijiste nada de este tesoro?

—Nunca hubo una buena razón para hacerlo hasta ahora. —Se rió.

—Saberlo, las habría preocupado, pero ahora les quita un peso de encima.

—¿Cuánto es lo que tú y Dorry han almacenado aquí como ardillas? —quiso saber Yasmini, sin salir de su asombro.

Tom golpeó con los nudillos cada uno de los tres cofres.

—Parece que los tres siguen llenos. Esto es la mayor parte de nuestros ahorros. Además, tenemos una gran colección de zafiros de Ceilán y diamantes de la fabulosa mina Kollur en el río Knishna, en la India. Son todas piedras grandes de primera agua. Tal vez no pagarían el rescate de un rey, pero si el de un rajá. —Chasqueó la lengua complacido—. La verdad es que esto no es todo. Nuestros dos barcos anclados en la bahía tienen todavía intactos sus pesados cargamentos.

—Sin mencionar a los dos pelotones de soldados de la Compañía a bordo de ambas naves —señaló con cierto sarcasmo Sarah al abandonar la escondida y reforzada sala del tesoro.

—Lo cual nos enfrenta a un interesante problema —admitió Tom mientras cerraba con llave la portezuela y Dorian lo ayudaba a empujar la biblioteca hasta su posición inicial para ocultarla—. Pero no uno que sea insoluble. —Fue a sentarse otra vez y golpeó con la mano abierta la silla que estaba junto a él—. Ven a sentarte junto a mí, Sarah Courtney. Ahora voy a necesitar la ayuda de tu agudo ingenio y tu famosa erudición.

—Creo que ha llegado el momento de invitar a Mansur para que se sume a las deliberaciones familiares —sugirió Dorian—. Ya es suficientemente grande y, lo que es más importante, su vida se verá tan profundamente cambiada como las nuestras cuando zarpemos de la bahía Table. Probablemente se sienta conmovido al ser alejado del hogar de su infancia.

—¡Muy cierto! —estuvo de acuerdo Tom—. Pero ahora lo importante es la celeridad. Nuestro éxodo debe tomar por sorpresa a van de Witten y a Keyser. No pueden suponer que vamos a abandonar High Weald y todo su contenido. Hay demasiadas cosas de las que ocuparse, pero debemos ponernos un límite. —Miró a Dorian—. ¿Tres días?

—Un poco ajustado el plazo. —Dorian frunció el ceño mientras consideraba el asunto—. Pero, bueno, podemos estar listos para zarpar en tres días.

Aquellos tres días fueron testigos de una tensa actividad, cuidadosamente escondida a los ojos del resto del mundo. Era fundamental que ni siquiera los sirvientes de más confianza tuvieran la más mínima idea de sus verdaderas intenciones. La lealtad no presuponía discreción: las mucamas de comedor eran conocidas chismosas y las que se ocupaban de los dormitorios eran todavía peores. Muchas de ellas tenían relaciones amorosas con hombres de la ciudad y otras pocas se veían con soldados y oficiales jóvenes en el castillo. Para disipar cualquier sospecha, Sarah y Yasmini hicieron saber a todos que aquellos movimientos de selección y embalaje de ropas y muebles se debían meramente a la reorganización y limpieza estacional de la enorme mansión que les servía de hogar. En el depósito Tom y Dorian llevaban a cabo su inventario anual tres meses antes de lo que, por lo general, acostumbraban.

Una nave de la Compañía Inglesa de las Indias Orientales estaba anclando en la bahía y el capitán era un viejo y confiable amigo de Tom. Habían tenido tratos entre ellos desde hacía veinte años. Tom le envió una invitación a cenar y durante la comida le hizo jurar que guardaría una absoluta discreción antes de informarle acerca de sus planes de abandonar Buena Esperanza. Luego le vendió todo el contenido del depósito en High Weald por una fracción de su valor real. A cambio, el capitán Welles prometió no tomar posesión hasta después de que los dos barcos de los Courteneit hubieran abandonado la bahía. Se comprometió también a pagar por la mercancía directamente en la cuenta que tenían en el Banco del señor Doutts en Picadilly apenas regresara a Londres.

Las tierras y los edificios de High Weald les pertenecían por el pago de una renta fija perpetua a la Compañía. Mijnheer Van de Velde, otro próspero burgués de la colonia, había estado importunando a Tom y Dorian durante años para que le vendieran la propiedad.

Después de la medianoche los hermanos, vestidos de negro, con las caras escondidas tras las alas de sus sombreros y los cuellos levantados de sus gabanes, cabalgaron hacia la casa de Van de Welde a orillas del río Black. Una vez allí golpearon en los postigos del dormitorio del dueño de la casa. Después de la alarma inicial, los gritos de enojo y las amenazas, el hombre salió en camisón con un trabuco de boca ancha en la mano. Dirigió la luz de su lámpara a la cara de los visitantes.

—¡Por el nombre del perro! ¡Son ustedes! —exclamó, y luego los hizo pasar a su oficina.

Cuando las primeras luces del alba comenzaron a teñir el cielo y las palomas empezaron con sus arrullos en los robles cercanos a las ventanas, se dieron la mano para cerrar así el negocio. Tom y Dorian firmaron el documento de transferencia de High Weald y, con una sonrisa triunfante, van de Velde les entregó una carta de crédito irrevocable sobre el Banco de Batavia por una cantidad que era menos de la mitad de lo que había estado dispuesto a pagar apenas unos meses antes.

Antes de que cayera la noche en que estaba prevista la partida, mientras el sol se ponía y la luz se iba desvaneciendo, cuando ya no podía ser observado desde la playa ni desde las murallas del castillo, Mansur y una mínima tripulación remaban hacia los barcos anclados. Keyser había apostado seis soldados hotentotes a las órdenes de un cabo a bordo de cada una. Después de cinco días anclados, con los barcos balanceándose y cabeceando en las altas olas movidas por el viento del sudeste, aquellos que no estaban postrados por el mareo, estaban aburridos y desencantados con la misión. Para colmo de sus miserias podían ver las luces de las tabernas a lo largo de la playa y desde la costa llegaban fragmentos de canciones y los ruidos de la parranda por sobre la oscura superficie del agua movida por el viento.

La llegada de Mansur fue una agradable distracción y los del barco se amontonaron sobre la borda para intercambiar bromas y amistosos insultos con él y con sus remeros. Mansur era un mimado de la comunidad hotentote en la colonia. El sobrenombre que le habían puesto era Specht, Pájaro Carpintero, por su notoria melena roja.

—No puedes subir a bordo, Specht —le dijo con firmeza el cabo—. Ordenes del coronel Keyser. No se permiten visitantes.

—No te preocupes. No pienso subir a bordo. No quiero que me vean en compañía de tantos bribones y rufianes —gritó Mansur a manera de respuesta.

—Eso es lo que dices, viejo Specht, pero entonces, ¿qué haces acá? Deberías estar dándoles lecciones de costura a las muchachas del pueblo.

—El cabo soltó una carcajada festejando su propio ingenio. La palabra naai tenía un doble significado, no sólo significaba coser, sino también fornicar. El pelo rojo de Mansur y su hermoso aspecto lo convertían en un galán irresistible para los miembros del sexo débil.

—Es mi cumpleaños —les explicó Mansur— y he traído un presente para ustedes. —Pateó el barrilito de brandewijn del Cabo que llevaba en el fondo del bote—. Bajen la red de carga. —Los del barco saltaron para cumplir esa orden y pronto el barrilito se balanceaba sobre la cubierta.

El capitán musulmán del Gil t of Allah salió de su camarote para protestar contra aquel brebaje del demonio, prohibido por el Profeta, que llegaba a bordo.

—La paz sea contigo, Batula —gritó Mansur en árabe—. Estos homres son mis amigos. —Batula había sido el portalanza de Dorian en los lejanos días vividos en el desierto. Habían pasado juntos la mayor parte de sus vidas y los lazos entre ellos eran de hierro. Batula conocía a Mansur desde el mismo día de su nacimiento. Reconoció la voz del joven y su enojo disminuyó un poco. Se consoló pensando en que todos sus hombres eran creyentes y no se dejarían tentar por el licor de Satanás a diferencia de los soldados infieles.

El cabo hotentote quitó el tapón del barrilito de aguardiente y llenó un jarro de peltre. Tomó un trago del licor puro, perdió el resuello, y exhaló ruidosamente los vapores.

—¡Yis maar! —exclamó—. ¡Dis lekker! ¡Excelente!

Jarra en mano sus hombres se arremolinaron alrededor de él para recibir su parte del contenido del barrilito, pero el cabo decidió aflojar su rigor anterior y le gritó a Mansur:

—¡Eh! Specht, sube a compartir una copa con nosotros.

Mansur hizo un gesto de disculpas mientras se alejaban para dirigirse al otro barco.

—Ahora no puedo. Tal vez más tarde. Tengo otro regalo para tus compañeros en el Maid of York.

Sarah y Yasmini habían recibido estrictas instrucciones de sus maridos para que se limitaran a dos grandes baúles de viaje cada una. Tom le prohibió absolutamente a Sarah que tratara de cargar a escondidas el clavicordio en el barco. Pero apenas los hombres estuvieron ocupados en otra parte, ambas esposas hicieron que los sirvientes cargaran sus diez grandes cofres en el carro que esperaba, y el clavicordio fue colocado encima de la abundante carga. Las ruedas del carro se resintieron bajo tanto peso.

—Sarah Courtney, me sorprendes. No sé qué decir. —Tom, que acababa de regresar, miraba fijamente el instrumento en disputa.

—Entonces no digas nada, Tom, bobalicón grande. Yo tocaré para ti la más dulce versión de Spanish Ladies que jamás hayas escuchado cuando Lleguemos al nuevo hogar que construirás para mi. —Aquélla era su canción favorita, y Tom se alejó derrotado dando zancadas a controlar la carga de otras carretas.

A esa última hora no era posible que la noticia de su partida llegara a los oídos del coronel Keyser como para que pudiera intervenir, de modo que reunieron a los sirvientes y Tom y Dorian les dijeron que la familia iba a abandonar High Weald para siempre. El espacio a bordo de ambas naves no era suficiente para todos los sirvientes y esclavos liberados que componían el personal doméstico de la residencia. Aquellos que habían sido elegidos para irse con la familia tuvieron la oportunidad de negarse a seguirlos y permanecer en la colonia, pero ninguno ejerció ese derecho. Se les dio una hora para empacar. Aquellos que iban a quedarse se amontonaron en un desordenado grupo en un extremo de la amplia terraza. Las mujeres sollozaban en silencio. Todos los miembros de la familia Courtney recorrieron la fila de caras conocidas y queridas, hablando con cada una a la vez y abrazándolas. Tom y Dorian entregaron a cada uno un pequeño saco de lona lleno de monedas y una declaración de manumisión y liberación de servicio, con una florida carta de referencia de personalidad.

—¿Dónde está Susie? —quiso saber Sarah cuando llegó al final de la fila y buscó con la vista a una de sus más antiguas mucamas. Susie estaba casada con el conductor de carreta Sonnie, que seguía estando prisionero en las mazmorras del castillo.

Los demás sirvientes miraron a su alrededor con sorpresa.

—Susie estaba aquí —respondió uno—. Yo la vi en el extremo de la terraza.

—Tal vez se impresionó demasiado al enterarse de nuestra partida —sugirió Yasmini—. Cuando se haya recuperado estoy segura de que regresará para despedirse.

Aún quedaban tantas cosas por hacer que Sarah se vio obligada a dejar de lado el asunto de la ausencia de Susie.

—Estoy segura de que jamás nos dejaría partir sin despedirse —dijo y apuró el paso para asegurarse de que el carro con sus tesoros especiales estuviera listo para partir hacia la playa.

Cuando llegó el momento en que las carretas estuvieron listas para abandonar la residencia, la luna ya había salido y con esa luz, Susie corría por el camino que conducía al castillo. Llevaba el chal por sobre la cabeza y el otro extremo le cubría la mitad inferior de la cara. Corría con el rostro empapado en lágrimas y diciéndose a si misma: No pensaron en mí ni en Sonnie. No. Dejan a mi marido en manos de los bóers para que lo golpeen y lo maten. Me abandonan con mis tres niños para que nos muramos de hambre mientras ellos se van. Los veinte años de bondad que había recibido de Sarah Courtney fueron borrados de su mente y estalló en sollozos al pensar en la crueldad de sus amos.

Aceleró el paso.

—Bien. Si ellos no se ocupan de mi, ni de Sonnie, ¿por qué debería yo ocuparme por ellos? —Su voz se endureció al estar más decidida—. Haré un trato con los bóers. Si ellos dejan salir a Sonnie de la prisión, les diré lo que Klebe y su mujer están haciendo esta noche.

Susie no desperdició el tiempo yendo al castillo para encontrar al coronel Keyser. Fue directamente a la pequeña cabaña detrás de los jardines de La Compañía. La comunidad hotentote era muy unida y Shala, la amante del coronel era la hija menor de la hermana de Susie. Esa relación con el coronel le brindaba a Shala un gran prestigio en la familia.

Susie golpeó los postigos de la habitación trasera de la cabaña. Después de algunos ruidos y rezongos en el oscuro dormitorio, se encendió la Luz de una lámpara detrás de la ventana y se oyó la adormilada voz de Shala:

—¿Quién es?

—Shala, soy yo. Tía Susie.

Shala abrió la ventana. Apareció desnuda a la luz de su propia lámpara y sus abundantes pechos color miel se balancearon al apoyarse en el antepecho.

—¿Tía? ¿Qué hora es? ¿Qué quieres a esta hora?

—¿Está él aquí, hija mía?

La pregunta de Susie era redundante. Los ronquidos de Keyser resonaban en la habitación como un trueno distante.

—Despiértalo.

—Me pegará si lo hago —protestó Shala—. Y a ti también te dará una paliza.

—Tengo noticias importantes para él —replicó Susie—. Nos premiará cuando las conozca. La vida de tu tío Sonnie depende de esto. ¡Despiértalo de inmediato!

Cuando la fila de carretas partió de High Weald hacia la costa, aquellos que no se iban a embarcar con la familia caminaban a los costados. Al llegar ayudaron a trasladar la carga a los lanchones que ya estaban esperando en el borde del agua. Antes de que todas las carretas terminaran su recorrido a lo largo de las dunas, los dos lanchones ya estaban completamente cargados.

—Con este oleaje corremos el riesgo de que se den vuelta los lanchones si los cargamos demasiado —decidió Tom—. Dorian y yo llevaremos esta parte de la carga a los barcos y nos ocuparemos de los guardias. —Se volvió hacia Sarah y Yasmini—. Si no están suficientemente atontados con el aguardiente de Mansur, puede haber problemas a bordo. No quiero que ustedes estén allí si eso ocurre. Esperen aquí y yo las llevaré a los barcos en el viaje próximo.

—El carro con nuestro equipaje no ha llegado todavía. —Sarah miró preocupada hacia atrás, hacia la oscuridad de las dunas.

—Estará acá a tiempo —le aseguró Tom—. Ahora, por favor, espera aquí y no lleves a Yasmini a pasear por Dios sabe donde. —La abrazó y le susurró al oído—: Y te estaría sumamente agradecido si haces lo que te digo aunque sólo sea por esta única vez.

—¿Cómo puedes pensar tan mal de tu propia esposa? —respondió ella también susurrando—. Vete. Cuando regreses, aquí estaré, firme como un cristal.

—Y dos veces más hermosa —completó él.

Los hombres treparon a bordo de los lanchones y tomaron los remos. La salida hacia los barcos fue movida y húmeda pues las embarcaciones ya cargadas estaban en aguas bajas. La espuma saltaba por encima de los remos empapándolos hasta los huesos. Cuando por fin llegaron a las aguas más calmas a sotavento del Gil t of Allah no hubo reacción alguna desde el barco. Tom trepó por la escala de cuerdas, con Dorian y Mansur no lejos detrás de él. Desenvainaron sus espadas, listos para repeler cualquier ataque de las tropas de la Compañía, pero en lugar de eso, se encontraron con el capitán Batula que los esperaba en la portezuela de entrada.

—Que la paz de Dios esté con vosotros. —Saludó a los dueños de su nave con el más profundo respeto. Dorian abrazó a Batula con calidez. Habían cabalgado miles de leguas juntos y habían navegado mucho más. Habían peleado uno junto al otro en las batallas que conquistaron un reino. Habían compartido el pan y la sal. Su amistad era indestructible.

—¿Dónde están los guardias, Batula? —interrumpió Tom los saludos.

—En el castillo de proa —informó el capitán—. Ahrtos de licor.

Tom corrió hacia la escalera de la cámara y bajó de un salto. El ambiente hedía a vapores de aguardiente y otros olores menos atractivos. Los soldados de la Compañía y el cabo al mando reposaban en estado comatoso sobre charcos de su propio vómito.

Envainó la espada.

—Estos caballeros estarán bien tranquilos por un buen rato. Átenlos y déjenlos disfrutar de su descanso hasta que estemos listos para partir. Subamos los cofres de oro y el resto de la carga.

Una vez que los cofres con monedas de oro estuvieron bien apilados y seguros en el camarote principal, Tom dejó que Dorian y Mansur se ocuparan de supervisar la última parte de la operación de carga. Luego tomó a su mando el segundo lanchón y remaron hasta el Maid of York. Encontraron a los guardias de la Compañía allí apostados no estaban en mejores condiciones que sus camaradas en el Gift of Allah.

—El sol sale en ocho horas y para entonces nadie tiene que poder vernos desde la costa —le dijo Tom a Kumrah, el capitán árabe—. Sube este cargamento a bordo tan pronto como puedas. —La tripulación puso de inmediato manos a la obra y cuando el último bulto de mercancías estuvo a bordo, Tom miró hacia el otro barco y vio que Dorian había hecho subir solo un farol al palo mayor del Gil t, señal de que el primer lanchón ya había terminado de descargar y regresaba a la playa para recoger a las mujeres y a la carga restante.

Tan pronto como los bultos fueron cargados, Tom hizo que su tripulación sacara a los soldados de la Compañía del castillo de proa para amordazarlos atados como pollos en el lanchón junto al barco. Para entonces algunos estaban recuperando la conciencia, pero debido a las mordazas y a las ataduras, no podían expresar su indignación salvo con gruñidos y con movimientos desesperados de ojos.

Se apartaron del costado de la nave y Tom tomó la caña del timón conduciendo al bote hacia la costa, detrás del lanchón de Dorian. Cuando Llegaron a la arena Tom vio que la embarcación de su hermano ya estaba en la playa, pero nadie la estaba cargando. Sirvientes y marineros se movían nerviosamente al pie de las dunas. Tom saltó al agua baja y vadeó hasta la costa. Corrió por la playa y vio a Dorian discutiendo con el jefe de los carreteros.

—¿Qué ha ocurrido? —En ese momento se dio cuenta de que Sarah y Yasmini no estaban allí—. ¿Dónde están las mujeres? —gritó Tom.

—Este idiota las dejó regresar. —El tono de voz de Dorian rayaba en la desesperación.

—¿Regresar? —Tom se detuvo de golpe y lo miró fijo—. ¿Qué es eso de regresar?

—El carro con el equipaje de ellas se rompió en las dunas. El eje se partió en dos. Sarah y Yasmini tomaron una de las carretas vacías y fueron a buscar la carga.

—¡Vaya que son locas estas mujeres! —explotó Tom, y luego, con un gran esfuerzo volvió a recuperar el control de sí mismo—. Muy bien, esto hay que solucionarlo. Mansur, lleva a los prisioneros por encima de la marca de la marea alta. No los desates. Déjalos allí para que Keyser los encuentre por la mañana. Luego carga estas cosas en el primer lanchón. —Señaló unas cajas y otros embalajes que quedaban apilados en la playa—. Envía todo a los barcos con la tripulación del Maid of York. Gracias al buen Dios tenemos los cofres de oro ya a bordo.

—¿Qué hago después? —preguntó Mansur.

—Te quedas a cargo aquí, para embarcar. Espera con el segundo bote. Debes estar listo para cargar rápido y partir apenas lleguemos con las mujeres. —Mansur corrió para cumplir con lo suyo y Tom se volvió hacia Dorian—. Vamos, hermano, tú y yo iremos a buscar a las dulces gallinitas que se escaparon del gallinero.

Corrieron hacia los caballos.

—Afloja tu espada en la vaina, y asegúrate de que tus dos pistolas estén cargadas, Dorry. No me gusta nada este cambio en nuestros planes —murmuró Tom mientras montaban. Siguió sus propias indicaciones y aflojó su espada azul en la vaina, sacó las pistolas de las fundas en la parte delantera de la montura, las revisó y luego las devolvió a su lugar—. ¡Andando!, dijo, y ambos galoparon de regreso por el sendero arenoso.

Tom esperaba en cualquier momento encontrarse con el carro averiado, pero cuando salieron de las dunas y comenzaron a cabalgar por las dehesas hacia la residencia todavía no lo habían encontrado.

—Si el carro no llegó tan lejos —murmuró Dorian—, no se puede culpar demasiado al conductor. Se desarmó bajo el peso de esa gran montaña de equipaje femenino.

—Debimos haber cargado todo en una carreta más grande.

—Las damas no lo habrían permitido —le recordó Dorian—. No querían que sus tesoros se contaminaran compartiendo el viaje con otras cosas ordinarias.

—No es momento para frivolidades, hermano. Se nos acaba el tiempo. —Tom miró el cielo del este, pero no había señales del amanecer.

—¡Allá están!

Más adelante vieron el resplandor de un farol y la oscura forma de una carreta junto al bulto más pequeño del carro dañado. Espolearon a los caballos para continuar al máximo de la velocidad. Al acercarse, Sarah se movió hacia el camino, levantando su farol. Yasmini estaba a su lado.

—Llegas demasiado tarde, marido mío. —Sarah se rió—. Todo ha sido vuelto a cargar con seguridad en la carreta.

En ese momento Tom vio al conductor detrás de ella que hacía restallar su largo látigo sobre el lomo de los bueyes.

—Basta, Henny, maldito tonto. Oirán el ruido de tu látigo hasta en el castillo. Harás que el coronel y sus hombres caigan sobre nosotros como una manada de leones.

Henny se sintió culpable y bajó el gran látigo. De inmediato él y su voorloper corrieron junto a los bueyes golpeándolos en los cuartos traseros y haciéndolos avanzar. La carreta empezó a moverse hacia donde comenzaban las dunas. El clavicordio se balanceaba en todas las direcciones arriba de la carga. Tom le dirigió una amarga mirada.

—¡Ojalá se caiga y se reviente en mil pedazos! —gruñó.

—Prefiero ignorar ese comentario —dijo decorosamente Sarah—, puesto que no es eso lo que de verdad piensas.

—Vamos, sube detrás de mí, mi dulce amor. —Tom se inclinó en su silla para levantarla—. Te haré llegar otra vez a la playa y luego al barco en un abrir y cerrar de ojos.

—Gracias, pero no, mi amor verdadero. Prefiero permanecer con la carreta para cuidar que no vuelva a ocurrirle nada a mi equipaje. —Frustrado, Tom golpeó al buey de adelante en el cuarto trasero con la vaina de la espada.

Llegaron a la primera subida de las dunas y Tom miró hacia atrás. En ese momento sintió la primera señal de alarma. Había luces que se movían alrededor de la residencia, la que hasta hacía unos minutos se encontraba completamente a oscuras.

—Mira eso, hermano —murmuró dirigiéndose a Dorian, manteniendo la voz baja—. ¿Qué te parece que puede ser?

Dorian se volvió en su silla.

—Hombres montados que llevan antorchas encendidas —exclamó Dorian. Van subiendo la colina y proceden de la colonia. Es una tropa grande formada en columna. Debe de ser la caballería.

—¡Keyser! —estuvo de acuerdo Tom—. ¡Stephanus Keyser! No puede ser otra persona. De alguna manera se ha enterado de nuestros planes.

—Cuando descubra que hemos abandonado la residencia, vendrá directamente a este sitio de descarga en la costa.

—Nos alcanzará antes de que podamos cargar estos equipajes en los botes —coincidió Tom—. Debemos abandonar la carreta y correr a la playa.

Espoleó su caballo y regresó hasta donde Sarah y Yasmini caminaban junto a la yunta de bueyes. Habían cortado ramas de los costados del camino y estaban ayudando a hacer avanzar a los animales.

—Apaga ese farol. Keyser ha llegado —le gritó a Sarah y señaló hacia atrás—. Estará tras de nosotros en cualquier momento. Deja la carreta. Debemos correr. —Dorian estaba junto a Tom.

Sarah usó su mano como pantalla sobre el tubo de vidrio del farol Y sopló para apagar la llama. Luego se volvió hacia su marido.

—No puedes estar seguro de que se trate de Keyser —lo desafió.

—¿Qué otra persona se pondría a la cabeza de un grupo de caballería para dirigirse a High Weald a esta hora de la noche?

—No puede saber que nos dirigimos a la playa.

—Será gordo, pero eso no lo hace ciego o estúpido. Por supuesto que vendrá tras de nosotros.

Sarah miró hacia adelante.

—No estamos tan lejos ahora. Podemos llegar al agua antes que él.

—¿Una carreta tirada por bueyes contra una tropa de caballería? No seas tonta, mujer.

—Entonces tienes que pensar en algo —dijo ella, con una sencilla fe—. Siempre lo haces.

—Sí, ya he pensado en algo. Sube detrás de mí y correremos como si el diablo respirara fuego en nuestras nucas.

—¡Cosa que ya está ocurriendo! —intervino Dorian, y dirigiéndose a Yasmini—: Vamos, mi amor. Partamos de inmediato.

—Tú puedes irte, Yassie —sugirió Sarah—, pero yo me quedo.

—No puedo abandonarte, Sarah, hemos estado juntas por mucho tiempo. Me quedaré contigo —decidió Yasmini, y se acercó hasta quedar a su lado. Presentaron a los hombres un frente inexpugnable. Tom vaciló un momento más. Luego se volvió hacia Dorian.

—Aunque no haya aprendido nada en la vida, esto si lo sé. No lograremos moverlas. —Sacó una de las pistolas de la funda en la perilla de la montura—. Prepara tu arma, Dorry. —Se volvió hacia Sarah y le dijo con severidad—: Harás que nos maten. Tal vez entonces estarás satisfecha. Apúrate. Cuando llegues a la playa Mansur estará esperando con el lanchón. Haz que lo carguen y esté listo para partir. Cuando vuelvas a vernos a Dorry y a mi podríamos estar con un poco de prisa. —Estaba a punto de alejarse cuando una súbita idea se le ocurrió. Se inclinó hacia adelante y tomó la cadena de repuesto de su gancho en la parte de atrás de la carreta. Esa cadena formaba parte del equipamiento de todas las carretas. Servía para ser usada cuando el atelaje estaba formado por dos yuntas.

—¿Qué piensas hacer con eso? —quiso saber Dorian—. Será un peso más en tu montura.

—Tal vez nada. —Tom enganchó la cadena en la perilla de la montura—. Aunque a lo mejor nos sirva de mucho.

Dejaron a ambas esposas y la carreta después de una última recomendación de dirigirse a la playa lo más rápido que pudieran. Luego galoparon de regreso colina arriba. A medida que se acercaban, las luces de las antorchas se hacían más brillantes y la escena más clara. Frenaron en el borde de la dehesa, justo debajo de la residencia, y caminaron con los caballos hacia un lugar más oscuro debajo de las ramas extendidas de un árbol. De inmediato vieron que los visitantes eran soldados uniformados. Muchos habían desmontado y corrían entrando y saliendo de los edificios, sable en mano, revisándolo todo. Tom y Dorian podían distinguir claramente sus caras.

—¡Allí está Keyser! —exclamó Dorian—, y ¡por las barbas del Profeta! Susie está con él.

—¡De modo que ella es nuestro Judas! —El tono de la voz de Tom era sombrío—. ¿Qué razón puede haber tenido para traicionarnos?

—En algunas ocasiones no hay explicación para el traidor resentimiento de aquellos a quienes hemos amado y en quienes más hemos confiado replicó Dorian.

—Keyser no va a perder mucho tiempo buscándonos en la residencia gruñó Tom mientras desataba la pesada cadena de arrastre de la parte de adelante de la montura.

—Esto es lo que tienes que hacer, Dorry.

Rápidamente le delineó su plan. Casi al mismo tiempo que comenzó a hablar, Dorian lo entendió todo.

—El portón arriba del corral principal —aceptó Dorian.

—Cuando hayas terminado, déjalo abierto —le advirtió Tom.

—Tienes una mente diabólica, hermano —dijo Dorian chasqueando la lengua—. En momentos como éste, me alegra estar de tu lado y no contra ti.

—Vete rápido —ordenó Tom—. Keyser ya ha descubierto que el establo está vacío y las aves han volado. —Tom mezclaba sin piedad sus metáforas.

Dorian dejó a Tom debajo de los árboles y tomó el brazo de la encrucijada que conducía colina abajo hacia los principales corrales de ganado por encima de la laguna. Tom se dio cuenta de que había tenido el buen sentido de mantenerse al borde del camino para que la hierba apagara el ruido de los cascos de su caballo. Observó hasta que Dorian desapareció en la oscuridad, luego dirigió su atención a lo que estaba ocurriendo alrededor de los edificios de High Weald.

Los soldados finalmente habían abandonado la búsqueda y se apresuraban para volver a montar. En la entrada del frente de la residencia Susie se protegía ante Keyser, quien le estaba gritando. El tono de furia de su voz llegaba hasta donde esperaba Tom, pero estaba demasiado lejos como para comprender las palabras.

Tal vez Susie ha tenido un súbito ataque de conciencia, pensó Tom, y vio cuando Keyser le cruzó la cara con la fusta. Susie cayó de rodillas. Keyser volvió a golpearla en los hombros con un latigazo que cayó desde más arriba de la cabeza de él. Susie lanzó un grito estridente y señaló hacia el camino que bajaba hacia las dunas.

Los soldados de caballería montaron rápidamente y galoparon detrás de Keyser, que cabalgaba a la cabeza de la columna. Gracias a la luz de las antorchas que llevaban encendidas, Tom los vio descender hacia la dehesa. El tintineo de los arneses y el ruido metálico de las carabinas y los sables en sus vainas se hacía cada vez más fuerte. Cuando estuvieron tan cerca que hasta podía oír la respiración de los caballos, Tom espoleó al suyo y salió de la oscuridad para plantarse en el medio del camino delante de ellos.

—¡Keyser, traidor saco de grasa de cerdo! ¡Que una maldición caiga sobre tu negro corazón y se te pudran tus secos genitales! —le gritó. Keyser se sorprendió tanto que frenó súbitamente su caballo. Los soldados que lo seguían chocaron unos con otros. Durante un momento se produjo una confusión en la columna mientras los caballos daban vueltas sin rumbo.

—¡Jamás me alcanzarás, Keyser, gran bola de queso! ¡Y menos en ese burro al que llamas caballo!

Tom alzó la pistola de doble caño y apuntó lo más cerca que se atrevió sobre el penacho de plumas de avestruz en el gorro de Keyser, éste se agachó cuando la bala pasó zumbando junto a su oreja.

Tom hizo girar a su caballo y lo condujo a toda carrera por el camino que llevaba a los corrales. Detrás de sí oyó los estampidos de disparos de pistola que le respondían y los furiosos gritos de Keyser:

—¡Atrapad a ese hombre! ¡Seguidlo! ¡Vivo si es posible, o muerto si no hay más remedio! ¡Quiero a ese hombre de cualquier manera!

La columna de soldados a caballo galopaba tras él. Una explosión de municiones de carabina de caballería lo envolvió como una bandada de codornices que sale de su escondite. Aplastó su cuerpo contra las crines de su caballo y con el extremo suelto de las riendas golpeaba el cuello del animal.

Miró hacia atrás por debajo del brazo para medir la distancia que lo separaba de sus perseguidores y cuando vio que les llevaba demasiada ventaja, disminuyó un poco la velocidad para mantener un firme galope como para permitir que Keyser se acercara. Los nerviosos gritos y llamadas de los soldados le confirmaban a Tom que lo tenían bien a la vista. Cada tantos segundos le llegaba el ruido y el estruendo de los disparos de pistola o de carabina y unas pocas balas pasaban lo suficientemente cerca como para que él pudiera oírlas pasar. Una dio en la montura a pocos centímetros de sus nalgas y rebotó silbando hacia la oscuridad. Si hubiera dado en el blanco ciertamente habría producido una herida que habría puesto fin a todo en ese mismo momento.

Aunque sabía exactamente dónde estaban los portones y miraba hacia adelante para encontrarlos, lo mismo se sorprendió cuando de pronto aparecieron desde la oscuridad, justo delante de él. De inmediato vio que Dorian había hecho lo que se le había pedido y los había dejado abiertos de par en par. El cerco a cada lado de la abertura llegaba a la altura de los hombros y era una maraña espesa y oscura de espinas. Tom sólo tuvo un instante para cambiar el rumbo y en lugar de dirigirse a la abertura se lanzó sobre el cerco. Mientras preparaba el caballo para el salto presionando rodillas y con las manos en las riendas, con el rabillo del ojo vio el metal. Dorian había envuelto cada extremo de la cadena en los gruesos postes de madera que sostenían los portones y los eslabones se exhibían a la altura de la cintura por la abertura.

Tom dejó que el caballo debajo de él evaluara cuál sería el momento justo para lanzarse al aire, trasladó su propio peso hacia adelante y lo ayudó en su movimiento hacia arriba. Rozaron apenas la parte superior del arco y aterrizaron con precisión en el otro lado. En el momento en que Tom recuperó el equilibrio y tranquilizó al animal se volvió para mirar hacia atrás. Uno de los soldados se había adelantado bastante a sus compañeros y trató de seguir a Tom sobre el cerco, pero su caballo se negó a saltar a último momento. Se desvió mientras su jinete volaba de su lomo para pasar sobre el cerco en vuelo libre. Cayó al suelo formando un montón de miembros y equipo, y quedó inmóvil como un saco de alubias.

El coronel Keyser vio a su hombre caído, blandió la espada por sobre la cabeza y gritó:

—¡Seguidme! ¡Por los portones abiertos!

Su escuadrón se amontonó detrás de él y el coronel cargó hacia la entrada del corral. Con un ruido metálico, la cadena se estiró al máximo mientras el peso sumado de hombres y animales chocaba contra ella. En un instante toda la columna fue eliminada, los caballos se apilaban unos sobre otros a medida que caían. Los cuerpos llenaron la entrada formando una masa de la que pugnaban por salir con patadas y gritos. Algunos hombres habían caído debajo de los animales y sus gritos se sumaban al tumulto.

El mismo Tom, que había ideado la trampa, se sorprendió ante aquel desorden. Instintivamente hizo girar a su caballo, tentado por un fugaz instante de brindar ayuda a sus víctimas. Dorian apareció desde atrás de un muro del corral donde había permanecido escondido y se detuvo junto aTom. Ambos miraron la escena horrorizados. Hasta que Keyser logró ponerse de pie casi debajo de las mismas narices de sus caballos.

Por ser el primero en caer en la trampa, el caballo de Keyser había chocado contra la cadena directamente y mientras caían, Keyser salió despedido de su silla como una piedra lanzada con una honda. Cayó pesadamente y rodó por tierra, pero de alguna manera retuvo el sable con su puño cerrado. En ese momento apareció tambaleándose, mirando hacia atrás. Al ver la pila de hombres y caballos que luchaban por salir de ahí, no podía creer lo que veía. Luego dejó escapar un grito de rabia y desesperación mezcladas. Alzó la espada y se lanzó contra Tom.

—¡Pagarás lo que nos has hecho con tu piel y con tu corazón! —le gritó. Con un rápido movimiento de su espada Tom hizo volar el sable del coronel y lo envió volando a clavarse en la tierra a tres metros de donde estaban.

—No seas idiota, hombre. Ya bastante daño se ha hecho en un solo día. Mira a tus hombres. —Tom miró a Dorian—. Vamos, Dorry, salgamos de aquí.

Dieron la vuelta con sus caballos. Todavía medio atontado, Keyser trastabilló hasta poder recuperar su sable y mientras ellos se alejaban les gritó:

—Aquí no termina este asunto, Tom Courtney. Te perseguiré con todo el peso y la autoridad de la Compañía Holandesa Unida de las Indias Orientales. No escaparás a mi ira. —Ni Tom ni Dorian miraron hacia atrás y el coronel corrió detrás de ellos lanzándoles amenazas, hasta que se alejaron y él quedó sin aliento. Se detuvo jadeando y les arrojó el sable—. Los perseguiré hasta eliminarlos a ellos y a todos sus descendientes.

En el momento en que desaparecían en la noche, Keyser les gritó su última provocación:

—Koots ya ha capturado a tu bastardo hijo de perra. Y trae la cabeza de Jim Courtney junto con la cabeza de su prostituta convicta en un barril de aguardiente.

Tom se detuvo y lo miró dándose vuelta.

—Sí. Koots lo atrapó —gritó Keyser y lanzó una carcajada salvaje.

—Está mintiendo, hermano. Lo dice para mortificarte. —Dorian puso una mano sobre el brazo de Tom—. ¿Cómo puede saber lo que ha ocurrido allá?

—Tienes razón, por supuesto —susurró Tom—. Jim logró escapar sin problemas.

—Debemos regresar a las mujeres y ver que lleguen a salvo a los barcos —insistió Dorian. Siguieron cabalgando y los gritos de Keyser fueron quedando atrás.

Keyser, respirando con dificultad, retrocedió tambaleándose hacia el ovillo de hombres y caballos. Algunos de sus soldados trataban de ponerse de pie, otros permanecían sentados con las manos en la cabeza o atendiendo otras heridas.

—¡Encontradme un caballo! —gritó el coronel.

Al suyo, como a la mayoría de los otros animales, se le habían quebrado las patas al chocar contra la cadena, pero unos pocos caballos, los que iban en las últimas filas de la columna, habían logrado mantenerse en pié e y se movían en el lugar conmocionados y temblando. Keyser se movió de uno a otro, revisando sus patas. Eligió el que parecía más fuerte, se alzó sobre la silla y le gritó a aquellos de sus hombres que todavía podían caminar:

—¡Vamos! Encontraos un caballo y seguidme. Todavía podemos alcanzarlos en la playa.

Tom y Dorian encontraron la última carreta mientras descendía la última pendiente de las dunas. Las mujeres caminaban junto a ella. Sarah había vuelto a encender el farol y lo alzó cuando oyó a los caballos que se acercaban galopando.

—¿No te vas a dar prisa, mujer? —Tom estaba tan agitado que le gritó desde lejos.

—Pues bien deprisa que vamos —replicó ella—, y tu rudo lenguaje de marinero no nos hará ir más rápido.

—Hemos logrado detener a Keyser por el momento, pero no demorará mucho en estar sobre nosotros. —Tom se dio cuenta del error de adoptar esa brusca táctica con su esposa y, a pesar de su agitación, trató de suavizar el tono—. Ya tenemos la playa a la vista y todas tus posesiones están a salvo. —Señaló hacia adelante—. ¿Me dejarás ahora llevarte al bote, mi dulce amor?

Ella lo miró y, aún con la pobre luz del farol, pudo percibir la tensión en su rostro. Cedió.

—Levántame entonces, Tom. —Ella alzó los brazos hacia él como una niña pequeña a su padre. Cuando él la alzó y la colocó detrás de él, ella lo abrazó y murmuró entre los gruesos rulos que le cubrían la nuca—: Eres el mejor marido que pudo Dios haber colocado en esta tierra, y yo soy la más afortunada de las esposas.

Dorian subió a Yasmini a su caballo y siguieron a Tom hasta donde Mansur esperaba con el lanchón, en el borde del agua. Pusieron a ambas mujeres seguras a bordo. La carreta rodaba cuesta abajo y cuando llegaron junto al lanchón se hundió hasta el eje en la arena húmeda. Pero esto facilitó el pasaje de las últimas posesiones al bote. Una vez que la carreta estuvo vacía los bueyes pudieron sacarla sin dificultad.

Mientras esto ocurría, Tom y Dorian se mantuvieron alerta mirando hacia atrás, hacia la oscuridad de las dunas, esperando que la peor de las amenazas de Keyser se materializara, pero el clavicordio fue finalmente cargado y cubierto con tela encerada para protegerlo de las salpicaduras.

Mansur y la tripulación que arrastraban el bote para hacerlo navegar estaban todavía con el agua a la cintura, cuando se oyó un grito furioso desde las dunas y se produjo el ruido y el chispazo de un disparo de carabina. El proyectil dio en el yugo de popa del bote. Mansur saltó adentro.

Se produjo otro disparo y otra vez la bala dio en el casco. Tom empujó a las mujeres hacia abajo hasta que quedaron sentadas en el suelo, sobre unos tres centímetros de agua de sentina, protegidas por la pila de carga apresuradamente acomodada.

—Os ruego ahora que mantengáis vuestras cabezas bien abajo. Podemos discutir el valor de esta sugerencia más adelante. Sin embargo, os aseguro que ésas son verdaderas balas de mosquete.

Miró hacia atrás y apenas pudo distinguir la característica silueta de Keyser contra la pálida arena, pero sus estentóreos gritos se oían con claridad:

—No te me escaparás, Tom Courtney. Te veré colgado, arrastrado y descuartizado en el mismo cadalso preparado para ese maldito pirata que fue tu abuelo. Todo puerto holandés en este mundo estará cerrado para ti.

—No prestes atención a lo que dice —sugirió Tom a Sarah, temeroso de que Keyser repitiera la terrible descripción del destino de Jim, haciéndola sufrir más allá de lo tolerable—. En su indignación pronuncia solamente monstruosas mentiras. Vamos, cantémosle una canción de despedida.

Para ahogar las amenazas de Keyser, se lanzó a cantar una interpretación llena de bríos pero desentonada de Spanish Ladies, y los demás pronto se unieron a él. La voz de Dorian sonaba tan espléndida como siempre y Mansur había heredado su mismo timbre de tenor. La voz de soprano de Yasmini sonaba con dulzura. Sarah se apoyó contra el protector cuerpo de Tom y cantó con él.

Adiós y adiós a vosotras, hermosas damas españolas,

adiós y adiós a vosotras, damas de España.

Ya hemos recibido la orden de zarpar hacia la vieja Inglaterra,

pero esperamos en poco tiempo volveros a ver…

Que cada hombre beba de un trago su jarro,

que cada hombre de un trago beba su vaso,

queremos estar alegres y ahogar la melancolía,

con un brindis para cada alma jovial y de honesto corazón…

Yasmini rió y aplaudió.

—Esta es la primera canción pícara que Dorry me enseñó. ¿Recuerdas cuando te la canté por primera vez, Tom?

—Juro que jamás lo olvidaré. —Tom chasqueó la lengua mientras maniobraba para dirigirse al Maid of York—. Eso fue el día en que me devolviste a Dorry después de haberlo tenido perdido durante todos aquellos años.

Mientras subía a bordo del Maid of York, Tom le dio órdenes a su capitán:

—Capitán Kumrah, por el nombre de Dios, sube esta última carga a bordo lo más rápido que puedas. —Volvió a la baranda y miró a Dorian que estaba en el lanchón y le gritó—: Apenas estés a bordo del Gil t of Allah baja las luces y leva el ancla, debemos alejarnos del país antes de las primeras luces. No quiero que Keyser y los centinelas holandeses en el castillo descubran en qué dirección vamos. Que adivinen sí nos fuimos al este al oeste, o incluso hacia el sur, hacia el Polo.

Lo último del cargamento que subió a bordo desde el lanchón fue el clavicordio de Sarah. Mientras se balanceaba en el aire, Tom les gritó a los hombres que manejaban el aparejo:

—Una guinea para el hombre que deje que esa maldita cosa se vaya a las profundidades del océano.

Sarah le dio un golpe en las costillas y los marineros se detuvieron para mirarse unos a otros. Nunca estaban demasiado seguros de cómo interpretar el sentido del humor de Tom. Éste tomó a Sarah con su brazo y continuó:

—Por supuesto, una vez que tenga su guinea, por deferencia a los sentimientos de mi esposa, me veré obligado a arrojarlo de inmediato también a él.

Todos rieron sin estar demasiado seguros y continuaron con la carga del clavicordio. Tom volvió a la baranda.

—Ya puedes irte, hermano —le gritó a Dorian.

La tripulación del lanchón se puso en movimiento y Dorian gritó a manera de respuesta:

—¿Si nos separamos en la oscuridad, entonces el reencuentro será frente al cabo Hangklip, como siempre?

—Como siempre, Dorry.

Las dos naves navegaron a poca distancia una de otra, y durante la primera hora pudieron mantenerse a la vista. Luego el viento aumentó su fuerza hasta convertirse en tormentoso y la última rebanada de luna se escondió detrás de las nubes. En la oscuridad perdieron contacto entre ellos.

Cuando amaneció el Maid estaba solo, con el viento del sudeste soplando en su velamen. La tierra era una mancha azul muy baja en el horizonte del norte, casi oscurecida por el romper de las olas y las inquietas aguas del mar.

—Difícil que los holandeses salgan a buscarnos con este mal tiempo —le gritó Tom a Kumrah, mientras los faldones del abrigo de tela encerada le revoloteaban entre las piernas y la nave se ladeaba para compensar la fuerza de la tormenta.

—Éste es el momento de poner proa hacia el cabo Hangklip.

De bolina contra la tormenta llegaron al cabo a la mañana siguiente y vieron al Gil t allí, delante de ellos, yendo y viniendo sobre el lugar del encuentro. Una vez más en convoy se dirigieron hacia el este para rodear el cabo Agujhas, el extremo más septentrional de áfrica. El viento seguía soplando fuerte del este. Pasaron muchos días de preocupación, avanzando y retrocediendo, apartándose de los traicioneros bajos que protegían Agujhas, tratando de mantener el rumbo hacia el este. Finalmente pudieron dar vuelta en el Cabo y dirigirse hacia el norte, a lo largo de aquella accidentada y poco hospitalaria costa.

Tres semanas después de abandonar High Weald finalmente pasaron entre aquellos salientes de roca gris que custodiaban la gran Laguna de los Elefantes. Echaron el ancla en las benditas aguas calmas, claras como una buena ginebra holandesa y llenas de peces.

—Éste es el lugar donde mi abuelo Frankie Courtney se enfrentó por última vez con los holandeses. Fue aquí donde lo hicieron prisionero para luego conducirlo a Buena Esperanza, a morir en el cadalso —le contó a Sarah—. Por Dios, que eran fuertes como demonios viejos aquellos antepasados míos —agregó con orgullo.

Sarah sonrió al mirarlo.

—¿Quieres decir con eso que eres un debilucho y un cobarde comparado con ellos? —Luego entrecerró los ojos y se esforzó por concentrar su mirada en la colina que se elevaba por encima de la laguna—. ¿Es ésta tu famosa piedra postal?

A medio camino colina arriba un prominente montón de piedras grises del tamaño de una parva de heno, tenía una letra P inclinada pintada de color escarlata para que fuera visible desde cualquier barco anclado en la laguna.

—Oh, llévame de inmediato a la costa. Estoy segura de que allí hay una carta de Jim para nosotros.

Tom estaba seguro de que sus esperanzas estaban condenadas a la desilusión, pero de todas maneras remaron hacia la playa en la chalupa. Al llegar Sarah fue la primera en saltar del bote. El agua le llegaba a los muslos y sus faldas se empaparon. Tom apenas si pudo seguirla cuando se levantó la ropa mojada hasta las rodillas y comenzó a trepar la colina.

—¡Mira! —gritó—. Alguien ha dejado un montón de piedras en la cima. Seguramente es una señal de que hay una carta para nosotros.

Debajo de la piedra postal habían abierto un espacio hueco cuya entrada estaba bloqueada con piedras de menor tamaño. Sarah las sacó y detrás de ellas encontró un paquete bastante voluminoso. Estaba envuelto con tela encerada y había sido sellado con brea.

—¡Lo sabía! ¡Claro que lo sabía! —canturreó ella mientras arrastraba el paquete de su escondite. Pero cuando leyó la inscripción que tenía, su alegría se demudó. Sin una palabra más le dio el paquete a Tom y comenzó el regreso colina abajo.

Tom leyó el mensaje. Había sido escrito con mano insegura, torpe, con errores de ortografía:

Hola, onesta y valerosa halma que encontraste este mensaje. Llévalo a la ciudad de Londres y entrégalo al caballero Nicolas Whatt en el 51 de la calle Wacker, no lejos del Muelle de india Horiental. Seguro que el te dará un trago de yin. ¡No habras este paquete! ¡No lo agas! ¡Si lo aces, que se pudran tus jenitales y maldito sean tus hojos! ¡Que tu sexo jamás funcione, maldito hijo de perra, olvido de Dios!

El mensaje estaba firmado:

Capitán Noah, emvarcado en el Brig Larkspur con destino a Bombay, 21 de mayo del año del señor Jessús 1731.

Palabras bien elegidas y sentimientos claramente expresados, se dijo Tom sonriendo mientras colocaba el paquete en el hueco y lo tapaba con piedras. No me dirijo a Londres, de modo que no me arriesgaré a las terribles consecuencias de no cumplir con el encargo. Tendrá que esperar que aparezca el alma generosa que vaya en la dirección correcta.

Descendió la colina y a mitad de camino antes de llegar a la playa encontró a Sarah sentada sobre una roca con expresión de desaliento en el rostro. Miró hacia otro lado cuando él se sentó junto a ella y trató de contener los sollozos. Él le tomó la cara con sus enormes manos y la hizo girar hacia él.

—No, no, mi amor. No debes tomarlo así. Nuestro Jim está a salvo.

—Oh, Tom. Yo estaba tan segura de que era una carta de él y no ese paquete de algún tonto marinero.

—Era sumamente imposible que él llegara hasta acá. Seguramente está yendo más hacia el norte. Creo que debe de haberse dirigido a Nativity. Allí lo encontraremos, y a la pequeña Louisa con él. Créeme. Nada malo puede ocurrirle a nuestro Jim. Es un Courtney, de tres metros de altura y hecho de placas de hierro fundido cubierto con cuero de elefante.

Ella se rió entre sus lágrimas.

—Tom, tonto, deberías haber trabajado en los escenarios.

—Ni siquiera el maestro Garrick podría pagar mis honorarios —él se rió con ella—. Ahora, vamos, mi dulce niña. No ganamos nada con llorar. Además, hay mucho que hacer si queremos dormir en tierra esta noche.

Bajaron hasta la playa y allí encontraron a Dorian y a la gente del Gift que ya habían desembarcado. Mansur estaba descargando los barriles de agua fresca en la chalupa. Los iba a llenar en la corriente de agua dulce que desembocaba en el otro extremo de la laguna. Dorian y sus hombres estaban construyendo refugios junto a la selva, tejiendo estructuras de ramas tiernas. Estaban techándolos con cañas nuevas, recién cortadas junto al agua. El olor de la savia fresca perfumaba el aire.

Después de las difíciles semanas en un mar tormentoso, las mujeres necesitaban alojamiento confortable sobre tierra seca en el cual poder recuperarse. Hacía más de un año que los hermanos habían visitado la laguna en su última expedición comercial por la costa. Las chozas que habían construido entonces fueron incendiadas por ellos mismos antes de zarpar, de otra manera ahora estarían llenas de escorpiones, avispas y otros desagradables insectos voladores y criaturas que se arrastran.

Se produjo una breve alarma cuando oyeron una sucesión de disparos de mosquete que venían del otro lado de la laguna, pero Dorian tranquilizó al grupo de inmediato:

—Le dije a Mansur que nos trajera carne fresca. Debe de haber encontrado alguna presa.

Cuando el joven cazador regresó con los barriles llenos de agua, traía consigo el cuerpo de un búfalo muy joven. A pesar de su tierna edad la bestia tenía el tamaño de un buey, suficiente para alimentarlos a todos durante semanas, una vez salado y ahumado. Luego la otra chalupa regresó del borde del canal donde Tom había enviado a cinco de sus hombres a pescar. Los recipientes en medio del bote venían llenos de relucientes y plateados montones todavía moviéndose y retorciéndose.

Sarah y Yasmini se pusieron a trabajar de inmediato con sus sirvientas para preparar un adecuado festejo en celebración del arribo a tierra.

Comieron bajo las estrellas mientras las chispas de la hoguera del campamento se elevaban en torrentes hacia el cielo oscuro. Después de haber comido hasta saciarse, Tom envió por Batula y Kumrah, éstos llegaron a la playa desde los barcos anclados y ocuparon sus lugares. Se sentaron con las piernas cruzadas sobre sus alfombras de oración en el círculo alrededor del fuego.

—Les pido disculpas por cualquier falta de consideración —fue el saludo con que Tom recibió a los dos capitanes—. Deberíamos haber escuchado sus informes mucho antes. Pero, la necesidad de salir de Buena Esperanza con tanta prisa y la tormenta que nos envolvió después hicieron que no hubiera tiempo para ello.

—Las cosas son como tú dices, effendi —replicó Batula, el más antiguo de los capitanes—. Estamos a tus órdenes y no ha habido falta de consideración alguna.

El café caliente fue traído por los sirvientes en cafeteras de bronce. Dorian y los árabes encendieron sus narguiles. El agua de las ampollas burbujeaba cada vez que aspiraban el perfumado tabaco turco.

Primero hablaron de los negocios y de las mercancías que los capitanes habían reunido durante su último viaje a lo largo de esas mismas costas. Como árabes ellos podían viajar a lugares a los que no se permitía llegar a ninguna nave cristiana. Habían llegado incluso a pasar frente al Cuerno de Ormuz, en el mar Rojo, y llegaron hasta la lejana Medina, la luminosa ciudad del Profeta.

En el viaje de regreso se habían separado, Kumrah en el Maid se dirigió al este a visitar los puertos del imperio mogol, para comerciar allí con los mercaderes de diamantes de las minas de Kollur y para comprar rollos de alfombras de seda en Bombay y Delhi. Mientras tanto, Batula había navegado a lo largo de las costas de Coromandel cargando su barco con t‚ y especias. Ambas embarcaciones volvieron a encontrarse en el puerto de Trincomalee en Ceilán. Allí cargaron clavo de olor, azafrán, granos de café y las mejores colecciones de zafiros estrella azul. Luego, otra vez juntos, regresaron a Buena Esperanza, hasta el lugar de anclaje frente a las playas de High Weald.

Batula podía repetir de memoria las cantidades de cada una de las mercaderías que habían comprado, los precios que habían pagado y la situación de los diferentes mercados que habían visitado.

Tom y Dorian lo interrogaron cuidadosa y exhaustivamente, mientras Mansur escribía todo en el diario de la empresa. Esta información era esencial para su prosperidad. Cualquier cambio en el estado y condiciones de los mercados y de la provisión de mercaderías podría significar una gran ganancia, o tal vez un desastre mayor para la empresa.

—Los mayores beneficios siguen estando en el comercio de esclavos —resumió Kumrah delicadamente, y ninguno de los capitanes pudo mirar directamente a los ojos de Tom mientras decía esto. Conocían sus opiniones acerca de ese comercio, al que llamaba “una abominación ante Dios y ante los hombres”.

La respuesta de Tom a Kumrah era predecible.

—El único trozo de carne humana que vendería serían tus peludas nalgas al primer hombre que pague las cinco rupias que pido por ellas.

—¡Effendi! —gritó Kumrah con una expresión que era una obra maestra del arte dramático, una insólita mezcla de contrición y dolida sensibilidad—. Antes me afeitaría la barba y comería carne de cerdo que comprar una sola alma humana en las subastas de esclavos.

Tom estaba a punto de recordarle que el comercio de esclavos había sido su principal empresa antes de entrar al servicio de los hermanos Courtney, cuando Dorian, pacificador, intervino con suavidad:

—Tengo hambre de noticias de mi antiguo hogar. Dime qué sabes de Ornan y Muscat, de Lamu y Zanzíbar.

—Sabíamos que preguntarías esto, de modo que nos hemos reservado esas noticias para el final. Esas tierras han sido dominadas por importantes acontecimientos, al-Salil. —Ambos se volvieron a Dorian, agradecidos de haber desviado la ira de Tom.

—Mis buenos capitanes, transmitidnos todo lo que sepáis —pidió Yasmini.

Hasta ese momento ella había estado sentada detrás de su marido y se mantenía en silencio como una buena esposa musulmana. Sin embargo, no pudo contenerse más pues estaban hablando de su hogar ancestral, de su familia. Aunque ella y Dorian habían huido de la costa de Zanzíbar hacía ya casi veinte años, sus pensamientos con frecuencia volvían a ese lugar y su corazón añoraba los lejanos días de la niñez.

Era verdad, por cierto, que no todos sus recuerdos eran agradables. Hubo momentos de soledad en el aislamiento del harén, aunque era ella una princesa por nacimiento, hija del sultán Abd Muhammad al-Malik, califa de Muscat. Su padre había sido dueño de más de cincuenta esposas. Pero sólo se mostraba interesado en los hijos varones sin jamás preocuparse en lo más mínimo por saber algo de sus hijas. No ignoraba que él apenas si tenía idea de su existencia y no podía recordar una sola vez en que él le hubiera dirigido la palabra, o siquiera le hubiera tocado las manos o por lo menos le hubiera dirigido una mirada de dulzura. La verdad era que ella lo había visto sólo en ocasiones oficiales o cuando visitaba a sus mujeres en el harén. Y en esas ocasiones sólo lo había visto de lejos y aun así había temblado y se había cubierto la cara aterrorizada ante tanta magnificencia, ante su divina presencia. De todas maneras, ella guardó luto y ayunó los cuarenta días y sus noches estipulados por el Profeta cuando la noticia de su muerte le llegó al desierto africano donde se había refugiado con Dorian.

Su madre había muerto cuando ella era niña y no podía recordar un solo detalle acerca de aquella mujer. A medida que fue creciendo se enteró de que había heredado de ella el llamativo mechón de pelo plateado que dividía sus trenzas negras como la noche. Yasmini había pasado toda su infancia en el harén de la isla Lamu. El único amor materno que había conocido le había sido brindado generosamente por Tahi, la vieja esclava que los había criado a ella y a Dorian.

Al principio Dorian, el hijo adoptivo de su propio padre, estuvo con ella en el harén. Esto fue así hasta que él llegó a la pubertad y fue sometido a la tortura del cuchillo de la circuncisión. Como su hermano mayor adoptivo, él la protegía, a menudo con puños y pies, de la malicia de los hermanos de sangre de ella. Quien más la molestaba era Zayn al-Din. Dorian, al defenderla, hizo de aquél un mortal enemigo y el rencor persistiría toda la vida. Nunca Yasmini pudo olvidar ni los menores detalles de los enfrentamientos entre ambos muchachos.

Faltaban pocos días para que Dorian y Zayn entraran en la pubertad con el consiguiente alejamiento del harén. El ingreso en el servicio militar sería inminente. Aquel día Yasmini estaba jugando sola en la terraza de la tumba del santo anciano, en un extremo de los jardines del serrallo. Aquél era uno de los lugares secretos donde ella podía escapar de las agresiones de sus pares para encontrar solaz en sus ensoñaciones e infantiles juegos de fantasía. Con ella estaba su mono Jinni. Sus medios hermanos Zayn aldin y Abú Baker la descubrieron.

Regordete, taimado y malo, Zayn era más audaz cuando tenía a alguno de sus aduladores cerca. Arrancó al monito de las manos de Yasmini y lo arrojó a la cisterna abierta de agua de lluvia. Aunque gritó con toda la fuerza de sus pulmones y se dejó caer de espaldas para golpearse la cabeza y arañarse la cara hasta sangrar, él la ignoró y comenzó sistemáticamente a ahogar a Jinni, hundiéndole la cabeza cada vez que el monito la sacaba del agua.

Atraído por los gritos de la niña, Dorian se acercó corriendo escalinatas arriba desde el jardín. Comprendió lo que estaba ocurriendo de inmediato para luego lanzarse sobre los dos muchachos. Antes de ser capturado por los árabes, su hermano Tom le había enseñado a Dorian el arte del boxeo, pero ni Zayn ni Abú Baker habían entrado en contacto antes con puños cerrados moviéndose en el aire. Abú Baker huyó de este terrible ataque, pero la nariz de Zayn explotó en una lluvia roja en el primer ataque, y el segundo lo envió escaleras abajo. Cuando llegó al último escalón, uno de los huesos del pie derecho hizo un ruido extraño. El hueso quedó dañado y él rengo para toda la vida.

En los años posteriores a su niñez y al abandono del harén, Dorian se convirtió en un príncipe por derecho propio y en un guerrero famoso. Yasmini, por su parte, fue obligada a quedarse, a merced del jefe de los eunucos, Kush. Aún después de tantos años, la monstruosa crueldad de éste seguía vivamente presente en su memoria. La niña crecía hasta alcanzar una encantadora adultez femenina mientras Dorian luchaba con los enemigos de su padre adoptivo en los desiertos de Arabia hasta el extremo norte. Finalmente regresó a Lamu cubierto de gloria, pero había casi olvidado a SU hermana adoptiva y el amor de su infancia. Hasta que apareció Tahi, su antigua nana esclava, en el palacio y le recordó que Yasmini todavía languidecía en el harén.

Con Tahi como enlace habían organizado peligrosos encuentros amorosos. Al convertirse en amantes estaban cometiendo un doble pecado de cuyas consecuencias ni siquiera la enaltecida posición de Dorian podría protegerlos. Eran hermano y hermana por adopción y, a los ojos de Dios, del califa y del consejo de mullahs, su unión, además de fornicación, era incesto.

Kush había descubierto el secreto y planeaba un castigo para Yasmini tan terriblemente cruel que ella sentía escalofríos cuando lo recordaba, pero Dorian intervino para salvarla. Mató a Kush y lo enterró en la tumba que el eunuco había preparado para la joven. Luego el enamorado la disfrazó de muchacho y la sacó a escondidas del harén. Juntos escaparon de Lamu.