Comenzaron a galopar ligeramente y cargaron. Justo delante de ellos había un nguni tratando de ultimar a una joven con su assegai, poniéndola en posición para atravesarla, pero ella daba vueltas y se agitaba en el suelo como una anguila, evitando la plateada punta de acero. El hombre estaba tan divertido con su juego que sólo advirtió la presencia de los atacantes cuando Louisa estuvo junto a él. Jim no supo qué quería hacer ella, y lo sorprendió ver que levantaba el mosquete y disparaba. Los proyectiles dieron en el pecho transpirado del nguni, que fue empujado hacia atrás por la fuerza de la descarga.
Louisa extrajo el segundo mosquete de su estuche y mantuvo su posición al lado de Jim, mientras atacaban al grupo de guerreros que rodeaba a Tegwane. La muchacha volvió a disparar, y derribó a otro hombre. Jim, aún concentrado en su propia tarea, se asombró con la frialdad de Louisa. Aquélla no era la muchacha que él creía conocer. Acababa de matar a dos hombres con eficacia helada, sin mostrar las emociones que bullían dentro de ella.
Los guerreros que estaban atacando a Tegwane oyeron los disparos. Las pesadas explosiones eran ruidos que jamás habían oído, y cuando giraron para mirar a los jinetes, su asombro y su confusión pudieron verse claramente en sus rostros, manchados con la sangre de sus víctimas. Jim disparó segundos después que Louisa. Sus proyectiles ingresaron en un estómago desnudo, derribando al hombre de inmediato y quebrando el brazo de uno de sus compañeros. El assegai de éste cayó de sus manos, y el brazo quedó colgando a su lado, seccionado a la altura del codo.
El hombre herido miró su miembro colgando, y luego se inclinó y recogió el assegai con su brazo izquierdo, corriendo en dirección a Jim, que quedó atónito ante tal demostración de coraje. Sus dos mosquetes estaban vacíos, y Jim se vio obligado a extraer la pistola de la funda. La bala le dio al nguni en la garganta. El guerrero hizo un ruido de gárgara y la sangre manó de su tráquea, pero su ejemplo inspiró a sus camaradas, que se recobraron de la sorpresa, abandonaron a Tegwane y se abalanzaron sobre los jinetes, sedientos de sangre, con sus cascabeles sonando a cada paso que daban.
Zama y Bakkat dispararon al mismo tiempo y mataron a un hombre cada uno. Smallboy y los dos cocheros derribaron a dos más, sin poder apuntar con precisión, porque hasta los nguni heridos se arrojaban sobre ellos, que quedaban al alcance de la lanza de sus atacantes.
—¡Atrás! ¡Atrás para recargar! —gritó Jim. La línea de jinetes se rompió y todos retrocedieron rápidamente. La carga de los nguni se detuvo cuando vieron que no podían alcanzar a los caballos. Una vez que estuvieron lo suficientemente lejos, Jim detuvo a sus hombres y volvió a ordenarlos—. ¡Desmonten y recarguen! ¡Sostengan las riendas con la boca! ¡No perdamos los caballos ahora!
Sus hombres lo obedecieron con presteza. Con las riendas aseguradas alrededor de sus hombros, dejaron caer la pólvora y las balas en sus mosquetes e introdujeron encima algunos proyectiles ligeros.
—Puede que Smallboy y sus muchachos no sean grandes tiradores —le susurró Jim a Louisa—, pero al menos los mantienen bajo control.
Louisa recargó sus armas casi con tanta rapidez como él. Los nguni habían tomado coraje al verlos detenerse. Con gritos salvajes, comenzaron acorrer otra vez, avanzando rápidamente en dirección al grupo de jinetes desmontados.
—Al menos los hemos apartado de sus víctimas —dijo Louisa, mientras saltaba sobre la grupa de Fiel. Jim también montó, pero el resto de los hombres seguía cargando sus armas. Jim vio que Louisa estaba en lo cierto. Los guerreros que quedaban se habían unido a la carrera, y se estaban acercando a ellos. El viejo Tegwane se había quedado solo sobre el promontorio de granito, malherido pero todavía con vida.
Bakkat terminó de cebar su arma y saltó sobre su montura con la agilidad de un mono. Fue junto a Jim, pero los otros seguían trabajando.
—Seguidnos cuando terminéis de cargar —gritó Jim—. ¡Pero apresuraos!\1\4\2\3¡Vamos! ¡Les daremos un poco de pólvora para mitigar su apetito! —Los tres comenzaron a trotar al encuentro de los nguni.
—¡No parecen tener miedo! —dijo Louisa, admirada, mientras los nguni corrían hacia ellos como una jauría de perros de caza.
Cuando sólo los separaban cien pasos, Jim se detuvo.
—¡Fuego!
Los disparos derribaron a dos de los atacantes, mientras que el tercero cayó de rodillas y se llevó las manos al estómago. Los tres cambiaron de mosquete y volvieron a abrir fuego. Jim y Bakkat derribaron a un hombre cada uno, pero Louisa estaba comenzando a fatigarse. Los mosquetes eran demasiado pesados para ella, y no pudo sino recular instintivamente al sentir el culatazo. Su segundo disparo fue demasiado alto. Los nguni restantes se acercaban aullando salvajemente. Sólo quedaban unos pocos, pero sus rostros estaban encendidos por el fuego de la batalla, y sostenían sus escudos en alto.
—¡Atrás! —gritó Jim, y los tres retrocedieron hacia donde estaban Zama, Smallboy y los otros dos, ya montados y con sus armas cargadas.
—¡Que no se os acerquen demasiado! ¡Deteneos y disparadles! ¡Nosotros volveremos a cargar e iremos detrás de vosotros!
Mientras Jim, Louisa y Bakkat recargaban sus armas, Smallboy y el resto cumplían las órdenes del joven. Cargaban contra los nguni, los provocaban, y cuando ellos se acercaban se detenían y comenzaban a tirar, para luego volver a retirarse. Esta vez apuntaron mejor. Dos de los guerreros cayeron al suelo. Cuando se quedaron sin municiones, retrocedieron y volvieron hacia donde estaba Jim, éste y los suyos ya estaban otra vez montados. Las dos columnas se cruzaron.
—¡Bien hecho! —dijo Jim—. ¡Ahora vamos nosotros!
Los nguni los vieron venir y se detuvieron. Por un momento, parecieron vacilar. Se habían dado cuenta de que era inútil cargar contra aquellos extraños montados sobre unos animales inalcanzables para los pies humanos. También habían comprendido el peligro mortal que traían esas armas que lanzaban humo y derribaban a los hombres por arte de magia. Uno de ellos comenzó a huir. Pero Jim vio que no dejaba caer su escudo y su assegai. Estaba claro que no quería rendirse, sino seguir luchando. Sus compañeros siguieron su ejemplo. Se dieron vuelta y comenzaron a correr.
—¡Calma! —advirtió Jim—. ¡No se dejen sorprender!
Tegwane le había advertido que los nguni solían fingir una huida o incluso la muerte, para engañar al enemigo.
Pero uno de los guerreros se había quedado atrás. Jim fue tras él y le dio alcance fácilmente. Mientras levantaba el mosquete, el hombre se dio vuelta de pronto. Jim vio que no era joven: su barba ensortijada tenía algunas canas, y llevaba una vincha de plumas de avestruz y colas de vaca señalando su coraje, atadas a su lanza. Súbitamente veloz, fue hacia Jim. A punto estuvo de clavar su assegai en el flanco de Fuego, pero Jim le dio en el rostro con su descarga.
Cuando miró hacia atrás, vio que Louisa había obedecido su orden. No había comenzado a perseguir a los nguni, y Zama y Bakkat también se habían quedado atrás. A Jim le agradó aquella demostración de obediencia y buen sentido por parte de su tropa. Dispersarse habría sido un error fatal. Jim volvió hacia ellos.
Cuando llegó junto a ella, vio que su furia se había desvanecido con tanta rapidez como había surgido. Estaba mirando a uno de los nguni muertos con tristeza y remordimiento.
—Los hemos hecho huir, pero sé que volverán —le dijo Jim, y ella miró a los sobrevivientes huyendo por la estepa y desapareciendo tras un pliegue del terreno.
—Fue suficiente —dijo Louisa—. Me alegra que los hayas dejado ir.
—¿Dónde aprendiste a pelear?
—Si hubieras vivido un año en la cubierta de la Meeuw, no harías esa pregunta.
En ese momento, Smallboy y el resto se acercó con los mosquetes ya recargados.
—¡Iremos tras ellos, Somoya! —gritó el cochero, todavía atrapado en el éxtasis de la batalla.
—¡No! ¡Déjalos! —ordenó Jim—. Manatasee y todo su ejército seguramente están esperando detrás de la siguiente colina. Ahora ve con tus hombres a la caravana, protege al ganado y prepárate para otro ataque.
Mientras Smallboy se iba con los cocheros, Jim fue con los otros al escenario de la carnicería. El viejo Tegwane estaba sentado sobre una roca, curando sus heridas y cantando en señal de duelo por su familia y las otras mujeres y niños de su tribu, cuyos cadáveres estaban desparramados alrededor.
Mientras Louisa le daba agua de su cantimplora, le lavaba las heridas y las vendaba para detener la hemorragia, Jim fue a inspeccionar la zona. Se acercó a los cuerpos de los nguni caídos con cautela, apuntando su pistola. Pero todos ellos estaban muertos; sus proyectiles les habían infligido heridas terribles. La mayoría eran hombres grandes, apuestos, jóvenes y fuertes. Sus armas eran fruto de un delicado trabajo de herrería. Jim tomó uno de los assegais. El arma se ajustaba perfectamente a su mano, y su hoja era tan filosa que con tranquilidad podía afeitarse el vello de los brazos. Los guerreros llevaban collares y pulseras de marfil. Jim tomó uno de los adornos del viejo que había ultimado sobre el final. Las plumas de avestruz y las colas de vaca lo sindicaban como el más veterano. El collar de marfil estaba bellamente tallado, formando figuras humanas.
—Cada una representa a los hombres que ha matado en el campo de batalla —se dijo Jim. Era obvio que para los nguni el marfil tenía un gran valor. Eso intrigó a Jim, que se llevó el collar al bolsillo.
Al recorrer el resto del lugar, Jim observó que los nguni habían hecho Su trabajo con fría eficiencia. Los niños habían sido despachados de una sola puñalada. Además de Tegwane, sólo había una bakwato con vida. Era la muchacha a la que Louisa había salvado con su primer disparo. Tenía una profunda herida de lanza en el hombro, pero cuando Zama la levantó pudo caminar. Louisa vio que era demasiado joven como para haber dado a luz. Su estómago era liso y duro, y sus pechos parecían frutas aún sin madurar. Tegwane lanzó un grito de júbilo al verla, y fue rengueando a abrazarla.
—¡Ella es Intepe, la flor de mi corazón, mi nieta! —gritó.
Louisa la había visto en el primer encuentro con la tribu, porque era la más bella de todas las mujeres. Intepe se acercó con confianza, y se sentó pacientemente mientras Louisa lavaba y vendaba su herida. Cuando Louisa terminó de atender a ambos, miró los cadáveres tendidos en el suelo.
—¿Qué haremos con ellos? —le preguntó a Jim.
—Ya no tenemos nada que hacer aquí —respondió él, y luego observó el cielo sin nubes, donde los buitres habían comenzado a reunirse.
—Ellos harán el resto del trabajo. Ahora debemos volver lo más rápidamente posible a las carretas. Tenemos mucho que hacer antes de que vuelvan los nguni.
Jim eligió la mejor posición defensiva que había sobre la orilla del río. Allí, un pequeño riacho secundario desembocaba sobre la corriente principal en un ángulo agudo, dejando una franja de terreno bien custodiada por el agua.
—Los nguni no saben nadar —le había dicho Tegwane—. El agua es quizá, lo único a lo que temen. Tampoco comen pescado ni hipopótamos, porque aborrecen todo lo que viene del agua.
—Entonces el agua nos cubrirá la retaguardia y este flanco. —Jim sintió un gran alivio. Tegwane le estaba dando información muy útil. Decía que sabía hablar muy bien la lengua de los nguni, y que conocía sus costumbres. Si era verdad, entonces bien valía llevarlo con ellos.
Jim trepó la empinada ladera del río secundario. La laderilla era de cuatro metros; era muy difícil treparla sin una escalera.
—Esto nos protegerá por el otro flanco. Tenemos que acomodar las carretas a lo largo del cuello que forman el río y el arroyo.
Colocaron las carretas en posición, y las ataron entre sí con rimes de cuero sin curtir, para evitar que los nguni forzaran una brecha. En los espacios que quedaban entre las carretas, y debajo de ellas, colocaron ramas de espinos, para que los guerreros no pudieran deslizarse por allí. En medio de la formación dejaron un angosto espacio a modo de puerta.
Jim ordenó que a los caballos y al resto de los animales se los dejara pastando cerca, para que pudieran ser llevados dentro de la pequeña fortaleza en unos pocos minutos, para luego sellar la puerta con ramas de espino.
—¿De verdad crees que volverán? —Louisa intentó ocultar el miedo que sentía—. ¿No piensas que ya han comprendido que no podrán con nosotros?
—El viejo Tegwane los conoce muy bien. No tiene dudas de que volverán, porque lo que ellos más aman es pelear.
—¿Cuántos son?
—Tegwane no sabe contar. Dice que son muchos.
Jim eligió cuidadosamente un espacio a cierta distancia de las carretas donde les ordenó a Smallboy y a sus hombres que cavaran un pozo, enterró un barril de pólvora negra, colocó una mecha y la llevó hasta la carreta central. Tapó el barrilito con piedras del lecho del río, previendo que saldrían disparadas como proyectiles cuando la pólvora estallara.
Hizo que los hombres armaran unos agujeros en la pared de espinos para poder disparar, formados a lo largo del frente defensivo. Con la piedra de amolar, Smallboy afiló los machetes marineros y los dejó a mano. Luego cargaron los mosquetes, dejando también a mano los frascos de pólvora, las bolsas de proyectiles y los cargadores. Louisa les enseñó a los voorrers y a los pastores a cargar y cebar las armas. Le costó convencerlos de que bastaba con un puñado de pólvora, y que si agregaban más sólo lograrían poner en riesgo al tirador.
Los baldes fueron llenados con agua del río, tanto para apaciguar la sed como para apagar incendios si los nguni recurrían al viejo truco de lanzar antorchas encendidas.
Dos pastores fueron ubicados como vigías en la cima de la montaña desde la cual Louisa había visto el osario. Jim les dio un pedernal y les dijo que encendieran un fuego con hojas verdes si veían acercarse a la tropa principal de los nguni. El humo alertaría a la caravana, y cuando estuviera encendido los pastores podían bajar corriendo para informar de los detalles. Cada tarde, antes del anochecer, Jim se aseguraba de que los muchachos bajaran de la colina y estuvieran a salvo en el campamento. Habría sido muy cruel dejarlos allí arriba durante la noche, a merced de las bestias salvajes y de un posible explorador de los nguni.
—Los nguni nunca atacan por la noche —le dijo Tegwane a Jim—. Dicen que la noche es para los cobardes. Un verdadero guerrero debe morir a la luz del sol. —Pero el joven, por si acaso, ordenó que hubiera centinelas en la periferia del campamento durante la noche, y se aseguró personalmente de que se mantuvieran despiertos.
—Vendrán cantando y golpeando sus escudos —dijo Tegwane—. Prefieren advertir al enemigo. Saben que su fama los precede, y que el sonido de sus voces y la visión de sus vinchas negras aterroriza a sus enemigos.
—Entonces prepararemos una bienvenida adecuada para ellos.
Cortaron los árboles y los arbustos en un área de cien pasos por delante de las carretas, y las yuntas de bueyes los llevaron lejos. El terreno quedó abierto, sin vegetación. La impi se vería obligada a atravesarlo para llegar a las carretas. Luego Jim midió las distancias, y colocó una línea de piedras blancas para marcar la mejor longitud de tiro. Machacó a sus hombres para que no abrieran fuego antes de que la primera fila de atacantes cruzara esa línea.
Cuando completó los preparativos, Jim se dispuso a esperar. El lento paso de las horas llenaba de ansiedad sus espíritus, Jim aprovechó ese tiempo para seguir aprendiendo del enemigo en sus charlas con Tegwane.
—¿Dónde dejan a sus mujeres y a sus niños?
—No los llevan a la guerra. Seguramente los dejan en su tierra.
—¿Qué llevan consigo?
—Ganado, y aman el marfil de los dientes de elefante e hipopótamo.
—¿Qué clase de ganado?
—Tienen grandes rebaños. Los aman tanto como a sus propios hijos. No los sacrifican para comer su carne, sino que les extraen sangre y la mezclan con su leche, ése es su principal alimento.
Jim adoptó una actitud pensativa. Un buey de primera calidad podía venderse por cien florines en la colonia.
—¿Y qué hay del marfil?
—Les gusta mucho. Quizá lo necesitan para comerciar con los árabes del norte o con los bulamatari. —Este último término significaba "trituradores de roca", y se refería a los portugueses, cuyos cateadores hacían estallar la roca en busca de oro. A Jim lo sorprendió que allí, en pleno interior africano, alguien hubiera oído hablar de aquella nación. Se lo dijo a Tegwane, y éste sonrió.
—Mi padre conocía a los brujos, y el padre de mi padre también.
Jim asintió. Era muy ingenuo de su parte. Los árabes de Omán habían estado comerciando en Africa y llevándose esclavos desde el siglo V. Y ciento cincuenta años antes, Vasco de Gama había llegado a la isla de Mozambique y los portugueses habían comenzado a construir sus fortalezas y sus puertos comerciales en tierra firme. Era natural que los rumores de acontecimientos tan importantes llegaran hasta las tribus nativas del interior.
Jim le mostró al viejo los colmillos del elefante al que había matado, y éste se sorprendió.
—Nunca he visto un diente de ese tamaño.
—¿Dónde encuentran el marfil los nguni? ¿Acaso cazan elefantes?
Tegwane negó con la cabeza.
—El elefante es una bestia demasiado grande, y ni siquiera los nguni pueden cazarlos con sus assegais.
—¿Entonces de dónde viene el marfil?
—He oído que algunas tribus cavan pozos para atraparlos, o cuelgan una lanza de los árboles en el camino de los elefantes. Cuando el elefante pisa la soga que la sostiene, la lanza se clava en su corazón. —Tegwane hizo una pausa y miró a Bakkat, que estaba durmiendo debajo de una de las carretas—. También he oído decir que esos monos amarillos de los san los matan con flechas envenenadas. Pero no pueden matar a muchos con ese método.
—¿Y dónde consiguen el marfil los nguni?
—Cada temporada, especialmente en la estación de las lluvias, algunos elefantes mueren de viejos, o quedan atascados en los pantanos, o caen en los pasos de montaña. Cualquiera puede ir y arrancarles los colmillos. Mi propia tribu ha obtenido muchos de esa manera.
—¿Y qué ocurrió con los colmillos de tu tribu?
—Cuando mataron a los jóvenes, los nguni nos los robaron, como los roban siempre que atacan y masacran a una tribu.
—Deben de tener mucho marfil —dijo Jim—. ¿Dónde lo guardan?
—Lo llevan con ellos —respondió Tegwane—. Lo cargan en los lomos de sus animales. Tienen tanto marfil como animales para llevarlo. Tienen muchos animales.
Jim le contó la historia a Louisa.
—Me gustaría encontrar uno de esos rebaños, en los que cada bestia carga una fortuna en marfil sobre su lomo.
—Pero no sería tuyo…
—¡Sería un botín de guerra! —dijo él, indignado—. Por supuesto que sería mío. —Jim miró hacia las colinas por donde esperaba que llegaran las tropas de nguni—. ¿Cuándo vendrán? —se preguntó.
Cuanto más esperaban, más nerviosos se ponían. Jim y Louisa pasaban mucho tiempo jugando al ajedrez, pero cuando se aburrían ella volvía a retratar a Jim. Mientras posaba, el joven leía en voz alta Robinson Crusoe. Era su libro favorito. Secretamente, Jim se identificaba con el protagonista. Aun cuando lo había leído muchas veces, seguía sorprendiéndose y reído entre dientes con sus aventuras, y se compadecía de sus desgracias.
Dos o tres veces al día, salían a inspeccionar la zona, y a asegurarse de que los pastores estuvieran despiertos y atentos, y que no habían ido a buscar miel o caído en alguna otra distracción infantil. Luego examinaban la llanura lindera para asegurarse de que no había hombres de los nguni escondidos entre los bosques.
En el duodécimo día de la masacre de los bakwato, Jim y Louisa salieron solos. Los pastores estaban aburridos, y Jim tuvo que hablarles con dureza para que se mantuvieran en sus puestos.
Bajaron por la colina y cruzaron el río por el vado. Llegaron casi hasta el lugar de la masacre, pero se desviaron antes de llegar. Jim no quería que Louisa tuviera que recordar los desgraciados sucesos que habían tenido lugar allí.
Volvieron hacia el campamento, y Jim se detuvo para examinar desde una colina las defensas y para chequear que no hubiera algún flanco débil. Mientras, Louisa desmontó y buscó un lugar donde ocuparse de sus asuntos privados. El terreno era muy abierto, y el pasto había sido cortado hasta las rodillas por las manadas de animales salvajes. Pero Louisa encontró una hondonada producida por la lluvia. Le pidió a Jim que sostuviera a Fiel.
—No tardaré —dijo ella, y comenzó a caminar hacia allí. Jim abrió la boca para decirle que tuviera cuidado, pero prefirió no ofenderla.
Mientras Louisa se acercaba a la hendidura, percibió un sonido extraño, un susurro que parecía temblar en el aire. Louisa siguió caminando, pero más lentamente, intrigada pero no alarmada. El sonido se hizo más fuerte, como si hubiera agua corriendo cerca o un zumbido de insectos. La muchacha no supo exactamente de qué dirección venía.
Se dio vuelta en dirección a Jim, que estaba mirando por su telescopio. Evidentemente, no había oído nada. Louisa vaciló. Se acercó a la hondonada y miró dentro de ella. Mientras lo hacía, el ruido se transformó en un zumbido furioso, como si la joven hubiera pisado un nido de avispas.
La hondonada estaba repleta de guerreros nguni. Estaban sentados sobre sus escudos, pero cada hombre tenía su assegai en la mano, y le apuntaban a ella, agitando sus armas y también los cascabeles guerreros que llevaban en las muñecas, ése era el ruido que la había intrigado. El ligero movimiento también hacía bailar las plumas que llevaban sobre la cabeza. Sus torsos desnudos estaban engrasados, y brillaban al sol, negros como carbón. El blanco de sus ojos, dirigido a la muchacha, era el único contraste en aquella extensión negra. A Louisa le pareció que estaba mirando un gigantesco dragón de escamas negras, enorme y dañino, listo para golpear.
Louisa salió disparada.
—¡Jim! ¡Ten cuidado! ¡Están aquí!
Jim miró hacia atrás, sobresaltado. No vio ninguna señal de peligro; sólo a Louisa, corriendo aterrorizada hacia él.
—¿Qué ocurre? —preguntó, y en ese momento el suelo pareció abrirse detrás de ella, lanzando a una masa de guerreros. Sus pies desnudos golpeaban contra la tierra dura, y sus cascabeles se golpeaban al unísono. Con sus assegais golpeaban sus escudos negros, y gritaban ferozmente:
—¡Bulala! ¡Bulala amathagati! ¡Matar! ¡Matar a los magos!
Louisa corría a toda velocidad, precediendo a esa ola humana. Corría como un lebrel, ágil y rápida, pero uno de sus cazadores era más rápido todavía. Era alto y delgado, y las plumas que llevaba en la cabeza lo hacían más alto aún. Los músculos del tórax y de su hombro se movían con elegancia mientras corría. Para aligerar su peso, dejó el escudo a un lado. Aunque Louisa le llevaba unos veinte pasos, él estaba reduciendo la ventaja. El mango de su assegai descansaba sobre su hombro, pero la larga hoja apuntaba hacia adelante, dirigida hacia los omóplatos de la muchacha. Jim recordó a la muchacha bakwato que había sido atravesada de lado a lado.
El joven lanzó a Fuego a un galope furioso, y tomando a Fiel de las riendas fue al encuentro de Louisa. Pero el guerrero ya estaba casi junto a ella. No tendría tiempo de montar antes de que él le atravesara el cuerpo con su lanza. Pero Jim no aminoró la marcha. Pasaron tan cerca de Louisa que su cabello se agitó al viento. Jim le dio las riendas de Fiel.
—¡Vamos, monta! —gritó Jim al pasar. Llevaba un solo mosquete, porque no había previsto que podría haber un combate. No podía desperdiciar un solo tiro. La bala liviana de la pistola quizá sólo hiriera a alguien, sin matarlo. No había margen de error. Jim había visto al guerrero arrojar su escudo. Jim tomó su cuchillo marinero. Bajo la supervisión de Aboli y de su padre, se había entrenado con esa arma hasta lograr dominarla a la perfección. Jim no la blandió, para sorprender a su enemigo. Cargó con fuego directo hacia el nguni, y lo vio cambiar de manos el assegai. Sus ojos se clavaron en el rostro de Jim. Éste sabía que su rival no intentaría herir al caballo. Aquél era un combate de hombre contra hombre. Jim miró el assegai, inclinándose hacia delante para encontrarse con él. El nguni golpeó, y Jim colocó su cuchillo en la clásica posición de contraataque, desviando el assegai, y luego dando un golpe de revés. Smallboy había afilado muy bien el acero. Jim lo introdujo en la nuca del guerrero y sintió la vibración en su mano cuando su arma atravesaba la vértebra. El hombre cayó de bruces.
Jim hizo girar a Fuego. A Louisa se le estaba haciendo difícil montar la grupa de Fiel. La yegua había olido a los nguni, los había visto correr hacia allí, y reculaba aterrorizada. Louisa, aferrada a las riendas era arrastrada por ella.
Jim enfundó el cuchillo ensangrentado y cabalgó tras ella. Inclinándose hacia un lado, la tomó del pantalón y la colocó sobre la montura. Luego, mientras cabalgaban con las rodillas pegadas, la acomodó. Enseguida disparó con su pistola un tiro al aire, para alertar a los centinelas. En cuanto vio que lo habían oído, le dijo a Louisa:
—¡Ve para allí! ¡Diles que metan a los animales dentro del campamento! ¡Que Smallboy y Bakkat vengan a ayudarme para distraerlos!
Esta vez, Louisa no discutió, y se alejó a toda velocidad. Jim se dio vuelta para enfrentar a los nguni. Sacó el mosquete de su estuche y fue hacia ellos. Eligió al induna que iba al frente. Tegwane le había explicado cómo podía reconocer a los capitanes.
—Son más viejos, y llevan plumas de avestruz y colas de vaca.
El joven tocó a Fuego con los talones y comenzó a trotar en dirección al induna. A esa altura, los nguni debían de haber comprendido que las armas de fuego tenían un enorme poder, pero los guerreros no parecieron atemorizados. El induna comenzó a ir más rápido y levantó su escudo, con el rostro contorsionado por la furia guerrera.
—¡Bulala! ¡Matar! ¡Matar!
El resto de los hombres lo seguía. Jim los dejó aproximarse y luego disparó. El induna cayó en plena carrera; el assegai salió volando de sus manos y el hombre rodó por el suelo. Otros dos hombres recibieron la descarga, y también cayeron al suelo.
Al ver caer a sus camaradas y a su capitán, el resto de los feroces guerreros lanzó una exclamación de furia, pero Jim se había alejado para volver a cargar el arma. Los nguni no podían alcanzarlo, y redujeron su velocidad. Pero no desistieron de su ataque.
Con el mosquete otra vez cargado, Jim volvió a montar y fue a su encuentro. Se preguntó cuántos hombres compondrían aquella masa oscura, pero era imposible adivinarlo. Se acercó hasta unos veinte pies de donde estaban ellos y volvió a disparar. Vio que algunos hombres caían o tropezaban, pero sus camaradas pasaron por encima de ellos y no pudo cerciorarse de lo que había ocurrido. No hubo ningún grito de enojo esta vez.
La impi redujo su marcha a un trote ligero y comenzó a cantar. Las graves voces africanas eran muy bellas, pero su sonido hacía que a Jim se le erizase el cabello, y el sonido parecía reverberar en sus tripas. Los nguni avanzaban inexorablemente hacia la entrada fortificada del campamento. Mientras Jim terminaba de cargar otra vez su mosquete, vio que Bakkat y Louisa hacían pasar a Zama y al resto de los cocheros a través de la puerta.
—¡Dame fuerzas, Señor! ¡Le dije que se quedara dentro del campamento! —dijo Jim en voz alta. Mientras ella se acercaba y le entregaba el segundo mosquete, él le dijo—: Igual que la otra vez, Louisa. Tú comandas el segundo grupo. Zama, Bakkat y Muntu van contigo. Smallboy y Klaas, conmigo.
Jim guió a su grupo hasta quedar frente a frente con la primera fila de guerreros. Dispararon, retrocedieron, dispararon otra vez y retrocedieron con las armas vacías.
—¡Apúntales a los capitanes! —le gritó a Louisa cuando se cruzaron. Los dos grupos iban cambiando posiciones con rapidez, y las descargas se sucedían con regularidad. Jim observó satisfecho que muchos de los indunas habían caído.
La carga de los nguni se iba debilitando. Su paso se hizo más lento y el canto guerrero se transformó en un siseo furioso. Los jinetes persistieron con sus ataques.
Jim fue otra vez a la cabeza de su grupo y vio que algo había cambiado. Algunos de los guerreros de la primera fila bajaron sus escudos y miraron hacia atrás. Jim y sus hombres dispararon, retrocedieron y volvieron apuntando el segundo mosquete. Las plumas se agitaban. La segunda descarga volteó a varios hombres.
Sus ecos seguían rebotando en las colinas cuando Louisa inició la carga con su grupo. La primera fila enemiga los vio llegar y se dispersó. Se dieron vuelta y comenzaron a empujar con sus escudos a los hombres que tenían detrás.
¡—Emuva! ¡Atrás, atrás!
Pero los que venían atrás gritaban:
—¡Shikelela! ¡Adelante! ¡Adelante!
Los nguni titubearon, empujándose los unos a los otros y bloqueando sus lanzas. Louisa y sus hombres dispararon la primera descarga. Se oyó un rugido desesperado, y la fila de atrás también comenzó a retroceder. Los hombres corrían ahora hacia atrás, dejando a su paso a sus muertos, sus heridos, sus escudos, sus lanzas y sus cuchillos. Louisa y sus hombres fueron tras ellos, y dispararon la segunda descarga.
Jim comprendió que podían estar cayendo en una trampa, y fue tras ellos a todo galope.
—¡Deteneos! ¡Deteneos!
Louisa obedeció y llamó a sus hombres, que retrocedieron al galope. En cuanto todos estuvieron dentro del campamento, una yunta de bueyes arrastró las ramas de espinos hacia la abertura para taparla.
Parecía imposible que una masa humana tan grande hubiera desaparecido, pero la impi ya no estaba allí, y sus huellas podían verse sólo en los muertos y los heridos que manchaban de sangre el terreno frente al campamento.
—Tuvieron muchas bajas. ¿Crees que volverán? —preguntó Louisa, ansiosa.
—Sin duda —dijo Jim—. Esa era seguramente sólo una partida de exploradores, enviada por Manatasee para medir nuestras fuerzas.
Jim llamó a Tegwane, y el viejo se acercó de inmediato, todavía con sus heridas a cuestas.
—La impi estaba esperando cerca del campamento. Si Welanga no se hubiera topado con ellos, habrían esperado hasta la noche para atacarnos. No acertaste esta vez.
—Sólo el Kulu Kulu no se equivoca nunca —respondió Tegwane. Su argumento no sonó demasiado convincente.
—Tienes una oportunidad para redimirte —le dijo Jim.
—Haré lo que tú digas.
—Algunos de los nguni no han muerto. Cuando volvíamos, seguían moviéndose. Ve hacia allí con Bakkat, busca a uno que siga vivo y averigua dónde está la Reina. También quiero saber dónde están el ganado y el marfil.
Tegwane asintió, y colocó su mano en el mango de su cuchillo. Jim estuvo a punto de ordenarle que dejara el arma en el campamento, pero recordó a las mujeres y los niños de la tribu del viejo, y el modo como habían muerto.
—Ve ya mismo, gran jefe. Ve antes de que oscurezca y antes de que las hienas ataquen a los nguni heridos. —Jim se volvió hacia Bakkat—. Ten preparado tu mosquete. Nunca confíes en un nguni, especialmente si está muerto.
El sonido producido por el mosquete de Bakkat hizo que Jim levantara la vista tres veces. Sabía que el bosquimano estaba ultimando a los enemigos heridos. Cuando ya casi no había luz, Bakkat y Tegwane volvieron al campamento. Ambos llevaban assegais y ornamentos de marfil. Tegwane tenía las manos ensangrentadas.
—Hablé con un induna antes de que muriera. Estabas en lo cierto, ésta era sólo una partida de exploración. Pero me dijo que Manatasee está muy cerca, con el resto de las impis y el ganado. Ella vendrá dentro de dos días.
—¿Qué hiciste con el hombre que te lo dijo?
—Lo reconocí —respondió Tegwane—. Era el que lideró el ataque a nuestro pueblo. Dos de mis hijos murieron ese día. —Tegwane se quedó en silencio, y luego sonrió—. No habría sido correcto dejar a un noble guerrero a merced de las hienas. Yo soy un hombre compasivo.
Después de cenar, los cocheros y los otros criados se reunieron alrededor de sus hogueras, a prudente distancia de Jim y de Louisa. Los cocheros fumaban en sus largas pipas de arcilla. El aroma del tabaco turco llenaba el aire nocturno. Estaban celebrando uno de sus consejos informales, a los que llamaban indaba, y que se había convertido en una tradición de la vida en el campamento. Aunque la mayoría de ellos se limitaba a escuchar, todos los presentes desde Smallboy, el jefe de los cocheros, hasta Izeze, el pastor más pequeño, sabían que estaban autorizados a emitir su opinión.
Todos estaban muy nerviosos. El más normal de los ruidos nocturnos los sobresaltaba y los hacía mirar hacia más allá de la fortificación del campamento. El gruñido de un chacal bien podía ser el grito de guerra de los nguni. El susurro del viento nocturno podía ser quizá producto de los cascabeles de los guerreros. El ruido de los cascos de una manada de animales salvajes, huyendo temerosa de los rugidos de un león, podía ser fruto de los golpes de los assegais contra el cuero sin curtir de los escudos. Jim sabía que los hombres esperaban que él los tranquilizara.
Aunque todos, salvo Zama y los pastores, eran mayores que él, Jim les habló como un padre. Les habló de las batallas que ya habían librado, del coraje y la frialdad que habían mostrado, de las terribles pérdidas que le habían infligido al enemigo. No olvidó mencionar el rol de los pastores y de los voorlopers, y los muchachos sonrieron, orgullosos.
—Vosotros me habéis demostrado que los nguni no pueden prevalecer frente a nuestros mosquetes y nuestros caballos, siempre que nos mantengamos firmes.
Cuando se retiraron hacia sus mantas, el humor de los hombres había cambiado. Ahora conversaban animadamente, y lanzaban espontáneas carcajadas.
—Confían en ti —le dijo Louisa—. Te seguirán adonde tú los lleves. —Louisa se quedó en silencio un momento y luego dijo con suavidad—. Y yo también. —Luego hizo una pausa, le tomó la mano y le dijo que fuera con ella. La voz de la muchacha sonaba firme y decidida. En otras ocasiones, ella se había acercado a él subrepticiamente, cuando el resto de los hombres dormía. Ahora lo llevó abiertamente a su carreta. Louisa oyó que los criados murmuraban; sabía que los estaban mirando. Pero eso no la detuvo.
—Levántame en brazos —dijo ella cuando llegaron al pie de la carreta, él la obedeció. Louisa se aferró a su cuello y apoyó la cabeza en él. Mientras subía las escaleras, se sintió pequeña como una niña—. Soy tu mujer —le dijo cuando él corrió la cortina.
—Sí —dijo él—. Y yo soy tu hombre.
Jim comenzó a quitarse la ropa. Su cuerpo era pálido y fuerte. Louisa vio que estaba erecto, y no sintió rechazo. Extendió el brazo y lo tomó en la mano. Su índice y su pulgar apenas llegaban a abarcar su circunferencia, él era tan duro como si hubiera sido tallado en madera de tamaido. Las puntas de sus pechos le dolían de deseo. Louisa se sentó y se desató la blusa.
—Te necesito, Jim. Ay, te necesito mucho —dijo, sin dejar de mirarlo. El joven tenía más apuro que ella. Se quitó las botas y luego le quitó los pantalones a la muchacha. Luego hizo una pausa y observó con deleite el brillo dorado del vello enrulado que crecía en la zona donde sus muslos se bifurcaban.
—Tócame —dijo ella, con la voz ronca. Por primera vez, Jim apoyó su mano en la puerta de entrada al cuerpo y el alma de Louisa. Ella abrió las piernas, y Jim sintió que su calor escaldaba la punta de sus dedos. Con suavidad, separó los labios carnosos y sintió que una tibia humedad untaba los dedos.
—¡Vamos, Jim, apúrate! —susurró ella, aferrándolo—. No puedo aguantar más. —Louisa tiró de él, hasta que el muchacho se le deslizó encima.
—¡Oh, Dios! Te amo, pequeño Puercoespín te amo mucho. —Sus palabras se apagaban.
Agarrándolo con ambas manos, Louisa lo llevó dentro de ella, pero por un momento pensó que era demasiado pequeña para él.
—¡Ayúdame! —gritó, aferrando las nalgas de Jim con sus manos. Luego comenzó a empujarlo hacia ella con desesperación, y sintió que los muslos redondeados de él se convulsionaban bajo sus manos. Louisa gritó porque él la penetraba casi hasta partirla. Era un placer llevado a los límites de la agonía. Pero, de pronto, él forzó su paso más allá de toda resistencia y la muchacha sintió que él estaba entero dentro de ella, gritó, pero cuando él intentó retirarse, lo trabó con ambas piernas.
—¡No me dejes! ¡No me dejes nunca! ¡Quédate conmigo para siempre! —gritó.
Cuando Jim se despertó, las primeras luces del amanecer teñían de rojo la cortina de tela de la entrada. Louisa estaba despierta, mirándolo, con la cabeza apoyada en su pecho desnudo. Cuando vio que se abrían los ojos del joven, ella pasó su dedo índice por los labios de él.
—Cuando duermes pareces un niño —susurró.
—Te demostraré que soy un chico grande —respondió él.
—Quiero que sepas, James Archibald, que siempre accederé gustosa a cualquier demostración que quieras hacer. —Louisa sonrió, se sentó y apoyó sus manos en los hombros de Jim. En un solo movimiento, como si estuviera trepando sobre la grupa de Fiel, montó sobre las partes bajas de su salvador.
La alegría que sentían era tan incandescente que parecía iluminar el campamento entero, y modificar el humor de quienes los rodeaban. Incluso los pastores comprendían que algo monumental había ocurrido, y se miraban sonrientes al ver juntos a Jim y a Louisa. Les daba tema de conversación, e incluso la amenaza de Manatasee y sus hombres pasaba a un segundo plano.
Jim percibió la situación, e hizo lo que estaba a su alcance para que nadie dejara de estar atento. Todas las mañanas practicaba con la "caballería", perfeccionando la táctica que había surgido por azar en medio de la batalla.
Luego revisaba las defensas del campamento. Cada uno de los mosqueteros tenía asignados su lugar y los muchachos que lo asistirían. Jim y Louisa seguían obligando a éstos a practicar la carga de los mosquetes. Jim clavó un florín de oro en su carreta.
—El domingo, después de que Welanga os lea la Biblia, organizaremos una competencia para ver qué equipo carga las armas más rápido —les prometió, mostrando el reloj de oro que Tom y Sarah le habían regalado en su último cumpleaños—. Mediremos el tiempo con esto, y el florín de oro se lo llevan los campeones.
Una moneda de oro era una fortuna para aquellos muchachos, y la promesa los hizo esmerarse, tanto que al final eran capaces de cargar los mosquetes casi tan rápido como Louisa. Aunque algunos debían ponerse en puntas de pie para cebar las armas, aprendieron a inclinar el fusil para poder hacerlo con mayor rapidez. Ya sabían calcular con exactitud cuánta pólvora era necesaria y sostenían la bala entre los dientes para escupirla dentro del orificio. En pocos días ya eran capaces de armar una cadena y de recargar los mosquetes en el mismo tiempo que demoraban los hombres para disparar. Jim consideró que valía la pena gastar tanta pólvora y municiones. Los muchachos estaban excitados con la proximidad de la competencia, y los hombres apostaban intentando adivinar su resultado.
El domingo, Jim despertó cuando todavía estaba oscuro. Inmediatamente notó que algo estaba mal. No logró descubrir de inmediato de qué se trataba, pero oyó que los caballos se movían, inquietos, y que el ganado se arremolinaba dentro del campamento.
—¿Son leones? —se preguntó. En ese momento, uno de los perros ladró, y luego fue seguido por el resto. Jim saltó de la cama y tomó sus pantalones.
—¿Qué ocurre, Jim? —le preguntó Louisa, semidormida.
—Los perros. Los caballos. No estoy seguro.
Se puso las botas, saltó de la carreta y vio que el resto del campamento ya estaba en movimiento. Smallboy estaba encendiendo la hoguera, y akkat y Zama intentaban apaciguar a los animales. Jim fue hacia las barricadas y les habló suavemente a los dos muchachos que estaban recostados allí, temblando de frío.
—¿Han visto u oído algo raro? —Los dos negaron con la cabeza, y miraron hacia lo oscuro. Todavía no podía distinguirse la forma de los árboles contra el cielo. Jim aguzó el oído, pero sólo oyó el ruido del viento. Pero la inquietud de los caballos se le había contagiado, y se dijo que había hecho bien ordenando la noche anterior que metieran a los animales dentro del campamento, protegido y seguro.
Louisa se acercó a él. Estaba vestida y llevaba un mantón sobre los hombros, y el pelo atado con un trozo de tela. Los dos jóvenes se quedaron parados uno junto al otro, esperando y escuchando. Fiel relinchó, y los otros caballos se dispersaron asustados, haciendo sonar las cadenas de sus alancines. Ya todos los integrantes del campamento estaban despiertos, pero sus voces sonaban débiles y apagadas.
De pronto, Louisa tomó a Jim de la mano con fuerza. Ella oyó el canto antes que él. Las voces eran débiles, pero la brisa las llevaba hasta ellos. Tegwane se acercó a ellos, todavía rengueando. Se paró junto a Jim y escuchó atentamente el canto.
—Les piden a los espíritus de sus ancestros que preparen un festín para recibirlos en la tierra de las sombras. Dicen que hoy morirán en la batalla o engrandecerán la fama y el honor de la tribu.
Siguieron escuchando un rato en silencio.
—Ahora dicen que esta noche las mujeres los llorarán o se alegrarán por ellos, y que sus hijos estarán orgullosos.
—¿Cuándo vendrán? —preguntó Louisa con suavidad.
—En cuanto se haga de día —le dijo Tegwane.
Louisa seguía apretando la mano de Jim, y levantó la vista hacia él.
—No te lo he dicho antes, pero te amo, Jim.
—Yo te lo he dicho muchas veces, pero vuelvo a decírtelo. Te amo, pequeño puercoespín.
—Bésame —dijo ella, y se abrazaron largamente.
—¡A sus lugares! —ordenó Jim—. Manatasee ha venido.
Los pastores les llevaron el desayuno y todos comieron su plato de aveta en la oscuridad, junto a sus armas. De pronto, se hizo de día. Primero se dibujó el contorno de los árboles contra el cielo; luego pudieron distinguir la forma de las colinas. De pronto, Jim suspiró.
—Las colinas están oscuras —susurró Louisa. La luz se expandía, y la oscura masa cantora también. Había varios regimientos frente a ellos. Jim los estudió con el lente de su telescopio.
—¿Cuántos son? —preguntó Louisa.
—Como dijo Tegwane, son muchos. Es imposible contarlos.
—Y nosotros somos sólo ocho —dijo ella, con voz débil.
—No has contado a los muchachos —dijo Jim, sonriendo—. No olvides a los muchachos.
Jim fue junto a ellos y les habló. Sus bocas estaban llenas de proyectiles, y con sus manos sostenían los cargadores, pero todos sonrieron y asintieron. Los niños son grandes soldados, pensó Jim. No tienen miedo, porque piensan que es un juego, y obedecen las órdenes.
Luego fue adonde estaban los hombres, detrás de las barricadas. A Bakkat le dijo:
—Los nguni te verán desde lejos, porque eres alto como una montaña de granito y llenas de terror sus corazones.
—Preparen sus látigos —les dijo a Smallboy y a los cocheros—. Desvués de esta pequeña batalla, tendrán miles de cabezas de ganado para llevar a la costa.
Luego posó su manos sobre el hombro de Zama.
—Me alegro de que estés aquí conmigo, como siempre lo has estado, mi mano derecha, querido amigo.
Mientras volvía junto a Louisa, el canto de los nguni había ido increscendo, para terminar en una estampida de cientos de pies descalzos que sonaban como una salva de artillería. Luego, sobrevino el silencio.
—Ahora comienza —dijo Jim, mirando por el telescopio.
Las negras filas parecían un bosque petrificado. Sólo se movían las plumas de buitre de sus cabezas, agitadas por la brisa del amanecer. Jim vio que el centro de la formación se abría, como los pétalos de una orquídea nocturna, y una columna de hombres aparecía corriendo en medio de ella, bajando como una serpiente en dirección al campamento. En contraste con el resto de las impis, estos llevaban faldas hechas con cueros de buey, y largas vinchas con plumas de airón. La columna era encabezada por veinte hombres, que llevaban sobre sus caderas unos tambores hechos con troncos huecos. La columna que venía detrás llevaba trompetas hechas con cuernos de kudu. En el medio había una enorme litera, cuyo interior estaba tapado por cortinas de cuero. Veinte hombres la cargaban sobre sus hombros, balanceándose y bailando al ritmo de los tambores.
Uno de los tamborileros comenzó a golpear su instrumento con un ritmo que parecía el pulso del mundo, y las impis se movieron siguiendo su ritmo. Uno a uno, el resto de los tamborileros se fue sumando al primero. Luego, los trompetistas levantaron sus cuernos de kudu y tocaron una lanarria guerrera. La columna se abrió, convirtiéndose en una fila en cuyo centro estaba la litera, y se detuvo justo fuera del alcance de tiro de la pequeña fortaleza. Las trompetas tocaron otra vez, y luego sobrevino otra vez el silencio.
Los primeros rayos del sol caían ya sobre ellos, y hacían brillar sus assegais.
—Deberíamos golpear ahora —dijo Louisa—. Salir a caballo y atacarlos primero.
—Ya están demasiado cerca. Enseguida tendríamos que volver al campamento —le dijo Jim—. Deja que se acerquen ellos, y guardemos los caballos para lo que viene después.
Las trompetas comenzaron a sonar de nuevo, y la litera fue apoyada en el suelo. Luego de una nueva fanfarria, una figura oscura emergió de la litera.
—¡Bayete! —cantaron los guerreros—. ¡Bayete! —El saludo real ahogó las trompetas y los tambores. Jim tomó el telescopio y observó la macabra figura.
La mujer era delgada y sinuosa, y más alta que sus guardaespaldas. Estaba completamente desnuda, pero su cuerpo estaba pintado con fantásticos dibujos. Unos círculos blancos rodeaban sus ojos. Había una línea blanca que nacía en su garganta, pasaba por su mentón y su nariz y dividía su cráneo en dos hemisferios. Una mitad estaba pintada de azul, y la otra de rojo. La mujer llevaba un pequeño assegai ceremonial, con el mango cubierto de cuentas y de pelos de melena de león, en su mano derecha.
Espirales y remolinos blancos resaltaban sus pechos y su mons venens. Sus piernas y sus brazos, fuertes y delgados, estaban pintados con formas de diamantes y de puntas de lanzas.
—¡Manatasee! —dijo Tegwane con voz suave—. La Reina de la muerte.
Manatasee comenzó a bailar, con un movimiento lento y fascinante; parecía una cobra. Comenzó a bajar la colina rumbo al campamento, con una gracia mortal. Ninguno de los hombres del campamento dijo nada; todos la contemplaban fascinados.
Las impis comenzaron a moverse hacia adelante, como si ella fuera la cabeza del dragón y sus hombres un cuerpo monstruoso. Sus armas brillaban como escamas de reptil bajo la luz del sol.
Manatasee se detuvo justo antes de la línea que Jim había marcado con piedras blancas. Se quedó parada con las piernas abiertas y la espalda arqueada, apuntando sus caderas hacia ellos. Detrás de ella, los tambores y las trompetas comenzaron a sonar otra vez.
—Ahora marcará nuestras muertes —dijo Tegwane, con voz lo suficientemente alta como para que todos oyeran. Pero Jim no comprendió bien lo que había querido decir, hasta que vio que Manatasee lanzaba un poderoso chorro de orina en dirección a ellos.
—Orina sobre nosotros —dijo Tegwane.
El chorro fue disminuyendo, y mientras las últimas gotas caían sobre el suelo, la mujer lanzó un grito salvaje y saltó bien alto. Cuando volvió a caer, apuntó su assegai hacia el campamento.
—¡Bulala! —aulló—. ¡Matadlos a todos!
Las impis bramaron y se lanzaron hacia adelante.
Jim tomó uno de sus rifles e intentó apuntarle a la Reina con la mira, pero ya era tarde. Como a los otros, Manatasee lo había embrujado. Un muro de guerreros la cubrió antes de que el joven pudiera disparar. Jim estuvo a punto de dispararle al induna emplumado que se paró frente a ella, pero se contuvo a último momento. Sabía que tras él dispararía el resto de sus hombres, y eso sería desperdiciar la primera descarga. Bajó el rifle y se tiró bajo las barricadas, gritando:
—¡Calma! ¡Esperad a que se acerquen! ¡No seáis codiciosos! ¡Todos su ración!
El único que rió de su broma fue Smallboy, y su risa sonó forzada.
Jim volvió junto a Louisa, mostrándose despreocupado, para que los hombres y los muchachos siguieran su ejemplo. La primera fila de la impi estaba por cruzar la línea de piedras blancas. Avanzaban bailando y brincando, golpeando sus pies desnudos contra la tierra, haciendo sonar sus cascabeles, y las hojas de sus cuchillos contra los escudos. No había ningún resquicio entre los escudos.
Los he dejado venir demasiado cerca, pensó Jim. A primera vista, le pareció que ya estaban al alcance de sus mosquetes, pero luego advirtió que todavía no habían cruzado las piedras blancas. Procurando tranquilizarse, gritó:
—¡Esperad! ¡Esperad! ¡No disparéis!
Jim eligió al induna que seguía en la primera fila. El hombre tenía unas cicatrices horribles. Un corte de hacha le atravesaba todo el rostro. La nariz era lisa y brillante, y sobre el borde de su escudo negro podía verse media cavidad ocular vacía que parecía mirar a Jim desde su ceguera.
—¡Ahora, fuego! —gritó el muchacho, y la primera descarga sonó como una sola estampida de un trueno. El humo de la pólvora de cada arma se unió al resto formando una gran nube.
Desde una distancia tan escasa, los escudos de cuero sin curtir no ofrecían ninguna protección. La descarga provocó una terrible destrucción. La primera línea pareció disolverse en la humareda. Las pesadas puntas de peltre atravesaban la carne y los huesos y salían, buscando el cuerpo de quienes estaban detrás. La segunda fila tropezó con los cuerpos de los muertos y heridos. Estos guerreros parecían impacientes por arrojar sus lanzas. Empujaban hacia adelante protegiéndose con los escudos, derrumbando sin compasión a los compañeros sobrevivientes.
El arma humeante fue arrancada de las manos de Jim por uno de los pastores, que la reemplazó de inmediato por un mosquete cargado. La segunda descarga también fue casi simultánea, pero luego la gran velocidad de recarga de los pastores hizo que las sucesivas descargas fueran más desordenadas, según la rapidez de quienes disparaban.
Había pilas de muertos y heridos frente a las barricadas, y los guerreros tenían que trepar por encima de ellas. Eso hacía más lenta su marcha. Los nguni eran recibidos por una descarga continuada. Las balas no les daban tregua, y los hombres se desplomaban encima de sus compañeros caídos.
La estrecha franja de terreno que había entre el río y la alta laderilla de arcilla del arroyo comprimía a las impis en su avance. Como una guadaña, cada descarga horadaba a esa impresionante masa humana.
El viento soplaba desde el río y contra los atacantes, llevando a sus ojos el humo de la pólvora y provocando así más confusión en ellos. Por otra parte, el viento limpiaba la vista de los defensores y les permitía avanzar con mayor precisión.
Uno de los nguni quiso usar los rayos de la rueda de una carreta como escalera, y logró treparse sobre la compuerta de cola de la carreta principal. Jim estaba ocupado con otro atacante que intentaba penetrar por su barricada, pero el grito de Louisa lo alertó. El nguni había lanzado una puñalada contra Louisa. Ella saltó hacia atrás, pero la punta de la hoja rasgó su camisa.
Jim dejó caer su mosquete vacío y tomó el cuchillo que había clavado contra la madera de la carreta. Lanzó una puñalada contra el pecho del hombre, justo debajo de su brazo extendido. Mientras caía, Jim le arrancó su cuchillo, volvió a clavarlo contra la carreta y tomó el mosquete que le entregaba uno de los pastores.
—Muy bien, muchacho —dijo con un gruñido, y le disparó al siguiente atacante, que también intentaba trepar a la carreta. Jim miró a su derecha y vio que Louisa había vuelto a su posición. El frente de su camisa estaba abierto, dejando ver su piel pálida.
—¿Estás bien? —Jim le sonrió. El rostro y los brazos de la muchacha estaban tiznados por el humo, contrastando con sus ojos azules. Louisa asintió sin sonreír, y tomó el mosquete que le ofrecían. Hizo una pausa, dejó que el siguiente atacante comenzara a trepar y le disparó. El culatazo la tiró al suelo, pero el hombre cayó muerto.
Jim ya no sabía cuánto tiempo había pasado. Todo se perdía en esa nube de humo, sudor y disparos. El humo los sofocaba, el sudor corría por sus ojos y los disparos los dejaban sordos y aturdidos. Pero, de pronto, los guerreros habían desaparecido.
Los defensores los buscaron con la mirada, atónitos. La nube de humo se dispersó, y se sorprendieron al ver que los nguni huían arrastrando a sus heridos.
—¡Los caballos! ¡Vamos tras ellos! —gritó Louisa.
El joven no dejaba de sorprenderse al ver su predisposición guerrera y su astucia táctica.
—¡Espera! ¡Todavía no se dan por vencidos! —Jim señaló a las impis en retirada—. ¡Mira! Manatasee todavía tiene la mitad de sus tropas en reserva.
Louisa se cubrió del sol con una mano. Justo debajo de la colina había más columnas de guerreros, sentados sobre sus escudos y esperando la orden de ataque.
Los pastores se acercaron con las botellas de agua. Todos bebieron ansiosamente. Jim estudió a su tropa.
—¿Estáis bien? ¿Hay algún herido?
Aunque parecía imposible, no habían tocado a nadie. Louisa, con su camisa rasgada, se había salvado.
La muchacha desapareció tras la cortina de entrada de su carreta unos minutos, y enseguida volvió a aparecer. Su rostro y sus brazos estaban limpios. Se había puesto una camisa limpia y arreglado el cabello. Se apresuró a ayudar a Zama a cocinar algo rápido para los defensores. Enseguida le llevó a Jim un plato con venado asado, encurtidos y trozos de pan.
—Hemos tenido suerte —dijo ella—, mientras lo miraba devorar la comida. —Más de una vez estuvieron a punto de superar nuestras defensas.
Jim negó con la cabeza y respondió con la boca llena:
—Ni los hombres más valientes pueden vencer a las armas de fuego. No tengas miedo, Puercoespín, sobreviviremos.
Louisa comprendió que Jim intentaba darle coraje.
—Lo importante es que estamos juntos.
Mientras ella pronunciaba esta última frase, los nguni dejaron oír su canto otra vez. Los defensores, que estaban descansando a las sombra de las carretas, se pusieron de pie de inmediato, y fueron a sus puestos. Los nguni de reserva avanzaban por sobre los heridos y los exhaustos de su mismo bando, dispersos del otro lado del campo de batalla. Manatasee comenzó a bailar otra vez al frente de sus cohortes guerreras, rodeada por los tamborileros.
Jim tomó su mejor rifle de Londres. Revisó la cebadura ante la atenta mirada de Louisa.
—Si logro matarla, sus hombres perderán la confianza —le explicó.
Jim se colocó a un lado de la carreta y midió el disparo. Aún para su experiencia, la distancia era demasiada. El viento soplaba con más fuerza, y podía llegar a desviar incluso la trayectoria de la bala. El polvo complicaba la visión y Manatasee se estaba moviendo como una serpiente.
—Veré que puedo hacer —dijo Jim, esperando el momento oportuno. El viento cálido soplaba contra su mejilla, pero luego se calmó. Al mismo tiempo, se abrió un claro en la cortina de humo, y Manatasee levantó sus dos brazos por encima de la cabeza, posando en actitud dramática. Jim apuntó el rifle y fijó su vista, a través de la mira, en la enorme figura de aquella mujer diabólica. Recorrió con ella su cuerpo pintarrajeado, calculando la caída de la bala y soltó el gatillo.
Por un instante Jim quedó enceguecido por el retroceso de su arma y humo, pero pronto recuperó la visión. La pesada bala no necesitó más que un abrir y cerrar de ojos para recorrer la distancia y él alcanzó a ver como Manatasee giraba sobre si para luego caer.
—¡La alcanzaste! —gritó Louisa conmocionada—. Cayó.
Un gruñido se elevó de las impis. Era la voz de una bestia furiosa.
—Eso quebrará su espíritu. —Jim rebosaba de alegría. Pero luego gruñó con sorpresa—. ¡Dulce Jesús, no puedo creer lo que ven mis ojos!
Manatasee había vuelto a ponerse de pie. Aún a esa distancia Jim podía ver el rojo intenso sobre su piel pintada, como un pétalo de una rosa de sangre que se deslizaba hacia abajo por uno de sus costados.
—Le rozó las costillas. —Louisa miraba con el catalejo—. Está apenas herida. —Manatasee hizo una pirueta ante sus impis exhibiéndose para demostrar que aún estaba con vida. Los suyos respondieron con chillidos de alegría y alzaron sus escudos a manera de saludo para ella.
—¡Bayete! —gritaron.
—¡Zee! —chilló la Reina—. ¡Zee, Amadoda! —y comenzó a ulular. El chillido llevó a sus impis al frenesí.
—¡Zee! —se exhortaban entre sí y a todo aquel que estuviese cerca, y se dirigieron a las carretas como lava que baja de la boca de un volcán. Manatasee todavía se pavoneaba a la cabeza de la carga.
Jim tomó el segundo rifle del par y disparó otra vez, tratando de distinguir la delgada y movediza figura de ella en medio de la fluida marea negra. El emplumado induna junto a ella alzó sus brazos y cayó, alcanzado de lleno por el proyectil, pero Manatasee continuó danzando. Fortificada por su rabia, parecía hacerse cada vez más fuerte.
—¡Manteneos firmes y esperad a tener la oportunidad! —gritó Jim a sus hombres.
Las primeras filas de atacantes se volcaban hacia el terreno abierto avanzando por encima de los montones de muertos y heridos.
—¡Ahora! —gritó Jim—. ¡Dadles! ¡Dadles fuerte!
La descarga de fusilería los golpeó como si hubieran chocado con un muro de piedra, pero los que venían atrás empujaban a muertos y heridos para abrirse paso y enfrentar la infernal tormenta de disparos. Los cañones de los mosquetes quemaban los dedos de los mosqueteros cuando los tocaban. El acero estaba tan caliente que habría podido encender la pólvora al ser cargada por la boca. El metal de las armas siseaba y chirriaba cuando los muchachos las sumergían en barriles de agua para enfriarlos. Pero aún en la prisa del momento se cuidaban muy bien de no mojar los cerrojos para no arruinar el pedernal.
La necesidad de enfriar las armas disminuía la velocidad de recarga, el fuego se hacía menos intenso mientras los defensores de las barricadas pedían desesperadamente y a los gritos que les proporcionaran mosquetes recargados. Algunos de los muchachos más pequeños estaban casi exhaustos por la abrumadora tarea y comenzaban a dejarse dominar por el pánico. Louisa se apartó de su lugar en la barricada y corrió hacia atrás para tranquilizarlos y darles aliento.
—¡Recordad el entrenamiento! ¡Tranquilos ahora, no tratéis de apresuraros!
A través de la bruma de humo de pólvora y por encima de las cabezas de los atacantes Jim alcanzó a ver otra vez a Manatasee. No lejos detrás de su impi movía los brazos indicando a los suyos que avanzaran al ataque. Sus gritos salvajes y ululantes los estimulaban para realizar mayores esfuerzos. Muchos eran los guerreros que pululaban por entre las pilas de cadáveres para acercarse a la barricada sobre la que Jim estaba parado. El olor a sangre estaba en sus narices y las expresiones de sus rostros eran dignas de lobos. Sus aullidos helaban la sangre y debilitaban el brazo del defensor.
Imposibilitados de trepar a las barricadas por las constantes andanadas de fuego, los guerreros comenzaron a mover la carreta central de un lado a otro sobre sus ruedas. Cincuenta de ellos se movían juntos y la carreta se balanceaba peligrosamente hacia adelante y hacia atrás. Jim se dio cuenta de que pronto alcanzaría el punto crítico del equilibrio y se daría vuelta. Los guerreros podrían escurrirse por la brecha así abierta. Las assegais beberían sangre hasta el hartazgo y la lucha estaría terminada en cuestión de minutos.
Manatasee había visto la oportunidad, y sintió que la victoria estaba casi en sus manos. Hizo algunas cabriolas por detrás de las últimas filas de atacantes y se subió a un montón de piedras desde donde pudo mirar por encima de las cabezas.
—¡Zee! —gritó—. ¡Zee! —Sus guerreros le respondieron y lanzaron sus hombros contra la carreta. Ésta se balanceó hasta el límite de su equilibrio pareció que en cualquier momento volcaría hasta que volvió a apoyarse en sus cuatro ruedas.
—¡Shikelela! —gritó el induna—. ¡Otra vez! —Los guerreros se reagruparon y decidieron probar sus fuerzas sobre los ejes y el chasis de la carreta.
Jim volvió a mirar a Manatasee. El montón de piedras sobre el que estaba parada era el que Jim había levantado para cubrir el barril de pólvora. Miró la parte de abajo de las ruedas delanteras de la carreta. Un extremo de la larga mecha lenta estaba todavía atada a uno de los rayos, y el resto continuaba hacia atrás por debajo del chasis, para continuar por debajo de los cadáveres amontonados de los nguni hasta llegar al montón de piedras donde estaba Manatasee. La mecha estaba apenas disimulada bajo una delgada capa de tierra. Pudo ver que en algunos lugares había sido pisoteada y expuesta por los pies de los atacantes. ¿Seguiría el otro extremo conectado al agujero para el tapón del barril de pólvora?
—¡Hay sólo una manera de averiguarlo! —se dijo en tono sombrío. Se apoderó del mosquete cargado que traía uno de los muchachos a cargo de las armas y lo amartilló, para luego lanzarse bajo el oscilante cuerpo de la carreta.
Si la carreta cae ahora, seré aplastado como a un sapo bajo las ruedas, pensó. Encontró el extremo libre de la mecha y lo puso sobre la cazoleta del cerrojo del mosquete. Lo sostuvo allí con una mano y con la otra apretó el gatillo. Al golpear el pedernal se produjo una lluvia de chispas y la pólvora en la cazoleta se encendió con un pequeño estallido y humo. El mosquete saltó en sus manos y el proyectil aró la tierra junto a sus pies. El chispazo en la cazoleta había encendido la mecha, ésta siseó y se puso negra, luego la llama continuó por toda la línea y desapareció bajo tierra, como una culebra en su cueva.
Jim saltó hacia atrás. La carreta seguía moviéndose violentamente. Miró fijo a Manatasee. La delicada línea de sangre seguía corriendo por su costado, cayendo de la herida superficial que él mismo le había producido, ella lo vio y le apuntó a la cara con su assegai. Sus facciones grotescamente pintadas estaban distorsionadas por el odio y un espeso salivazo brotó de sus labios para brillar a la luz del sol mientras gritaba sus mortales maldiciones dirigidas a él.
Él miró hacia la parte de la mecha que había quedado expuesta en el último tramo de tierra pisoteada, bajo el montón de piedras sobre el que la Reina estaba parada. La rápida llama continuó avanzando dejando la mecha ennegrecida y retorcida a medida que se quemaba. Jim apretó las mandíbulas y esperó la explosión. La llama se detuvo por un aterrador instante y en esa pausa la carreta finalmente cayó, abriendo en la barricada la brecha fatal. Jim fue arrojado de su lugar y se arrastró hasta quedar a medias cubierto por la estructura de la carreta. Los guerreros atacantes gritaron triunfantes y se lanzaron hacia adelante.
—¡Bulala! —gritaban—. ¡Maten!
En ese momento explotó el barril de pólvora debajo de los pies de Manatasee. Una imponente columna de polvo y piedras saltó por encima de las copas de los árboles. La explosión destrozó el cuerpo de la Reina en tres pedazos diferentes. Una de sus piernas giró por el aire. La otra, todavía unida al torso, fue arrojada hacia atrás para caer en medio de las filas de sus guerreros que avanzaban, salpicándolos a todos con sangre. Su cabeza rodó como una bala de cañón por encima de la barricada y rodó por el espacio libre en el centro del círculo de carretas.
El estallido hizo desaparecer a los nguni que habían abierto la brecha y sus cuerpos se amontonaban en el lugar que había ocupado la carreta. Al caer heridos o muertos se encimaban sobre los cadáveres de aquellos que ya habían sucumbido antes.
La estructura de la carreta volcada protegió a Jim de la fuerza de la explosión. Un tanto aturdido se puso de pie. Su primera preocupación fue Louisa. Ella estaba con los muchachos pastores cuando la explosión la arrojó de rodillas al suelo, pero de un salto volvió a ponerse de pie y corrió hacia él.
—¡Jim, estás herido! —gritó y él sintió algo tibio y húmedo que bajaba de su nariz hacia la boca. Tenía un gusto salado y metálico. Una astilla de piedra lo había herido en la nariz.
—¡Un rasguño! —replicó él y la abrazó contra su pecho—. Pero gracias a Dios tú estás bien. —Sin separarse se detuvieron a mirar a través de la brecha en la barricada la carnicería producida por la explosión. Los nguni muertos formaban montones de cuerpos que llegaban a la altura del pecho. Las impis de Manatasee seguían en pleno desbande, escapando sin pausa hacia las verdes colinas. La mayor parte había abandonado escudos y armas. Sus voces aterrorizadas se llenaban de supersticiosos terrores al llamarse los unos a los otros.
—¡Los brujos son inmortales!
—Manatasee está muerta.
—Fue ultimada por el rayo de los brujos.
—La gran vaca negra es devorada por la brujería.
—¡Huyamos! No podemos hacer nada contra ellos.
—Son fantasmas y espíritus de cocodrilos.
Jim miró a lo largo del círculo de carretas que formaban una muralla. Smallboy estaba apoyado en una de las defensas, mirando fijo al enemigo que huía, en un estado de estupor y agotamiento. Los otros se habían dejado caer pesadamente, algunos en actitud de oración, todavía sosteniendo sus mosquetes calientes y humeantes. Sólo Bakkat no parecía fatigado. Se había trepado a una de las carretas y lanzaba insultos a las derrotadas impis que huían.
—¡Defeco en vuestras cabezas y orino sobre vuestras simientes! Que vuestros hijos nazcan con dos cabezas, que a vuestras esposas les crezca la barba y las peores hormigas devoren vuestros testículos.
—¿Qué es lo que ese pequeño demonio está gritándoles? —quiso saber Louisa.
—Les está enviando un cariñoso saludo de despedida y los deseos de una larga y feliz vida —replicó Jim, y el sonido de la risa de ella le devolvió la vida.
—¡A los caballos! —ordenó a sus hombres—. ¡Montad! Ha llegado nuestro momento.
Lo miraron atontados y él pensó que tal vez no lo habían oído pues incluso sus propios oídos todavía zumbaban con el recuerdo de las armas.
—¡Vamos! —le dijo a Louisa—. Debemos sacarlos de acá. —Ambos corrieron hasta los caballos. Bakkat saltó de sus alturas y los siguió. Los caballos ya estaban ensillados. Los habían tenido preparados para ese momento. Jim y Louisa montaron y los demás se acercaron corriendo.
Bakkat recogió la cabeza pintada de Manatasee y la colocó en la punta de una assegai nguni. La llevaría en alto como un estandarte de águilas romanas. La lengua color púrpura de la Reina colgaba de un costado de la boca, un ojo estaba cerrado y el otro relumbraba blanco y malicioso.
El grupo de jinetes salió por la brecha abierta por los nguni en el círculo protector de carretas. Cada uno llevaba un par de mosquetes, uno en la mano y otro en el estuche, cinturones con proyectiles colgados en cada hombro y polvorines atados a la perilla de la montura. Montados en pelo los seguían los muchachos, cada uno de ellos con un caballo cargado con barriles de pólvora, municiones y recipientes con agua.
—¡Manteneos juntos! —ordenó Jim—. No os separéis. Al igual que los chacales acorralados los nguni siguen siendo peligrosos.
Los cascos de los caballos pisotearon cadáveres y escudos caídos antes de llegar a la pradera abierta y espolear a sus caballos para el avance. Jim volvió a hacerse oír.
—¡Tranquilos! Manteneos al trote. Tenemos muchas horas de luz por delante. ¡No fatiguéis a los caballos!
En una amplia línea de frente recorrieron la sabana africana y los mosquetes comenzaron a lanzar sus proyectiles a medida que alcanzaban a los guerreros que huían. Casi todos ellos habían arrojado las armas y perdido sus tocados. Cuando oyeron el retumbar constante de los cascos que se acercaban desde atrás, corrieron hasta agotar las fuerzas de sus piernas. Luego se arrodillaban sobre la hierba a esperar como animales atontados la explosión del disparo inevitable.
—¡No puedo hacer esto! —le gritó Louisa con desesperación a Jim.
—Entonces mañana regresarán y te lo harán a ti —le advirtió él.
Smallboy y sus hombres disfrutaban y se divertían con la matanza. Los muchachos pastores tenían que rellenar los polvorines y reponer las municiones. Bakkat mantenía en alto la cabeza de Manatasee y lanzaba risotadas de excitación al dirigirse a otro grupo aislado de desmoralizados guerreros.
—Es un demonio sediento de sangre —murmuró Louisa mientras lo seguían. Pero cuando los nguni vieron la cabeza de su Reina aullaron desesperados y se arrojaron al suelo en actitud de rendición.
Delante de la línea de jinetes vengadores se alzaba otra serie de colinas bajas y onduladas. Era hacia allí donde los restos de las destrozadas impis escapaban. Jim no permitió que sus hombres aceleraran el paso y a medida que ascendían hacia la cima a trote constante, el fuego de los mosquetes menguaba pues las impis se alejaban desparramadas en el horizonte ofreciendo ya muy pocos blancos.
Jim y Louisa frenaron sus animales al llegar a la cima y miraron hacia el amplio valle, un terreno con una ligera inclinación a través del cual corría en meandros otro río. En sus orillas crecían magníficos árboles y debajo de ellos se extendían los pastizales. El aire estaba azul con el humo del fuego de un enorme poblado. Cientos de pequeñas cabañas con techo de paja se distribuían sobre el terreno con precisión militar. Estaba abandonado. Lo que quedaba de las impis había huido y la retaguardia de su ejército desaparecía por las alturas del otro lado del valle.
—¡El cuartel de Manatasee! —exclamó Louisa—. Aquí era donde reunía a sus impis antes de atacarnos.
—¡Por el amor de todo lo que es sagrado! ¡Allí está su ganado! —señaló Jim. Debajo de los árboles, a lo largo de ambas márgenes del río y desparramados por los amplios pastizales pacían los manchados animales.
—Éste es el tesoro de Manatasee. La riqueza de su pueblo. Sólo tenemos que acercarnos y reunir esos animales. —Los ojos de Jim brillaban mientras observaba el terreno. Cada rebaño estaba formado por animales del mismo color. El ganado negro formaba una mancha oscura sobre el dorado valle africano, claramente separado del rebaño marrón rojizo y del compuesto por animales manchados.
—Son demasiados. —Louisa sacudió la cabeza—. No podremos manejar esas cantidades.
—Mi dulce Puercoespín, hay cosas de las cuales un hombre no puede tener demasiado: amor, dinero y ganado, por ejemplo. —Se paró sobre los estribos y recorrió con su catalejo las masas de animales de diferentes colores, luego miró a los últimos nguni que huían. Bajó el catalejo—. Los impis están vencidos y destrozados. Podemos dar por terminada la persecución y dedicarnos a recoger el botín.
Aunque los pastizales estaban cubiertos de nguni muertos, ni uno solo de los hombres de Jim había sido herido, aparte del pequeño Izeze cuyo dedo había quedado atrapado en el cerrojo de un mosquete mientras lo ~cargaba, perdiendo la punta. Louisa lo había vendado y Jim le dijo que era una herida de honor. Izeze mantenía en alto su dedo con orgullo y le mostraba el turbante de blanco vendaje a quienquiera que lo mirase.
Con ojo de experto ganadero, Jim evaluaba el botín mientras cabalgaba entre los rebaños capturados. Eran animales rústicos, duros, con grandes jorobas y amplia cornamenta. Eran mansos y confiados. No mostraron alarma alguna cuando Jim cabalgó junto a ellos, a una distancia de no más de un brazo. Estaban en excelentes condiciones, con el pelo brillante y las ancas redondas de grasa. Después de esta primera inspección Jim no vio evidencia alguna de heridas infestadas de gusanos ni de ojos opacos por oftalmias contagiadas por ciertos insectos. Pero sí advirtió con satisfacción la presencia de cicatrices curadas en las glándulas de la garganta dejadas por la enfermedad del sudor, lo que significaba que estaban inmunes a una nueva infección. El hecho de que hubieran sobrevivido en tan magníficas condiciones le aseguraba a Jim que también debían de estar inmunizados contra la enfermedad de la mosca tse-tse.
—Este ganado es más valioso que cualquiera traído de Europa —le dijo a Louisa—. Son animales inmunes a las enfermedades africanas y han sido cuidadosamente criados por los nguni. Como nos dijo Tegwane, aman su ganado más que a sus propios hijos.
Zama había abandonado al grupo de jinetes para desaparecer en el Poblado de cabañas con techo de paja. De pronto regresó. Su rostro indicaba agitación. No podía hablar por la excitación y hacía gestos para que Jim lo siguiera. Condujo a Jim hasta una empalizada de troncos de árboles recién cortados. Sacaron los troncos de la entrada y Jim ingresó en el lugar para detenerse a mirar maravillado. Estaba ante el recinto del tesoro de Manatasee. El marfil estaba apilado en montones que ascendían hasta donde llega la mano de un hombre. Los colmillos estaban clasificados por longitud y grosor. El marfil inmaduro, algunas de cuyas piezas no eran más gruesas que un brazo humano, estaba atado con cuerdas hechas de cortezas de árboles para formar grupos, cada uno de los cuales equivalía a la carga que un buey podía arrastrar con facilidad. Los colmillos más grandes estaban también atados con ese tipo de cuerdas formando grupos que podían ser cargados y transportados a lomo de animal. Algunos de aquellos colmillos eran enormes, pero Jim no vio ninguno que se comparara con el par que había obtenido del enorme elefante macho cazado por él.
Mientras Smallboy y los demás desensillaban los caballos y los llevaban al río a beber, Jim y Louisa permanecieron en el depósito de marfil. Ella observaba el rostro de él mientras se deleitaba mirando el enorme tesoro. "Es como un niño en Navidad", pensó. Él se acercó a ella y le tomó la mano.
—Louisa Leuven —le dijo con solemne formalidad—, al fin soy un hombre rico.
—Si. —Ella trató de eliminar la sonrisa de sus labios—. Puedo ver que eres rico. Pero a pesar de toda tu fortuna, realmente eres un muchacho adorable.
—Me agrada que te hayas dado cuenta de ello. Ya que estamos de acuerdo en esto, ¿te casarías conmigo para compartir mi riqueza y mis abundantes encantos?
La risa desapareció de los labios de ella.
—Oh, Jim —susurró.
Entonces la tensión de la batalla y la persecución de las impis se hizo sentir en ella y comenzó a llorar. Sus lágrimas dejaban surcos en el polvo de tierra y humo de pólvora que cubría su rostro.
—¡Oh, sí, Jim! No puedo pensar en nada que me dé más placer que convertirme en tu esposa.
Él la abrazó.
—Éste es el día más feliz de mi vida. —La besó apasionadamente.
—Y ahora seca tus lágrimas, Puercoespín. Estoy seguro de que encontraremos a algún sacerdote en algún lugar, si no es este año, entonces será el próximo.
Con Louisa tomada de su brazo y la otra mano colocada posesivamente sobre una de las pilas de colmillos, miró hacia su recién adquirido rebaño que llenaba la mitad del valle, tan abundante era. Lentamente su expresión cambió cuando descubrió el antiguo dilema del hombre rico.
¿Cómo, en nombre del mismo demonio, conservaremos lo que hemos obtenido, si todo hombre y animal en Africa querrá apoderarse de lo nuestro?, se preguntó.
Anocheció antes de que Jim pudiera apartarse del poblado capturado, dejó a Zama y a la mitad de su pequeña fuerza para cuidar el marfil y el ganado. Los demás partieron de regreso al círculo de carretas. La deslumbrante panoplia de estrellas iluminaba el camino. A medida que avanzaban entre los cadáveres de los nguni muertos ese día, las hienas y los chacales se apartaban al paso de los caballos.
Cuando ya casi podían ver las carretas, frenaron los caballos y se detuvieron a mirar las estrellas con asombro. Un resplandor místico se elevaba por el horizonte oriental e iluminaba el mundo con tal claridad que podían verse las sorprendidas caras mirando hacia arriba. Era como si el sol estuviera moviéndose en la dirección equivocada. Observaban asombrados una enorme bola de fuego que salía del horizonte para pasar silenciosamente por encima de sus cabezas. Algunos de los muchachos pastores se pusieron a llorar y se cubrieron la cabeza con sus mantas.
—No es más que una estrella fugaz. —Jim estiró el brazo para tomarle la mano a Louisa y darle confianza—. Son visitantes habituales en estos cielos africanos, ésta es un poco más grande que las demás.
—Es el espíritu de Manatasee —gritó Smallboy—. Comienza su viaje al país de las sombras.
—La muerte de los reyes —gimió Bakkat—. La caída de las tribus. La guerra y la muerte.
—Un presagio de la peor clase. —Zama sacudió la cabeza.
—Pensé que los había civilizado —dijo Jim, riendo—, pero siguen siendo unos salvajes supersticiosos en el fondo de sus corazones.
El enorme cuerpo celeste cayó hacia el oeste, dejando su brillante estela a través del cielo mientras desaparecía detrás del horizonte. Iluminó el cielo durante toda aquella noche, y la siguiente y muchas noches más.
Alumbrados por aquella luz espectral llegaron al círculo de carretas. Encontraron al viejo Tegwane con la lanza en la mano y su hermosa nieta junto a él custodiando el lugar como dos fieles perros guardianes.
Aunque estaban todos casi al límite de sus fuerzas, Jim despertó al campamento otra vez antes del amanecer. Con una yunta de bueyes, muchos gritos e innumerables chasquidos de los largos látigos, pusieron la carreta caída otra vez sobre sus ruedas. El robusto vehículo apenas Si había sufrido daños y a las pocas horas había recuperado su carga desparramada. Jim sabía que debían abandonar el campo de batalla de inmediato. Con el calor del sol los cadáveres pronto comenzarían a descomponerse y con el hedor de la putrefacción llegarían los malestares y las enfermedades.
Tal como él ordenó, las demás carretas fueron atadas a los bueyes. Smallboy y los otros carreteros hicieron sonar sus largos látigos en el aire y los animales comenzaron a mover las carretas para sacarlas del horrible círculo y llevarlas hacia los pastizales abiertos.
Esa noche armaron el campamento entre las abandonadas cabañas de techo de paja del poblado nguni, rodeado de los enormes rebaños de ganado con joroba y las pilas de marfil custodiadas con máxima seguridad dentro del círculo de carretas.
A la mañana siguiente, después del desayuno, Jim reunió a todos sus hombres en el indaba. Quería explicarles sus planes futuros e informarles hacia dónde los conduciría. Primero le pidió a Tegwane que explicara cómo hacían los nguni para transportar el marfil cuando se trasladaban de un lugar a otro.
—Dinos de qué manera colocan las cargas y las atan a los lomos de los animales —ordenó Jim.
—Eso no lo sé —admitió Tegwane—. Sólo los he visto moverse a la distancia.
—Smallboy podrá descubrir cómo son los arneses —decidió Jim—, pero habría sido mejor usar un método al que los animales estuvieran acostumbrados. —Luego se volvió hacia el pequeño grupo de muchachos pastores y les dijo—: Y ustedes, ya hombres —les gustaba que los consideraran hombres y en las barricadas se habían hecho acreedores a ese derecho—, ¿pueden hacerse cargo de tantos animales?
Estudiaron los grandes rebaños de ganado que se extendían por todo el valle.
—No son tantos —dijo el mayor, que actuaba como vocero.
—Podemos ocuparnos de mucho más que eso —alardeó otro.
—Hemos vencido a los nguni en batalla —chilló Izeze, el más pequeño y más desenfadado de todos, con su voz todavía de niño—. Podemos ocuparnos de su ganado y de sus mujeres también, cuando las capturemos.
—Tal vez sea así, Izeze —el nombre que le había puesto Jim significaba "Pequeña Pulga"—, pero tal vez ni tu látigo ni tu silbato sean todavía Suficientemente grandes como para esas tareas.
Los compañeros de Izeze gritaron de risa.
—¡Que lo muestre! —gritaron y trataron de atraparlo, pero al igual que el insecto con el que compartía el nombre, era un muchacho ágil y rápido.
—Muéstranos el arma que aterrorizará a las mujeres de los nguni. —Izeze, Sosteniendo su taparrabo para preservar su modestia y dignidad, corrió perseguido por sus pares.
—Todo lo cual no nos pone cerca de ninguna solución al problema —le comentó Jim a Louisa mientras hacían una última inspección a las densas del círculo de carretas antes de retirarse para pasar la noche.
Aunque parecía obvio que las impis nguni habían sido aplastadas y no regresarían, Jim no quería correr riesgos. Puso centinelas al caer la noche. A la mañana siguiente, al amanecer, seguían allí junto a sus armas.
—¡Santo cielo! —exclamó Jim, cuando la luz se hizo más intensa.
—¡Han regresado! —Tomó el brazo de Louisa y le señaló las filas de sombrías figuras que estaban sentadas en el suelo a tiro de mosquete más allá de las barricadas del círculo.
—¿Quiénes son? —susurró ella, aunque en el fondo de su corazón conocía muy bien la respuesta.
—¿Quiénes si no los nguni? —le dijo amargamente.
—Creí que todo había terminado, la matanza, la lucha. Dios quiera que aya sido suficiente.
—Pronto lo sabremos —replicó, y llamó a Tegwane—. ¡Salúdalos! —ordenó al anciano—. Diles que lanzaré nuestro rayo sobre ellos como hice con Manatasee.
Tegwane trepó tembloroso sobre una carreta y gritó hacia los pastizales abiertos. Una voz le respondió desde el grupo de nguni y se produjo un largo intercambio de gritos.
—¿Qué es lo que quieren? —quiso saber Jim con impaciencia—. ¿No saben acaso que su Reina ha muerto y sus impis han sido aplastados?
—Lo saben muy bien —explicó Tegwane—. Vieron su cabeza en la punta de una assegai cuando huían del campo de batalla y también al espíritu de ella que atravesó el cielo cuando viajaba para reunirse con sus antepasados.
¿Y qué es lo que quieren?
—Quieren hablar con el brujo que le lanzó el rayo a su Reina.
—Un parlamento —le explicó Jim a Louisa—. Parece que éstos son algunos de los sobrevivientes de la batalla.
—Habla con ellos, Jim —lo urgió ella—. Tal vez tú puedas impedir más derramamientos de sangre. Cualquier cosa es mejor que eso.
Jim se volvió a Tegwane.
—Dile a su induna, al jefe, que debe venir al círculo de carretas solo y sin armas. No le haremos daño.
Llegó con una simple vestimenta de tiras de cuero, sin tocado ni armas. Era un hombre de aspecto agradable, de mediana edad, con el cuero y los miembros de un guerrero y una agradable cara redonda con el color chocolate de la madera de mabanga recién cortada. Apenas entró en el círculo reconoció a Jim. Seguramente lo había visto durante la batalla. Puso una rodilla en tierra, en actitud de respeto, golpeando sus manos y entonando alabanzas.
—¡Más poderoso entre los guerreros! ¡Invencible brujo que viene de las grandes aguas! ¡Devorador de impis! ¡Exterminador de Manatasee! ¡Más grande que todos sus padres!
—Dile que lo veo y que puede acercarse a mí —ordenó Jim. Se dio cuenta del significado y la importancia de esa delegación, y adoptó un estilo solemne y una expresión altiva. El induna se puso en cuatro patas y se arrastró hacia él. Tomó el pie derecho de Jim y lo colocó sobre su propia cabeza inclinada. Jim fue tomado de sorpresa y casi perdió el equilibrio, pero se recuperó rápidamente.
—¡Gran blanco elefante macho! —continuó el induna—, joven en años pero grande en poder y sabiduría, ¡ten misericordia de mí!
De su padre y de su tío Jim había aprendido lo suficiente del protocolo africano como para saber de qué manera debía conducirse.
—Tu insignificante vida es mía —le dijo—. Puedo quitártela o perdonarte. ¿Por qué no debería yo enviarte por el mismo camino a través del cielo por el que envié a Manatasee?
—Soy un niño sin padre ni madre. Estoy huérfano. Tú me has quitado a mis hijos.
—¿De qué habla? —le preguntó enojado a Tegwane—. No hemos matado a ningún niño.
El induna percibió el tono y se dio cuenta de que lo había ofendido. Aplastó su cara contra la tierra. Cuando respondió a las preguntas de Tegwane, su voz sonaba ahogada por el polvo. Jim aprovechó la oportunidad, para quitar el pie de la cabeza del induna. Estar parado en una sola pierna era incómodo y poco majestuoso.
Finalmente Tegwane se volvió hacia Jim.
—Él era el guardián de los reales rebaños de Manatasee. Considera a sus animales como a sus hijos. Te ruega que lo mates o que le concedas el honor de convertirse en el cuidador de esos rebaños.
Jim lo miró sorprendido.
—¿Quiere trabajar para mi como jefe de pastores?
—Dice que ha vivido con los rebaños desde que era niño. Conoce a cada animal por su nombre, sabe qué macho ha cubierto a cada una de las hembras. Sabe la edad y conoce el carácter de cada uno de ellos. Conoce el remedio y el tratamiento de cada una de las enfermedades a las que el ganado es proclive. Con su propia assegai ha matado a cinco leones que estaban atacando a sus animales. Lo que es más importante… —Tegwane hizo una pausa para tomar aire.
—Suficiente —lo detuvo rápidamente Jim—. Creo todo lo que dice, pero, ¿qué hay de los otros? —Señaló a las restantes filas de hombres sentados fuera del círculo—. ¿Quiénes son?
—Son sus pastores. Como él, han estado dedicados al cuidado del ganado real desde la niñez. Sin el rebaño sus vidas carecen de sentido.
—¿Y ellos también se ofrecen? —Jim comenzaba a tener dificultad para evaluar la dimensión de su buena fortuna.
—Todos ellos desean estar a tus órdenes.
—¿Qué es lo que esperan de mí?
—Esperan que los mates si se equivocan o dejan de cumplir con sus deberes. —Tegwane le aseguró que Manatasee habría hecho eso.
—No es eso exactamente lo que yo quería saber —dijo Jim en inglés y Tegwane se mostró sorprendido, por lo que se apresuró a agregar—: ¿Qué esperan a cambio de su trabajo?
—La luminosidad de tu placer —replicó Tegwane—. Lo mismo que yo. Jim se tironeó la oreja pensativo y el induna giró la cabeza para verla cara, preocupado por temor a que su requerimiento no fuera oído y el brujo blanco lo destruyera como había destruido a su Reina. Jim estaba considerando el gasto que significaría agregar al induna y a cincuenta o sesenta de sus camaradas a la ya numerosa cantidad de hombres que tenía. Pero no parecía haber costo extra alguno que él pudiera imaginar. Por lo que Tegwane le había contado, sabía que esos pastores vivían de la sangre y la leche de sus rebaños, y de los venados que se pusieran al alcance de sus armas. Estaba seguro de que podía esperar el más extraordinario nivel de lealtad y dedicación a cambio. Se trataba de experimentados pastores y valientes lanceros. Él mismo estaría al frente de su propia tribu de guerreros. Con los mosqueteros hotentotes y los lanceros no tenía por qué temerle a nada en esas tierras indómitas y salvajes. Sería un rey.
—¿Cuál es su nombre? —le preguntó a Tegwane.
—Se llama Inkunzi, pues él es el toro de todos los rebaños reales.
—Dile a Inkunzi que considero favorablemente su propuesta. Él y sus hombres son ahora hombres míos. Sus vidas están en mis manos.
—¡Bayete! —gritó Inkunzi con alegría cuando oyó la respuesta—. Eres mi amo y mi sol. —Una vez más colocó el pie derecho de Jim sobre su cabeza, y al ver esto, sus hombres supieron que habían sido aceptados.
Se pusieron de pie, golpearon sus escudos con sus assegais y gritaron todos juntos:
—¡Bayete! ¡Somos tus hombres! ¡Tú eres nuestro sol!
—Diles que el sol puede calentar a un hombre, pero también puede quemarlo hasta morir —advirtió Jim con solemnidad. Luego se volvió a Louisa y le explicó lo que acababa de ocurrir.
Ella miró a esa temible banda de guerreros y recordó que, hacía apenas unos días, se habían lanzado cantando contra el círculo de carretas.
—¿Puedes confiar en ellos, Jim? ¿No deberías desarmarlos?
—Conozco las tradiciones de estos pueblos. Una vez que han jurado fidelidad, puedo confiarles a ellos mi vida.
—Y la mía —agregó ella delicadamente.