A la mañana siguiente llegaron al río Gariep, en el punto donde desembocaba desde las montañas. Sus aguas habían forzado durante los eones un profundo paso a través de las rocas. El río, amplio y verde, corría caudaloso debido al deshielo.

Comparado con el frío de las montañas, el aire allí era una caricia tibia. Las orillas del río estaban adornadas con un denso follaje de espinos y sauces salvajes, rodeados de una alfombra de flores. Los pájaros tejedores con sus plumas de azafrán, chillaban y batían las alas mientras construían sus nidos en los retoños colgantes de los sauces. Al borde del agua, cinco kudúes machos calmaban su sed. Al oír a los caballos aproximándose levantaron sus enormes cornamentas con forma de espiral y observaron asombrados a la tropilla que venía de la otra orilla dispuesta a vadear el río. Luego se apartaron hacia los espinos dulces, con los cuernos hacia atrás y el agua cayéndoles de los morros.

Jim fue el primero en cruzar el río y lanzó un alarido triunfal cuando vio profundas huellas trazadas por las ruedas de acero en la tierra blanda.

—¡Las carretas! —gritó—. ¡Pasaron por aquí un mes atrás!

Siguieron avanzando con rapidez. Jim apenas podía reprimir su ansiedad. Desde una distancia de varios kilómetros, avistó el bosque que se hallaba aislado en medio de la llanura. Un bosque de espinos rodeaba la base de la colina, y las laderas cónicas e inclinadas terminaban en un espiral de piedra gris, éste formaba una peana sobre la cual se levantaba una extraña escultura tallada por el viento. Tenía la forma de un babuino en cuclillas, cejijunto y con la cabeza abombada, con su hocico alargado apuntando hacia el norte, mirando la llanura color león sobre la cual se lanzaban las manadas de gacelas, similares a bocanadas de humo cocanela.

Jim se paró sobre los estribos. A través de la lente del telescopio, observó la base del lejano kopje. Rió de contento cuando avistó algo blanco, parecido a la vela de un barco divisada desde lejos.

—¡Las carretas! ¡Allí están, esperándonos! —El joven se dejó caer sobre la montura y en cuanto su trasero golpeó contra el cuero, Fuego salió disparado.

Tom Courtney estaba carneando el venado que había cazado esa misma mañana. Dentro de la carreta, uno de los sirvientes hacía girar una manija mientras el otro introducía trozos de carne en la máquina de hacer embutidos. Sarah estaba junto a la boquilla por donde salía la pasta, llenando los largos tubos de tripas de cerdo. Tom se puso de pie, miró hacia la estepa y vio la nube de polvo que levantaban unos cascos yendo a todo galope. Levantó su sombrero y lo usó para cubrirse del resplandor plateado del sol.

—¡Un jinete! —le dijo a Sarah—. Viene a toda velocidad.

La mujer levantó la vista sin abandonar los largos rollos de embutido.

—¿Quién es? —preguntó. Por instinto materno, sabía muy bien quién era, pero no quería traer mala suerte pronunciando su nombre antes de verle la cara.

—¡Es él! —gritó Tom—. ¡Si no lo es, prometo afeitarme! ¡Este pequeño demonio ha logrado huir de las garras de Keyser!

Habían esperado durante varias semanas, intentando darse ánimos, diciéndose el uno al otro que Jim estaba a salvo, mientras el paso de los días iba corroyendo sus esperanzas. Ahora sentían un alivio y una alegría infinitos.

Tom tomó una brida que había en un perchero dentro de la caja de la carreta y corrió hasta uno de los caballos que estaban atados a la sombra. Deslizó la embocadura entre sus dientes y ajustó la correa. Sin tiempo para ensillar al animal, lo montó y partió al galope a recibir a su hijo.

Jim lo vio venir y se paró sobre los estribos, agitando el sombrero por encima de su cabeza, vociferando como un loco que acabara de huir del manicomio. Corrieron uno hacia el otro y, poco antes de cruzarse, se dejaron caer de los caballos, e impulsados por la inercia del galope fueron a parar uno a los brazos del otro. Se abrazaron, se golpearon las espaldas y bailaron en círculo, intentando cada uno que el otro perdiera el equilibrio. Tom revolvió el largo cabello de Jim y le dio varios tirones de oreja.

—¡Debería darte unos cuantos golpes, pequeño skellum! —lo regañó—. Nos has hecho pasar, a mí y a tu madre, los peores días de nuestras vidas.

—Luego lo sostuvo a un brazo de distancia y lo miró con amor de padre.

—No sé para qué nos molestamos. Debimos haber dejado que Keyser te atrapara y se hiciera cargo de ti. —Tom se atragantó, y volvió a abrazar a su hijo—. ¡Vamos, Jim! Tu madre te está esperando. Seguramente ella se ocupará de decirte lo que hay que decirte.

El reencuentro de Jim con Sarah fue menos ruidoso pero más emotivo, si cabe, que el que había tenido con su padre.

—Estábamos tan preocupados por ti… —dijo ella—. Agradezco a Dios que hayas logrado escapar con vida.

Su primer instinto fue alimentarlo. Entre bocados de arrollado de mermelada y budín de leche, Jim hizo un colorido y censurado relato acerca de sus aventuras en las montañas. En ningún momento mencionó a Louisa, y sus padres no pasaron por alto ese detalle.

Sarah no pudo contenerse. Se puso de pie a su lado y apoyó los puños contra sus caderas.

—James Archibald Courtney, todo eso está muy bien, ¿pero qué tienes para decirnos de la muchacha?

Jim se atragantó con el budín, invadido por la vergüenza, y se quedó sin palabras.

—¡Vamos, larga todo, muchacho! —dijo Tom, apoyando a su esposa. ¿Qué pasó con esa muchacha… o mujer o lo que sea?

—Ya la conocerán. Está viniendo —dijo Jim con voz suave, señalando el grupo de caballos, mulas y jinetes que se acercaba a través de la llanura en medio de una nube de polvo. Tom y Sarah se quedaron allí parados, mirando acercarse al grupo.

Tom fue el primero en hablar.

—Allí no veo a ninguna muchacha. Sí veo a Bakkat y a Zama, pero no una muchacha.

Jim se puso de pie de un salto y se aproximó a ellos.

—Debe de estar… —Su voz se fue apagando al ver que su padre estaba en lo cierto. Louisa no estaba con ellos. El muchacho fue corriendo al encuentro de sus dos amigos.

—¿Dónde está Welanga? ¿Qué han hecho con ella?

Zama y Bakkat se miraron, esperando que el otro tomara la palabra. En momentos como aquel, Bakkat podía ser muy silencioso. Zama se encogió de hombros y tomó la responsabilidad de responder.

—No vendrá —dijo.

—¡Por qué no! —gritó Jim.

—Tiene miedo.

—¿Miedo? —Jim se mostró perplejo—. ¿A quién puede temerle?

Zama no dijo nada, pero miró a Tom y a Sarah.

—Después de todo lo que hemos pasado, ¿justo ahora decide echarse atrás?

—Jim caminó adonde estaba Fuego, disfrutando de un morral de avena. —Iré a buscarla.

—No te preocupes, Jim —dijo Sarah suavemente, pero en un tono que hizo que él se detuviera. El joven miró a su madre—. Ensilla a Arce de Azúcar para mí, por favor. Yo iré a buscarla.

Ya desde la montura, le dijo a su hijo:

—¿Cuál es su nombre?

—Louisa —respondió él—. Louisa Leuven. Habla muy bien el inglés.

Sarah asintió.

—Puede que me demore un poco —le dijo a su marido—. Pero no se les ocurra venir a buscarme, ¿comprendido? —Sarah conocía a Tom desde que era una niña y lo amaba hasta lo inexpresable, pero sabía que a veces tenía menos tacto que un elefante en un bazar. Le dio un golpecito con las riendas al caballo y éste comenzó a galopar suavemente.

Sarah encontró a la muchacha a un kilómetro del campamento, sentada bajo un espino y con Fiel atada a su lado. Louisa se puso de pie cuando vio llegar a la mujer. En medio de la vastedad de aquel llano, la suya era una figura pequeña y desamparada. Sarah fue hacia ella y ató a Arce de Azúcar.

—¿Tú eres Louisa? ¿Louisa Leuven?

—Así es, señora Courtney. —Louisa se quitó el sombrero, dejando a la vista su espléndido cabello. Sarah parpadeó frente a tanta profusión dorada. La muchacha hizo una leve inclinación y esperó respetuosamente a que ella volviera a hablar.

—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó Sarah.

—Él es muy parecido a vos, señora —explicó Louisa—, y me contó todo acerca de vos y de su padre. —La muchacha hablaba en voz baja, pero con dulzura, y temblaba casi hasta las lágrimas.

Sarah estaba sorprendida. Aquello no era lo que había esperado. ¿Pero qué era lo que en efecto había esperado de una condenada en fuga? ¿Una actitud desafiante? ¿Cansancio de la vida? ¿Corrupción y depravación? La mujer hurgó en aquellos ojos azules y no pudo encontrar en ellos ningún signo de vicio o corrupción.

—Eres muy joven, ¿verdad, Louisa?

—Así es, señora. —La voz de la muchacha se quebró—. Lo siento mucho. Yo no tenía la intención de que Jim se metiera en problemas. De ninguna manera quise que se apartara de vosotros. —La muchacha sollozaba con lágrimas lentas y silenciosas, que brillaban como joyas bajo la luz del sol—. No hemos hecho nada malo juntos. Os lo aseguro.

Sarah se bajó del caballo y fue hacia ella. La abrazó, y la muchacha se aferró a ella. Sarah sabía que lo que estaba haciendo era peligroso, pero sus instintos maternales fueron más fuertes, y Louisa era casi una niña. El aura de inocencia que la acompañaba era casi palpable. Sarah se vio irresistiblemente atraída hacia ella.

—Ven, pequeña. —Con suavidad, Sarah la llevó bajo la sombra del árbol y juntas se sentaron sobre un tronco caído.

Mientras el sol llegaba a su cenit y luego iba cayendo con lentitud, las dos mujeres hablaron largamente. Al principio, las preguntas de Sarah eran inquisitivas, y tuvo que resistir la inclinación a dejar de lado sus defensas y permitir que aquella desconocida se mantuviera bajo su ala, protegida y confiada. Sabía muy bien, por experiencias anteriores, que Louisa hablaba con seguridad, sin esconder nada, con una honestidad desconcertante. Nunca desviaba los ojos. Parecía ansiosa por complacerla. Sarah sintió que sus reservas se desmoronaban.

Finalmente, tomó la mano de la muchacha.

—¿Por qué me dices todo esto, Louisa? —preguntó.

—Porque Jim arriesgó su vida para salvarme, y vos sois la madre de él. Esto es lo menos que os debo. —Sarah sintió que las lágrimas estaban por aflorar a sus ojos. Se quedó en silencio, intentando mantener el control.

Finalmente, Louisa habló.

—Sé en qué estáis pensando, señora Courtney. Os estáis preguntando qué estaba haciendo en un buque cárcel. Queréis saber qué crimen cometí. —Sara no pudo negarlo. Claro que quería saberlo. Su único hijo estaba enamorado de aquella muchacha, y ella tenía que saberlo.

—Os lo diré —dijo Louisa—. No se lo he dicho a nadie, sólo a Jim. Pero os lo diré a vos.

Y lo hizo. Cuando terminó de hablar, ambas lloraron juntas.

—Ya es tarde —dijo Sarah, mirando la posición del sol y poniéndose en pie—. Vamos, Louisa, vamos a casa.

Tom Courtney se asombró al ver que su esposa había estado llorando, sus ojos estaban rojos e hinchados. No pudo recordar la última vez que había ocurrido; Sarah no era muy dada a las lágrimas. La mujer no desmontó, ni amagó siquiera presentarle a la muchacha pálida que cabalgaba con ella en dirección al campamento.

—Necesitamos estar solas un rato, antes de que Louisa pueda conocerte —le dijo con firmeza. La muchacha iba con la cabeza gacha, y sus ojos no lo miraron cuando pasaron junto a él, rumbo a la última carreta de la fila. Las dos mujeres desaparecieron detrás de la lona que cubría la caja de la carreta, y Sarah les pidió a los criados que llevaran la bañera con baldes de agua caliente. El misterioso cofre que ella le había ordenado a Tom que trajera, y que habían llevado hasta allí desde High Weald, Obtenía todo lo que una muchacha podía necesitar.

Padre e hijo estaban sentados en las sillas riempie de campamento, junto al fuego. Los respaldares y los asientos estaban hechos con fajas entrelazadas de cuero sin curtir, que daban su nombre a las sillas. Estaban bebiendo café, y Tom había aderezado sus tazas con un generoso aporte de gin holandés. Seguían discutiendo todo lo que le había sucedido a la familia desde su último encuentro, y hacían planes respecto de cómo proceder Ambos evadían cuidadosamente la mención de Louisa. Tom simplemente había dicho:

—Ese es un asunto de mujeres. Será tu madre quien decida.

La noche había caído, y en la llanura los chacales gemían y aullaban.

—¿Qué está haciendo tu madre? —protestó Tom—. Ya pasó la hora de la cena y estoy hambriento. —Como si lo hubiera oído, Sarah salió de la última carreta trayendo una linterna y llevando a Louisa de la mano. Cuando se acercaron al fuego, padre e hijo contemplaron absortos a la muchacha.

Sarah había lavado el cabello de Louisa con jabón con aroma a lavanda traído de Inglaterra. Luego lo había secado, le había cortado las puntas arruinadas y se lo había recogido con una cinta de raso. Ahora, el cabello caía sobre su espalda, ondeado y brillante. Su blusa estaba abotonada púdicamente hasta la garganta, y sus mangas llegaban casi hasta los puños. La larga falda apenas dejaba asomar sus tobillos y unas medias blancas escondían las imperceptibles cicatrices de los grilletes de acero.

El fuego enfatizaba la suave perfección de su piel y el tamaño de sus ojos. Tom la miró, y Sarah se anticipó a cualquier posible comentario humorístico que pudiera ocurrírsele a su marido.

—La señorita Louisa Leuven, la amiga de Jim. Se quedará con nosotros durante un tiempo. —Era una forma de decirlo—. Louisa, éste es mi marido, el señor Thomas Courtney. —Louisa se inclinó graciosamente.

—Bienvenida, Louisa —dijo Tom, también con una inclinación.

Sarah sonrió. Hacía mucho que no le veía hacer algo así; su marido no era alguien demasiado respetuoso de las reglas de cortesía. Allí tienes a tu ramera, pensó Sarah, satisfecha. ¿No será más bien un narciso dorado holandés?

La mujer observó atentamente a su hijo. Nadie podría decir que Jim tiene alguna duda acerca de todo esto, pensó. Al parecer, Louisa ha sido unánimemente aceptada como miembro del clan de los Courtney, se dijo.

Esa misma noche, Sarah y Tom se acomodaron bajo las sábanas, vestidos con su ropa de dormir. Aun en aquellas tierras bajas, el clima era muy frío. Durante veinte años habían dormido en posición de "cuchara", un cuerpo encajado perfectamente en el otro, cambiando de posición cuando uno se movía sin despertarse ni dejar de abrazarse.

Tom habló primero.

—Es bastante bella —arriesgó.

—Eso está bien —dijo Sarah—. También podrías decir que no es ninguna ramera.

—Nunca dije algo así. —Tom se sentó, indignado, pero ella tiró de él y lo acomodó en la cálida protuberancia de su vientre—. Bueno, si, lo dije, —se retractó.

Sarah sabía muy bien cuánto le costaba admitir que se había equivocado, y se compadeció de él.

—He hablado con ella. Es una buena muchacha.

—Si tú lo dices, te creo —dijo él, dando por terminado el asunto. Poco a poco, fueron quedándose dormidos.

—Te amo, Tom Courtney —murmuró Sarah, entredormida.

—Te amo, Sarah Courtney —respondió él—. El pequeño Jim será muy afortunado si ella lo hace la mitad de feliz de lo que tú me haces a mi. —Tom solía desdeñar lo que él llamaba "amaneramientos". Lo que había dicho no era nada habitual.

—¡Todavía eres capaz de sorprenderme, Tom Courtney! —susurró ella.

Antes del amanecer todos estaban despiertos. Louisa salió de su carreta estacionada muy cerca de la de Tom y Sarah. Sarah la había hecho dormir allí deliberadamente, colocando a Jim en la carreta que estaba en el extremo opuesto. Si hubiera habido alguna jugarreta nocturna, ella habría oído hasta el menor susurro.

Pobre muchacha, pensó Sarah con una sonrisa. Louisa se había visto obligada a escuchar durante la noche los ronquidos de Tom. De todas formas, sus precauciones habían mostrado ser innecesarias: el entretenimiento vocal había estado a cargo de Tom y de los chacales, y desde la carreta de Louisa no había salido ni siquiera un susurro.

Cuando la muchacha vio a Sarah atareada junto al fuego, fue corriendo a ayudarla a preparar el desayuno, y pronto las dos comenzaron a charlar como viejas amigas. Louisa depositó unas salchichas sobre el fuego, que de inmediato comenzaron a sisear y a chisporrotear. Mientras, Sarah colocó una mezcla pastelera en la plancha y la vigilaba mientras adquiría un color marrón y se transformaba en panqueques.

Jim y su padre ya estaban inspeccionando las carretas que Tom había traído desde el Cabo. Eran vehículos de gran tamaño, muy fuertes, construidos de acuerdo con un diseño que se iba modificando permanentemente para adaptarlo a las duras condiciones del suelo y el clima africano. Tenían cuatro ruedas, y las dos de atrás eran usadas para establecer la dirección. El eje delantero estaba conectado al disselboom, la firme lanza principal. El equipo de doce bueyes estaba acoplado en yuntas a través de un sistema muy simple de yugos, pasadores y sogas de cuero sin curtir. El arnés principal, o trek-tow, estaba conectado al extremo delantero del disselboom. Las ruedas traseras eran mucho más grandes en diámetro que las de adelante.

El cuerpo del vehículo tenía una longitud de seis metros y una anchura de un metro y medio. Adelante, las paredes laterales medían unos sesenta centímetros, mientras que en la parte trasera llegaban casi al metro. A ambos costados había grampas de acero remachadas para sostener las ramas arqueadas sobre las cuales era desplegado el toldo. El interior tenía un metro y medio de altura; un hombre alto debía agacharse para entrar en él. La lona tenía doble forro. En el lado exterior, un género de vela impedía que se filtrara el agua. Por dentro, una tela de basta fibra de coco aislaba al interior de la caja del calor provocado por los rayos del sol. Había unas cortinas hechas con género de vela en el frente y por detrás. El asiento del conductor era una gran caja que ocupaba todo lo ancho de la carreta, y había una caja similar en la parte trasera. En los costados exteriores y debajo de las tablas del piso había columnas de ganchos de acero de las cuales colgaban ollas, cacerolas, herramientas, bolsas de lona, barrilitos de pólvora y otros elementos pesados.

En el interior, otra fila de ganchos sostenía los bolsillos interiores que contenían ropa, peines, cepillos, jabón, toallas, tabaco, pipas, pistolas, cuchillos y otros artículos. También había unos ganchos ajustables para sostener el confortable catre donde dormía el viajero. A través de los ganchos, el catre podía ser levantado para maniobrar las valijas, las cajas, los cofres y los barrilitos que había debajo. Como en las sillas portátiles, el armazón del catre estaba encordado con riempies de cuero sin curtir, formando una red similar a la que podía verse en las raquetas del juego real al que llamaban "tenis".

Tom había llevado cuatro de aquellos vehículos y los bueyes necesarios para tirar de ellos. Cada vehículo requería los servicios de un conductor experimentado y de un voorloper, un muchacho que guiaba a los bueyes que iban delante con un balancín hecho con piel de kudu, enlazado a la base de sus cuernos.

Las cuatro carretas estaban bien cargadas, y después del desayuno Tom les solicitó a Sarah y a Louisa que realizaran un inventario. Para llevarlo a cabo, las carretas tenían que ser descargadas, y todos los artículos examinados. Tom, como antiguo capitán de barco, había efectuado una pormenorizada carta de porte, y Jim tenía que saber exactamente dónde había sido almacenado cada bien. De otro modo, sería muy frustrante verse obligado a descargar todo en medio de la selva sólo para buscar una herramienta, una pezonera o un rollo de cuerda.

Jim no podía creer todo lo que su padre les había traído.

—Es tu herencia, muchacho; ya no habrá nada más para ti. Úsala con sabiduría.

El enorme cofre de sándalo amarillo que Sarah había llevado para Louisa fue colocado en la parte delantera de la carreta que haría de hogar de la muchacha en los meses, o años, incluso, por venir. Contenía peines y cepillos, agujas e hilo, ropa y varios rollos de tela para fabricar más, guangorras para proteger la piel delicada del sol, tijeras y limas de uñas, jabones aromáticos importados de Inglaterra y medicamentos. También había un grueso libro de recetas y prescripciones escritos personalmente por ella; era una prolija síntesis de una invalorable experiencia personal. Allí debía aprenderse a cocinar carne de elefante y hongos salvajes, a fabricar jabón y a curtir cuero. Había listas de hierbas silvestres medicinales, y tubérculos comestibles, e instrucciones acerca de cómo tratar una insolación, un trastorno estomacal o los problemas dentales de un bebé. También había una pequeña biblioteca que contenía un diccionario publicado en Londres, la Biblia y un almanaque que comenzaba en el año 1731. Había tinta, plumas y papel, una caja con acuarelas y pinceles, resmas de fino papel de dibujo, agujas de tejer y lana, un rollo de cuero curtido para fabricar capelladas para calzados (las suelas podían hacerlas con cuero de búfalo). También había ropa de cama, frazadas, almohadas rellenas con plumas de ganso, mantones, medias, un bello cobertor de piel de chacal, un largo abrigo de piel de oveja y una capa de ence con capucha resistente al agua. Y eso era sólo la mitad.

El baúl de Jim era más pequeño y contenía toda su vieja ropa, su navaja de afeitar y su suavizador, sus cuchillos de caza, sus líneas y sus anzuelos de pesca, el yesquero con el pedernal y el eslabón, una lente de aumento, un telescopio de repuesto y otros elementos que a Jim no se le habría ocurrido llevar, y que mostraban el interés de su madre por su bienestar: una chaqueta de encerado para la lluvia y un sombrero de ala ancha del mismo material, bufandas y guantes, pañuelos y medias de lana, media docena de frascos de un extracto de lechuga (para la tos) y otra docena del remedio del doctor Chamberlain para la diarrea.

La lista de provisiones y artículos varios parecía interminable. Comenzaba por ocho arrobas de granos de café en cajas y ciento treinta kilos de azúcar. Jim se alegró mucho al ver eso. Luego había noventa kilos de sal para preservar la carne de venado, cinco kilos de pimienta, una gran caja con polvo de curry, paquetes de arroz, harina de trigo y harina de maíz, bolsas con especias y frascos con esencias para los guisos y las tortas, frascos de mermelada y barrilitos de salmuera provenientes de la cocina de High Weald. En la parte interior de las carretas, había quesos y jamones colgando de los ganchos. También había calabazas y choclos secados al sol, y paquetes con semillas de hortalizas para ser plantadas donde fuera que acamparan el tiempo suficiente como para poder cultivar.

Para cocinar y comer, había ollas de tres patas, cacerolas para hornear, guisar y freír, parrillas, cazuelas y ollas de todo tipo, baldes de agua, platos y jarros, tenedores, cucharas y cucharones. Cada carreta estaba equipada con dos barriles con doscientos litros de agua cada uno. También había cantimploras y botellas de agua militares para llevar al cabalgar. Había veinticinco kilos de jabón amarillo, y cuando se acabara Jim podría fabricar más con grasa de hipopótamo y ceniza.

Para el mantenimiento de las carretas había dos tambores de brea, que debía ser mezclada con sebo animal para engrasar los cubos de las ruedas. Había pesados rollos de soga de cuero sin curtir, riems y cuerdas, horquillas, pezoneras para los cubos de las ruedas y rollos de lona y de tela de fibra de coco para reparar las tiendas de campaña. En una de las carretas había un juego de herramientas tales como cinceles, berbiquís y barrenas, cepillos de madera, cepillos raspadores, punteros, una pesada prensa de tornillo, martillos y tenazas de herrero y todo tipo de elementos de herrería y de carpintería, incluyendo doscientas herraduras, bolsas con clavos y cuchillas desbastadoras para alisar los cascos.

—Esto es muy importante, Jim —le dijo Tom a su hijo, mostrándole el mortero de acero que servía para triturar piedras y un juego de bateas para lavar oro, cada uno de los cuales era un plato plano con una ranura alrededor de la circunferencia. En la ranura quedaban atrapados los pedacitos de oro cuando la arena del río u otras sustancias minerales eran pasadas por las bateas.

—El viejo Humbert te enseñó a usarlas. —Humbert había sido el buscador de oro de Tom hasta el día en que su hígado, sometido a una dieta pareja de gin holandés y brandy barato del Cabo, había dicho basta—. También hay un tonelete de mecha lenta. Usa doscientos metros de mecha para abrir el filón cuando encuentres oro.

Tom había hecho una selección de objetos para comerciar y regalarles a los jefes de las tribus. Sabía que ellos valorarían enormemente los doscientos cuchillos baratos, las hachas, las cuentas venecianas de cincuenta modelos y colores diferentes, los espejos de mano, los yesqueros, los rollos de cobre fino y de cable de latón que podían ser convertidos en brazaletes, ajorcas y otros adornos para las indígenas que los recibieran.

Había dos elegantes monturas inglesas y otras más ordinarias para los sirvientes. También, dos albardas para llevar la carne de venado en la estepa, una gran tienda de campaña cónica, para usar como cocina y comedor, y sillas y mesas plegables para amueblarla.

Para que se defendieran de las tribus belicosas, Tom había llevado veinte machetes navales y treinta mosquetes Brown Bess de calibre liso, que casi todos los sirvientes estaban en condiciones de disparar con razonable eficacia. También, dos escopetas de caza alemanas que disparaban una carga poderosa y lograban llegar al corazón de un elefante o un rinoceronte, un par de rifles de dos cañones y doble ranura, adquiridos por una suma mal a su fabricante en Londres, y de tanta precisión que Jim sabía por experiencia que podían hacer ingresar su bala cónica en un orificio o un kui que estuviera a cuatrocientos pasos de distancia. Había también otro, una delicada arma para damas manufacturada en Francia. Su origen era noble, puesto que su cerrojo llevaba una incrustación en oro del escudo de armas de los duques Ademas. Tom se lo había regalado a Sarah el día del nacimiento de Jim. Era liviano y preciso, y llevaba una almohadilla de terciopelo rosa en la caja de nogal. Aunque en aquellos días era raro que Sarah saliera de caza, Jim había visto en una oportunidad cómo su madre derribaba con esa arma a una gacela desde doscientos pasos. Y ahora, ella se la estaba regalando a Louisa.

—Puede serte de utilidad. —Sarah le restó importancia al regalo, pero Louisa la abrazó impulsivamente y dijo con un susurro:

—Guardaré vuestros regalos como un tesoro y siempre recordaré cuán buenos habéis sido conmigo.

Para cargar esa gran cantidad de armas había un buen surtido de pólvora para hacer balas, cargadores y frascos de pólvora. Para manufacturar municiones había cinco quintales de plomo en barras, cincuenta libras para endurecer las balas y usarlas para la caza mayor, veinte mil balas de mosquete preparadas, veinte barrilitos de pólvora de primera clase, rifles y cien barrilitos de pólvora negra para los mosquetes Browness, dos mil pedernales, parches engrasados para asegurar que las balas cónicas se ajustaran bien al calibre del rifle, tela de algodón para cortar más parches y un gran barril de sebo de hipopótamo para engrasarlos.

Había tantas provisiones que a la caída de la noche del segundo día todavía no habían terminado de cargarlas en las carretas.

—Eso puede esperar hasta mañana —dijo Tom, efusivo—, pero ahora las mujeres pueden tomarse un rato para prepararnos la cena.

La última comida juntos estuvo salpicada por largos silencios melancólicos, que no hacían sino recordarles la inminencia de la partida. Los silencios eran interrumpidos por explosiones de alegría forzada, hasta que Tom concluyó con su brutal honestidad:

—Mañana comenzamos temprano.

Se puso de pie y tomó la mano de Sarah. Mientras la llevaba a la primera carreta, susurró:

—¿Podemos dejarlos solos o deberíamos acompañarlos?

Sarah sonrió, divertida.

—¿Te parece momento para mojigaterías? Se han pasado varias semanas solos en la selva, y al parecer están a punto de pasar varios años más juntos. ¿Qué sentido tendría hacer de chaperones justo ahora?

Tom sonrió arrepentido, levantó a su mujer en brazos y la llevó dentro de la carreta. Mientras se acomodaban en el catre, Sarah murmuró:

—No te preocupes por Louisa. Ya te he dicho que es una buena muchacha, y nosotros hemos educado a Jim para que se comporte como un caballero. Nada ha ocurrido entre ellos dos, y nada ocurrirá hasta que no estén maduros para ello. Pero, entonces, ni una manada de búfalos podrá detenerlos. Si las cosas han cambiado cuando nos encontremos otra vez, podremos pensar en una boda. Según recuerdo, Tom Courtney, tú no tenías tantos reparos morales el día en que nos conocimos, y todavía faltaba para que nos casásemos.

—En estos asuntos, al menos, tú eres más sabia que yo —admitió Tom, acercándose—. Y os recuerdo, señora Courtney, que no hay manada de búfalos que pueda impedir que algo ocurra hoy aquí, entre nosotros dos.

—Veo que sois muy perceptivo, señor Courtney —dijo ella, lanzando una risita de muchacha.

Antes de que el sol disipara el frío de la noche, el grupo ya había terminado de desayunar y de cargar las carretas. Smallboy, el enorme cochero principal, indicó con un solo golpe de su látigo que ya era hora de comenzar a acoyundar a los bueyes. Su látigo era una formidable pértiga de bambú de diez metros de largo, con una correa todavía más larga. Sin abandonar su asiento ni quitarse la pipa de arcilla de la boca, Smallboy podía matar a una mosca que se hubiera posado sobre el anca del buey delantero con la tralla de piel de kudu, sin siquiera mover un pelo del lomo de la bestia.

Como si hubieran oído un doble disparo de pistola, los muchachos fueron corriendo a enyugar los bueyes de a pares, para traerlos desde la estepa donde habían estado pastando. Para hacerlos avanzar, se valían tanto de insultos como de piedras arrojadas con suma precisión.

—¡Vamos, Scotland, serpiente de treinta y dos padres y una sola madre!

—¡Eh, Ojo Desviado, mira por dónde vas o tendré que buscar otra piedra!

—¡Despierta, Lagarto, maldito skellum perezoso!

—¡Vamos, Cereza, no empieces con tus trucos!

Los animales eran acomodados en yunta, formando una fila. Luego, los leres, que eran los bueyes más fuertes y más dóciles, eran llevados a sus lugares. Smallboy volvió a golpear con su látigo y, sin aparente cansancio, los leres comenzaron a caminar y la carreta, pesadamente cargada, inició su marcha detrás de ellos. Con intervalos de unos cientos de pasos entre cada una, las otras tres carretas fueron formando una caravana detrás de la primera. Mantenían esa distancia para que se dispersara el polvo levantado por los cascos de los bueyes y las ruedas con bordes de acero de los vehículos. Detrás de las carretas venía una tropilla de caballos sueltos, bueyes de recambio, vacas lecheras y ovejas y cabras para sacrificar. Aunque se apartaban para pacer, eran vigilados por cuatro pastores que tenían entre diez y trece años. Eran algunos de los huérfanos que Sarah había ido adoptando, y que habían rogado ser de la partida para acompañar en la gran aventura a Sara, a quien reverenciaban. Entre sus talones corría una jauría heterogénea de perros mestizos, que se ganarían su comida cazando y ayudando a atrapar a las piezas de caza heridas o los animales vagabundos.

En el campamento, debajo de la kopje de la Cabeza de Mandril, quedó sólo el carro liviano que llevaría a Tom y a Sarah de vuelta a High ueald. La familia se resistía a separarse otra vez. Estiraron todo lo posible el último instante juntos, bebiendo una última taza de café alrededor de lo que quedaba de la hoguera, recordando a último momento todo lo que habían olvidado decirse en aquellos días, y repitiendo todo aquello que ya se habían dicho varias veces.

Tom había dejado para el final uno de los asuntos más serios. Después de ir a buscar a su carro un estuche, volvió a sentarse junto a Jim, abrió el buche y tomó un mapa.

—Ésta es una copia del mapa que estoy trazando desde hace quince años. He conservado el original, y ésta es la última copia. Es un documento muy valioso —dijo.

—Lo cuidaré mucho —prometió Jim.

Tom desplegó la gruesa hoja de pergamino en el piso, y colocó una piedra en cada esquina, para que la ligera brisa de la mañana no pudiera moverlo. Jim estudió atentamente la topografía cuidadosamente señalada del mapa.

—No sabía que eras un eximio dibujante, padre.

Tom pareció incomodarse un poco y miró a Sarah.

—Bueno —dijo, arrastrando las palabras—, tuve un poco de ayuda.

—Eres demasiado modesto, Tom —dijo Sarah con una sonrisa—. Tú supervisaste todo.

—Por supuesto —dijo Tom, riendo entre dientes—, ésa fue la parte más difícil. —Luego se puso serio otra vez—. El contorno de la costa es muy preciso, más que el de cualquier otro mapa que haya visto. En los últimos veinte años, tu tío Dorian y yo hicimos atentas observaciones en nuestros viajes comerciales, tanto en el litoral occidental como en el oriental. Tú viniste conmigo en uno de esos viajes, Jim, y supongo que recordarás esos lugares. —Tom comenzó a nombrarlos mientras los señalaba en el mapa—. En la costa oeste, la Bahía de las Ballenas y el puerto de Nueva Devon, al que bauticé así por nuestro terruño. En la costa este, la laguna de Frank, donde tu bisabuelo enterró el tesoro capturado al galeón holandés Standvastigheid. Es un buen fondeadero, protegido del mar abierto por una entrada de promontorios rocosos. Aquí, mucho más al norte, hay otra gran bahía, que los portugueses llaman Bahía de la Natividad, o Natal.

—Pero en esos puertos no construiste depósitos, ¿verdad, padre? Sé que son lugares desolados, desiertos.

—Sí, Jim, por supuesto. Pero una de nuestras goletas pasa por allí cada seis meses, aproximadamente, dependiendo del clima y de los vientos. Los nativos saben que vamos con regularidad y nos esperan con cueros, goma arábiga, marfil y otras materias primas.

Jim asintió.

—Tú has estado en esos lugares y los reconocerás cuando veas la costa. Sabes dónde están las rocas en que guardamos los mensajes. —Se refería a unas grandes rocas lisas, pintadas de color brillante, ubicadas en elevaciones cerca de la costa. Allí los viajeros dejaban cartas en paquetes de encerado para que los barcos que las encontraran las llevaran a la persona a la que estaban dirigidas—. Si dejas allí una carta, tu tío o yo la recibiremos tarde o temprano. También dejaremos cartas para ti, por si acaso.

—Puedo esperar allí la siguiente visita de uno de vuestros barcos.

—Podrías hacerlo, Jim, pero asegúrate de que no se trate de un barco de la VOC. A esta altura, el gobernador Van de Witten debe de haber prometido una gran recompensa a cambio de tu cabeza y la de Louisa.

Al considerar la situación en la que se hallaba la joven pareja, todos se pusieron serios. Tom siguió adelante.

—De todos modos, antes de llegar a la orilla tendrás que atravesar cientos o miles de kilómetros de selva virgen. —Tom apoyó su mano grande, llena de cicatrices, sobre el mapa—. Esto es lo que os espera. Tienes en tus manos una oportunidad que yo deseé toda la vida. Este mismo lugar en donde estamos sentados es el punto más lejano de la costa al que he llegado dentro del continente africano.

—No puedes culpar a nadie por ello, Thomas Courtney —le dijo Sara. Yo nunca te detuve, pero tú siempre estuviste muy ocupado acumulando dinero.

—Y ahora es demasiado tarde. Estoy demasiado viejo y demasiado —Tom puso una expresión lúgubre—. Pero mi pequeño Jim lo hará por mí. —El antiguo capitán miró el mapa melancólicamente, y luego elevó su mirada hacia la llanura por donde se alejaba la pesada carreta, levantando detrás de ella una nube de humo—. Eres un niño con suerte, tus ojos verán cosas que nunca vio el hombre civilizado. —Luego, volvió su atención al mapa—. A lo largo de los años he consultado a cada hombre negro, blanco y amarillo, que decía haber traspasado las fronteras de la Colonia del Cabo. Los interrogué exhaustivamente. Cuando Dorian y yo hacíamos viajes comerciales, martillábamos a preguntas a los nativos con quienes comerciábamos. Todo lo que he aprendido de esas fuentes lo he volcado allí. He escrito los nombres tal como los oía pronunciados. Aquí, en los márgenes y en el reverso, anoté cada historia y leyenda que me fue contada, los nombres de las diferentes tribus, de los pueblos, de sus reyes y sus jefes. También intenté trazar el recorrido de los ríos, de los lagos y las lagunas, pero no había manera de adivinar las distancias entre ellos ni el ángulo que formaban. Entre tú, Bakkat, Zama y Smallboy sabéis hablar en una docena de dialectos. Podréis contratar guías y traductores mientras viajáis y entrar en contacto con tribus nuevas. —Tom comenzó a enrollar el mapa y con extremo cuidado lo devolvió a su estuche. Luego se lo alcanzó a Jim—. Cuídalo bien, muchacho. Será tu guía en este viaje.

Luego volvió a su carro y tomó otro estuche de cuero duro. Lo abrió y mostró a Jim su contenido.

—Me habría gustado que tuvieras uno de esos cronómetros que Hace poco se perfeccionó recientemente en Londres, para que pudieras determinar con mayor precisión la longitud y la latitud en la que estás, pero nunca he visto uno, y además dicen que cuestan quinientas libras cada uno. Lo mismo puede decirse de los cuadrantes de espejo de John Hadley. Pero aquí están mi vieja brújula y mi viejo octante. Son instrumentos fieles y te serán de mucha utilidad. Pertenecían a tu abuelo, pero tú sabes usarlos muy bien, y con estas copias de los tableros del Almirantazgo podrás averiguar en qué latitud estás con sólo ver el sol.

Deberías poder llegar a cualquiera de los lugares marcados en el mapa.

Jim tomó el estuche de madera de su padre, lo abrió y levantó el bello instrumento. Era de origen italiano. En su parte superior estaba el anillo de cobre que lo mantenía suspendido para que estableciera su propio nivel, luego los anillos rotatorios que estaban primorosamente cincelados con mapas de las estrellas, círculos de latitud y círculos horarios marginales. La alidada, o regla diametral, que servía para ver el sol, recogía la sombra producida por el astro y daba las coordenadas coincidentes de latitud y horario.

Jim la acarició, y luego miró a su padre.

—Nunca podré devolverte todo esto ni terminar de agradecerte todo lo que has hecho por mí. Siento que no merezco tanto amor y tanta generosidad.

—Deja que tu madre y yo juzguemos eso —dijo Tom con rudeza—. Ahora tenemos que tomar el camino a casa. —Llamó a los dos criados que volverían con ellos a la colonia. Los muchachos corrieron a acoyundar los caballos de tiro y a ensillar el gran caballo castrado de Tom.

Montados sobre Fuego y Fiel, Jim y Louisa acompañaron el carro durante casi un kilómetro, dándose la última oportunidad de decir adiós una vez más. Cuando comprendieron que debían irse si querían alcanzar las carretas antes de que cayera el sol, se fueron rezagando y observaron cómo el carro se perdía en la estepa polvorienta.

—¡Tu padre! —dijo Louisa al ver que Tom volvía al galope y se acercaba a ellos.

—Escúchame bien, Jim. No olvides escribir un diario. Quiero que anotes todas tus observaciones de viaje. No te olvides de los nombres de los jefes nativos ni de sus pueblos. Debes estar atento a cualquier materia prima novedosa que podamos comerciar con ellos en el futuro.

—Si, padre. Ya hemos hablado de eso —le recordó Jim.

—Y las bateas de oro… —prosiguió Tom.

—Lavaré las arenas de los lechos de todos los ríos que crucemos —dijo Jim, riendo—. No lo olvidaré.

—Recuérdaselo, Louisa. Este hijo que tengo es un cabeza de chorlito. No sé de dónde lo saca. De su madre, probablemente.

—Se lo prometo, señor Courtney —asintió Louisa seriamente.

Tom se volvió hacia Jim.

—Y tú, James Archibald, debes cuidar a esta señorita. Es demasiado buena para ti.

Finalmente, Tom los dejó y se fue tras el carro donde iba su esposa, volviéndose a cada instante para saludarlos con la mano. Finalmente, lo vieron unirse al pequeño grupo, y en ese instante Jim exclamó:

—¡Maldita sea, olvidé mandarles mis respetos a Mansur y al tío Dorian! ¡Vamos! —Juntos, galoparon en pos del carro. Cuando llegaron, todos desmontaron y volvieron a abrazarse.

—Esta vez es realmente la última —dijo Jim finalmente, pero su padre cabalgó con ellos más de un kilómetro hasta que finalmente pudo dejarlos.

Las carretas habían desaparecido hacía rato, pero sus huellas estaban clabada en la tierra, y eran tan fáciles de seguir como un camino marcado.

~. Mientras galopaban, empujaban sin quererlo a las manadas de gacelas, tropezaban con otras manadas que tenían delante, hasta que la tierra pareció cubierta por un mar de gacelas.

Otros animales se unieron a aquella oleada de vida. Había tropillas de oscuros, corveteando y dando cabriolas, agitando sus espesas crines, arqueando sus cuellos como caballos purasangre y golpeando sus patas traseras contra el cielo mientras se perseguían. Había escuadrones de cuaga trotando en filas, y ladrando como jaurías de perros. Estos caballos salvajes del Cabo, rayados como las cebras pero con patas marrones, eran tan numerosos que los habitantes del Cabo los mataban por sus pieles. Fabricaban con ellas bolsas para las cosechas y dejaban sus cadáveres a merced de los buitres y las hienas.

Louisa miraba maravillada.

—¡Nunca he visto algo así! —gritó.

—Esta tierra está bendecida, y los animales la pueblan en tan gran número que ningún hombre tiene más límites que el que le marca el propio cansancio, cuando ya no puede levantar más el arma —dijo Jim—. Un gran cazador que vive en la colonia destruyó trescientas cabezas en un solo día agotó a cuatro caballos para hacerlo. Aquello fue un festín —dijo Jim, sacudiendo su cabeza con admiración.

Las hogueras los llevaron hasta donde estaban las carretas, colocadas en ronda. Zama los esperaba con la caldera de acero negro hirviendo y los granos de café recién molidos.

Confiando en los instrumentos de navegación y en el mapa de su padre, Jim indicó que las carretas fueran en dirección nordeste. Los días se iban rítmicamente y se convertían en semanas, que a su vez se convertían en meses. Cada mañana, Jim se adelantaba con Bakkat para estudiar el terreno que esperaba a la caravana, y para encontrar el siguiente río o pozo de agua. El joven llevaba su desayuno con él en la cantimplora, junto al lecho portátil que llevaba en la parte de atrás de su montura, y Bakat llevaba un caballo de carga para ayudar a transportar los frutos de una caza.

Louisa pasaba mucho tiempo cerca de las carretas, arreglando cosas y limpiando, dirigiendo a los criados para que ordenaran su casa móvil del modo que ella prefería. Pero la mayoría de los días tenía tiempo para cabalgar sobre Fiel junto a Jim. Estaba encantada con los animales y los pájaros que a cada rato aparecían en el cielo y en la tierra. Jim le decía cuáles eran sus nombres y ambos conversaban en detalle acerca de los hábitos de cada especie. Bakkat se unía a la conversación, con un repertorio inagotable de relatos verídicos y mágicos.

Al mediodía, cuando se detenían a descansar y a alimentar a los caballos, Louisa tomaba uno de los cuadernos que Sarah le había obsequiado y se ponía a dibujar las cosas más interesantes que había visto ese día. Jim se demoraba junto a ella y la aconsejaba acerca de cómo mejorar cada retrato, aunque secretamente admiraba sus habilidades artísticas.

Él insistía para que ella llevara siempre con ella el pequeño rifle francés bajo la pierna derecha.

—Cuando uno necesita un arma, esa necesidad viene de sorpresa —le decía—, y será mejor que aprendas a usarla. —Jim la obligaba a practicar, y ella cargaba el arma, la apuntaba y disparaba. El culatazo del primer disparo la asustó, y si Jim no hubiera tomado el arma, seguramente se le habría ido de las manos. Luego de calmarla y alentarla, él la convenció de que su reacción no había sido tan mala, y Louisa dijo que estaba lista para un segundo intento. Jim colocó su propio sombrero sobre un arbusto, a veinte pasos de distancia.

—Te apuesto, Puercoespín, a que no le yerras por más de diez pies.

—Era un desafío calculado. Los ojos de Louisa se convirtieron en dos pequeñas briznas azules que exudaban determinación. Esa segunda vez, su mano se mantuvo firme. Cuando el humo del disparo se desvaneció, el sombrero de Jim estaba dando vueltas en el aire. Era su sombrero favorito, y Jim salió corriendo tras él. Al introducir su dedo índice en el orificio producido por la bala, su expresión era de tal incredulidad que Bakkat comenzó a dar alaridos de júbilo. Comenzó a girar a los tumbos, mostrando con las manos cómo había volado por el aire el sombrero de Jim. Luego sus piernas lo dejaron caer, y colapsó en el suelo polvoriento, golpeando su estómago con ambas manos, aullando de risa.

Su júbilo era contagioso y Louisa también comenzó a reír a las carcajadas. Hasta aquel momento, Jim nunca la había oído reír con tantas ganas y con tanta naturalidad. Se puso el sombrero agujereado y se unió a las risas. Más tarde, clavó una pluma de águila en el agujero y llevó el sombrero con hidalguía.

Luego se sentaron bajo la sombra de un espino y comieron el venado frío con salmuera que había preparado Louisa. No pasaban dos minutos sin que alguno de ellos volviera a reír otra vez, contagiando a los otros dos.

—Deja que Welanga le dispare otra vez a tu sombrero —rogó Bakkat—. Fue lo más divertido que vi en mi vida.

Jim no aceptó y en cambio se puso a raspar el tronco del espino con el cuchillo de caza. El círculo brillante era un blanco ideal. Jim estaba comprendiendo que, cuando Louisa se concentraba en algo, era increíblemente decidida y tenaz. Había aprendido a cargar el rifle muy rápidamente. Sabía medir la carga de pólvora que extraía del frasco, apisonarla con el taco, elegir un proyectil simétrico de la bolsa que llevaba colgada de su cinturón, envolverla en el emplasto engrasado y colocarla en el tubo. Luego, debía aplastarla con el pequeño mazo de madera hasta que quedaba clavada en el taco, cebar la cazoleta y amartillarla para que no se derramara la pólvora.

Al segundo día de instrucción, Louisa ya sabía cargar y disparar el arma por sí sola, y tardó muy poco en darle cuatro veces de cada cinco a lo que Jim tallaba en los árboles.

—Esto ya se está tornando demasiado fácil para ti, Puercoespín. Ya debes salir de cacería.

A la mañana siguiente, bien temprano, la muchacha cargó el rifle tal como Jim le había enseñado y juntos salieron a caballo. Mientras se acercaban a los primeros rebaños, Jim le enseñó cómo podía usar a Fiel para guiar a los animales. Ambos desmontaron y Jim fue delante de Fuego, Louisa iba detrás llevando de las riendas a Fiel. Con sus cuerpos ocultados por los caballos, se acercaron por el frente a una manada de gacelas. Aquellos animales nunca habían visto antes a un ser humano ni a un caballo, y comenzaron a mirar con asombrada inocencia a aquellas criaturas extrañas. Jim se acercó a ellos en diagonal, sin encararlos directamente para no espantarlos.

Cuando estuvieron en el punto más cercano a ellos, Jim detuvo a Fuego y silbó suavemente. Louisa soltó las riendas de Fuego. La yegua se detuvo obediente, temblando; sabía que a continuación vendría un disparo. Louisa se sentó y apuntó con cuidado. Eligió un carnero que estaba parado de costado, algo separado del resto del rebaño. Jim le había enseñado,

de dibujos y de cuerpos de animales cazados, que debía apuntar a la zona que había debajo del hombro del animal.

De todas maneras, la joven sintió que aquello era muy diferente de dispararle a un blanco en un árbol. Su corazón latía aceleradamente, y sus manos temblaban tanto que le impedían apuntar con precisión.

Jim le dijo suavemente:

—Recuerda lo que te dije.

Atrapada por la excitación, había olvidado el consejo de su amigo:

—Respira hondo. Haz que el aire se expanda por tu cuerpo. Luego deja que salga la mitad del aire, pero no todo. No te aferres al gatillo. Apriéta con decisión.

Louisa bajó el rifle, se concentró e hizo todo tal como él se lo había enseñado. Sentía que el pequeño rifle era liviano como una hoja, y que se disparaba solo, tan de improviso que ella se sorprendió al oír la explosión y al ver la larga nube de humo.

La bala hizo un ruido sordo al dar en el blanco, y el carnero pareció levantarse en el aire, para luego caer con una graciosa pirueta. Luego sus patas cedieron y pareció ovillarse sobre la tierra quemada por el sol, para luego estirarse y permanecer finalmente inmóvil. Jim lanzó un grito de triunfo y salió corriendo hacia él. Con el arma humeante en sus manos, Louisa fue corriendo tras él.

—¡La bala fue directo al corazón! —gritó Jim—. Yo nunca habría podido ejecutar un tiro tan perfecto. —Jim se dio vuelta hacia ella. Louisa se acercaba sonrojada, con el cabello cayendo maravillosamente debajo de su sombrero y los ojos brillantes. A pesar de sus esfuerzos por evitar el sol, su piel había adquirido el color de una pera madura, él estaba tan excitado como ella, y pensó que la muchacha nunca había estado tan bella.

Jim abrió los brazos para abrazarla. Pero ella se detuvo un paso antes, y se echó hacia atrás. Haciendo un gran esfuerzo, él detuvo su impulso. Se miraron, y él percibió que el brillo de sus ojos era reemplazado por el horror, por la revulsión que el tacto de un hombre le hacía sentir. Fue sólo un momento, pero Jim supo que estuvo a punto de transformarse en un desastre. Todos aquellos meses en que pacientemente se había ido ganando su confianza, mostrándole cuánto la respetaba, preocupándose por su bienestar, por cuidarla y protegerla, todo eso estuvo a punto de perderse por un gesto impulsivo.

Jim se dio vuelta rápidamente, dándole tiempo a ella para que se recuperara del susto.

—Es un macho magnífico, con mucha grasa.

Mientras el cuerpo del animal se relajaba, el largo pliegue de piel que bajaba por su parte media se abrió, dejando ver un penacho dorsal de pelos blancos como la nieve. Jim se detuvo y pasó un dedo por el pliegue, Y luego se lo llevó a la nariz.

—Es el único animal que huele a flores. —La punta de su dedo estaba cubierta por una cera amarillenta proveniente de la glándula sebácea del animal. Jim no se atrevió a mirar a la muchacha—. Pruébala —sugirió.

Ella evitó su mirada mientras pasaba sus dedos por el penacho dorsal del animal, para luego llevárselos a la nariz.

—¡Qué rico perfume! —exclamó, sorprendida. Jim llamó a Bakkat Y entre ambos despellejaron y destriparon al animal, colocando la carne sobre la montura de carga. A lo lejos, sobre la llanura, podían ver la ronda que formaban las carretas. Cabalgaron hacia allí, pero el espíritu jocoso de la mañana se había arruinado, y ahora marchaban en silencio. Jim estaba consumido por la desesperación. Al parecer, Louisa y él habían perdido todo el terreno ganado desde el inicio de aquel largo viaje. Era como recomenzar la relación otra vez.

Por fortuna, algo lo distrajo cuando llegaron al campamento. Smallboy había pasado con su carreta por encima de la madriguera de un oso hormiguero, y la rueda se había hundido en ella, tanto que la caja de la carreta casi tocaba el suelo. Varios radios de la rueda se habían quebrado, y el vehículo estaba firmemente encajado. Tuvieron que descargarlo, y sólo entonces una doble yunta de bueyes pudo sacarlo. Cuando la carreta pudo finalmente avanzar, ya era de noche. Era tarde para comenzar a reparar la rueda rota. Los radios quebrados tenían que ser reemplazados, y el trabajo de desbastar las partes nuevas hasta hacerlas encajar era de alta precisión, y podía demandar varios días.

Sudoroso y cansado, Jim se fue a su carreta.

—¡Agua caliente para el baño! —le gritó a Zama.

—Welanga ya ordenó lo mismo —le dijo Zama, con tono de desaprobación. Bueno, ya sabemos de qué lado estás tú, pensó Jim con amargura. Pero su humor cambió al ver la bañera de acero galvanizado llena de agua caliente, con un jabón y una toalla limpios esperándolo. Ya bañado, se dirigió hacia la tienda que hacía de cocina.

Louisa estaba trabajando junto al fuego, él todavía estaba demasiado irritado por su rechazo como para agradecerle o reconocerle el gesto que había tenido al prepararle el baño. Cuando entró en la tienda, ella miró hacia arriba y luego volvió a desviar la mirada.

—Se me ocurrió que quizá quieras una copa del licor Hollands que tu padre te regaló. —La botella de gin estaba sobre la mesa, ya preparada para él. Era la primera vez que él la veía desde que se separara de su familia.

No supo cómo rechazar su oferta sin ser descortés, explicándole que no quería entorpecer sus sentidos con alcohol. Sólo una vez en su vida se había emborrachado y estaba arrepentido. De todas formas, no quería arruinar la situación y se sirvió media copa, mascullando un agradecimiento.

Louisa había preparado costillas de gacela fresca para la cena, acompañadas de cebollas acarameladas y hierbas. La muchacha había seguido al pie de la letra una de las recetas de Sarah. El plato despertó el apetito de Jim y su humor mejoró lo suficiente como para felicitarla.

—No sólo muy bien cazada, sino también muy bien preparada. —Pero de todas formas la conversación fue interrumpida permanentemente por silencios incómodos. Jim se lamentaba en silencio mientras bebía una taza de café. Estábamos cerca de ser grandes amigos, se dijo.

—Me voy a la cama. —Jim se puso de pie antes de lo acostumbrado.

—¿Y tú?

—Quiero escribir mi diario —respondió Louisa—. Ha sido un día especial para mi: mi primer día de caza. Y le prometí a tu padre que no dejaría de anotar nada. Iré a dormir más tarde. —Jim la dejó y se fue a su carreta.

Cada noche, los vehículos eran acomodados formando un cuadrado y los espacios que quedaban libres eran llenados con ramas de espinos, para encerrar a los animales propios e impedir que se acercaran los predadores. La carreta de Louisa estaba siempre al lado de la de Jim, de tal modo que sólo los separaban las lonas de los respectivos toldos. Eso permitía que Jim estuviera siempre cerca por si ella necesitaba algo, y durante la noche podían hablar sin salir de sus camas.

Aquella noche, Jim se acostó sin poder dormir, hasta que oyó el ruido que hacía la muchacha al acercarse, iluminando su tienda con un resplandor. Luego oyó los ruidos que hacía al cambiarse. El crujido de sus ropas hizo que por la mente de Jim fluyeran imágenes perturbadoras de ella. El joven intentó borrarlas, pero no lo logró. Luego oyó que se cepillaba, y cada contacto del cepillo era como el suave susurro del viento en un campo de trigo. Jim podía imaginar cómo su cabello se rizaba y brillaba en la oscuridad. Finalmente, oyó el crujido de su litera cuando ella se acostó.

Hubo un largo silencio.

—Jim. —La voz de la muchacha era baja; casi un susurro. Pero aún así lo sobresaltó—. Jim, ¿estás despierto?

—Sí. —Su voz sonó fuerte en sus propios oídos.

—Gracias —dijo ella—. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto.

—Yo también disfruté. —Estuvo a punto de agregar una objeción, pero se echó atrás a tiempo.

Otro largo silencio. Jim pensó que ella se había dormido, pero la muchacha volvió a susurrar:

—Gracias también por tu delicadeza.

Jim no dijo nada, porque no tenía nada para decir. Se quedó despierto, y su dolor se fue transformando gradualmente en furia. No merezco ser tratado así. He dado todo por ella. He dado mi familia y mi hogar. Me he convertido en un forajido para salvarla, y ella me trata como si fuera un reptil venenoso. Y luego se va a dormir como si nada hubiera pasado. La odio. Ojalá nunca la hubiera visto.

Louisa no podía dormir. Sabía que él podía oír cualquier movimiento que ella hiciera, y no quería que él supiera que estaba insomne. Él era tan expansivo y tan animoso, tan fuerte, tan seguro, tan confiable. Louisa sentía que estaba a salvo cuando estaba con él. Le gustaba su apariencia, grande y fuerte, con una expresión honesta. Jim la hacía reír con facilidad. La muchacha sonrió al recordar su reacción cuando vio el orificio que ella había hecho en su sombrero, él tenía un sentido del humor muy sutil que ella estaba comenzando a comprender. Podía relatar los eventos del día de tal manera que ella podía reír sorprendida, aun cuando también los hubiera vivido. Ella sentía que él era su amigo cuando le decía Puercoespín, y cuando bromeaba a la manera inglesa, tan áspera, casi incomprensible. Aún en aquel momento, en que él estaba enfurruñado, era bueno saber que estaba cerca de ella. A menudo, durante la noche, al oír la risa de la hiena o el rugido orgulloso de los leones, ella sentía un miedo mortal. Entonces él le hablaba con voz segura desde el otro lado de la lona. Y su voz la calmaba, aplacaba sus temores, y ella podía volver a dormir. Y además estaban las pesadillas. A menudo, ella soñaba que estaba otra vez en Huis Brabant, y veía el trípode y las sogas de seda, y a la luz de las velas veía la siniestra figura oscura vestida con el traje del verdugo, con guantes negros y la máscara de cuero. Cuando las pesadillas la invadían, ella se sentía atrapada, incapaz de escapar, hasta que la voz de Jim la despertaba y la rescataba del terror.

—¡Puercoespín! ¡Despierta! Es sólo un sueño. Aquí estoy yo. No permitiré que te ocurra nada. —Y ella siempre despertaba con la misma sensación de agradecimiento.

Cada día le gustaba más, y cada día confiaba más en él. Pero no podía dejar que la tocara. Incluso el contacto más casual —si él acomodaba el pié de su estribo y le rozaba el tobillo, si le alcanzaba una cuchara y sus dedos se tocaban— le hacía sentir terror, le repelía.

Pero, a la distancia, lo encontraba misteriosamente atractivo. Cuando cabalgaba junto a él y podía oler su cálido olor varonil, y oía su voz se sentía feliz.

En una ocasión, había encontrado inesperadamente a Jim mientras él se bañaba en el río. Llevaba puestos sus pantalones, pero se había quitado la camisa y la había dejado en la orilla junto a la chaqueta de cuero. Estaba echándose agua sobre la cabeza. Le daba la espalda; no la había visto. Por un momento, antes de darse vuelta, Louisa se había quedado mirando la piel suave e inmaculada de su espalda. Contrastaba fuertemente con la piel tostada de sus brazos. Sus músculos estaban muy bien definidos debajo de la piel, y cambiaban de forma cuando él levantaba los brazos.

Louisa había sentido otra vez la misma turbación de sus sentidos, la misma falta de aire, la misma pesadez de la quijada y el deseo lascivo y sin foco que Koen Van de Ritters había despertado en ella, antes de hundirla en los horrores de su malvada fantasía.

No quiero que eso me vuelva a ocurrir jamás, se dijo, acostada en la oscuridad. No puedo dejar que ningún hombre vuelva a tocarme. Ni siquiera Jim. Quiero que él sea mi amigo, pero no quiero eso. Debería acudir a la Iglesia, a un convento. Ésa es mi única salvación.

Pero no había ningún convento en medio de la selva, pensó mientras se quedaba dormida.

Xhia guió otra vez a Koots y a su banda de cazadores de recompensa hacia el campamento donde Jim Courtney había provocado la estampida de sus caballos, el campamento donde había comenzado la larga marcha de vuelta a la colonia. Desde aquella noche habían pasado muchas semanas, y en el interín habían soplado fuertes vientos y habían caído torrentes de agua de lluvia. Para cualquier ojo que no fuera el de Xhia, los elementos de la naturaleza habían borrado cualquier vestigio de su existencia.

Xhia comenzó a seguir las huellas de la estampida, adivinando luego instintivamente la dirección en la que Jim había conducido a la manada robada una vez que la hubo mantenido bajo control. A un poco más de un kilómetro del antiguo campamento percibió un débil indicio, el raspado de una herradura de acero sobre una pizarra, algo que no podía haber sido producido por el casco de un antílope u otro animal salvaje. La huella no era ni demasiado antigua ni demasiado reciente. Pero era el primer jalón a partir del cual podía comenzar a armar el mapa del recorrido de sus perseguidos.

Se apartó, buscando alguna señal en los lugares resguardados, entre dos rocas, al abrigo de los troncos de árboles caídos, en la arcilla maleable al pie de las donga, en las capas de pizarra lo suficientemente suaves como para quedar marcada y lo suficientemente dura como para retener esa marca.

Koots y sus hombres lo seguían de lejos, cuidándose bien de arruinar los indicios. A menudo, cuando la pista era tan etérea como para oscurecer la magia de Xhia, desensillaban sus caballos y esperaban, fumando y discutiendo sobre nimiedades, jugando a los dados, apostando su parte de la recompensa. Al final, Xhia lograba con paciencia infinita resolver esa pieza del rompecabezas. Entonces los llamaba y ellos lo seguían a través de las montañas.

Las huellas comenzaron gradualmente a estar más frescas, a medida que la distancia entre ambos grupos se acortaba, y Xhia avanzaba con más confianza. Sólo tres semanas después de hallar aquella débil huella de una herradura, Xhia se topó con la manada de mulas y caballos que Jim y Bakkat habían usado como señuelo y luego abandonado.

Al principio, Koots no comprendía cómo habían sido engañados. Allí estaban los caballos, pero no había seres humanos con ellos. Desde el primer día, al capitán le había resultado extremadamente difícil comunicarse con Xhia, porque el holandés del bosquimano era muy rudimentario, y las señas con las manos no bastaban para explicar el complejo engaño del que habían sido víctimas. Finalmente, Koots comprendió que los mejores caballos (Escarcha, Cuervo, Limón, Potrillo y, por supuesto, Fuego y Fiel) no iban allí.

—Se separaron, y dejaron atrás a estos animales para que nos confundieran. —Finalmente, Koots había comprendido, y reaccionó con furia.

¡De modo que todo este tiempo estuvimos dando vueltas, mientras esos criminales se escapaban de nosotros!

Su furia necesitaba alguien sobre quien descargarse, y ese alguien resultó ser Xhia.

—¡Atrapen a esa rata amarilla! —les gritó a Richter y a Le Riche—. ¡Quiero el pellejo de ese pequeño swartze! —Antes de que el bosquimano pudiera adivinar sus intenciones, lo atraparon.

—¡Átenlo a ese árbol! —Los hombres blancos disfrutaban de aquel momento. Su furia para con el bosquimano era tan intensa como la de Koots: era el responsable de la dura vida que habían llevado esos meses, y el castigo sería muy dulce para ellos. Lo ataron por los tobillos y las muñecas con correas de cuero. Koots le quitó a Xhia parte de la tela del pantalón y lo semidesnudó.

—¡Goffel! —gritó Koots, llamando al hotentote—. Busca unas ramas de espino bien anchas. ¡Y no les quites las espinas!

Koots se quitó su chaqueta de cuero, y estiró los brazos para aflojar sus músculos. Goffel vino desde la orilla del río con varias ramas de espino en sus manos, y Koots se tomó su tiempo para seleccionar una que tuviera la cantidad suficiente. Xhia lo miraba aterrado mientras tensaba las puntas. Kots quitó las espinas de uno de los extremos del instrumento de tortura elegido para no lastimarse los dedos, pero en el resto de la rama podían verse las espinas de puntas rojas. Koots hizo algunos floreos con el látigo mientras avanzaba hacia Xhia.

—Ya me has hecho bailar, pequeño reptil, pero ahora bailarás para mí.

Lanzó el primer golpe sobre los omóplatos de Xhia. La vara produjo un cardenal, salpicado por una erupción irregular de perforaciones de espino, de cada una de las cuales comenzó a manar una gota de sangre. Xhia aulló de dolor y de furia.

—¡Canta, maldito amigo de los monos! —le gritó Koots con amargo deleite—. ¡Ahora aprenderás a no tomar por tonto a Herminius Koots!

—Luego volvió a golpear. La rama verde comenzó a resquebrajarse por la fuerza de los golpes, y las espinas se salían y quedaban incrustadas en la carne de Xhia.

El bosquimano se retorcía intentando liberarse de sus ataduras, hasta que sus muñecas quedaron arruinadas por las correas. Con una voz demasiado fuerte para lo que podía esperarse de su tamaño, gritaba furioso y prometía venganza, en una lengua que el hombre blanco no podía entender.

—¡Morirás por esto, maldita hiena blanca! ¡Tú comes estiércol, maldito! ¡Tú copulas con cadáveres, maldito! ¡Te mataré con el más cruel de mis venenos, maldito bebedor de pis de serpiente y de esperma de mono!

Koots tiró la rama rota y eligió otra. Se secó el sudor de la frente con la manga de su camisa y comenzó otra vez. Siguió golpeando al bosquimano hasta que ambos quedaron exhaustos. Su camisa estaba arruinada y su respiración era ronca. Xhia colgaba silenciosamente de las correas de cuero, y la sangre corría por su espalda y su trasero y caía goteando junto a sus pies. Sólo entonces Koots se dio por satisfecho.

—Déjenlo así toda la noche —ordenó—. Por la mañana seguramente querrá colaborar con nosotros. No hay nada como una buena paliza para que estos zwartes trabajen como corresponde.

Lentamente, Xhia levantó la cara y miró a Koots a los ojos. Luego, suavemente, dijo algo:

—Te enviaré la muerte de los veinte días. Me pedirás de rodillas que te mate.

Koots no entendió sus palabras, pero cuando percibió el odio que se desprendía de los ojos redondos y brillantes de Xhia comprendió el sentido de lo que decía, e involuntariamente dio un paso atrás.

—Cabo Richter —dijo—, lo mantendremos atado hasta que se le pase el dolor de espalda y el humor asesino. —Koots recogió el carcaj con flechas envenenadas del bosquimano y las arrojó al fuego—. No le permitan tener ningún arma hasta que haya aprendido la lección. No lo quiero tener cerca. Estos monitos son muy traicioneros.

Por la mañana, Goffel utilizó la punta de su bayoneta para quitarle las espinas a Xhia, pero algunas habían penetrado demasiado profundo. Durante los días siguientes, las heridas supuraron, y las espinas finalmente emergieron. Con la fuerza que le daba su condición salvaje, Xhia recuperó su potencia y su agilidad. Su rostro era inescrutable, y sólo cuando miraba a Koots dejaba que el odio aflorara a sus oscuros ojos de antracita.

—Bebe el viento, Xhia. —Koots lo abofeteaba con la misma displicencia como si estuviera dándole palmadas a un perro—. Y no me mires con esa cara o tendré que romper otra rama de espino contra tu piel. —Koots señalaba otra vez el sendero que los había llevado hasta allí—. Ahora ve a buscar el lugar donde Jim Courtney nos tomó por tontos.

Comenzaron a volver hacia atrás por el camino que habían transitado durante los anteriores diez días. Los soldados seguían a Xhia. Gradualmente la espalda del bosquimano se fue curando, cubierta de costras. Pero, al parecer, la paliza había funcionado, porque comenzó a trabajar con mucho ahinco. Casi nunca levantaba la vista, si no era para estudiar la inclinación del terreno que tenía por delante. Avanzaban con rapidez, porque era fácil seguir sus propias huellas. A veces, Xhia seguía una pista aparente hasta que comprendía que era falsa y volvía a la huella principal.

Finalmente, llegaron a la capa de roca ígnea negra que había junto a la cascada. A la ida, habían pasado por allí sin detenerse demasiado. Aunque era el escenario ideal para armar una trampa, Xhia lo había pasado por alto Casi sin vacilar había seguido las huellas dejadas por la tropilla de caballos sueltos.

Pero ahora sacudía la cabeza.

—Qué tonto fui —se decía—. Ahora puedo oler la traición de Bakkat.

—El bosquimano olisqueó el aire, como un perro intentando captar el olor de su presa. Llegó al lugar donde Bakkat había pronunciado el conjuro de enmascaramiento y tomó un fragmento de ceniza negra. Lo estudió con cuidado y vio que era la ceniza de un árbol mágico.

—Aquí quemó la rama y pronunció el encantamiento para engañarme. Yo caminé por este lugar cegado por su hechizo. —Estaba furioso por haber sido engañado con tanta facilidad por un hombre a quien consideraba inferior en astucia y en poderes mágicos. Apoyó sus rodillas y sus manos en el suelo y husmeó la tierra—. Acá es donde debió de haber orinado para tapar su olor. —Pero las huellas tenían varios meses, y ni siquiera su nariz podía sentir el olor a residuo amoniacal de la orina de Bakkat.

El rastreador se puso de pie y le hizo una seña a Koots indicando que se había producido la separación, y luego imitó los gestos de un nadador.

—Éste es el lugar —dijo en un holandés abominable, señalando a derecha izquierda—. Caballos por allí. Hombres por allí.

—Por la sangre de la crucifixión, espero que esta vez estés en lo cierto. Si no, tus bolas corren peligro. ¿Comprendes?

—No entiendo —dijo Xhia.

Koots se acercó y tomó en sus manos los genitales de Xhia, y con su otra mano tomó su daga. Hizo que Xhia se pusiera en puntas de pie y luego hizo como que cortaba el saco estirado del bosquimano, casi tocando su piel.

—Te cortaré las bolas, ¿verstaan?

Xhia asintió en silencio y Koots lo empujó.

—Entonces ponte a trabajar.

Acamparon en la orilla, cerca de la cascada, y Xhia trabajó en ambas orillas río abajo y río arriba. Primero cubrió el borde del agua, pero en los días anteriores el río había crecido y luego se había retirado. En la parte alta había pasto seco y desechos, prendidos a las ramas de los árboles. Ni siquiera una huella muy honda podría haber sobrevivido a la inundación.

Luego, Xhia se apartó de la orilla, trepando por las laderas hasta el punto donde habían llegado las aguas más altas. Trabajaba el terreno con intensidad, escrutando cada milímetro. Toda su experiencia y su magia no parecían servirle. Ya no había la menor pista. No tenía modo de saber si Bakkat había ido corriente abajo o corriente arriba. Se había topado con una pared impenetrable.

Koots estaba muy nervioso y, cuando comprendió que Xhia había fracasado otra vez, estalló furioso. Hizo atar otra vez al bosquimano, pero esta vez lo colgó de los tobillos, haciéndolo balancearse sobre un fuego a punto de extinguirse, donde Koots iba colocando hojas verdes. El cabello de Xhia sacaba chispas con el calor, y el rastreador comenzó a toser, a atorarse y arquearse convulsivamente, haciendo que su balanceo se hiciera más agitado.

El resto de la tropa dejó de jugar a los dados para mirar. Ya estaban aburridos y sin ánimo, y el aliciente de la recompensa se iba desvaneciendo en la misma medida que las huellas. Richter y Le Riche ya murmuraban, hablando de un motín, de abandonar la persecución, de escapar de aquellas montañas inclementes y volver a la colonia.

—Maten al pequeño mono —dijo Le Riche, desinteresado—. Desháganse de él y volvamos a casa.

Pero Koots se puso de pie, tomó su cuchillo y cortó la soga que mantenía suspendido a Xhia, y el bosquimano cayó de cabeza contra las brasas. Luego lanzó un aullido y se apartó rodando del fuego, sólo levemente más chamuscado de lo que ya estaba. Koots tomó el extremo de la soga que le quedaba atada y arrastró a Xhia hasta el árbol más cercano. Lo dejó allí atado mientras volvía a comer tranquilamente su almuerzo.

Xhia se agazapó contra el tronco del árbol, murmurando y examinando sus heridas. Cuando Koots terminó de comer, tiró los granos de café que quedaban en su jarro y llamó a Goffel a los gritos. El hotentote fue con él hasta el árbol y ambos miraron a Xhia.

—Quiero que le digas a este pequeño bastardo que lo mantendré atado y que no recibirá agua ni comida, y le pegaré todos los días hasta que cumpla con su trabajo y encuentre otra vez la huella.

Goffel tradujo la amenaza. Xhia siseó, enojado, y se tapó el rostro para indicar que el sólo ver a Koots lo ofendía.

—Dile que no tengo ningún apuro —instruyó el capitán—. Dile que puedo esperar hasta que se seque al sol como un excremento de mono, que es lo que es.

A la mañana, Xhia seguía atado, pero mientras Koots y sus soldados tomaban su desayuno de torta de maíz y salchichas ahumadas, Xhia llamó a Goffel hablando la lengua de los san. El hotentote se puso en cuclillas frente a él y hablaron por un largo rato. Luego, Goffel fue a hablar con Koots.

—Xhia dice que puede encontrar a Somoya.

—Hasta el momento no se ha mostrado capaz de hacerlo. —Koots retiró un trozo de piel de salchicha.

—Dice que la única manera de encontrar la pista es mediante un hechizo; Le Riche y Richter lanzaron una carcajada, y Le Riche dijo:

—Si llegamos a recurrir a la brujería, entonces yo ya no tengo nada que hacer aquí. Volveré al Cabo, y Keyser puede guardarse su recompensa en el culo.

—¡Cállate la boca! —le dijo Koots, volviéndose hacia Goffel—. ¿Qué hechizo es?

—Hay un lugar sagrado en las montañas, donde los espíritus del san tienen su residencia. Allí, su poder es mayor. Xhia dice que si vamos a ese lugar y hacemos un sacrificio para los espíritus, las huellas de Somoya aparecerán.

Le Riche se puso de pie.

—¡Es suficiente para mi! Hace tres meses que andamos de aquí para allá, y todavía no he visto un solo florín. —El soldado tomó su montura y comenzó a caminar en dirección a su caballo.

—¿Adónde vas? —preguntó Koots.

—¿No me oíste? ¿Eres sordo o estúpido? —preguntó Le Riche, llevando la mano al puño de su sable—. Lo diré por última vez: me voy al Cabo.

—A eso se lo llama deserción o abandono del deber, pero entiendo tus razones para irte —dijo Koots, en un tono tan suave que sorprendió a Le Riche. Koots prosiguió—: Si alguien más quiere ir con Le Riche, puede hacerlo. Yo no los detendré.

Richter se puso de pie lentamente.

—Creo que yo también me iré —dijo.

—¡Está bien! —dijo Koots—. Pero les voy a pedir que dejen aquí las pertenencias de la VOC.

—¿A qué te refieres, Koots? —preguntó Le Riche.

—La montura y las bridas —explicó Koots—, así como el mosquete y el sable, pertenecen a la Compañía. También los caballos, las botas y los uniformes, para no mencionar la cantimplora y la manta. —Koots sonrió.

—No tengo ningún problema si quieren irse, siempre que dejen las cosas aquí.

Richter, que aún no se había comprometido del todo, volvió a sentarse de inmediato. Le Riche se quedó de pie, inseguro, mirando alternativamente a Koots y a su caballo. Luego, con visible esfuerzo, endureció su actitud.

—Koots —dijo—, lo primero que haré cuando vuelva al Cabo, aunque me cueste cinco florines, será hacerle el amor a tu esposa.

Koots se había casado poco tiempo antes con una bella joven hotentote. Su nombre era Nella, y antes había sido una de las más famosas filies de joie de la colonia. Koots se había casado con ella en un intento por ganar acceso exclusivo a sus abundantes encantos. El truco no había tenido demasiado éxito, y Koots ya se había visto obligado a matar a un hombre a quien se le había ocurrido faltarle el respeto a la institución matrimonial.

Koots miró al sargento Oudeman, su viejo camarada. Oudeman era calvo como un huevo de avestruz, pero tenía un cuidado mostacho negro. Entendió de inmediato la orden silenciosa de Koots, y guiñó un ojo en señal de asentimiento. Koots se puso de pie y se estiró como un leopardo. Era alto y delgado, y sus ojos pálidos y sus pestañas incoloras solían provocar terror.

—He olvidado mencionar una cosa —dijo con tono siniestro—. También puedes dejar tus testículos aquí. Yo mismo te ayudaré a hacerlo.

Su sable produjo un sonido metálico al salir de la vaina, y Koots caminó en dirección a Le Riche. Éste dejó caer su montura y se dio vuelta para mirarlo. La hoja de su sable brilló a la luz del sol.

—Hace mucho tiempo que esperaba esto, Koots.

—Aquí me tienes —dijo el capitán, levantando su arma y acercándose a Le Riche, mientras éste hacía lo mismo. Los aceros se tocaron levemente, mientras los contendientes se estudiaban. Se conocían muy bien: a lo largo de los años, se habían entrenado y habían practicado juntos. Dieron un paso atrás y comenzaron a caminar en círculos.

—Eres culpable del delito de deserción —dijo Koots—. Debo arrestar-te o matarte. —Y agregó con una sonrisa—: Personalmente, prefiero la segunda opción.

Le Riche frunció el entrecejo y agachó la cabeza agresivamente. No era tan alto como Koots, pero tenía brazos muy largos y unos hombros potentes. Lanzó una serie de acometidas, ágiles y rápidas. Era lo que Koots esperaba. Le Riche carecía de elegancia. Koots se movía a tiempo, y cuando el cabo llegó al límite de su extensión, Koots respondió con un golpe de víbora del desierto. Le Riche logró saltar para atrás a tiempo, pero el filo le cortó la manga y rasguñó su antebrazo, provocándole una pequeña herida.

Luego se trabaron otra vez en un intenso combate de aceros, pero ninguno se sacaba ventaja. Descansaban y se movían en círculos; Koots intentó llevar hacia donde estaba Oudeman, repantigado contra un tronco de espino. Después de tantos años, Koots y Oudeman se entendían a la perfección. En dos oportunidades, Koots llevó a Le Riche muy cerca de la posición en la que Oudeman se podía ocupar de él, pero las dos veces logró escapar de la trampa.

Oudeman se apartó y fue hacia la pequeña fogata, como si quisiera llenar su taza de café. Llevaba la mano derecha detrás de la espalda. El sargento solía apuntar a los riñones. Un puñal en la parte baja de la espalda, paralizar a la víctima, y Koots acabaría con Le Riche con una estocada en la garganta.

Koots modificó el ángulo y la dirección de su ataque, empujando a Le riche hacia donde lo esperaba Oudeman. Le Riche saltó hacia atrás y giró repentinamente, ágil como una bailarina. En el mismo instante, golpeó con su sable los nudillos de la mano con que Oudeman sostenía la daga. El cuchillo cayó de sus dedos ya sin nervios, y Le Riche encaró a Koots, riendo.

—¿Por qué no le enseñas a tu perro algún truco nuevo, Koots? Éste lo vi muchas veces y no es muy divertido.

Oudeman maldecía y se agarraba la mano herida. Koots, por su parte, evitaba claramente desconcertado por la inesperada movida de Le Riche. Miró a Le Riche, y en cuanto se distrajo, éste atacó directo a la garganta de Koots. El capitán tropezó hacia atrás y perdió el equilibrio. Quedó apoyando una rodilla en tierra y Le Riche avanzó para terminar con él. En el último momento percibió un brillo triunfal en los ojos pálidos de Koots, e intentó hacerse a un lado, pero ya no le fue posible detener su pie derecho, y Koots lo atacó por debajo de su guardia. El filo de acero atravesó la bota de Le Riche y un audible chasquido señaló que su tendón de Aquiles había sido cortado. Koots se puso de pie y salió del alcance de Le Riche.

—Ahí tienes un truco nuevo, cabo. ¿Te gustó? Dime, ahora, ¿quién jode a quién?

Del agujero de la bota de Le Riche salía sangre a chorros. El cabo saltó hacia atrás con su pierna sana, arrastrando la otra. Su expresión era tan desesperada que Koots se abalanzó rápidamente sobre él. Le Riche ya no podía contenerlo, y cayó hacia atrás. Koots produjo la siguiente incisión con tanta precisión como un cirujano. Cortó el otro tendón del cabo sin vacilar. Luego guardó el sable y se apartó con paso desdeñoso. Le Riche se sentó y, con las manos temblorosas y el rostro sudoroso, se quitó las botas de a una. Se quedó mirando en silencio las terribles heridas que lo convertían en un inválido. Luego se arrancó el dobladillo de la camisa e intentó vendar la herida, pero la sangre atravesó rápidamente la mugrienta tela.

—¡Levantad el campamento, soldados! —ordenó Koots—. ¡En cinco minutos quiero que todos estén listos para partir! El bosquimano nos llevará a su lugar sagrado.

La tropa salió en fila detrás de Xhia. Oudeman llevaba de las riendas el caballo de Le Riche, y su mosquete, su cantimplora y el resto de su equipo iban atados a la montura vacía.

Le Riche se arrastró tras ellos.

—¡Esperad! ¡No podéis dejarme aquí! —Intentó ponerse de pie, pero no podía controlar sus tendones, y se cayó otra vez—. ¡Por favor, capitán Koots, tened piedad! ¡Por el amor de Dios, dejadme al menos mi mosquete y mi cantimplora!

Koots hizo girar a su caballo y miró a Le Riche desde arriba.

—¿Por qué razón debería desperdiciar unos pertrechos tan valiosos? Si de todas formas tú no podrás utilizarlos por mucho tiempo.

Le Riche se arrastró hacia él usando sus manos y sus rodillas, arrastrando sus pies inutilizados como dos pescados muertos. Koots retrocedió unos pasos, manteniéndose fuera de su alcance.

—No puedo caminar y os habéis llevado mi caballo —rogó Le Riche.

—No es tu caballo, cabo. Pertenece a la VOC —señaló Koots—. Pero te he dejado tus botas y tus testículos. Creo que he sido bastante generoso.

—Koots se volvió y trotó en dirección a su tropa.

—¡Por favor! —gritó Le Riche—. Si me dejáis aquí, moriré.

—Sí, claro —dijo Koots—, pero seguramente antes tendrás un encuentro con algunos buitres y algunas hienas. —El capitán se alejó. Los ruidos de los cascos se fueron desvaneciendo, y el silencio de las montañas cayó con tal peso sobre Le Riche que éste sintió que los últimos jirones de su coraje y de su firmeza se disolvían.

No pasó mucho tiempo hasta que el primer buitre sobrevoló su cabeza con las alas desplegadas. El ave de largo cuello rojo giró su cabeza y mió a Le Riche. Luego, satisfecho al verlo inválido, moribundo e indefenso, voló en círculo hacia arriba en busca del pináculo rocoso que se elevaba cerca. Una vez allí, extendió sus alas y estiró sus garras buscando apoyo en la roca. Luego se acomodó, encorvado, dobló las largas alas y miró impasiblemente a Le Riche. Era un pájaro enorme, negro y con una carnosidad colgante a modo de barba.

Le Riche se arrastró hacia el árbol más cercano y se recostó contra el Reunió todas las piedras que había a su alcance, pero apenas alcanzó a formar un pequeño montón. Lanzó una contra el buitre, pero la distancia era demasiado grande, y su posición de sentado le quitaba potencia. El enorme pájaro parpadeó, pero no hizo ningún otro movimiento. Había una rama caída cerca de Le Riche. Era demasiado pesada y de una forma demasiado extraña para usarla como arma, pero de todas formas el se la colocó sobre los muslos. Era su último recurso, pero al estudiar el pájaro comprendió que no le sería de mucha utilidad.

Se miraron el uno al otro durante el resto del día. En un momento, el buitre se encrespó las plumas y las limpió, para luego quedarse inmóvil otra vez. Le Riche comenzó a sentir sed al anochecer, y el dolor que sentía en los pies era casi intolerable. La silueta pensativa del ave era de un color metálico contra el fondo de las estrellas. Le Riche pensó en arrastrarse hasta él mientras dormía y estrangularlo con las manos, pero el dolor le impedía todo movimiento, más que si tuviera grilletes. El frío de la medianoche agotó sus fuerzas, y el soldado se hundió en un delirio inconsciente. La débil tibieza del sol y el resplandor sobre sus párpados lo despertaron. Durante unos segundos, no supo dónde estaba, pero cuando quiso moverse el dolor llevó a su conciencia el horror de su situación.

Lanzó un gemido, y cuando volvió la cabeza gritó, sorprendido. El buitre había bajado del pináculo y estaba junto a él, casi al alcance de su mano. El día anterior no había tomado conciencia de su verdadero tamaño.

Se elevaba por encima de su endeble figura. De cerca era todavía más horrible. Su cabeza desnuda y su cuello eran de un rojo escamoso, y tenía un horrible olor a carroña.

Le Riche tomó una de las piedras que tenía a su lado y la arrojó con todas sus fuerzas contra el buitre. El objeto rebotó contra su brillante plumaje fúnebre. La criatura desplegó sus enormes alas, que sumadas superaban la altura de Le Riche, y dio un saltito hacia atrás, para luego volver a doblarlas.

—¡Vete, bestia horrible! —El hombre comenzó a sollozar, aterrorizado. Al oír su voz, el ave erizó sus plumas, y hundió su monstruosa cabeza entre sus hombros; pero aquélla fue su única reacción. El tiempo pasó y ya cerca del mediodía Le Riche sintió que estaba atrapado en un horno. Apenas podía respirar y la sed se convirtió en un terrible tormento.

El buitre estaba allí, como la gárgola de una catedral, y lo miraba. Le Riche se sentía aturdido, y la oscuridad se posó sobre él. El buitre debió haberlo sentido, porque de pronto desplegó sus alas, convirtiéndolas en un gran dosel negro. El animal emitió un graznido gutural y dio un salto hacia él. Su pico ganchudo se abrió bien grande. Le Riche lanzó un aullido de terror, tomó la rama que tenía sobre las piernas y comenzó a agitarla desesperadamente. Golpeó al buitre en el cuello desnudo, con fuerza suficiente para hacerle perder el equilibrio. Pero el animal usó sus alas para enderezarse, y se apartó otra vez. Luego las plegó y reanudó su impasible vigilia.

La inagotable paciencia del buitre estaba llevando a Le Riche más allá de los límites de la razón. El cabo desvariaba, y sus labios hinchados por la sed y partidos por el sol comenzaron a sangrar. El buitre no se movía más que para parpadear. En medio de su locura, Le Riche le arrojó la rama, perdiendo así su mejor arma. Cuando ésta se deslizó en la armadura de su plumaje, el buitre levantó las alas y lanzó un graznido. Luego se acomodó otra vez para esperar.

El sol llegó a su cenit, y Le Riche comenzó a gritar sumido en el delirio, desafiando a Dios y al diablo, e insultando al paciente pájaro. Juntó con sus manos polvo y arena para arrojárselos, y se rompió las uñas. Se chupó sus dedos sangrientos buscando algo de humedad para aliviar su sed, pero la suciedad atascó su inflamada garganta.

El cabo pensó en el río que habían cruzado cuando iban hacia allí, pero estaba a casi un kilómetro de distancia. La imagen del agua fría lo excitó en su delirio. Abandonó el ilusorio refugio del espino y comenzó a arrastrarse por el sendero rocoso en dirección al río. Sus pies se arrastraban tras él, y las costras que se habían formado sobre las heridas del sable volvieron a abrirse y a sangrar. El buitre olió la sangre, graznó otra vez y comenzó a dar saltitos detrás de Le Riche. El cabo no había avanzado cien pasos cuando se dijo:

—Ahora descansaré.

Dejó caer la cabeza sobre su brazo y cayó en un estado de inconsciencia. El dolor lo despertó. Parecía como si una docena de puntas de lanza estuvieran siendo arrojadas sobre su espalda.

El buitre se había colocado entre los omóplatos de Le Riche, y sus garras curvas se hundieron profundamente en su carne. El ave agitaba las alas para mantener el equilibrio. Entonces hundió la cabeza y, con un golpe del pico, le arrancó la camisa al hombre. Luego golpeó otra vez y arrancó un largo trozo de carne.

Le Riche gritaba histérico e intentó darse vuelta para aplastar al pájaro con su cuerpo, pero éste movió las alas y se elevó un poco, para luego volver a bajar.

Aunque ya casi había perdido la visión, el hombre miró cómo el ave se tragaba su carne, estirando el cuello y deglutiendo con fuerza. Luego levantó la cabeza y se quedó mirándolo sin parpadear.

Le Riche sabía que estaba esperando que él quedara inconsciente otra vez. Se sentó e intentó permanecer alerta, cantando, gritando y aplaudiendo, pero su voz se fue convirtiendo en un murmullo incoherente, hasta que sus brazos cayeron y sus ojos se cerraron.

Cuando despertó, le costó creer que fuera posible sentir tanto dolor. Un torbellino de alas se abatía sobre su cabeza, y a Le Riche le pareció que un gancho de acero había penetrado en su cavidad ocular y que su cerebro estaba siendo extraído del cráneo.

Se sacudió sobre su espalda, ya sin fuerzas para gritar, e intentó abrir los ojos, pero estaba ciego. Podía sentir las oleadas de sangre caliente cayendo por el rostro, cubriendo sus ojos, su boca y su nariz, ahogándolo.

Extendió los brazos, tropezando con el cuello escamado del buitre, y comprendió entonces que el ave había introducido su pico en una de las cuencas de sus ojos. Ahora estaba tirando del globo del ojo con el filamento elástico que contenía su nervio óptico.

Siempre van por los ojos, pensó con resignación, ya vencido. Cegado, incapacitado siquiera para levantar los brazos, oyó que el pájaro se tragaba su globo ocular cerca de allí. Intentó espiar con su otro ojo, pero su visión estaba oscurecida por la sangre, que manaba sin cesar y a la que era imposible despejar sólo con un pestañeo. Luego sintió otra vez las alas agitándose sobre su cabeza. Lo último que sintió fue la punta del pico hundiéndose profundamente en el otro ojo.

Oudeman cabalgaba cerca de Xhia, llevándolo atado a una soga como si fuera un perro cazador. Todos sabían que, si Xhia los abandonara, era probable que ninguno de ellos hallara el camino de vuelta a la colonia. Después~del tratamiento que había recibido de Koots, esa eventualidad era una posibilidad cierta, de modo que se turnaban para cuidarlo, manteniéndolo atado día y noche.

Cruzaron otro río y doblaron por un valle, en medio de dos altos pináculos de piedra. Entonces se abrió frente a ellos un paisaje extraordinario. Sus sentidos se habían embotado por la grandeza salvaje de aquellas montañas, pero ahora detuvieron sus caballos y comenzaron a mirar, sorprendidos.

Xhia comenzó a cantar una letanía repetitiva y melancólica, bailando y arrastrando los pies, mientras miraba los peñascos sagrados que se alzaban frente a ellos. Hasta el mismo Koots estaba admirado. Las paredes de piedra parecían llegar hasta el cielo y las nubes se movían por encima de las cumbres como leche derramada.

De pronto, Xhia dio un salto y lanzó un terrible alarido, que erizó los cabellos de Koots. El grito de Xhia fue recogido por la gran cuenca de piedra, y retornó bajo la forma de un glissando de ecos descendentes.

—¡Son las voces de mis ancestros, respondiéndome! —gritó Xhia, y volvió a dar un salto—. ¡Oh, santos! ¡Oh, sabios! ¡Dadme autorización para entrar!

—¡Entrar! ¡Entrar! —respondieron los ecos. Xhia, todavía bailando y cantando, encabezó la marcha ladera arriba, hasta el pie del risco. Las paredes de piedra cubiertas de liquen parecían colgar encima de ellos, y las nubes que pasaban por encima creaban la ilusión de que el risco estaba cayendo. El viento resonaba monótonamente a través de las torres de piedra, como si fueran los muertos que hablaban. El grupo de soldados iba en silencio, y sus caballos se agitaban nerviosamente.

A mitad de camino, una enorme roca les impidió el paso. Muchos años antes, había caído del risco para terminar allí. Tenía el tamaño de una cabaña y era un rectángulo tan perfecto que parecía tallada por la mano del hombre. Koots vio que en uno de los costados de la roca había un pequeño relicario natural. En el nicho había una serie de objetos extraños, como cuernos de antílopes azules, tan antiguos que estaban incrustados en el capullo de un insecto. Había también una calavera de mandril y alas de garza, ya secas y quebradizas, una calabaza repleta de piedras de gata y de cuarzo, lustrosas y gastadas por el agua de lluvia, un collar de cuentas de huevo de avestruz, puntas de flecha y un carcaj roto.

—Debemos dejar alguna ofrenda para los Antiguos —dijo Xhia, y Goffel lo tradujo.

Koots pareció incomodarse.

—¿Qué ofrenda?

—Algo para comer o beber, y también algo bello —le dijo Xhia—. Como vuestra pequeña botella brillante.

—¡No! —dijo Koots, sin demasiada convicción. Había conservado los últimos tragos de gin en su cantimplora de plata, y los iba bebiendo poco a poco.

—Los Antiguos se enojarán —le advirtió Xhia—. Y ocultarán las huellas.

A regañadientes, Koots abrió el bolsillo de su alforja y extrajo la cantimplora de plata. Xhia fue a tomarla, pero Koots no la soltó.

—Si vuelves a fallar, no servirás para nada más que para engordar a los chacales —le dijo al bosquimano, y luego le entregó la cantimplora.

Xhia se aproximó al santuario cantando suavemente, y dejó caer algunas gotas de gin sobre la roca. Luego tomó una piedra y golpeó la cantimplora. Koots dio un respingo, pero no dijo nada. Xhia colocó la cantimplora junto al resto de las ofrendas y se retiró, todavía cantando.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Koots. Aquel lugar lo ponía nervioso. Quería irse—. ¿Y las huellas?

—Si los Antiguos están contentos con nuestro regalo, nos las mostrarán. Debemos ir a los lugares sagrados —le dijo Xhia—. Pero antes, debéis sacarme esta soga del cuello, porque a los Antiguos no les gustará que tratéis a uno de su propia tribu de esta manera.

Koots vaciló, pero el pedido de Xhia parecía razonable. Finalmente tomó una decisión. Sacó su mosquete y lo amartilló.

—Dile que no se aleje de mí. Si intenta correr, iré tras él y lo sacrificaré como a un perro rabioso. El arma está cargada, y él sabe que yo sé disparar muy bien. Sabe que yo no yerro el tiro —le dijo a Goffel, y esperó a que éste le tradujera la frase al pequeño rastreador.

—Suéltalo —le dijo a Oudeman. Xhia no intentó escapar, y todos fueron tras él hasta la base del risco. Pero de pronto, Xhia desapareció, como si la magia de sus antecesores hubiera funcionado.

Furioso, Koots espoleó a su caballo, listo para disparar. Pero se detuvo de golpe y miró maravillado el angosto pasaje que se abría en medio de las rocas.

Xhia había desaparecido en las oscuras profundidades del pasaje. Koots vaciló; no sabía si seguirlo. Comprendía que, una vez dentro del pasaje, no podría hacer girar a su caballo para que volviera. Los otros soldados estaban detrás de su jefe.

—¡Goffel! —gritó Koots—. ¡Entra y saca a ese bastardo de allí! Goffel miró hacia atrás, ladera abajo, pero Koots le apuntó con el mosquete.

—Si no logro atrapar a Xhia, entonces me haré cargo de ti.

En ese momento oyeron la voz de Xhia, cantando dentro del pasaje.

—¿Qué dice? —preguntó Koots, y Goffel pareció aliviado.

—Es su canto de triunfo. Está agradeciéndoles a los dioses la generosidad que tuvieron al ponerlo sobre la pista.

Los recelos de Koots se evaporaron. El capitán se bajó del caballo y se deslizó dentro del pasaje. Encontró a Xhia después de la primera curva, cantando, aplaudiendo y riendo.

¿Qué has encontrado?

—Mira debajo de tus pies, estúpido mono blanco —le dijo Xhia, asegurándose de que el otro no entendiera el insulto, pero señalando la arena blanca. Koots comprendió el gesto, pero aquello no lo convencía. Lo único que había era una pequeña depresión en la superficie.

—¿Cómo puedes estar seguro de que son ellos? —preguntó. En ese instante, Goffel se unió a ellos—. Podría ser un rebaño de cuagas o de antílopes.

Xhia lo negó enfáticamente, y Goffel explicó sus argumentos.

—Dice que éste es un lugar sagrado. Los animales salvajes no pasan por aquí.

—¿Cómo puede saberlo? —preguntó Koots, indignado—. ¿Cómo saben los animales que este lugar es sagrado?

—Quien no puede sentir la magia de este lugar es ciego y sordo —dijo Xhia, yendo a estudiar la pared más cercana. Comenzó a recoger algunas cosas que había en la roca, del mismo modo en que un mandril le quita los piojos a un compañero. Con el puño cerrado, volvió adonde estaba Koots, y le mostró algo que tenía entre su dedo índice y su pulgar. Koots tuvo que mirar muy de cerca para comprender que era un cabello.

—Míralo con tus ojos pálidos y desagradables, maldito comedor de estiércol —le dijo, sin que Koots pudiera entenderlo—. Este cabello blanco es del hombro del caballo castrado, Escarcha. Este otro, marrón, es de Fiel, y éste, el amarillo, es de Limón. El más oscuro es el de Fuego, el caballo de Somoya. —Xhia gritó, desdeñoso—. ¿Ahora me crees cuando te digo que Xhia es el más grande cazador de todos los san, y que tiene poderes mágicos que le permitieron hallar las huellas?

—Dile a este pequeño mono amarillo que deje de hablar y que nos lleve a ellos —dijo Koots, intentando sin éxito ocultar su entusiasmo.