—¿Qué río es ése? —preguntó Koots. Estaban parados sobre la cima de la montaña mirando las llanuras interminables, detrás de las cuales, contra el azul del cielo africano, se alzaba otra cadena montañosa.

—Es el río Gariep —dijo Goffel—. El río Gariep Che Tabong, es decir, el Río Donde Murió el Elefante.

—¿Por qué ese nombre?

—En la orilla de este río, Xhia mató al elefante al que había perseguido durante varios días. Eso fue cuando él era muy joven.

Koots gruñó. Desde que Xhia había vuelto a encontrar el rastro de Courtney, Koots se mostraba más amable con él. Incluso lo había ayudado a curar sus quemaduras con los medicamentos que llevaba en el caballo de carga. Xhia se había curado con rapidez, como si fuera un animal salvaje.

—Dile que, si puede hallar el punto donde Somoya cruzó este río, le regalaré una vaca cuando volvamos a la colonia. Y que si me ayuda a capturar y matar a Somoya, le regalaré cinco vacas gordas. —Koots estaba arrepentido del modo como había tratado al bosquimano. Sabía que tenía que recuperar la lealtad de Xhia para tener posibilidades de capturar a los fugitivos.

Xhia se alegró al oír la promesa. Había muy pocos miembros de la tribu de los san que tuvieran una oveja, para no hablar de una vaca. Como si fuera un niño, Xhia borró el recuerdo del abuso del que había sido víctima ante la perspectiva de la recompensa. Comenzó a bajar por la ladera con tanta presteza que hasta al propio Koots, subido a su caballo, le costaba mantenerlo bajo vigilancia. Cuando llegaron al río, encontraron que había una increíble cantidad de animales salvajes reunidos allí. Las manadas que se encontraban dentro de los límites de la colonia habían sido cazadas malamente desde que los primeros colonos holandeses, encabezados por el gobernador Van Riebeeck, habían llegado allí ochenta años antes. Los ciudadanos del Cabo eran muy entusiastas de la caza, y se dedicaban a ello no sólo por placer sino también por las carnes, las pieles y el marfil. Dentro de la colonia, uno podía oír a cada momento el ruido de sus largos roers, y en la estación de las migraciones de los animales organizaban grandes partidas para cazar a los caballos salvajes, a los cuaga, a las gacelas y a los antílopes Luego de cada una de aquellas grandes jags, los buitres oscurecían el cielo con sus alas, y el aroma de la muerte quedaba flotando en las montañas durante varias semanas. Las pilas de huesos quedaban allí como níveos testigos de lo ocurrido.

Como consecuencia de aquella actividad depredadora, la cantidad de animales salvajes se había reducido mucho, e incluso los cuagas se habían transformado en una rareza en las inmediaciones de la ciudad. Las últimas manadas de elefantes se habían ido cuarenta años antes, y sólo algunos aventureros se animaban a internarse en la selva remota para ir en su busca. No eran muchos los hombres blancos que habían llegado hasta el punto donde estaba Koots, y ésa era la razón por la cual el capitán estaba sorprendido de hallar tal cantidad de animales.

En las montañas les había faltado la comida, y estaban hambrientos de carne. Koots y Oudeman resolvieron adelantarse. Cabalgando a buen ritmo, se toparon con un rebaño de jirafas que estaba comiendo en un bosque de altas acacias. Aquellas criaturas gigantescas tenían un galope rítmico, y movían sus colas peludas mientras avanzaban. Para mantener el equilibrio, echaban hacia adelante sus largos cuellos. Koots y Oudeman apartaron a una joven hembra y comenzaron a perseguirla. El animal hacía saltar las piedras del suelo con sus cascos, y ellos apuntaron a sus nalgas, intentando que la bala atravesara la espina dorsal, que podía verse claramente detrás de su piel marrón y amarilla. Koots logró darle alcance, y pudo dispararle casi tocándola con el mosquete. La bala quebró la columna de la jirafa, que cayó levantando polvo. Koots se bajó del caballo para recargar el arma. La jirafa se sacudía ya sin fuerzas, pero el capitán tuvo la precaución de mantenerse alejado de sus patas, que se agitaban convulsivamente. La fuerza de sus extremidades era capaz de derribar a un león. Koots la remató con otro disparo.

Aquella noche, mientras las hienas aullaban y peleaban por los restos del colosal cadáver de la jirafa, Koots y sus hombres disfrutaron del festín que era para ellos la médula de los huesos del animal. Rompían los huesos asados contra las rocas y extraían el delicioso líquido amarillo.

Al amanecer, Koots despertó y vio que Goffel, a cargo de la guardia, estaba totalmente dormido. Xhia no estaba. Furioso, Koots comenzó a patear a Goffel en el estómago y luego tomó una brida y comenzó a revolear las hebillas de metal por encima de su cabeza. Dio un paso atrás y le dijo al hotentote:

—Será mejor que encuentres al pequeño mono amarillo, si no quieres pagar las consecuencias.

Xhia no había intentado borrar sus huellas, y Goffel pudo hallarlas con facilidad. Sin desayunar, montaron a sus caballos y salieron en busca del rastreador. Koots esperaba verlo en medio de la llanura; ni siquiera un bosquimano podía pretender ser más rápido que un caballo.

Las huellas de Xhia conducían directamente a la línea de arbustos ribereños que marcaban desde la distancia el curso del Gariep. Cuando se aproximaron, Koots observó que las gacelas se agitaban, saltaban y se chocaban unas con otras.

—Están alarmadas —dijo Goffel—. Es probable que sea por Xhia.

—Koots espoleó a su caballo. De pronto, distinguió en medio del polvo levantado por los animales a una figura pequeña y conocida.

—¡Por Dios! —dijo Koots—. Es él. Es Xhia, y viene hacia aquí.

Cuando llegaron junto a él, Xhia comenzó a danzar y a cantar en señal de triunfo.

—Soy Xhia, el más grande cazador de mi tribu. Soy Xhia, aquel a quien miman sus ancestros. Mis ojos son como la luna y lo ven todo, incluso de noche. Mis flechas son como rápidas golondrinas, y no hay animal que pueda escapar de ellas. Mi magia es tan poderosa que ningún hombre puede eludirla.

Ese mismo día, Xhia los llevó hasta el río Gariep, y le mostró a Koots las profundas huellas que varias carretas habían dejado en el terreno suave de la orilla.

—Por aquí pasaron cuatro carretas grandes y una más pequeña. —Con la traducción de Goffel, Xhia le explicaba a Koots las conclusiones a las que había llegado—. Detrás de ellos iban muchos animales: caballos, vacas y ovejas. ¡Mirad aquí! La carreta pequeña volvió en dirección a la colonia, pero las otras siguieron hacia la selva.

—¿De quién son estas carretas? —preguntó Koots.

—Hay pocos ciudadanos tan ricos en el Cabo como para traer hasta aquí cinco carretas. Y uno de ellos es Klebe, el padre de Somoya.

—No entiendo —dijo Koots, sacudiendo la cabeza.

Goffel explicó:

—Al parecer, mientras Bakkat y Somoya nos hacían perseguirlos por Las montañas, Klebe trajo estas carretas hasta aquí. Cuando Somoya nos robó los caballos y supo que ya no lo alcanzaríamos, vino hasta aquí para reencontrarse con su padre.

—¿Y qué hay de la carreta pequeña que volvió a la colonia? —preguntó el capitán.

Xhia se encogió de hombros.

—Quizá Klebe volvió después de entregarle la carreta a Somoya.

—Xhia tocó con la punta de su pie las huellas de las carretas. —Las ruedas dejaron marcas muy profundas. Evidentemente van muy cargadas.

—¿Cómo sabe Xhia todo esto? —preguntó Koots.

—Porque yo soy Xhia y soy como la luna, que lo ve todo.

—Eso quiere decir que este bastardo está tratando de adivinar. —Koots levantó su sombrero y se limpió el sudor de la frente.

—Si seguimos a las carretas, Xhia podrá daros alguna prueba —dijo Goffel—. Si no, podéis matarlo y ahorraros las vacas que le prometisteis.

Koots volvió a colocarse el sombrero sobre la cabeza. A pesar de su expresión de enojo, estaba más confiado que nunca en la posibilidad de capturar a aquellos forajidos.

Estaba claro que iban con una carga muy pesada. Y es probable que su carga sea tan valiosa como la misma recompensa, pensó, mientras seguía con los ojos el camino por donde habían ido las carretas. Ya hemos traspuesto las fronteras de la civilización y de la ley. Todo esto huele a dinero, pensó Koots.

El capitán desmontó y estudió atentamente las huellas, dándose así algún tiempo para pensar.

—¿Cuánto tiempo tienen estas huellas?

Goffel le transmitió la inquietud a Xhia.

—Algunos meses. Es muy difícil decir más que eso. Pero las carretas viajan muy lentamente, mientras que los caballos marchan más rápido.

Koots asintió.

—¡Bien, muy bien! Dile que los sigamos, y que busque una prueba de que esas carretas pertenecen a Courtney.

Doce días y varios cientos de leguas más adelante encontraron esa prueba. Llegaron al lugar en que una de las carretas había tropezado con la madriguera de un oso hormiguero. Algunos de los radios de una de las ruedas delanteras se habían quebrado. Los viajeros habían acampado unos días en el lugar del accidente, mientras reparaban la carreta. Habían desbastado algunos radios nuevos y descartado los que estaban rotos.

Xhia tomó uno de los radios viejos y lanzó un grito triunfal.

—¿Acaso Xhia no dice siempre la verdad y nada más que la verdad? ¿Y vosotros le creéis? ¡No! No le creéis, imbécil. —Xhia mostró el trozo de radio—. Tienes que entender de una vez por todas, maldito hombre blanco, que Xhia lo ve todo y lo sabe todo. —El bosquimano le mostró a Koots el dibujo grabado en la madera—. ¿Conocéis este dibujo? —preguntó.

Koots sonrió perversamente y asintió.

Era un dibujo de un cañón de nueve libras. Debajo había cuatro letras: "CCCH". Koots había visto el mismo dibujo en la bandera que ondeaba sobre el almacén en High Weald, y en el portón principal de la residencia. Sabía que las iniciales aludían a la Compañía de Comercio Courtney Hermanos.

Llamó a sus hombres y les mostró el trozo de madera. Los soldados se lo fueron pasando de mano en mano. Todos conocían el dibujo. En la colonia vivían sólo tres mil personas, y allí todo el mundo conocía a todo el mundo. Después del gobernador Van de Witten, los hermanos Courtney eran los hombres más conocidos e influyentes de la ciudad. Su escudo de armas era casi tan conocido como el de la VOC. Los hermanos grababan con él todas sus posesiones: edificios, barcos y carretas. Era el sello que usaban en sus documentos y la marca de sus caballos y su ganado. Nadie podía dudar de la identidad de la caravana a la que estaban siguiendo.

Koots miró a sus hombres y eligió a Richter, alcanzándole el radio roto.

—Cabo, ¿usted sabe lo que es eso?

—Sí, mi capitán. Es el radio de una rueda.

—¡No, cabo! —gritó Koots—. Usted tiene miles de florines de oro en las manos. —Miró a los hombres blancos, Oudeman y Richter, y luego a Xhia, a Goffel y al resto de los hotentotes—. ¿Alguno de ustedes quiere volver a casa? Esta vez les dejaré llevar su caballo cuando lo hagan. Aquí no sólo obtendremos una recompensa. También hay cuatro carretas y un rebaño de animales domésticos. Hasta el mismo Xhia recibirá más que las seis piezas de ganado que le prometí. ¿Qué dicen? ¿Quieren volver a sus casas?

Todos rieron, como una jauría de perros salvajes oliendo la presa herida, y luego negaron con la cabeza.

—Y además está la muchacha. ¿A alguno de ustedes, malditos negros bastardos, le gustaría jugar con una muchacha blanca de cabello dorado?

Los hombres lanzaron carcajadas lascivas.

—Lo siento, pero ninguno de ustedes tendrá el placer. —Koots los miró, pensativo. Había un hotentote que no le agradaba demasiado. Su nombre era Minna, y tenía un ojo desviado que le daba una expresión maligna. En opinión de Koots, aquello reflejaba muy bien su verdadera naturaleza. Minna había holgazaneado y se había quejado desde el momento mismo en que habían salido de la colonia, y era el único que no había mostrado el menor entusiasmo por seguir las huellas de las carretas de Jim Courtney.

—Minna, tú y yo somos hermanos de sangre guerrera. —Koots abrazó al hotentote—. Y lamento mucho que debamos separarnos. Pero necesito un hombre confiable para que le lleve un mensaje al coronel Keyser. Tengo que hacerle conocer el éxito de nuestra expedición. Tú, mi querido Minna, serás el encargado de hacerlo. Le pediré al coronel una recompensa para ti. ¿Quién sabe? Puede que te ganes unas monedas de oro por este encargo.

Koots tomó su cuaderno y se tomó una hora para escribir el mensaje. Sabía que Minna era analfabeto. Luego de exagerar sus propios logros como jefe de la expedición, redactó un párrafo final: "El soldado que lleva este mensaje, Johannes Minna, carece por completo de las virtudes que deben caracterizar al soldado. Me atrevo a recomendar que sea dado de baja sin honores y sin el goce de la pensión correspondiente".

De esta manera, pensó Koots, me libro de uno de los hombres con quienes tendré que compartir la recompensa.

—Sigue las huellas de la carreta. Ellas te llevarán a la colonia —le dijo a Minna—. Xhia dice que son menos de diez días de cabalgata. —El capitán le entregó el mensaje y el radio roto al hotentote—. Entrégale esto personalmente al coronel Keyser.

Minna miró de soslayo y partió con rapidez a ensillar su caballo. No podía creer en su buena suerte.

Los días pasaban mucho más rápido que el lento girar de las ruedas de las carretas. Las horas del día parecían escasas para disfrutar de las maravillas que veían o para saborear las aventuras, grandes y pequeñas, con que se topaban a cada paso. Si no hubiera sido por el diario que Louisa escribía, habrían olvidado rápidamente aquellos días dorados. Ella tenía que recordarle permanentemente a Jim que debía cumplir con la promesa hecha a su padre. El muchacho sólo registraba las observaciones solares que indicaban su posición cuando Louisa lo obligaba a hacerlo y ella anotaba con prolijidad los resultados.

Jim era más confiable con las bateas para el oro, y en todos los ríos que cruzaba lavaba arena buscando el precioso metal. En muchas ocasiones encontraba un polvo metálico dorado en la ranura, pero su entusiasmo duraba poco, porque cuando lo probaba con el ácido clorhídrico que le había entregado su padre, el material se disolvía.

—¡Pepitas de hierro! ¡El oro de los tontos! —le decía a Louisa con amargura—. El viejo Humbert se reiría de mí.

Pero la desilusión duraba poco, y algunas horas después el entusiasmo de Jim renacía. Su optimismo casi infantil era algo que Louisa encontraba realmente atractivo.

Jim buscaba otros signos de la presencia humana, pero había muy pocos. En una ocasión encontraron las huellas de una carreta preservadas por la corteza estéril de una salina, pero Bakkat decretó que eran demasiado viejas. El concepto del paso del tiempo de Bakkat era muy distinto del que tenían los europeos, y Jim insistió.

—¿Pero cuán viejas, Bakkat?

—Estas huellas son de antes que tú nacieras, Somoya. Es probable que el hombre que conducía la carreta se haya muerto de viejo.

Más adelante encontraron otros signos más frescos de la presencia humana. Eran de hombres de la tribu de Bakkat. Siempre que hallaban un refugio rocoso o una cueva en la ladera de una colina o de un kopje, había allí paredes pintadas con colores vivos, y huellas con restos de carbón, muestra de los lugares donde se había encendido una hoguera. Bakkat estudiaba los símbolos y los estilos y era capaz de decir qué clanes de la tribu habían pasado por allí. A menudo, mientras examinaban aquellos tributos artísticos a los dioses, Louisa comprendía que Bakkat sentía una gran nostalgia por su gente, que vivía libremente en medio de la naturaleza.

La tierra iba cambiando sus formas a medida que avanzaban. Las grandes llanuras se iban transformando en bosques y en colinas atravesadas por ríos que corrían por los valles. En algunas zonas, el follaje era tan denso y espinoso que avanzar se tornaba imposible. Ni siquiera lograban cortar algunas ramas con sus hachas. Estas junglas los obligaban a hacer grandes rodeos que duraban varios días. En otras partes el terreno era más parecido al de los campos ingleses abierto y fértil, con grandes árboles tan altos como catedrales, rodeados de sus propias hojas caídas en el suelo. Los pájaros y los monos cantaban y aullaban en sus copas, mientras competían por la comida.

Parecía haber animales y pájaros en cualquier lugar donde posaran sus ojos. Su cantidad y su variedad no dejaban de asombrarlos. Había desde pequeños pajarillos hasta avestruces más altos que un hombre a caballo, con grandes plumas blancas en sus alas y crestas en las colas, desde musarañas ínfimas hasta enormes hipopótamos. Estas bestias parecían habitar cada río con el que se topaban. Con sus corpachones tocándose en la superficie del agua, parecían rocas sobre las cuales se posaban los airones blancos.

Jim mató a uno de esos enormes machos. Aunque se hundió convulsionado y no volvieron a verlo, los gases de su estómago lo devolvieron a la superficie al día siguiente, y se quedó flotando con sus patas barrosas hacia arriba. Con una yunta de bueyes llevaron el cadáver hasta la orilla, y con la grasa blanca de sus cavidades llenaron un barril de cincuenta galones.

Era un material muy útil para cocinar y para hacer embutidos, como también para fabricar jabón y para engrasar los cubos de las ruedas y los parches de los rifles.

Había muchísimas clases de antílopes, cada uno con carne de diferente sabor y textura. Louisa le indicaba a Jim cuál prefería en cada ocasión, como un ama de casa que le pidiera distintos cortes a su carnicero. Debajo de los árboles solían encontrar unos antílopes grisáceos de carne muy sabrosa. Las cebras galopaban en libertad por las llanuras, y se unían a otras manadas de antílopes, con los miembros y los lomos negros, los estómagos y los cuernos con forma de cimitarra. En los bosques de espinos hallaban a los nerviosos kudúes con sus cuernos espiralados, y manadas de animales negros, en tan gran número que hacían temblar la tierra cuando corrían en estampida.

Jim ansiaba encontrarse con un elefante, y por las noches hablaba de ellos con devoción religiosa. Nunca había visto a uno con vida, pero en el depósito de la Compañía había pilas de colmillos acumuladas. En su juventud, el padre de Jim había ido a cazar elefantes al Africa oriental, a varios miles de kilómetros de donde estaban ahora. Su padre le había contado infinidad de veces sus relatos de las cacerías, y pensar en su primer encuentro se había convertido en una obsesión para él.

—Hemos marchado casi mil leguas desde que cruzamos el Gariep —le decía a Louisa—. Estoy seguro de que ningún otro hombre llegó tan lejos de la colonia. Pronto tenemos que encontrar alguna manada de elefantes.

Poco después, aquellos sueños encontraron un motivo para mantenerse vivos. La caravana llegó a un bosque cuyos troncos habían sido arrancados por algo similar a un huracán, y luego rotos en pedazos. A los troncos que se mantenían en pie, los enormes paquidermos les habían quitado la corteza.

—Mira cómo extrajeron el jugo de la corteza. —Bakkat le estaba mostrando a Jim las enormes bolas de corteza desecada que los animales habían escupido—. Mira cómo arrancaron este árbol, que era más alto que el palo mayor del barco de tu padre… Y sólo para comer las hojas tiernas de la copa. Son bestias realmente admirables.

—¡Síguelos, Bakkat! ¡Muéstramelos!

—Estos signos fueron hechos hace una estación. Mira cómo las marcas que dejaron en el barro de las últimas lluvias están secas como rocas.

—¿Cuándo los encontraremos? —preguntó Jim—. ¿Piensas que alguna vez los encontraremos?

—Sí, claro —prometió Bakkat—. Y cuando lo hagamos, desearás no haberlos encontrado nunca. —El bosquimano señaló con su mentón uno de los árboles—. Si pueden hacerle eso a un árbol, ¿qué no podrán hacerle a un hombre?

Cada día se adelantaban un largo trecho en busca de los elefantes, y marcaban el camino por donde Smallboy y las carretas debían seguirlos. Tenían que asegurarse de que siempre hubiera cerca fuentes de agua potable y buenas pasturas para los bueyes y el resto de los animales, y para llenar sus barriles en previsión del momento en que les faltara agua. Bakkat le enseñó a Jim a estudiar el vuelo de los pájaros, y la dirección en que se movían las manadas sedientas buscando los manantiales. Los caballos también eran buenos guías; podían oler el agua a kilómetros de distancia.

A menudo se adelantaban demasiado y no podían volver a la seguridad de la caravana antes de la caída del sol, y armaban un campamento provisorio donde fuera que los hallaran la noche y el cansancio. Pero en las noches en que lograban volver a las carretas, sentían que volvían a casa, y se alegraban al ver desde lejos las hogueras o al oír el mugido de los bueyes. Pronto los perros se acercaban ladrando, excitados, y Smallboy y el resto les gritaban para saludarlos.

Louisa marcaba el calendario religiosamente, y nunca se salteaba el día de descanso, e insistía para que ella y Jim se quedaran en el campamento ese día. Los domingos dormían hasta tarde, y cada uno oía cómo el otro se levantaba después de ser despertado por los rayos del sol. A veces se quedaban un rato charlando en los catres, hasta que Louisa decía que ya era hora de levantarse. El aroma del café preparado por Zama terminaba de convencer a Jim.

Louisa siempre cocinaba algo especial los domingos a la noche, en general siguiendo las instrucciones del libro de recetas que le había regalado Sarah. Mientras, Jim se ocupaba de los pequeños trabajos que habían quedado postergados durante la semana: desde herrar a un caballo hasta reparar la tela de un toldo o engrasar los cubos de las ruedas.

Después del almuerzo solían colgar unas hamacas a la sombra y leer alguno de los libros de su pequeña biblioteca. Luego hablaban de lo ocurrido en la semana y hacían planes para la siguiente. El día del cumpleaños de Jim, —el primero desde que se conocían—, Louisa talló en secreto un tablero de ajedrez y sus correspondientes piezas. Aunque intentó mostrar su entusiasmo, Jim no estaba demasiado contento, porque nunca antes había jugado ese juego. Pero ella le leyó las reglas, que venían detrás del almanaque, y luego armó el tablero bajo las ramas de un espino.

—Tú jugarás con las blancas —le dijo ella—; esto quiere decir que debes mover tú primero.

—¿Y eso es bueno?

—Es una gran ventaja —le aseguró ella. Con una sonrisa, él avanzó tres casillas con un peón torre. Louisa lo corrigió, y luego le dio una rápida lección. Pocas movidas después, la muchacha anunció—: Jaque mate. Jim se quedó mirando el tablero, sorprendido.

Humillado por la rapidez de su derrota, Jim estudió la partida y discutió la legitimidad de cada uno de los movimientos que habían llevado a su derrota.

Cuando ella lo convenció de que no había hecho trampa, Jim se echó hacia atrás sin dejar de observar el tablero. Luego, lentamente, la excitación de la batalla lo irguió otra vez.

—Juguemos otra —dijo.

Pero el resultado de aquella segunda partida no fue menos humillante. Quizá por esa razón, Jim quedó cautivado por el juego, y pronto el ajedrez pasó a ocupar un lugar de importancia en su vida en común. Libraron varias batallas memorables sobre los escaques, pero, quizás extrañamente, esos encuentros reforzaron el lazo entre ellos.

Había una actividad en la que Louisa no podía alcanzarlo: el tiro. La muchacha puso todo su empeño en lograrlo, pero aún así le resultó imposible. Los domingos al atardecer, después de cenar, Jim colocaba blancos a cincuenta, cien y ciento cincuenta pies. Louisa disparaba con su pequeño rifle francés, mientras que él usaba un par de pistolas más pesadas fabricadas en Londres. El trofeo era la cola peluda de una jirafa, y el ganador de aquella competición tenía derecho a colgarla en su carreta durante la semana. En las raras ocasiones en que Louisa accedió a ese honor, Smallboy, el conductor de su carreta, utilizaba su látigo con más entusiasmo que el que necesitaban los pobres bueyes para sentirse estimulados.

Louisa fue interesándose cada vez más en la organización y el funcionamiento de la caravana. Y el placer que le daba la compañía de Jim fue ocultando sus recuerdos más negros. Las pesadillas eran menos frecuentes y menos aterradoras. Lentamente, la muchacha recuperó la alegría de vivir, algo más acorde con su edad que una actitud desconfiada y de sospecha.

Una tarde, cabalgando juntos, los jóvenes dieron con una planta de melones maduros. Los frutos, amarillos y verdes, eran tan grandes como una cabeza humana. Jim llenó sus alforjas con ellos, y cuando volvieron al campamento cortó uno en gruesas rebanadas.

—Uno de los refinamientos de la selva —dijo, alcanzándole un trozo a la muchacha, que lo probó con placer. Era un fruto jugoso, de un sabor insípido y ligeramente dulce. Para complacer a Jim, Louisa fingió un gran deleite.

—Mi padre dice que uno de éstos le salvó la vida. Se había perdido en el desierto y habría muerto de sed si no hubiera encontrado una planta de melones. Es sabroso, ¿verdad?

Louisa miró la médula del fruto y luego al muchacho. Repentinamente, la invadió un espíritu travieso, algo que no ocurría desde la muerte de sus padres.

—¿De qué te ríes? —preguntó Jim.

—¡De esto! —dijo ella, aplastando el trozo de melón que tenía en sus manos contra el rostro de Jim. Él la miró asombrado mientras el jugo caía por su nariz y su mentón—. Es sabroso, ¿verdad? —dijo ella, riendo a carcajadas—. ¡Pareces un tonto!

—¡Ya veremos quién parece más tonto! —dijo Jim, quitándose los restos de melón. Ella se puso de pie y salió corriendo. Jim la persiguió por el campamento blandiendo un trozo de melón, mientras por su rostro y su camisa se esparcían los restos.

Los criados miraban asombrados a Louisa, que corría por entre las carretas, escondiéndose tras ellas. Pero la risa le impidió moverse demasiado rápido, y Jim finalmente pudo atraparla, apretándola contra una carreta con una mano y apuntando el melón con la otra.

—¡Lo siento mucho! —dijo ella, casi sin aire—. ¡Perdóname, por favor! ¡No volveré‚ a hacerlo!

—¡Claro que no volverás a hacerlo! —dijo él—. Yo te mostraré qué ocurrirá si lo haces. —Jim le aplicó el mismo tratamiento, y cuando terminó ella tenía melón en el pelo, en las pestañas y en las orejas.

—¡Eres una bestia, James Archibald! —Louisa sabía que él odiaba su nombre completo—. ¡Te odio! —La muchacha intentó mirarlo seriamente, pero se tentó y comenzó a reír a carcajadas otra vez. Levantó una mano para pegarle, pero él le apresó la muñeca y ella tropezó con él.

De pronto dejaron de reír. Sus bocas estaban tan cerca que sus respiraciones se mezclaban, y había algo en sus ojos que él no había visto antes. Luego ella comenzó a temblar y sus labios parecieron estremecerse. La emoción que él había visto se desvaneció y fue reemplazada por el terror. Él sabía que todos los criados los estaban mirando. Con gran esfuerzo, Jim le soltó la muñeca y dio un paso atrás, pero esta vez rió sin poder respirar.

—¡Ten cuidado, muchacha! ¡La próxima vez haré resbalar el melón desde la nuca a la espalda!

Había una gran tensión en el ambiente; Louisa estaba a punto de llorar, Bakkat los salvó haciendo una pantomima de lo que acababa de ver.

Tomó los restos del melón y se los arrojó a Zama. Los cocheros y los voorlopers se unieron a la diversión, y los trozos de melón comenzaron a volar en todas las direcciones. En medio del tumulto, Louisa se retiró a su carreta. Cuando emergió un rato más tarde, se había puesto un vestido más recatado y había atado su cabello en trenzas.

—¿Quieres jugar al ajedrez? —le dijo a Jim, sin mirarlo a los ojos.

Él hizo jaque mate en veinte jugadas, pero luego se preguntó si ella se había dejado ganar a propósito o si simplemente estaba distraída.

A la mañana siguiente, Louisa y Jim partieron antes del amanecer Montados en sus caballos, junto a Bakkat, llevando su desayuno en las alforjas atadas a las monturas. Con una hora de ventaja sobre las carretas, se detuvieron a darles de beber a los caballos y a tomar el desayuno junto a un pequeño arroyuelo que serpenteaba en medio de unas colinas boscosas.

Se sentaron el uno frente al otro sobre unos troncos caídos. Ambos se mostraron tímidos e inhibidos, y les resultaba difícil mirarse a los ojos. El recuerdo del momento que habían vivido el día anterior estaba todavía muy vívido en sus mentes, y la conversación era demasiado rígida y amable.

Cuando terminaron de comer, Louisa llevó las cantimploras al arroyo para lavarlas, mientras Jim volvía a ensillar los caballos. Cuando la muchacha se acercó, él no supo si ayudarla a montar a Fiel. Ella, por su parte, le agradeció más profusamente de lo que el gesto merecía.

Comenzaron a subir la colina. Bakkat iba al frente, montado sobre Escarcha. Cuando llegó a la cima, hizo girar repentinamente al caballo. Su rostro contorsionado parecía querer expresar una emoción inexplicable, y su voz parecía haberse reducido a un chillido inaudible.

—¿Qué ocurre? —preguntó Jim—. ¿Qué has visto? —Tomó a Bakkat del brazo y estuvo a punto de derribarlo del caballo.

Finalmente, Bakkat recuperó la voz.

—¡Dhlovu! —gritó, casi dolorido—. ¡Muchos, muchos!

Jim le dio las riendas de su caballo a Bakkat, tomó el rifle de calibre pequeño de su estuche y saltó de su montura. Sabía que no tenía que mostrarse por encima de la colina, y se detuvo antes de llegar a lo más alto. Su excitación le había inflado el pecho, y apenas lo dejaba respirar. Su corazón parecía a punto de salírsele por la boca. Pero aún así tuvo la sensatez necesaria como para chequear la dirección y la velocidad del viento. Tomó algunas briznas de pasto, las colgó de sus dedos y estudió su movimiento. La brisa le era favorable.

De pronto, sintió junto a él la presencia de Louisa.

—¿Qué hay, Jim?

La muchacha no había entendido la palabra usada por Bakkat.

—¡Elefantes! —dijo, casi imposibilitado de pronunciar esa palabra mágica.

Ella se quedó mirándolo un momento, y luego los zafiros azules de sus ojos brillaron a la luz del sol.

—¡Muéstramelos, Jim!

Aún en medio de aquella confusión, Jim agradeció que ella estuviera allí para compartir con él algo que él recordaría por el resto de su vida.

—¡Ven! —le dijo, y con mucha naturalidad ella le tomó la mano. A pesar de todo lo que había ocurrido entre ellos, el gesto no sorprendió a Jim. Tomados de la mano treparon hasta la cima y miraron lo que había más allá.

Debajo de ellos se desplegaba una enorme planicie interrumpida aquí y allá por colinas. Una vegetación reciente, surgida después de las últimas lluvias, la cubría. Era una gran extensión, tan verde como un prado inglés, adornada con algunos árboles de mahobahoba y por arbustos espinosos.

Los elefantes, solos o en pequeños rebaños, estaban dispersos por la planicie. Había cientos de ellos. La realidad de aquel encuentro superó todas las fantasías que Jim había tejido en torno a él durante tantos años.

—¡Dios mío! ¡Bendito seas, Señor! ¡Bendito seas!

Louisa sintió que la mano del muchacho temblaba, y la apretó con más fuerza. La joven reconoció que aquél era un momento especial en la vida de Jim, y se sintió orgullosa de estar allí, al lado de él, compartiéndolo. Aquél parecía ser finalmente su lugar. Después de tanto tiempo, había encontrado el sitio al cual pertenecía.

Jim advirtió de inmediato, por su tamaño, que los elefantes eran principalmente madres con sus hijos. Los paquidermos formaban aglomeraciones grises; parecían arrecifes de granito. Las formas de las manadas cambiaban muy lentamente, concentrándose y luego dispersándose. Los machos se mantenían apartados. Sus formas oscuras y gigantescas resaltaban majestuosamente en medio de aquel fantástico paisaje.

Justo debajo de donde estaban Jim y Louisa había un animal que hacía que el resto pareciera pequeño. Tal vez fuera por el modo como los rayos del sol daban sobre él, pero lo cierto es que parecía más oscuro. Sus orejas estaban desplegadas, como la vela mayor de un barco, y el animal las agitaba con lentitud. Con cada movimiento, el sol iluminaba la curva de un colmillo gigantesco, y arrojaba hacia él un rayo que se reflejaba como en un espejo. En un momento, el elefante se agachó, juntó el polvo que tenía a sus pies y lo levantó por encima de su cabeza y de sus hombros, formando una nube pálida.

—¡Es enorme! —susurró Louisa—. Nunca imaginé que pudieran ser tan grandes.

Su voz distrajo a Jim, que miró hacia atrás y vio a Bakkat cerca de ellos.

—Sólo tengo mi pequeño rifle. —Jim había dejado los grandes fusiles alemanes en las carretas. Era engorroso transportar esas armas, y no había esperado encontrar elefantes ese día, mucho menos en tanta cantidad. Ahora se arrepentía de ello, pero sabía que usar el rifle hecho en Londres con una criatura con una masa muscular y una estructura ósea tan grandes, era una locura. Sólo contando con una dosis infinita de suerte podía lograr que una bala tan liviana llegara a sus órganos vitales.

—Bakkat, vuelve a la caravana lo más rápido que puedas y tráeme los 5 mosquetes, con el frasco de pólvora y el cinturón de tiro. —Antes de que Jim terminara de hablar, Bakkat ya había montado y bajaba la colina cabalgando vertiginosamente. Jim y Louisa no lo vieron irse, se arrastraron adelante y se escondieron detrás de unos arbustos. En la ladera opuesta descubrieron una densa vegetación de arbustos de acacia que les servirían para esconderse, y se acomodaron en medio de sus pobladas ramas y sus flores amarillas, sentados el uno al lado del otro.

Jim apuntó su telescopio hacia el enorme macho que había debajo de ellos. El muchacho lanzó un suave silbido, sorprendido por el tamaño del animal, y contempló maravillado la longitud y la anchura de aquellos enormes trozos de marfil. Aunque se habría quedado mirándolo mucho tiempo le pasó el telescopio a Louisa. Ella ya había aprendido a usarlo, y lo enfocó sobre la gigantesca criatura. Pero un par de minutos más tarde su visión se había desviado hacia las cabriolas de un par de crías que jugaban un poco más allá, chillando y persiguiéndose.

Cuando Jim vio que Louisa movía el telescopio, sintió el impulso de sacárselo de las manos y continuar con su estudio del macho. Pero vio la sonrisa de la muchacha al ver jugar a los pequeños elefantes y se contuvo. Aún consumido por la pasión y la excitación de la caza, el corazón de Jim seguía latiendo también por ella.

De pronto, el macho abandonó la sombra del árbol de mahobahoba y comenzó a subir la ladera en dirección a ellos. Jim puso una mano sobre los hombros de Louisa para avisarle. Ella sacó los ojos del telescopio y el muchacho se llevó un dedo a los labios mientras señalaba al animal.

El rostro de Louisa enrojeció de emoción al ver aproximarse al elefante. Aún en pleno día, había algo fantasmal y tenso en el absoluto silencio con que caminaba. El paquidermo apoyaba su pie sobre el suelo con una precisión y una gracia desproporcionada para su edad, y sus enormes patas esponjosas absorbían los ruidos. Su trompa se movía flojamente, y la punta tocaba la tierra, recogiendo una hoja o una semilla con una destreza que igualaba la de los dedos humanos y luego arrojándolas otra vez al suelo.

Cuando se acercó todavía más, pudieron percibir que su único ojo visible estaba en medio de una densa red de profundas arrugas grises, formando una red concéntrica como la de la telaraña. Un chorro de lágrimas caía desde el borde hasta sus mejillas mojadas, pero el ojo tenía un destello de inteligencia y sagacidad. Cada tanto, la punta de uno de sus colmillos tocaba el suelo y dejaba una pequeña hendidura en la tierra.

El animal se acercó hasta tapar el cielo, y ellos contuvieron la respiración, esperando el momento de ser aplastados o atravesados por una de esas enormes puntas de marfil. Louisa cambió de posición, lista para ponerse de pie y correr, pero Jim le oprimió el hombro y la contuvo.

El elefante estaba produciendo un rugido grave con su garganta y su estómago, que sonaban como unos truenos lejanos. Louisa comenzó a temblar; el miedo y la excitación se mezclaban en ella. Lentamente, como para no alarmar al animal, Jim levantó su pequeño rifle hasta su hombro y le apuntó a la cabeza. El muchacho sintió que Louisa se ponía rígida a su lado, anticipándose al disparo. Luego recordó todo lo que su padre le había dicho acerca de cómo apuntar para darle a un elefante en el cerebro.

—Pero sólo un tonto o un loco puede intentarlo —le había dicho Tom—. Es un punto muy pequeño en la enorme estructura ósea del cráneo. El verdadero cazador tiene que estar seguro de que no va a fallar. Usa un calibre ancho, una bala pesada, y apunta al hombro, al corazón y a los pulmones.

Jim bajó el rifle, y Louisa se relajó. El elefante pasó junto a ellos, y cincuenta pasos más allá llegó a un árbol pequeño y comenzó a arrancar sus pequeñas bayas y a llevárselas delicadamente a la boca. Cuando les dio la espalda, Jim se puso de pie con cautela y fue con Louisa del otro lado de la colina. Desde la cima vio la nube de polvo que se acercaba a ellos desde la dirección en que venía la caravana, y distinguió la pálida figura de Escarcha yendo a todo galope.

Cuando Bakkat llegó junto a ellos, Jim le dijo:

—Bien hecho, Bakkat. —Antes de que el bosquimano desmontara, tomó uno de los rifles grandes y lo examinó rápidamente. Estaba descargado y lleno de grasa, pero su pedernal era nuevo. Jim se dispuso a cargarlo.

Introdujo la bala, más grande que una uva madura y dura porque tenía un pegado especial de peltre, en el cañón del fusil. Cuando lo acomodó bien el taco, y luego de agregar la pólvora negra, Jim revisó la cebadura, y a continuación le entregó el arma a Bakkat, que a su vez le entregó su mellisa. Cuando ambas estuvieron cargadas, el muchacho dijo:

—Del otro lado hay un enorme macho comiendo. Iré a pie, pero en cuanto oigas el disparo, trae a Fuego y el otro fusil a toda velocidad.

—¿Y yo qué hago? —preguntó Louisa. Jim vaciló. Su instinto lo impulsaba a enviarla de vuelta a la caravana, pero sabía que eso sería injusto con ella. Louisa no quería verse privada de la excitación y la aventura de aquella primera cacería de las enormes bestias. En verdad, Louisa no lo obedecería si él le ordenaba volver, y Jim supo que no tenía sentido ponerse a discutir en aquel momento. Pero no podía dejarla allí. Sabía, por los vívidos relatos de su padre, que en cuanto sonara el primer disparo el bosque se llenaría de animales aterrorizados yendo a toda velocidad y en todas direcciones. Louisa correría el riesgo de un choque mortal si se quedaba allí.

—Síguenos, pero no demasiado cerca. En ningún momento debes perdernos de vista, pero mira bien alrededor. Los elefantes pueden venir desde cualquier lado, incluso por detrás. Pero debes confiar en Fiel.

Jim amartilló a medias el arma, corrió ladera arriba y estudió el panorama. Nada había cambiado. El animal seguía alimentándose en silencio, dándole la espalda a Jim. Las manadas que había más abajo estaban descansando o alimentándose tranquilamente, mientras las crías correteaban al rededor.

Jim hizo una pausa para verificar otra vez la dirección del viento. Pudo sentir su tacto tibio en su rostro sudoroso, pero se tomó unos momentos para dejar caer unas briznas de polvo. El viento soplaba con regularidad y en la dirección favorable. Sabía que ya no tenía razón de ser que se siguiera escondiendo. La vista de los elefantes no era muy buena, y eran capaces de distinguir la forma de un ser humano a cincuenta pasos de distancia, siempre que se mantuviera quieto. Su sentido del olfato, en cambio, era excepcional.

Con el viento a favor e intentando no hacer ruido, Jim avanzó. Las palabras de su padre volvieron a su mente.

—Acércate todo lo que puedas. Cada metro que te acercas a la presa hace que la matanza sea más segura. Treinta pasos es demasiado. Diez son mejores que veinte. Una distancia de cinco pasos es perfecta. Desde esa distancia, tu proyectil llegará al corazón de la bestia.

A medida que se acercaba, Jim daba pasos cada vez más lentos. Sus botas parecían haberse llenado de plomo. Sintió que se ahogaba. El arma le pesaba cada vez más. No había esperado sentir miedo. Nunca antes tuve miedo, se dijo. Bueno, sólo un poco, alguna vez.

Siguió acercándose, cada vez más. Recordó que no había terminado de amartillar el fusil. Estaba tan cerca que el animal podía oír el ruido producido por el mecanismo y asustarse. Vaciló, y el animal se movió. Con su tranco poderoso comenzó a dar un círculo en torno al árbol. El corazón de Jim comenzó a dar saltos cuando el muchacho vio que las costillas del animal quedaban expuestas. Podía distinguir la forma de sus omóplatos debajo de la piel gruesa y estriada. Era como si su padre lo hubiera movido para él. Sabía exactamente adónde apuntar. Colocó la culata del fusil sobre su hombro, pero el animal seguía girando, hasta que el denso follaje del árbol lo cubrió. Allí se detuvo y comenzó a arrancar más frutos. Estaba tan cerca que Jim podía distinguir las cerdas individuales de sus orejas, y las gruesas pestañas que enmarcaban ese pequeño ojo que parecía fuera de lugar en aquella cabeza antigua y montañosa.

—Sólo un tonto o un loco puede buscar el cerebro —le había dicho su padre. Pero el hombro estaba tapado, y él estaba muy cerca. No podía errar desde una distancia tan corta. Pero antes tenía que terminar de amartillar el fusil. Colocó la mano sobre el arma para amortiguar el ruido, y tiró de la pieza de acero hacia atrás. Supo exactamente cuándo iba a moverse el pestillo y se mordió la lengua, concentrándose en atenuar el movimiento en la última fracción.

Jim miraba al elefante, intentando distraerlo con la fuerza de su voluntad. El paquidermo masticaba con evidente satisfacción; la parte interior de sus labios estaba manchada de púrpura, teñida del color de las bayas.

¡Clic! En el silencio que reinaba allí, el sonido fue ensordecedor para Jim. El elefante dejó de masticar y se congeló. Había oído el extraño ruido, y Jim sabía que estaba a punto de salir disparado.

El muchacho miró fijo la oscura ranura del oído y volvió a posar lentamente la culata del fusil sobre su hombro. Las miras de hierro no parecían facilitar su visión, porque él no parecía mirar a través de ellas. Todo su ser estaba concentrado en ese punto de dos o tres centímetros de diámetro. La larga humareda azulada salió del mosquete y pareció acariciar la piel estriada de la sien del elefante. El culatazo y la nube de humo oscurecieron la visión de Jim, que no pudo ver dónde había dado la bala. Pero oyó cómo quebraba el cráneo, produciendo el sonido de un hacha al dar contra la madera.

El elefante echó su gran cabeza hacia atrás y se derrumbó repentinamente, golpeando la tierra con tal fuerza que el ambiente pareció cubrirse con una neblina de humo. El suelo se movió con el impacto. Jim recuperó el equilibrio y jadeó asombrado. Luego su corazón se agitó y el muchacho lanzó un alarido de triunfo.

—¡Le di! ¡Lo derribé con un solo tiro!

Jim dio un paso hacia adelante, pero en ese momento sintió el golpe de los cascos detrás de él.

Cuando se dio vuelta vio a Bakkat, montado sobre Escarcha y trayendo el segundo fusil y a Fuego.

—¡Cambiemos armas, Somoya! —gritó—. ¡Estamos rodeados por ellos! Si lo hacemos rápido podemos matar a diez más.

¡Debo examinar a éste! —dijo Jim—. ¡Tengo que cortarle la cola!

—Su padre le había enseñado a recoger siempre las colas a manera de trofeo, aunque fuera en el calor de la persecución.

—Si está muerto, ya no volverá a moverse. —Bakkat se acercó, tomó el fusil vacío y le dio el otro a Jim—. Cuando termines de cortarle la cola, los otros ya no estarán. —Jim vacilaba, mirando el lugar detrás del árbol donde había caído el elefante—. ¡Vamos, Somoya! Mira el polvo que levantan al correr. Si no nos apuramos, será tarde.

Jim miró ladera abajo y vio que su tiro había sobresaltado a las manadas y en la gran cuenca los elefantes se desparramaban y huían en todas las direcciones. Su padre le había hablado del horror instintivo que el elefante sentía frente al hombre: aun cuando nunca se hubiera cruzado con uno, su comportamiento cruel y guerrero, podía correr hasta cien leguas seguidas luego de un primer contacto con el rey de la creación. Pero Jim seguía vacilando, y Bakkat lo apuró:

—¡Vamos, Somoya, que los estamos perdiendo! —Señaló dos grandes machos que pasaban a menos de un tiro de pistola de donde estaban ellos. Llevaban las orejas echadas hacia atrás, por encima de los hombros, y galopaban a toda velocidad—. ¡Se van! ¡Vamos, vamos, sigámoslos!

Los dos machos ya estaban por desaparecer en medio del bosque, pero Jim sabía que podía alcanzarlos si iban a todo galope. Entonces tomó una decisión. Con el rifle cargado en la mano, saltó sobre la montura y espoleó a su caballo.

—¡Arre, Fuego! ¡Arre! ¡Vamos tras ellos! —Dirigió la cabeza del padrillo ladera abajo y así comenzó la persecución. Fuego se contagió del entusiasmo de su jinete, y sus ojos se movían enloquecidos a cada paso que daba moviendo la cabeza hacia abajo como si fuera un martillo. Pronto estuvieron detrás de los elefantes. Jim entrecerró los ojos para protegerse de la tormenta de polvo que levantaban aquellos animales con sus patas, y los arbustos de espino que inocentemente arrojaban contra su cuerpo.

El muchacho eligió al más grande de los dos. Aun desde atrás podía ver las anchas curvas de sus colmillos a cada uno de sus lados.

—¡Que el diablo me lleve si éste no es más grande que el que acabo de matar! —gritó exultante, y espoleó a Fuego, intentando alcanzar al elefante, buscando un costado para dispararle a uno de los hombros. Sostuvo su rifle contra la perilla de su montura y amartilló a medias el arma.

En ese instante, llegó a sus oídos el berrido salvaje de un elefante furioso, seguido inmediatamente por un grito de Louisa.

Los dos sonidos parecieron ahogarse por la distancia y el tronar de los cascos de Fuego. Pero el timbre de la voz de Louisa sacudió los nervios de Jim y le llegó directo al corazón. Era una voz mortalmente aterrada. Jim se dio vuelta, miró hacia atrás y vio el riesgo mortal en que se encontraba la muchacha.

Obedeciendo las instrucciones de Jim, Louisa se había quedado detrás, observando a una buena distancia respecto de Bakkat y Escarcha. Vio a Jim doscientos pasos más adelante, de espaldas a ella, adelantándose casi en cuclillas y llevando su rifle a la altura de la cintura.

En el primer momento no vio al elefante. Su color gris parecía fundirse con los arbustos que tenía alrededor. Pero enseguida la muchacha lanzó un suspiro al distinguir mejor sus formas. Parecía una montaña, y Jim estaba tan cerca de la bestia que ella sintió miedo por él. Tiró hacia atrás sus riendas para que Fiel se detuviera, y observó a Jim acercarse aún más al animal. Vio que el elefante se movía detrás del árbol, y por un instante pensó que había eludido sin querer a Jim. Pero entonces vio que éste se enderezaba y levantaba el largo cañón de su rifle. Cuando apuntó, el orificio pareció tocar la cabeza del paquidermo, y entonces sonó la estruendosa descarga. Era un ruido parecido al que producía el viento al llenar la vela mayor de la Meeuw en medio de una tormenta.

El humo azul de la pólvora se agitó en el viento y el elefante cayó, como golpeado por una avalancha. Entonces todo el lugar se estremeció. Bakkat pasó a gran velocidad a su lado y fue hasta donde estaba Jim, arrastrando a Fuego de las riendas. Jim montó y, dejando al elefante donde había caído, comenzó a correr ladera abajo, detrás de otros grandes paquidermos cuya presencia ella no había advertido.

Louisa los dejó ir. Sin hacerlo conscientemente, descubrió que Fiel había respondido a la leve presión de sus rodillas y estaba yendo rumbo al árbol donde había caído el elefante. Invadida por la curiosidad, no intentó detener a la yegua. Se paró sobre los estribos para ver por encima del árbol.

Cuando estaba casi junto a la planta, vio que algo se movía, algo demasiado insignificante como para haber sido producido por semejante bestia. Se acercó aún más y vio que lo que se había movido era la cola del animal. El extremo de la cola parecía una vieja pintura arruinada. Louisa estaba a punto de desmontar para ir a ver mejor el cadáver, especialmente los magníficos colmillos amarillos, que le provocaban intriga.

Pero el elefante se puso de pie. Louisa lo contempló horrorizada. El animal se paró con un solo movimiento, alerta y ágil como si acabara de dormir una breve siesta. Se quedó parado un momento, como si estuviera escuchando. De la herida en su sien caía un arroyuelo de sangre que surcaba su mejilla. Fiel resopló aterrada y salió disparada. Louisa, a punto de desmontar, tenía un solo pie en el estribo y casi fue derribada, pero con un enorme esfuerzo recuperó el equilibrio.

El elefante había oído el bufido de Fiel, y se volvió hacia ellas. Sus enormes orejas se agitaron: el animal las creía sus verdugos. El olor del caballo y del jinete llenaron su cabeza. Era un aroma extraño que nunca antes había olido pero que sugería peligro.

El elefante sacudió la cabeza, agitando las enormes orejas con fuerza, chillando de indignación y dolor. La sangre cayó como una lluvia cálida sobre el rostro de Louisa, y ella gritó con toda su fuerza:

—¡Jim! ¡Sálvame!

El animal movió la trompa hacia adelante, con las orejas echadas hacia atrás y sus puntas dobladas, en actitud de agresión. Luego cargó contra ellas. Fiel se apartó, bajó las orejas y se lanzó a una carrera loca. La yegua pareció tomar vuelo, sus cascos apenas tocaban el suelo. Pero el elefante se mantenía cerca de su cola, berreando una y otra vez, furioso, dejando atrás una estela de sangre rosa.

Fiel aumentó la velocidad y logró sacar ventaja, pero un arbusto la obligó a hacer un rodeo. El elefante no vaciló, y se lanzó contra el arbusto como si no existiera, recuperando el terreno perdido. Louisa lo sentía encima de ella.

La muchacha vio que por delante había un terreno rocoso con una densa población de arbustos de espino, que le bloquearían el camino. El elefante los estaba llevando a una trampa, en la que la velocidad de Fiel no serviría de mucho. Louisa recordó que tenía su pequeño rifle francés en la pantorrilla derecha. Invadida por el terror, se había olvidado de su existencia pero supo que era lo único que tenía para impedir que el elefante la aplastara o la derribara. Miró hacia atrás y vio que la larga trompa estaba a punto de tocarla.

Louisa sacó el rifle de su estuche de cuero, giró y amartilló el arma con el mismo movimiento. Al ver que la trompa se acercaba a su cara, lanzó un chillido involuntario, y levantó el rifle.

La bala, liviana, nunca podría haber penetrado la piel ni los huesos del animal, pero el elefante tenía un punto vulnerable. Por azar, la bala entró por ese punto. Entró por la cavidad ocular e hizo estallar el globo del ojo, cegando al elefante de inmediato del mismo lado en que Jim lo había herido.

El elefante se tambaleó y perdió terreno, pero se recuperó de inmediato y siguió con su avance. Louisa estaba concentrada volviendo a cargar el rifle, pero nunca lo había hecho montada y a todo galope. La pólvora se derramó, y cuando Louisa miró hacia atrás vio que el elefante iba directo hacia ellas y otra vez les estaba dando alcance. Louisa supo que esta vez no podría esquivarlo.

Tan concentrada se hallaba en su propio destino que no vio que estaban a punto de toparse con la espesura. Fiel viró bruscamente para evitar los arbustos y Louisa trastabilló. Al aferrar la perilla de la montura, el rifle se le escapó de las manos, golpeando sonoramente contra el suelo rocoso.

Louisa iba de costado, a la altura de los arbustos. Las espinas, afiladas y rojas, se fueron clavando en su ropa y hundiéndose en su carne, como una miriada de uñas de gato. Louisa no pudo resistir y cayó entre los espinos, mientras la yegua seguía cabalgando con la montura vacía.

El elefante la había perdido de vista, pero podía olerla. El olor de su sangre fresca, que las espinas habían hecho aflorar, era muy fuerte. El animal dejó ir a Fiel y se volvió. Comenzó a buscar a Louisa con la trompa estirada, avanzando entre los espinos, que para su gruesa piel grisácea eran sólo caricias. El olor y los movimientos de Louisa lo guiaban hacia ella. Rápidamente la tuvo cerca. La muchacha se dio cuenta del peligro que corría y quedó congelada.

Se mantuvo en silencio, acostada sobre un arbusto, y observó resignada cómo la punta de la trompa se acercaba a ella. Primero tocó sus botas, y luego la tomó del tobillo. La muchacha fue arrancada del arbusto con una fuerza inimaginable, y las espinas fueron cayendo de su piel y de sus ropas.

El animal la sostuvo cabeza abajo, colgando de una pierna. Apretaba su tobillo con tanta fuerza que ella temió que el hueso estallara en pedazos. Por lo que Jim le había contado, supo qué ocurriría en aquel momento. El elefante la levantaría bien alto y luego, con su fuerza monstruosa, golpearía su cabeza contra el suelo rocoso, una y otra vez, hasta que cada hueso de su cuerpo estuviera roto. Luego se arrodillaría sobre ella y con las puntas de sus colmillos la convertiría en pulpa.

Jim se dio vuelta al oír el primer grito y el terrible berrido del animal. Desistió de la persecución en que estaba enfrascado y detuvo bruscamente a Fuego. Luego miró hacia atrás, horrorizado e incrédulo.

—¡Pero si yo lo maté! —dijo, jadeando—. ¡Estaba muerto!

Pero en ese instante recordó la advertencia de su padre.

—Su cerebro es muy pequeño, y no está donde uno pensaría que debería estar. Si yerras el disparo, aunque sea por poco, el animal se desploma pero sólo por la sorpresa. Cuando vuelva en sí, será mucho más peligroso que antes. He visto a cazadores experimentados morir por esa razón.

Nunca te arriesgues a ese tiro, Jim, o te arrepentirás toda la vida.

—¡Bakkat! —gritó Jim—. ¡Ven conmigo, y ten preparado el otro mosquete!

—Azuzó a Fuego y lo obligó a galopar. Louisa y el elefante también galopaban, y él fue alcanzándolos muy de a poco. Se sentía invadido por la impotencia; comprendía que el animal mataría a Louisa antes de que él pudiera hacer algo, y era por su culpa: había dejado al elefante en una posición en la cual era probable que la atacara.

—¡Allí voy! ¡Espérame! —El muchacho intentaba darle coraje a su amiga, pero el estruendo de los cascos y los increíbles berridos del animal parecían impedir que el mensaje le llegara. Jim la vio darse vuelta en su montura y disparar su pequeño rifle, pero aunque el tiro hizo que el animal se tambaleara, éste no cejó en su persecución.

Luego vio desesperado que Louisa iba hacia los arbustos y caía de la montura. El elefante iba en pos de ella, que había quedado atrapada entre los espinos. Esa detención hizo que Jim pudiera acercarse a ellos, tanto que fuego comenzó a repropiarse al oler al elefante. Usando sus estribos sin piedad, Jim lo obligó a acercarse, y buscó una oportunidad para disparar. Sabía que su bala debía quebrarle algún hueso o darle en los órganos vitales para distraer al elefante. Pero todo eran movimientos confusos y ruidosos. El elefante atravesaba el follaje, y las ramas protegían sus partes vulnerables e impedían que Jim disparara. Fuego se resbalaba, movía la cabeza y se resistía a avanzar.

Jim vio a Louisa atrapada entre los espinos. No mostraba signos de violencia. El muchacho pensó que quizás se había quebrado el cuello o el cráneo al caer. La idea de perderla era demasiado terrible como para pensarla siquiera, y Jim forzó a Fuego a avanzar. De pronto, el elefante descubrió el cuerpo fláccido de Louisa y la levantó con su trompa. Jim no se atrevió a disparar a la cabeza para no darle a Louisa. Se vio obligado a esperar hasta que el elefante se volviera hacia él, exponiendo su flanco. Jim se inclinó hacia adelante; el mosquete tocaba casi la piel de la bestia.

Disparó.

La bala dio en el hombro, en la juntura entre el húmero y la escápula, rompiendo el hueso. El elefante se echó hacia atrás y levantó la trompa para recuperar el equilibrio. Louisa cayó sobre los arbustos, cuyas ramas amortiguaron el golpe contra la tierra.

El elefante se volvió hacia Jim, con las orejas agitadas, berreando de dolor y furia, y extendiendo la trompa para tomar al muchacho. Pero su pata delantera, quebrada, le impedía moverse, y Jim apartó a Fuego, manteniéndose fuera del alcance de la bestia, y cabalgó hasta donde estaba Bakkat, que le acercó el otro mosquete. Con eficacia, intercambiaron armas.

—¡Cárgala otra vez! ¡Rápido! —gritó Jim, y con la otra arma en sus manos volvió a enfrentar al elefante, que se arrastraba dolorido hacia él.

Jim vio que el tiro de Louisa le había arruinado la visión de un ojo; la sangre y la masa ocular caían sobre su mejilla. Jim cambió de rumbo y se aproximó por el lado del ojo arruinado. Cuando la punta de uno de los colmillos rozó su hombro, le disparó al pecho sin detener a Fuego. El elefante se tambaleó. Esta vez, la bala había entrado bien hondo, atravesando sus órganos vitales, las arterias y las venas de su cavidad torácica. Era una herida mortal, pero todavía seguiría en pie por un rato.

Jim se aseguró de que Louisa ya no estuviera en el camino del elefante. Allí, escondida entre la espesura, estaba a salvo. Jim galopó hasta donde estaba Bakkat, desmontado para cargar el arma con mayor rapidez. Había que ser valiente para bajarse del caballo a pocos metros de un elefante herido.

¡No es coraje lo que le falta!, pensó Jim, mientras lo observaba terminar con la complicada tarea. Fuego se movía en círculos, nervioso, y Jim miró al elefante. Luego gritó alarmado cuando vio que Louisa salía gateando de los arbustos, justo en el camino del elefante. Así expuesta, volvía a correr peligro. Jim dejó caer el arma descargada y, sin esperar a que Bakkat terminara de cargar la otra, galopó hacia el animal, aproximándose otra vez por el lado de su ojo ciego.

Evidentemente conmocionada, Louisa se puso de pie. Estaba frotándose la pierna que el animal había lastimado con su trompa. Vio que Jim venía hacia ella, saltó en esa dirección y levantó los brazos. Su aspecto era terrible. Sus ropas se habían rasgado y estaban manchadas de sangre. Estaba toda rasguñada y cubierta de polvo, y el cabello le caía sobre los ojos.

Fuego corría paralelo al elefante, tan cerca de él que la sangre que caía de su hombro manchaba los pantalones de Jim. Pero cuando el elefante movió su trompa para matarlo como a una mosca, Jim se agachó, y se zafó del golpe. Galoparon hacia Louisa y, sin detenerse, Jim se inclinó hacia un costado, aferrándose al caballo sólo con sus rodillas, rodeó a la muchacha con un brazo y la colocó detrás de él. En cuanto estuvo sentada a horcajadas, Louisa lo abrazó con fuerza y apoyó su rostro sobre la camisa sudorosa del muchacho. Estaba llorando, dolorida y aterrorizada, y no podía pronunciar palabra. Jim la llevó hasta la cima de la colina, bajó de un salto y luego extendió los brazos para bajarla a ella.

Louisa seguía sin poder hablar, pero las palabras eran innecesarias e inadecuadas. Los ojos de ella, muy cerca de los suyos, expresaban toda la gratitud que sentía, y sugerían también otras emociones, todavía demasiado confusas y complejas como para ser expresadas.

Jim la depositó cuidadosamente en el suelo.

—¿Dónde te duele? —le preguntó. En su voz se notaba la preocupación que sentía por ella. El precio que el roce con la muerte se había cobrado podía leerse en los ojos del joven, y eso reanimó a Louisa. Jim se arrodilló sobre ella y Louisa se aferró a él.

—El tobillo, pero no es nada —susurró.

—Déjame ver —dijo él, y ella soltó su abrazo—. ¿Cuál tobillo? —Louisa se lo mostró, él le quitó la bota y movió con cuidado la pierna—. No hay quebradura —dijo.

—No. —Ella se sentó—. Y acá me duele un poco. —Louisa se quitó el cabello dorado del rostro y mostró su mejilla, donde tenía una espina clavada. Él se la quitó, y ella se sobresaltó sin dejar de mirarlo.

—¡Jim…! —susurró.

—¿Qué pasa, mi pequeño Puercoespín?

—Nada, sólo que… —Louisa se quebró, incapaz de terminar la oración, y luego agregó—: Me gusta cuando me llamas de ese modo.

—Me alegro de tenerte aquí otra vez —dijo él—. Por un momento pensé que nos dejabas.

—Si me viera un niño, seguramente tendría pesadillas… —Louisa ya no podía mirarlo, e intentó quitarse el polvo de la cara.

Sólo una mujer podría pensar en su apariencia en un momento así, pensó Jim.

—Pero soy yo quien te ve y lo que veo es un sueño —dijo el muchacho, y Louisa se sonrojó.

Bakkat se acercó montado sobre Escarcha y con ambas armas cargadas.

—Si lo dejas, el elefante se nos escapará, Somoya.

Jim se puso de pie y observó lo que estaba ocurriendo. Vio que el viejo elefante caminaba lentamente ladera abajo, arrastrando su pata delantera y sacudiendo agónicamente la cabeza.

—Jim —susurró Louisa—. ¡Pobre animal! No dejes que sufra…

—No tardaré —prometió Jim. Montó a Fuego y tomó una de las armas que le había alcanzado Bakkat. Luego bajó por la ladera, dio un círculo y se adelantó al animal, esperándolo en su camino. Amartilló el mosquete y esperó.

El elefante pareció no advertir su presencia, y se acercó lenta y dolorosamente. A diez pasos de distancia, Jim le disparó, apuntando al pecho. Mientras la bala se introducía en su piel arrugada, Jim obligó a Fuego a apartarse. El elefante ni siquiera amagó ir tras ellos. Se quedó rígido, como una estatua, con la sangre manando a chorros por el agujero producido por la bala, brillante como una fuente de agua bajo la luz del sol.

Jim intercambió armas con Bakkat e hizo que Fuego se acercara otra vez. Se aproximó a buen paso por su lado ciego. El elefante comenzó a balancearse, produciendo otra vez un sonido grave con su pecho. Jim sintió que todas las pasiones del guerrero se alejaban de él, reemplazadas por la tristeza y el remordimiento. Frente a aquella presa enorme y noble, sentía con más intensidad la eterna tragedia de la matanza. Era un esfuerzo volver a levantar el arma y disparar. El elefante se estremeció cuando lo golpeó la bala y comenzó a retroceder, pero sus movimientos eran lentos e inestables. Luego, finalmente, suspiró.

Cayó de la misma manera como caía un árbol hachado y serrado, primero lentamente y luego con mayor rapidez, hasta que finalmente el golpe retumbó con los ecos de las colinas próximas.

Bakkat desmontó y fue hacia adelante. El ojo sano del elefante estaba abierto, y Bakkat pasó su dedo con delicadeza por el borde del ojo. El animal no pestañeó.

—Ya está, Somoya. Ahora te pertenece para siempre.

A pesar de que sostenía que sus heridas eran leves, Jim no quiso que Louisa volviera cabalgando a la caravana. Entre él y Bakkat cortaron dos largos palos de un árbol, los cruzaron con una serie de ramas más pequeñas y colocaron encima la tela de sus catres, armando así una rastra para que Fiel tirara de ella. Jim colocó con delicadeza a Louisa y fue llevando a Fiel por el camino más liso.

Aunque Louisa reía desde su confortable lecho, y declaraba que era el viaje más cómodo que había hecho en su vida, cuando llegaron a las carretas sus heridas se habían inflamado. Cuando se levantó de la rastra, tuvo que ir rengueando hasta su carreta como una anciana.

Jim revoloteaba ansioso en torno a ella, sabiendo que cualquier ayuda no solicitada sería rechazada. Se sorprendió cuando ella apoyó una mano en su hombro para subir los escalones de la carreta. La dejó sola para que se quitara la ropa y fue a supervisar la preparación del agua caliente para el baño de la muchacha. Zama y el resto de los criados quitaron uno de los baúles de la carreta de ella y colocaron la bañera de cobre. Luego la llenaron con agua caliente. Cuando todo estuvo listo, Jim se retiró a su carreta y escuchó a través de la lona los ruidos que hacía Louisa al bañarse. Se condolía cuando ella lanzaba grititos debido al dolor que le provocaba el agua al humedecer sus heridas. Cuando consideró que ella había terminado, pidió permiso para entrar.

—Adelante, estoy vestida tan castamente como una monja.

Tenía puesta la bata que Sarah Courtney le había regalado. Le tapaba el cuello y los tobillos, y también los puños.

—¿Hay algo que pueda hacer para que estés mejor?

—Me froté los tobillos con el bálsamo y el ungüento de tu tía Yasmini —Louisa levantó levemente su bata para mostrar el tobillo vendado. La esposa de Dorian Courtney era adepta a la medicina árabe y oriental. El famoso ungüento era un curalotodo. Sarah había llevado diez frascos en el botiquín y se los había dado a Louisa. Había uno abierto junto al catre de la muchacha, y su fuerte aroma a hierba llenaba el interior de la carreta.

Jim no sabía bien adónde apuntaban aquellos comentarios, y se limitó a asentir. Ella volvió a sonrojarse, y sin mirarlo agregó:

—De todas formas, tengo heridas de espinas en lugares adonde no puedo llegar. Y lastimaduras suficientes como para dos personas.

Jim no comprendió que ella le estaba pidiendo ayuda, y Louisa tuvo que hacerlo más evidente. Intentó tocarse la espalda con la mano.

—Siento que tengo un arbusto entero aquí atrás, debajo del omóplato. Parecen los clavos de la crucifixión.

Jim tragó saliva. Había comprendido. Buscó una pinza.

—Intentaré no provocarte dolor, pero grita si lo hago. —Pero Jim tenía mucha práctica en la cura de animales y sabía tratar las heridas con firmeza y suavidad a la vez.

Louisa se acostó boca abajo en el colchón de piel de oveja y lo dejó hacer. Aunque su espalda tenía muchos rasguños, y de sus heridas manaba sangre aguada y limpia, su piel era lisa como el mármol, pálida y lustrosa. Aunque cuando la conoció ella era puro hueso, esos meses de comida en abundancia y sano ejercicio habían dado forma y firmeza a sus músculos. Aun en el estado en el que estaba, su cuerpo era la cosa más bonita que Jim hubiera visto jamás. El muchacho trabajaba en silencio; no confiaba en su voz, y Louisa, salvo algún pequeño quejido o algún suspiro, tampoco decía nada.

Cuando él corrió el dobladillo de su bata para poder quitarle una espina, ella se movió ligeramente para hacérselo más fácil. Cuando volvió a correr la seda, quedó al descubierto la delicada hendidura que señalaba el comienzo de sus nalgas y su vello fino y pálido. Jim miró hacia otro lado, pero eso hacía casi imposible que siguiera con su tarea.

—No puedo continuar —dijo.

—¿Por qué no? —preguntó ella, sin levantar la cabeza de la almohada—. Tengo muchas espinas todavía.

—El pudor me lo impide.

—¿Eso significa que es más importante respetar tu pudor que la posibilidad de que yo muera desangrada?

—No bromees con eso. —La idea de su muerte se le había clavado en el alma. Esa misma mañana no había estado muy lejos.

—No estoy bromeando, James Archibald. —Louisa levantó la cabeza y lo miró con severidad—. No tengo a nadie más a quien pedírselo. Piensa que eres mi médico y yo tu paciente.

La forma de su trasero era más pura y simétrica que la de cualquier diagrama geométrico o de navegación que él hubiera estudiado. Su piel era cálida y sedosa. Cuando terminó de extraerle las espinas y de pasar por ellas el bálsamo, agregó una dosis de láudano para aliviar su dolor. Finalmente, pudo irse de la carreta. Pero sus pies no parecían querer llevarlo.

Jim cenó solo junto al fuego. Zama había asado un trozo de trompa de elefante, algo que su padre y otros connoisseurs consideraban una de las grandes delicias culinarias de toda la selva africana. Pero Jim tuvo que hacer un gran esfuerzo para masticarla, y la verdad era que parecía madera hervida. Cuando el fuego se extinguió, Jim comprendió que estaba exhausto. Apenas tuvo la energía suficiente para espiar dentro de la carreta de Louisa. La muchacha dormía cabeza abajo, tan profundamente que él tuvo que esforzarse para oír su respiración. Luego la dejó y se fue a la cama. Se quitó la ropa y se arrojó sobre la piel de oveja.

Se despertó confundido, sin saber si lo que oía era un sueño o la realidad. Era la voz de Louisa, aterrorizada:

—¡Jim, Jim! ¡Ayúdame!

El muchacho se levantó de un salto para ir con ella, pero recordó que estaba desnudo. Mientras se ponía los pantalones, ella volvió a gritar. Él no tuvo tiempo de abrochárselos, y fue al rescate de la muchacha sosteniéndoselos con las manos. Se golpeó la rodilla al trepar a la carreta de la muchacha, y luego llegó junto a ella.

—¡Louisa! ¿Estás bien? ¿Qué te ocurre?

—¡Vamos, ven! ¡Rápido! ¡No dejes que me atrape! —gritó ella. Jim comprendió que tenía una pesadilla. Fue difícil despertarla. Tuvo que tomarla por los hombros y sacudirla.

—¿Eres tú, Jim? —Finalmente, ella volvió de las sombras del sueño.

—Tuve un sueño terrible. Con el elefante.

Louisa se aferró a él, y Jim esperó a que se calmara. Ella estaba sonrojada, pero luego de un rato se dejó caer y se tapó con la manta.

—Duerme, pequeño puercoespín —susurró—. Estaré aquí cerca.

—No me dejes, Jim. Quédate un rato conmigo.

—Hasta que te duermas —dijo él.

Pero él se quedó dormido antes que ella. La muchacha sintió que se acostaba a su lado. Luego su respiración adquirió un ritmo regular. Él no la tocaba, pero su presencia la tranquilizó, y finalmente pudo quedarse dormida. Esta vez, ninguna fantasía oscura la persiguió en sueños.

Y Cuando se despertó al amanecer con los ruidos del campamento, lo buscó con los brazos, pero él ya no estaba. Se sintió herida.

Louisa se vistió y bajó de su carreta, todavía dolorida. Jim y Bakkat estaban curando las heridas que Fuego y Fiel habían recibido el día anterior por su batalla con los elefantes, y premiándolos por su coraje con avena y grano mezclado con melaza. Cuando vio a Louisa bajando trabajosamente de la carreta, Jim lanzó una exclamación y fue a ayudarla.

—Deberías quedarte en la cama. ¿Qué haces aquí?

—Voy a preparar el desayuno.

—¿Qué dices? Zama puede hacerlo si tú le das las instrucciones. Ahora debes descansar.

—No me trates como a una niña —le dijo Louisa, pero su protesta carecía de fuerza, y sonrió mientras avanzaba rengueando hacia el fuego. Jim no dijo nada. Era una mañana espléndida, tibia y luminosa, y esto los puso de buen humor. Comieron bajo los árboles acompañados por el canto de los pájaros, y el desayuno se convirtió en una pequeña celebración de lo ocurrido el día anterior. Hablaron animadamente de todos los detalles ~ de la caza, y volvieron a sentir la excitación y el miedo que habían sentido frente al elefante. Pero ninguno de los dos mencionó lo ocurrido durante la noche, aun cuando eso también rondaba sus mentes.

—Ahora debo ir a buscar el cadáver para llevarme los colmillos. No puedo dejar que lo hagan otros. Un mal golpe de hacha puede dañar el marfil irremediablemente —le dijo Jim, mientras pasaba por su plato un trozo de pan sin levadura—. Dejaré descansar a Fuego, que ayer corrió demasiado, y me llevaré a Cuervo. Fiel también se quedará en el campamento, porque está tan lastimada como tú.

—Entonces yo llevaré a Potrillo —dijo ella—. Voy a ponerme las botas y vuelvo. —Potrillo era un dócil caballo castrado que le habían quitado al coronel Keyser.

—Deberías quedarte en el campamento para poder recuperarte.

—Debo ir contigo para buscar el rifle que perdí entre los arbustos.

—Ése es sólo un pretexto. Yo puedo hacerlo.

—¿Realmente crees que yo no debería asistir al momento en que le quitas los colmillos a un elefante en cuya matanza casi pierdo la vida?

Jim abrió la boca para protestar, pero vio que ella estaba tan decidida que prefirió no perder tiempo.

—Le diré a Bakkat que ensille a Potrillo.

Había dos métodos para extraer los colmillos. Se podía esperar a que el cuerpo se descompusiera, y cuando el cartílago que sostenía los colmillos se ablandaba y se desintegraba, los colmillos podían ser extraídos a la fuerza. Era un método que requería paciencia, y también aguantar el horrible olor del cadáver. Pero Jim estaba impaciente por hacerse de sus trofeos. Así como también Louisa.

Cuando llegaron al lugar de los hechos, vieron que un círculo de aves carroñeras manchaba el cielo. Había varias especies de buitres y de águilas, de cigüeñas de enormes picos y de "cabezas-rosadas" calvos y que parecían sancochados. Las ramas de los árboles que rodeaban el cuerpo del elefante crujían con el peso de aquella congregación de bestias emplumadas. Mientras Jim y Louisa se acercaban al cadáver, las manadas de hienas se alejaban disparadas, y los pequeños chacales rojos los espiaban escondidos entre los espinos con sus orejas en punta y sus ojos brillantes. Aquellos carroñeros le habían quitado los ojos al elefante y habían investigado su ano, incapaces de rasgar la gruesa piel del animal para llegar a la carne. El excremento de los buitres había dejado manchas blancas en los costados del elefante. Jim se enfureció al contemplar aquella profanación de un animal tan noble. Enojado, levantó su rifle y le disparó a uno de los buitres, que estaba posado sobre un árbol cercano. La bala le dio de lleno, y el ave cayó al suelo en medio de un agitarse de alas y un mecerse de plumas. El resto de la bandada levantó vuelo y se unió a sus pares en el cielo.

Cuando Louisa encontró su rifle, vio que apenas tenía algún rasguño. Volvió y eligió un lugar a la sombra. Sentada sobre una manta, dibujó la escena, haciendo anotaciones en el margen de la página.

Lo primero que hizo Jim fue seccionar la cabeza a la altura del cuello. Debía hacerlo para que fuera más fácil extraerle los colmillos, porque mover todo el cuerpo habría exigido que no menos de cincuenta hombres trabajaran en ello. La decapitación le llevó la mitad de la mañana. Los hombres, con los torsos desnudos, ya estaban sudando bajo el sol del mediodía cuando terminaron con la tarea.

Luego era el turno de quitar la piel y partir los huesos que rodeaban a los colmillos. Aquello requería de pacientes golpes de hacha. Jim, Bakkat y Zama se turnaron en la tarea, sin confiar en los torpes cocheros ni en el resto de los criados. Finalmente, ambos colmillos fueron extraídos, y luego colocados sobre un trozo de tela. Louisa dibujó rápidamente el momento en que Jim se inclinaba sobre los largos trozos de marfil y con la punta de su cuchillo limpiaba el nervio —una sustancia blanca y gelatinosa— que había en el extremo de cada colmillo.

Luego envolvieron los colmillos en colchones de pasto, los colocaron sobre los caballos de carga y los llevaron jubilosos a la caravana. Jim tomó la balanza que su padre le había entregado con ese fin y la colgó de la rama de un árbol. Luego, mientras los demás lo rodeaban expectantes, pesó los colmillos de a uno. El colmillo derecho, que el elefante utilizaba más, estaba algo desgastado, y pesó sesenta y cinco kilogramos, y el otro llegó a sesenta y ocho. Ambos estaban manchados con jugos vegetales en las zonas que habían estado expuestas, pero los extremos protegidos por los huesos y cartílagos tenían un color crema muy puro, y brillante como la porcelana.

—Nunca he visto un colmillo de marfil tan grande como éste —le dijo Jim a Louisa, orgulloso.

Esa noche se quedaron un largo rato junto al fuego. Bakkat, Zama y el resto se habían ido a dormir, y Jim acompañó a Louisa a su carreta.

Luego se fue a acostar, y se quedó un largo tiempo despierto. Estaba desnudo. Mientras se dormía oyó los llantos y las carcajadas de las hienas, que rondaban el campamento atraídas por el olor de la carne de elefante, que en aquel momento estaba siendo ahumada. Lo último que se preguntó de manera consciente fue si Smallboy y el resto de los cocheros habían dejado las sogas y los aparejos de cuero de las carretas a salvo de aquellas bestias carroñeras Con sus formidables mandíbulas, las hienas eran capaces de masticar y tragar el cuero curtido con tanta facilidad como él podía Comer una ostra. Pero Jim sabía muy bien que el estado de las carretas era siempre la primera preocupación de Smallboy. Eso le permitió dormirse.

Pero se despertó repentinamente. Había sentido que su carreta se movía ligeramente. Lo primero que pensó fue que las hienas estaban atacando el campamento. Se sentó y tomó su mosquete, que siempre dejaba cargado y a mano. Pero antes de que su mano tocara la caja del fusil, se quedó inmóvil, mirando hacia la entrada.

Faltaban dos noches para que fuera luna llena, y Jim supo por la posición del satélite que era medianoche. La luz de la luna atravesaba con su resplandor la cortina de la entrada. La etérea silueta de Louisa se recortaba contra ella. Jim no podía verle el rostro, porque estaba del lado de la sombra, pero su cabello caía como una pálida cascada sobre sus hombros.

La muchacha dio un paso hacia el catre. Luego se detuvo, vacilante, él supo, por el modo como mantenía la cabeza, que ella sentía miedo o timidez o probablemente ambos a la vez.

—¿Louisa? ¿Qué ocurre?

—No podía dormir.

—¿Puedo ayudarte?

Louisa no respondió de inmediato; primero se acercó lentamente y se acostó junto a él.

—Por favor, Jim, sé amable conmigo. Sé paciente.

Se quedaron acostados en silencio, sin tocarse, con los cuerpos rígidos. Ninguno de los dos sabía cuál era el siguiente paso.

Louisa rompió el silencio.

—Háblame, Jim. ¿Quieres que vuelva a mi carreta?

A Louisa le molestaba que él, siempre tan expansivo, se mostrara tan tímido.

—No, por favor, no.

—Entonces háblame.

—No sé bien qué es lo que quieres que diga, pero te diré aquello que tengo en mi cabeza y en mi corazón. —Jim pensó un rato y luego comenzó a hablar en susurros—. Cuando te vi por primera vez en la cubierta del barco, supe que había estado esperando ese momento toda mi vida.

Ella suspiró, y comenzó a relajarse, como un gato estirándose al sol. Jim percibió eso, y prosiguió.

—Muchas veces, cuando veo a mi madre y a mi padre juntos, pienso que para cada hombre que nace Dios crea a una mujer.

—La costilla de Adán —murmuró ella.

—Creo que tú eres mi costilla. No puedo ser feliz sin ti.

—Sigue, Jim. Por favor, no te detengas.

—Creo que todo lo que te sucedió antes de conocernos, todos los peligros y los sucesos tristes que debiste soportar, tenían algún propósito, que era probarnos y templarnos.

—No lo había pensado, pero ahora comprendo que es verdad.

Jim extendió su mano y tocó la de la muchacha. Al joven le pareció que una chispa saltaba cuando las puntas de sus dedos se tocaron. Ella retiró la mano. Jim sintió que su momento, aunque estaba cerca, aún no había llegado. Retiró la mano y ella volvió a relajarse.

Dorian le había regalado en una oportunidad una potranca que nadie podía domar. A él le había llevado varios meses de lentos avances y grandes retrocesos, pero al final ella se había rendido a él. Lo mismo parecía ocurrir con Louisa. Jim había bautizado Canto del Viento a la potranca, y le había sostenido la cabeza en el momento de su muerte.

Comenzó a contarle a Louisa la historia de Canto del Viento, sobre cuánto la había amado y cómo había sido su muerte. Ella lo escuchaba a su lado, cautivada. Cuando llegó al final de la historia, comenzó a llorar como una niña, pero eran lágrimas sanas, no las lágrimas amargas y dolorosas que había derramado otras veces.

Finalmente, se quedó dormida, acostada junto a él pero sin tocarlo todavía. Él oyó su suave respiración y también se durmió.

Siguieron marchando hacia el norte, detrás de las manadas de elefantes durante casi un mes. Tom se lo había advertido: cuando el hombre los molestaba, los grandes paquidermos migraban varios cientos de kilómetros hasta encontrar un nuevo lugar. Iban a buen paso, tanto que los caballos no podían seguir su ritmo durante mucho tiempo. Toda la parte sur del continente era terreno de ellos, y las viejas matriarcas de las manadas conocían cada montaña y cada lago, cada río y cada laguna que cruzaban en el camino. Sabían por dónde había que ir para evitar los desiertos y los terrenos yermos. Sabían cuáles eran los bosques donde abundaban las frutas y los arbustos, y conocían las zonas protegidas donde podían evitar los ataques.

Pero dejaban huellas que no escapaban al ojo de Bakkat, que guiaba a la caravana hasta lugares que él mismo no había visitado jamás. Las huellas lo llevaban a las fuentes de agua, y a los mejores pasos entre las montañas.

Así, llegaron a un río en medio de una llanura con densa vegetación, un río de aguas claras y dulces. Jim midió la posición en la que se hallaban durante cinco días seguidos a la hora del mediodía, y de ese modo pudo anotar en el mapa de su padre el lugar en el que se encontraban. Tanto él Como Louisa se sorprendieron al verificar que las carretas, con su paso lento, los habían hecho recorrer miles de kilómetros.

Cada día abandonaban el campamento, a orillas del río, para explorar el terreno. El sexto día treparon a la cima de una montaña desde la que se podía ver la llanura que había del otro lado del río.

—Desde que abandonamos la frontera de la colonia no hemos visto ningún signo de la presencia humana —dijo Louisa—, salvo la vieja huella de aquella carreta y las pinturas de la tribu de Bakkat en las cavernas de las montañas.

—Es una tierra desierta —dijo Jim—, y eso me gusta, porque todo me pertenece. Aquí me siento un dios.

Louisa sonrió al percibir su entusiasmo. Para ella, él era de verdad algo parecido a un dios. El sol lo había bronceado, y sus brazos y piernas eran puro músculo. A pesar de que solía recortarse el cabello, en aquel momento éste le caía hasta los hombros. Acostumbrado a mirar horizontes lejanos, su mirada era serena y segura. Sus modales desplegaban su confianza y su autoridad.

Louisa no podía seguir engañándose, o negar que sus sentimientos hacia él se habían modificado en aquellos meses. Cientos de veces él le había probado cuánto valía. Y ahora ocupaba el centro de su existencia. De todos modos, ella antes tenía que arrojar por la borda el peso del pasado; incluso en aquel mismo momento en que cerraba los ojos y veía la siniestra cabeza enfundada en una máscara negra y los ojos helados detrás de la ranura. Van Ritters, el dueño de Huis Brabant, seguía estando con ella.

Jim se dio vuelta para mirarla y ella evitó su mirada; seguramente, él no pasaría por alto los oscuros pensamientos que reflejaban sus ojos.

—¡Mira! —gritó ella, señalando un punto del otro lado del río—. ¡Mira aquel campo de margaritas!

Él se cubrió los ojos con la mano y miró hacia donde ella estaba señalando.

—Dudo de que sean flores. —Jim sacudió la cabeza—. Brillan demasiado. Debe de ser piedra caliza o piedras de cuarzo blanco.

—Estoy segura de que son margaritas, como las que crecían junto al río Gariep. —Louisa se adelantó un poco—. Ven, crucemos, vamos a verlas. Me gustaría dibujarlas. —La muchacha, montada sobre Fiel, ya estaba bajando la colina, y él no tuvo otra posibilidad que seguirla, aun cuando no estuviera muy interesado en las flores.

Un sendero bien marcado los llevó a través de un bosquecillo de sauces a un vado poco profundo. Atravesaron las aguas verdes con el agua hasta la cintura y siguieron adelante. Poco después vieron el prado blanco, brillando bajo el sol, y jugaron una carrera para ver quién llegaba primero.

Louisa iba adelante, pero de pronto hizo frenar a su yegua y dejó de reír. Miró el suelo, horrorizada, sin poder pronunciar palabra. Jim se bajó del caballo y se acercó lentamente. El suelo estaba cubierto de huesos humanos. Jim se inclinó y tomó un cráneo.

—Un niño —dijo, y estudió la calavera—. Alguien le rompió la cabeza.

—¿Qué ocurrió aquí, Jim?

—Ha habido una masacre, y no hace mucho tiempo, porque las aves carroñeras dejaron limpios los esqueletos, pero la hiena todavía no los ha devorado.

—¿Y cómo ocurrió?

Los restos humanos la habían conmovido, y sus ojos estaban bañados en lágrimas.

Jim le mostró la pequeña calavera.

—Esta es la marca de un garrote guerrero. Un solo golpe en la cabeza. Así es como los nguni despachan a sus enemigos.

—¿También a los niños?

—Se dice que matan por placer y por el prestigio que las muertes les otorgan.

—¿Cuánta gente ha muerto aquí? —Louisa no quiso mirar el pequeño cráneo, y dirigió sus ojos hacia las pilas de esqueletos.

—Nunca lo sabremos, pero al parecer se trató de una tribu entera —Jim dejó la calavera en el lugar donde la había encontrado.

—No me sorprende que no hayamos encontrado a ningún ser humano vivo en todo el trayecto hasta aquí —susurró ella—. Estos monstruos asesinaron a todos, y arrasaron la tierra.

Jim fue a buscar a Bakkat al campamento y el bosquimano confirmó las presunciones de Jim. Eligió algunos de los huesos para descubrir exactamente cómo había sido la matanza. Encontró la punta y el mango de un garrote, al que llamó kerrie. Había sido tallado prolijamente en una rama de espino. La parte de la raíz tenía naturalmente la forma de la punta. El arma debió de haberse roto en las manos del mismo guerrero que la había construido. También encontró algunas cuentas de vidrio. Seguramente habían formado parte de un collar. Tenían forma cilíndrica, y eran rojas y blancas.

Jim las conocía muy bien: en las carretas llevaban unas cuentas idénticas. El muchacho se las mostró a Louisa:

—Los nguni las aprecian mucho. Seguramente una de las víctimas logró arrancarle esto a uno de los guerreros.

—¿Quiénes eran las víctimas? —preguntó Louisa, señalando los huesos que había frente a ellos.

Bakkat se encogió de hombros.

—En esta tierra, los hombres vienen de ninguna parte y se van sin dejar huellas. —El bosquimano guardó las cuentas en una de las bolsas de su cinturón, hecho con escroto de búfalo—. Salvo mi gente. Nosotros dejamos pinturas en las rocas para que los espíritus nos recuerden.

—Me gustaría saber quiénes eran —dijo Louisa—. Es terrible pensar en los niños que perecieron aquí, sin que nadie los llorara o los enterrara.

No debió esperar demasiado para saber quiénes habían sido las víctimas.

Al día siguiente, otra vez en marcha hacia el norte, vieron a la distancia los rebaños de antílopes abriéndose como la estela de un barco. Jim reconoció que ésa era la manera como los animales reaccionaban ante la presencia de seres humanos. No tenía manera de saber qué había delante, de modo que le ordenó a Smallboy que las carretas formaran un cuadro, en posición defensiva, y que le entregara un mosquete a cada hombre. Luego, llevando a Zama y a Bakkat, él y Louisa se adelantaron a caballo.

La verde llanura era ondulada como el océano, y cuando llegaron a la siguiente cresta, se quedaron en silencio al ver lo que tenían por delante.

A lo lejos, una fila de desdichados seres humanos avanzaba tan lentamente que casi no levantaba polvo. No llevaban animales domésticos, y cuando se acercaron Jim vio con su telescopio que sobre sus cabezas transportaban todos sus enseres: vasijas, calabazas y paquetes envueltos en pieles de animales. Su apariencia no era hostil, y Jim fue a su encuentro. A medida que se acercaban, fueron evidenciándose otros detalles.

El grupo estaba compuesto casi enteramente por mujeres y niños. Los niños eran llevados en bolsas que sus madres portaban en sus espaldas o en sus pechos. Todos estaban exhaustos y delgados; sus piernas parecían palos secos. Jim y Louisa vieron cómo una de las mujeres caía al suelo. El paquete y los dos niños que llevaba eran demasiado. Sus compañeros se detuvieron para ayudarla a levantarse. Una de ellas le sostuvo un calabacín con agua para que bebiera.

Fue un gesto conmovedor.

—Esta gente se está muriendo —dijo Louisa. Mientras se acercaban, la muchacha los fue contando—. Son sesenta y ocho, pero puede que me haya salteado a alguno de los niños.

Cuando estuvieron junto a ellos, se detuvieron y Jim se paró sobre sus estribos.

—¿Quiénes sois vosotros y de dónde venís?

Parecieron enterarse recién entonces de la presencia de Jim y su grupo, porque su voz los sobresaltó exageradamente. Muchas de las mujeres arrojaron sus paquetes y aferraron a sus hijos. Comenzaron a retroceder, pero sus esfuerzos por huir eran patéticos, porque se tropezaban y se derrumbaban sobre el césped, incapaces de levantarse. Intentaban no llamar la atención quedándose inmóviles o cubriéndose con capas de cuero.

Sólo un hombre viejo desechó cualquier intento de huida, él también estaba muy delgado, y su aspecto era frágil, pero se enderezó y se quedó dignamente parado. Dejó caer su manta al suelo, lanzó un alarido guerrero y cargó directamente contra Jim, blandiendo una lanza. Desde una distancia de cincuenta pasos lanzó el arma, que quedó a mitad de camino entre él y Jim. Luego se arrodilló. Jim se acercó con cautela, previendo otro ataque de aquel hombre de cabello plateado.

—¿Quién eres, abuelo? —repitió Jim. Tuvo que hacer la pregunta en tres dialectos diferentes hasta que finalmente el hombre lo entendió.

—Sé quién eres, tú que vas montado sobre caballos salvajes y hablas en lenguas. Sé que eres uno de los brujos blancos que vienen desde las grandes aguas para devorar a los hombres. ¿Cómo, si no, conocerías la lengua de mi gente? Pero no te temo, maldito demonio, porque ya soy viejo y estoy listo para morir. Pero moriré peleando contra ti, que devorarás a mis hijas y a mis nietos. —El anciano se puso de pie y tomó su hacha—. Ven, y veremos si tienes sangre en las venas, como todos nosotros.

El dialecto en que hablaba era el lozi del norte, un dialecto que el viejo Aboli le había enseñado a Jim.

—Te temo y te reverencio, gran guerrero —dijo Jim, solemne—, pero dejemos en el suelo nuestras armas y hablemos antes de la batalla.

—Se lo ve confundido y aterrorizado —dijo Louisa—. Pobre viejo.

—Puede que no esté acostumbrado a dialogar con brujos y con demonios —dijo Bakkat—, pero lo que sé es que si alguien no le da de comer dentro de poco, el viento se lo llevará como a una hoja.

El viejo se balanceaba lentamente.

—¿Cuándo fue la última vez que comiste, antiguo jefe?

—No hablo con brujos ni con cocodrilos —dijo el viejo, desdeñoso.

—Si tú no tienes hambre entonces dime, ¿cuándo comieron por última vez tus hijas y tus nietos?

El hombre vaciló. Miró a su gente y respondió en voz baja:

—Están muriendo de hambre.

—Ya lo veo —dijo Jim, sombrío.

—Jim, tenemos que ir a buscar comida a la caravana —dijo Louisa.

—Alimentar a esta multitud requerirá algo más que un poco de pan y pescado. Cuando terminen de comer, seremos nosotros los que moriremos de hambre. —Jim se dio vuelta y observó las manadas de animales salvajes que pacían tranquilamente—. Se están muriendo de hambre en medio de la abundancia. Evidentemente, no son grandes cazadores. —Jim se volvió hacia el viejo—. Usaré mi magia para alimentar a tu gente, no para devorarla.

Lo dejaron allí parado y partieron hacia la llanura. Jim eligió unas criaturas extrañas de aspecto bovino, con crines oscuras y cuernos con forma de media luna. Eran los tontos de la llanura, y comenzaron a trotar delante de Zama y de Bakkat mientras éstos los llevaban hacia donde estaban Jim y Louisa. Cuando los líderes del rebaño estuvieron al alcance de sus armas, presintieron el peligro y bajaron las cabezas. Bufando y pateando, se aproximaron a ellos. Para Fuego y para Fiel fue fácil ponérseles a la par. Jim derribó a uno de los animales sin dejar de galopar, y Louisa hizo lo mismo con su pequeño rifle francés. Luego ataron los cuerpos por las patas y los arrastraron hasta donde estaba el viejo.

El hombre se puso de pie. Cuando vio lo que habían traído, gritó, tembloroso:

—¡Carne! Los demonios nos trajeron carne. ¡Vamos, venid, traed a los niños!

Una de las mujeres se arrastró tímidamente hacia adelante, mientras las otras miraban aterrorizadas. Otros dos ancianos comenzaron a despellejar a los animales, usando la hoja de la lanza como cuchillo. Cuando el resto del grupo vio que los demonios blancos no los molestaban, se acercaron para participar del festín.

Louisa rió al ver a las madres tomando trozos de carne cruda, masticándola y luego escupiéndola en las bocas de sus hijos, como si fueran pájaros. Cuando se calmaron un poco, encendieron varias fogatas para asar lo que quedaba de la carne. Jim y Louisa fueron otra vez a cazar, y les llevaron animales suficientes como para que pudieran convertirlos en tasajos y alimentarse durante varios meses.

Toda la tribu perdió muy pronto sus temores y dejó de apartarse cuando Louisa se acercaba. Incluso le permitían tomar en brazos a los pequeños. Luego las mujeres formaron un corro en torno a ella, tocaron su cabello y le acariciaron maravilladas su piel pálida.

Jim y Bakkat se sentaron con el viejo y conversaron con él.

—¿De qué tribu sois?

—Somos lozi, pero nuestro tótem es Baqwato.

—¿Y cómo te llamas, gran jefe de los bakwato? —le preguntó Jim.

—Tegwane, y en verdad soy sólo un pequeño jefe. —El tegwane era una cigüeña marrón que frecuentaba los ríos y se alimentaba con peces.

—¿De dónde vienes? —El hombre señaló el norte—. ¿Dónde están los guerreros jóvenes de tu tribu?

—Los mataron los nguni, y murieron peleando por sus familias. Ahora estoy buscando un lugar donde las mujeres y los niños puedan estar a salvo, pero temo que los asesinos no estén demasiado lejos.

—¿Qué puedes decirme de los nguni? —preguntó Jim—. He oído hablar de ellos con reverencia y terror, pero nunca los he visto, ni he conocido a ningún hombre que los haya visto.

—Son demonios asesinos. Vienen rápido, como nube cubriendo la llanura, y matan lo que encuentran en su camino.

—Dime todo lo que sabes acerca de ellos. ¿Cómo son?

—Los guerreros son grandes, parecen árboles. Usan plumas de buitres negras en sus vinchas. Tienen cascabeles en las muñecas y en los tobillos, y producen el sonido del viento cuando se acercan.

—¿Qué armas usan?

—Escudos de piel de buey y lanzas que manejan muy bien. También les gusta acercarse con su pequeño puñal, el assegai. La herida de ese cuchillo es ancha y profunda, y se lleva toda la sangre de la víctima.

—¿De dónde vienen?

—Nadie lo sabe, pero algunos dicen que del norte. Viajan con enormes rebaños de vacas, y envían a sus guerreros delante para segar todo a su paso.

—¿Quién es su rey?

—No tienen rey, tienen reina. Su nombre es Manatasee. Yo nunca la vi, pero dicen que es más cruel que cualquiera de sus guerreros. —Tegwane miró hacia el horizonte, con expresión temerosa—. Yo debo huir de ellos con mi gente. Sus hombres no pueden estar muy lejos. Quizá, si cruzamos el río, no puedan seguirnos.

Dejaron a Tegwane y a sus mujeres trabajando en las hogueras y volvieron a la caravana. Esa noche, mientras cenaban bajo las estrellas, hablaron de la situación de la pequeña tribu de refugiados. Louisa propuso volver a la mañana siguiente con su pequeño botiquín, y con bolsas de harina y de sal.

—¿Pero qué nos quedará a nosotros? —preguntó Jim.

—Sólo para los niños —dijo ella, aunque sabía que él estaba en lo cierto y que era difícil que estuviera de acuerdo con su idea.

—No podemos hacernos cargo de toda una tribu. Ya les hemos dado comida suficiente como para que lleguen al río, y allí verán. Ésta es una tierra cruel. Al igual que nosotros, ellos mismos tienen que cuidar de sí, porque si no perecerán.

Louisa no fue a su carreta esa noche, y él la extrañó. Aunque seguían comportándose tan castamente como dos hermanos, él se había acostumbrado a tener a Louisa junto a él por las noches. Cuando Jim se levantó, ella ya estaba trabajando. Durante aquel período a la orilla del río, a las gallinas se las había dejado salir del vagón en que viajaban. Agradecidas, habían puesto media docena de huevos. Louisa preparó una omelette y la sirvió con gesto brusco, evidenciando su disgusto.

—Anoche tuve un sueño —dijo.

Jim reprimió un suspiro. Estaba aprendiendo a darles lugar a los sueños de la muchacha.

—¿Qué soñaste?

—Que algo terrible les ocurría a nuestros amigos, los bakwato.

—Tú jamás te rindes sin pelear, ¿verdad?

Ella sólo volvió a sonreírle cuando cabalgaban otra vez rumbo al grupo de fugitivos. Durante el viaje, él intentó pensar otros argumentos para disuadirla de su madrinazgo sobre los setenta miembros de la tribu, pero supo que era inútil plantear una discusión de ese tipo.

El humo de las hogueras los guió hasta el campamento de Tegwane. Cuando se aproximaron, se detuvieron sorprendidos. El campamento tenía otro aspecto totalmente distinto. El polvo y el humo se mezclaban para ocultar la escena, pero había muchas figuras pequeñas entrando y saliendo de ella. Jim tomó su telescopio.

—¡Los nguni ya los han encontrado!

—¡Lo sabía! —gritó Louisa—. ¡Te dije que algo terrible había ocurrido!

La muchacha espoleó a Fiel y él tuvo que apresurarse para detenerla. Sin rodeos, tomó las riendas de la yegua y la detuvo.

—Espera. Debemos ir con cuidado. No sabemos en qué nos estamos metiendo.

—¡Pero están matando a nuestros amigos!

—Lo más probable es que el viejo y su tribu ya estén muertos. ¿Tú quieres que te ocurra lo mismo que a ellos? —Jim les explicó rápidamente a Bakkat y a Zama lo que quería hacer.

Por fortuna, las carretas no estaban demasiado lejos. Jim le dijo a Zama que volviera y que les avisara a Smallboy y a sus hombres que se pusieran en guardia, y que colocaran a todos los bueyes, los caballos y al resto de los animales en medio del campamento.

—Cuando hayan asegurado el campamento, ven con Smallboy y dos de los cocheros lo más rápido que puedas. Trae dos mosquetes por cabeza. Llena la bolsa de balas ligeras y trae más frascos de pólvora.

Los calibres pequeños eran más fáciles de recargar que los rifles. Unas cuantas balas livianas disparadas desde cerca se dispersarían de inmediato y podrían matar a más de un enemigo con cada descarga.

Aunque Louisa se puso nerviosa y exigió ir de inmediato a rescatar al grupo de Tegwane, Jim esperó a que viniera Zama con los refuerzos.

—Llegarán en menos de una hora —dijo él.

Louisa quería tomar el telescopio, pero él prefería no dárselo.

—Es mejor que no veas esto.

A través del lente, Jim podía ver el brillo de los cuchillos bajo la luz del sol, el agitarse de los escudos y de las vinchas de plumas. El muchacho sintió un hormigueo de horror cuando vio a una mujer bakwato desnuda salir corriendo de la nube de polvo, aferrando a un niño contra su pecho. Un hombre alto la Seguía. Logró darle alcance y la acuchilló por la espalda. La punta de su assegai atravesó todo el tórax y apareció en medio de los pechos. Jim vio cómo la punta del cuchillo se teñía de rosa, brillando como el flanco de un salmón bajo la superficie. La mujer cayó hacia adelante. El hombre se inclinó encima de ella y luego se puso de pie, con el niño colgando de una mano. Luego arrojó hacia arriba a la criatura y mientras caía la ensartó con la punta de su assegai. Luego, blandiendo el pequeño cadáver como si fuera un estandarte, se perdió en la nube de polvo.

Finalmente, y demasiado tarde para calmar la ansiedad de Louisa, Zama volvió al galope con Smallboy, Klaas y Muntu, los otros cocheros. Jim se aseguró rápidamente que sus mosquetes estuvieran cargados. Todos eran muy versados en el uso de las armas, pero Jim nunca los había visto pelear. Los formó en línea, y luego, avanzando al paso para no cansar a los caballos, fueron rumbo al campo de batalla. Jim iba cerca de Louisa. Hubiera preferido mandarla de vuelta a la caravana, pero sabía que era mejor no sugerirlo siquiera.

Mientras se acercaban comenzaron a oír el grito que provenía de allí. Los nguni aullaban y ululaban triunfales mientras destruían a los bakwato con sus assegais y sus kerrie. Bajo la nube de polvo y de humo, el suelo estaba cubierto por cadáveres de niños y de mujeres, parecidos a las víctimas de un naufragio arrojados a la playa.

Mataron a todos, pensó Jim, y comenzó a sentir una furia asesina. Miró a Louisa, cuyo rostro había empalidecido ante el horror de la carnicería. Entonces, increíblemente, Jim vio que uno de los bakwato seguía con vida.

En el centro del campamento había una pequeña elevación de granito. Formaba un muro defensivo natural, y allí podía verse la valiente figura de Tegwane, con un puñal en una mano y una lanza en la otra. Su cuerpo estaba pintado con su propia sangre y con la de sus enemigos. Estaba rodeado de feroces nguni, que parecían burlarse de él, divertidos al observar su coraje. Eran como gatos frente a un ratón encerrado, y bailaban en torno a él, burlándose y riendo de sus bufonadas guerreras. Tegwane había recuperado parte de la fuerza y la ferocidad de su pasada juventud. Su aullido guerrero y sus gritos de desafío se oían con nitidez, y Jim vio que uno de los guerreros caía hacia atrás, golpeado por la punta de su lanza.

El hombre se tocó la herida, y la sangre comenzó a manar por entre sus dedos. Esto selló el destino de Tegwane, y los nguni se adelantaron para darle fin.

La línea de jinetes estaba ahora a cien pasos de los límites del campo de batalla. Los nguni estaban tan inmersos en su euforia guerrera que ninguno había advertido aún su presencia.

—¿Cuántos son? —le preguntó Jim a Louisa.

—No mucho más de veinte —respondió ella.

—Una pequeña partida de caza —dijo Jim. Luego les gritó a sus hombres—. ¡Vamos! ¡Mátenlos como a chacales rabiosos!