Cuando Bakkat llegó a la cima de las colinas que había junto a High Weald, vio que la propiedad bullía con un nivel de actividad poco común. Cada uno de los criados parecía estar ocupado con alguna labor. Los cocheros y los vorlopers llevaban a los bueyes desde un extremo del corral principal. Habían acoplado cuatro equipos de doce bueyes cada uno y los arreaban por el camino en dirección a la casa grande. Otro grupo de pastores había reunido pequeños rebaños de ovejas de cola gruesa, vacas lecheras con sus terneros sin destetar a la rastra y bueyes sueltos, y los estaban llevando lentamente hacia el norte. Formaban una fila tan larga que los rebaños más avanzados eran apenas manchas difuminadas en el polvo que ellos mismos levantaban.
—Van en dirección al paso del río Gariep, a encontrarse con Somoya. —asintió satisfecho y comenzó a bajar por la colina rumbo a la casa grande.
En cuanto entró en el patio, vio que los preparativos para la partida ya estaban muy avanzados. En la rampa de carga del almacén, Tom Courtnei estaba en mangas de camisa, dándoles órdenes a los hombres que cargaban los últimos paquetes con mercadería en las cajas de las carretas.
—¿Qué contiene esa caja? —preguntó Tom—. ¡No la reconozco!
—La señora me dijo que la cargara. No sé qué contiene. —El hombre, se encogió de hombros—. Cosas de mujeres, supongo.
—Ponla en la segunda carreta. —Tom se dio vuelta y vio entrar a Bakat.
—Te vi en cuanto apareciste por la cima de la colina. Cada día estás más alto, Bakkat.
Bakkat sonrió complacido, enderezó sus hombros y sacó pecho.
—Funcionará tu plan, Klebe… —La frase había comenzado como una pregunta, pero terminó como una afirmación.
—Dos horas después de que Bomvu saliera por la orilla hacia el oeste Keyser y sus hombres comenzaron a seguirlo. —Tom lanzó una carcajada.
—Pero no sé cuán pronto comprenderá que está persiguiendo a la persona equivocada, para volver rápidamente sobre sus pasos. Tenemos que ponernos en marcha lo antes posible.
—Traigo malas noticias, Klebe.
Tom advirtió la expresión del hombrecito y su propia sonrisa se desvaneció.
—¡Ven! Vamos a hablar en privado. —El comerciante llevó a Bakkat hacia adentro, y escuchó con toda seriedad lo que el bosquimano había visto en su travesía por las montañas. Lanzó una exclamación de alivio cuando supo que su conjetura había sido acertada, y que Bakkat había encontrado a Jim en Majuba.
—De modo que Somoya, Zama y la muchacha ya deben de haber partido de Majuba, y estarán en camino hacia el punto de encuentro en la fronde la colonia, en la cima del Cerro de la Cabeza de Mandril —prosiguió Bakkat.
—Esa es una buena noticia —afirmó Tom—. ¿Y por qué entonces esa cara de preocupación?
—Alguien me siguió —admitió Bakkat—. Alguien me siguió hasta Majuba.
—¿Quién? —Tom no pudo ocultar su inquietud.
—Un san —dijo Bakkat—. Un experto de mi tribu que pudo seguirme el rastro. Alguien que estaba esperando que yo abandonara High Weald.
—¡El perro de caza de Keyser! —exclamó Tom, furioso.
—Xhia —concordó Bakkat—. Logró engañarme, y seguramente en este momento está corriendo para ir a informar a su señor. Dentro de un día, ya habrá guiado a Keyser hasta Majuba.
—¿Somoya sabe que fue descubierto por Xhia?
—Recién descubrí las huellas de Xhia cuando estaba a mitad del camino de vuelta. Vine a avisaros primero. Ahora puedo ir a buscar a Somoya, avisarle y sacarlo del peligro.
—Debes encontrarlo antes de que lo encuentre Keyser. —Tom parecía estar muy ansioso.
—Xhia tiene que volver a Majuba para buscar las huellas de Somoya. Keyser y sus hombres irán con lentitud, porque no están acostumbrados a ir por los senderos de montaña —explicó Bakkat—. Se verá forzado a dar un amplio giro hacia el sur. Yo puedo tomar un atajo en dirección norte, adelantarme y encontrar a Somoya antes que ellos.
—Ve lo más rápido que puedas, amigo —le dijo Tom—. Deposito la vida de mi hijo en tus manos.
Bakkat levantó la cabeza como señal de despedida.
—Somoya y yo estaremos esperándote en la Colina de la Cabeza de Mandril.
Bakkat se dio vuelta y dio unos pasos hacia la puerta, pero Tom lo detuvo.
—La mujer… —Se interrumpió, incapaz de mirar a los ojos al bosquimano—. ¿Sigue con él? —preguntó rudamente.
Bakkat asintió.
—¿Qué es lo que…? —Tom se detuvo otra vez, intentando encontrar las palabras justas—. ¿Acaso ella…?
Bakkat sintió compasión por él.
—La he bautizado Welanga, porque su cabello es como un rayo de sol.
—No es eso lo que quería saber.
—Creo que Welanga irá con él por mucho tiempo. Quizá por el resto de su vida. ¿Es eso lo que queríais saber?
—Sí, Bakkat, exactamente.
Desde la rampa de carga, Tom vio cómo Bakkat tomaba otra vez el camino de la montaña. Se preguntó en qué momento dormía y comía aquel hombrecito, pero aquel asunto no era relevante para Bakkat. Seguiría adelante siempre que el deber lo llamara.
—¡Tom! —El comerciante oyó que su esposa lo llamaba, y cuando se dio vuelta la vio venir rápidamente desde la cocina. Le sorprendió ver que tenía pantalones, botas para cabalgar y un sombrero de paja de ala atado con un pañuelo rojo a su mentón—. ¿Qué hace Bakkat aquí?
—Encontró a Jim.
—¿Y a la muchacha? —También—. Tom asintió con desgana. —También a la muchacha.
—¿Y entonces qué esperamos para partir?
—¿Quiénes? Tú no irás a ningún lugar. Yo partiré en una hora.
Sarah apoyó los puños apretados sobre sus caderas. Tom sabía muy bien que aquélla era la primera señal de un volcán a punto de entrar en erupción.
—Thomas Courtney —dijo ella con frialdad, aunque en sus ojos podía verse el fulgor de la batalla—, James es mi hijo. Mi único hijo. ¿Acaso has pensado que me quedaré sentada en la cocina mientras tú vas a decirle adiós, quizá para siempre?
—Le daré un beso maternal de tu parte —dijo él—. Y cuando vuelva describiré a la muchacha con todo detalle.
Tom siguió discutiendo un rato, pero cuando una hora más tarde salió por la puerta de High Weald, Sarah iba a su lado, con el mentón en alto he intentando no sonreír en señal de triunfo. Miró de costado a Tom y le dijo con dulzura:
—Sigues siendo el hombre más apuesto que he visto en mi vida, Tom Courtney. Excepto cuando estás enfurruñado.
—No estoy enfurruñado. Nunca lo estoy —dijo Tom, enfurruñado.
—Te juego una carrera hasta el vado. El que pierde le da un beso al otro. Sarah se inclinó hacia adelante y le dio un fustazo en las ancas a la yegua.
Tom intentó sujetar a su padrillo. Pero el animal, ansioso, bailó en círculos.
—¡Maldita sea! ¡Bien, bien! —Tom lo dejó ir. Le había dado demasiada ventaja a la yegua, y Sarah era una jineta experta.
Con las mejillas rebosantes y un brillo pícaro en los ojos, Sarah lo estaba esperando en el vado.
—¿Y mi beso? —preguntó. Él se inclinó, parado en los estribos, para darle un gran abrazo—. Es sólo un anticipo —prometió Tom—. Esta noche recibirás el pago completo.
Jim tenía un buen sentido de la orientación, pero Bakkat sabía que éste no era infalible. El bosquimano recordaba un día en que el muchacho se había escapado del campamento mientras el resto descansaba del sol del mediodía. Jim había visto un rebaño de órix en el horizonte, y como les quedaban pocas provisiones había ido tras ellos. Tres días más tarde, Bakkat lo había hallado dando vueltas por las colinas, incapaz de encontrar los rastros del campamento, subido a un caballo rengo y casi enloquecido por la sed.
Jim odiaba que le recordaran aquel episodio, pero antes de partir de Majuba había escuchado atentamente la explicación de Bakkat acerca de cómo orientarse en la montaña, siguiendo los senderos trazados durante centurias por las manadas de elefantes y antílopes. Uno de ellos lo llevaría al vado del río Gariep, en el punto donde comenzaban la selva y la llanura. Desde allí podía verse, hacia el este, la Colina de la Cabeza de Mandril. Bakkat sabía que Jim seguiría sus instrucciones, y eso le permitía calcular en qué punto estaba en aquel momento y dónde podría interceptarlo.
Bakkat cortó camino por el pie de los cerros en dirección norte antes de volver a la formación montañosa principal, y luego comenzó a trepar por altos riscos de colores sombríos hasta llegar a los altos valles. Cinco días después de partir de High Weald, encontró el rastro del grupo. Los dos caballos con herraduras de acero y las seis mulas con sus pesadas cargas dejaban huellas bien notorias. Antes del mediodía, logró avistarlos. Sin notificarlos de su presencia, se adelantó a ellos y los esperó junto a un recodo del sendero por el que iban.
Bakkat vio venir a Jim al frente de la expedición. Mientras Fuego pasaba junto al lugar donde él estaba escondido, el bosquimano apareció por detrás de una piedra, como el ajinni de la lámpara, y gritó con voz penetrante:
—¡Yo te saludo, Somoya!
Fuego se sobresaltó tanto que dio un respingo. Jim, tomado también por sorpresa, estuvo a punto de perder el equilibrio, y Bakkat comenzó a reír a carcajadas. Jim recuperó el equilibrio de inmediato y se lanzó en persecución del bosquimano, mientras éste huía rápidamente, todavía riendo. Jim se quitó el sombrero, se inclinó hacia un costado y se lo arrojó a Bakkat.
—¡Maldito hombrecito! Eres tan pequeño, tan chiquitito, que ni siquiera te veo. —Esos insultos provocaron tal ataque de risa en Bakkat que tuvo que dejarse caer al piso.
Cuando pudo por fin levantarse, Jim lo observó atentamente mientras se saludaban más formalmente. Estaba claro que el bosquimano estaba agotado. Aunque los de su tribu eran famosos por su fortaleza y su resistencia, en aquella semana Bakkat había recorrido más de cien leguas por terrenos de montaña, sin comer ni beber adecuadamente, y sin dormir más de un par de horas. Su piel ya no era dorada y brillante, sino gris y polvorienta como las cenizas de la hoguera por la mañana. Su cabeza parecía una calavera, el bosquimano estaba demacrado. Sus ojos se habían hundido profundamente en sus cuencas. Las nalgas de un bosquimano eran como la joroba de un camello: cuando estaba bien alimentado y descansado, eran majestuosas, y se balanceaban independientemente mientras caminaba. Pero el trasero de Bakkat había desaparecido tras unos pliegues de piel floja que asomaban por entre su falda. Sus piernas y sus brazos estaban tan delgados como los miembros de una mantis religiosa.
—¡Zama! —le dijo Jim a su amigo—. Descarga una de las bolsas de chagga.
Cuando Bakkat intentó comenzar a transmitir su informe, Jim le ordenó que se callara.
—Primero tienes que comer y beber algo. Y luego dormir. Hablaremos más tarde.
Zama arrastró hacia allí una de las pesadas bolsas llenas de chagga, con carne de antílope. Los trozos salados habían sido secados al sol apretados en la bolsa, de modo que el aire y las moscas no pudieran llegar hasta allí. Los primeros viajeros africanos seguramente habían tomado la idea del tasajo de los indios de América del Norte. Aquel tratamiento permitía que la piel no se pudriera y pudiera conservarse sin límite de tiempo. Retenía mucha de su humedad, y aunque su sabor era fuerte, la sal disimulaba el gusto. Era un sabor al que cualquier ser humano, en momento de gran necesidad, podía acostumbrarse con rapidez.
Bakkat se sentó a la sombra, junto a un arroyo, y comenzó a llevarse a la boca el puñado de trozos de chagga que habían colocado frente a él.
Louisa se bañó en una de las piletas que había arroyo abajo y luego fue a sentarse junto a Jim, y a mirar cómo comía Bakkat.
Luego de un rato, ella preguntó:
—¿Cuánto más puede llevarse a la boca?
—Recién está comenzando —dijo Jim. Mucho más tarde, ella volvió a hablar:
—¡Mira su estómago! Se está hinchando.
Bakkat se puso de pie y se arrodilló sobre el arroyo.
—¡Por fin terminó! —dijo Louisa—. Pensé que seguiría comiendo hasta explotar.
—No. —Jim sacudió la cabeza—. Necesita beber un poco para seguir comiendo.
Bakkat volvió del arroyo, con el agua cayéndole del mentón, y siguió comiendo chagga al mismo ritmo. Louisa aplaudió y comenzó a reír, asombrada.
—¡Es tan pequeño que parece imposible que pueda haber comido todo eso! ¿No dejará de comer nunca?
Pero, poco después, Bakkat dio por terminado su almuerzo. Con notorio esfuerzo, se llevó un último trozo a la boca. Luego se sentó con las piernas cruzadas y ojos vidriosos y eructó sonoramente.
—Parece preñado de ocho meses —dijo Jim, señalando el prominente estómago del bosquimano. Louisa se sonrojó al oír esa comparación tan íntima y poco apropiada, pero no pudo reprimir una sonrisa. Era una descripción adecuada. Bakkat le sonrió, cayó hacia un lado, se enroscó y enseguida comenzó a roncar.
A la mañana, sus mejillas se habían redondeado milagrosamente, y aunque sus nalgas no habían recobrado todavía su antigua grandeza, debajo de su falda podía adivinarse un bulto considerable. Bakkat se dispuso a dar cuenta del desayuno de chagga con bríos renovados, y luego, ya recuperadas sus fuerzas, estuvo en condiciones de entregarle su informe oral a Jim.
El muchacho lo escuchó casi sin pronunciar palabra. Cuando Bakkat le relató el descubrimiento de la evidencia de que Xhia los había seguido, y que por lo tanto seguramente llevaría a Keyser a Majuba, Jim se mostró preocupado. Pero luego Bakkat le dio el mensaje de apoyo y de amor de su padre. Los nubarrones que parecían haberse cernido sobre el ánimo de Jim se disiparon, y su rostro se encendió con su habitual sonrisa. Cuando Bakkat finalizó su relato, ambos se quedaron un rato en silencio. Luego, Jim se levantó y fue hacia la pileta natural. Se sentó sobre un tronco podrido y comenzó a reflexionar. Rompió un trozo de corteza, recogió los gusanos blancos que había dejado expuestos y los lanzó al agua. Un gran pez amarillo emergió de ella y, con un remolino, se los tragó. Finalmente, Jim volvió al lugar donde lo esperaba pacientemente Bakkat, y se puso en cuclillas frente a él.
—No podemos ir al Gariep con Keyser detrás de nosotros. Lo llevaremos directamente adonde está mi padre con sus carretas. —Bakkat asintió—. Debemos obligarlo a ir en la dirección equivocada y luego hacerle perder el rastro.
—Tienes una sabiduría que no se contradice con tu edad, Somoya.
Jim comprendió que Bakkat estaba bromeando. Extendió su brazo y le dio un empujoncito.
—Tú me dirás, entonces, qué debemos hacer, Príncipe del Clan de Turones del San.
Bakkat los llevó a dar un amplio círculo que los alejaba del Ganiep, retrocediendo a través de los senderos trazados por los animales hasta un punto en la montaña encima del campamento de Majuba. Se mantuvieron a una legua de distancia de la choza, acampando sobre la ladera este del valle. No encendieron fuego: comieron comida fría y durmieron envueltos en mantas hechas con piel de chacal. Durante el día, los hombres se turnaban para subir a la cima con el telescopio de Jim y vigilar el campamento de Majuba, atentos al arribo de Xhia, de Keyser y de sus hombres.
—Es imposible que logren andar a la misma velocidad que yo en estas montañas —se jactó Bakkat—. Llegarán recién pasado mañana. Pero hasta entonces debemos mantenernos bien escondidos, porque Xhia tiene la vista de un buitre y los instintos de una hiena.
Jim y Bakkat construyeron un escondite debajo de la cima, con ramas arbustos y pasto. Bakkat lo examinó desde distintos ángulos para asegurarse de que fuera imposible descubrirlo. Una vez que la inspección lo satisfizo, les advirtió a Jim y a Zama que no usaran el telescopio cuando el estuviera en un ángulo tal que los lentes reflejaran sus rayos. Jim se acomodó en el escondite para la primera guardia matinal.
Estaba instalado cómodamente, sumido en un ensueño placentero. Pensaba en la promesa de su padre de llevar carretas y provisiones. Con ayuda, sus sueños de efectuar un viaje hasta el final de esa vasta región podrían hacerse realidad. Pensó en las aventuras que él y Louisa experimentarían, y en las maravillas que encontrarían en esas selvas inexploradas. Recordó las leyendas de los lechos de los ríos repletos de pepitas de oro, en grandes rebaños de elefantes, en los desiertos pavimentados con diamantes brillantes.
El sonido repentino de unas pisadas en el pedregullo de la ladera lo sacó de su ensueño. Instintivamente, llevó su mano a la pistola que colgaba de su cinturón. Pero no podía arriesgarse a disparar. Bakkat lo había retado con bastante dureza por el disparo con que había matado al antílope, llevando a Xhia hasta donde estaban ellos.
—Somoya, Xhia nunca habría encontrado mi rastro si tú no hubieras llamado su atención. Tu disparo nos puso en evidencia.
—Discúlpame Bakkat —había dicho Jim irónicamente—. Sé muy bien que odias la chagga de antílope. Habría sido mejor morirnos de hambre. Jim llevó su mano de la pistola al mango de su puñal. Su hoja era larga y afilada, y el joven se preparó para dar un golpe defensivo. Pero, en ese preciso instante, Louisa murmuró suavemente desde afuera del escondite:
—Jim…
La tensión que había sentido al oír los ruidos se transformó en placer al oír su voz.
—Entra, Puercoespín, ¡rápido! ¡Que no te vean! —La muchacha entró arrastrándose. Adentro apenas había lugar para ambos. Se sentaron uno al lado del otro, a sólo centímetros de distancia. Se quedaron unos segundos inmersos en un silencio tenso. Finalmente, fue Jim quien lo rompió.
—¿Los otros están bien?
—Están durmiendo.
Louisa no miraba al muchacho, pero era imposible para ella no estar totalmente atenta a su presencia. Jim estaba junto a ella, y olía a transpiración, a cuero y a caballos. Era tan poderoso y masculino que ella se sentía turbada. Sus recuerdos más negros se mezclaban con emociones nuevas y contradictorias. Louisa se mantenía lo más alejada posible de él.
Él hizo lo mismo.
—Somos demasiados en este lugar —dijo Jim—. Bakkat lo construyó para él.
—No quise… —comenzó a excusarse ella.
—Te entiendo, Puercoespín —dijo él—. Ya me lo explicaste una vez.
—Louisa lo miró por el rabillo del ojo y advirtió aliviada que su sonrisa era genuina. En esos días de viaje por las montañas había aprendido que el sobrenombre "Puercoespín" no contenía un reproche ni un insulto, sino que era simplemente una burla amistosa.
—La otra noche me dijiste que querías uno como mascota —dijo Louisa, inmersa en la cadena de sus pensamientos.
—¿Qué? —Él la miró sorprendido.
—Un erizo. ¿Por qué no buscaste uno?
—No es fácil. En África no se encuentran. —Jim sonrió—. Los he visto en libros. Tú eres el primero que veo en carne y hueso. No te molesta que te llame así ¿verdad?
Louisa lo pensó un instante y comprendió que él ya ni siquiera se estaba burlando amistosamente, sino simplemente usándolo como un sobrenombre.
—Al principio sí, pero ya me acostumbré a él —dijo ella, y luego agregó con suavidad—: Los erizos son criaturas muy dulces. No, la verdad es que no me molesta demasiado.
Una vez más se quedaron en silencio, pero ya no estaban tensos. Luego de unos minutos, Louisa hizo un agujero en la pared de pasto del escondite. Jim le alcanzó el telescopio y le enseñó a enfocarlo.
—Me dijiste que eres huérfana. Cuéntame cómo eran tus padres —dijo Jim.
La pregunta la tomó por sorpresa, y la muchacha sintió que flaqueaba. Él no tenía derecho a preguntarle aquello. Louisa intentó concentrarse en el telescopio, pero no pudo ver nada. Luego, el enojo pasó. La muchacha sintió una necesidad profunda de hablar de su pérdida. Nunca antes había sido capaz de hacerlo, ni siquiera con Elise cuando confiaba en ella.
—Mi padre era un maestro amable y bueno. Amaba los libros y la enseñanza. —Su voz era casi inaudible, pero a medida que fue recordando cosas maravillosas que había vivido con su madre y con su padre, se hizo más fuerte y segura.
Jim se sentó junto a ella en silencio, haciendo alguna pregunta cuando le faltaban las palabras, acompañándola. Jim parecía haber abierto un acceso en su alma, para hacer que se fueran el veneno y el dolor. Louisa sentía una confianza cada vez mayor en él, como si pudiera decirle todo y entender. Ella pareció perder la cuenta del tiempo transcurrido, hasta que fue devuelta al presente por el ruido de algo que raspaba la pared exterior del escondite. Era Bakkat, que preguntó algo con un susurro. Jim respondió y Bakkat se fue tan silenciosamente como había llegado.
—¿Qué dijo? —preguntó ella.
—Vino a reemplazarme en la guardia, pero le dije que se fuera.
—He estado hablando demasiado. ¿Qué hora es?
—La hora que es no importa mucho aquí en las montañas. Sigue contándome por favor; me gusta escucharte.
Cuando ella terminó de contarle todo lo que recordaba de sus padres, hablando de otros temas, espontáneamente introducidos por Louisa o sugeridos por las preguntas de Jim. Ella se sentía feliz al poder hablar francamente con alguien otra vez.
Al verla tranquila y con las defensas bajas, Jim descubrió con deleite que ella tenía un sentido del humor seco y sutil. Louisa podía ser divertida y también modesta, muy observadora y también perversamente irónica. Hablaba inglés de manera excelente, mucho mejor que el holandés, pero su acento hacía que las cosas recibieran un baño de frescura, y sus deslices ocasionales eran encantadores.
La educación recibida de su padre le permitía un conocimiento pródigo de muchos temas; había viajado a lugares que fascinaban a Jim. Inglaterra era el hogar ancestral y espiritual del muchacho, pero él nunca había estado allí, y ella le describió las escenas y los lugares que había oído mencionar a sus padres y que sólo había visto en los libros.
Las horas pasaban muy rápidamente, y sólo cuando las largas sombras de las montañas taparon el escondite Jim advirtió que el día estaba por terminar. Reconoció, culpable, que había descuidado su guardia. No había examinado el paisaje durante varias horas.
Se inclinó hacia adelante y miró ladera abajo. Louisa se sobresaltó, pero él le puso la mano sobre el hombro.
—¡Están aquí! —Su voz era aguda y denotaba preocupación, pero por un instante ella no pudo comprender a qué se refería—. ¡Keyser y sus hombres!
El pulso de Louisa comenzó a agitarse, los finos pelitos rubios de sus brazos se erizaron. La muchacha espió por la mirilla, temblorosa, y percibió el movimiento valle abajo. Una columna de jinetes estaba cruzando el río, pero desde allí era imposible identificar a los jinetes individuales. Jim tomó el telescopio, que descansaba sobre la falda de la muchacha. Con una mirada rápida se aseguró de que el sol no reflejara las lentes, y luego enfocó el instrumento con la mayor rapidez.
—Xhia, el bosquimano, va a la cabeza. Conozco hace mucho tiempo a ese pequeño cochino. Es astuto como un mandril y peligroso como un leopardo herido. Él y Bakkat están enemistados a muerte. Bakkat jura que mató a su esposa con un hechizo. Keyser es un hombre que se ha hecho rico con los sobornos que ha cobrado y con lo que le ha robado a la VOC. Tiene uno de los mejores establos de África. A diferencia de su propia barriga, no es un hombre suave. Llegaron un día antes de lo que Bakkat esperaba.
Louisa se apoyó en Jim. La muchacha sentía que los fríos reptiles del miedo se deslizaban por su espalda. Sabía muy bien lo que le pasaría si llegara a caer en manos de Keyser.
Jim movió su telescopio.
—Quien va detrás de Keyser es el capitán Herminius Koots. ¡Por el amor de Dios, ése sí que es un tipo perverso! No te cuento las cosas que se dicen de él porque me daría vergüenza hacerlo. Detrás de él viene el sargento Oudeman. Sigue a Koots a sol y a sombra y comparten los mismos gustos. Se desviven por el oro, por la sangre y por lo que hay debajo de las faldas.
—Te agradecería que no hablaras así, Jim Courtney. Recuerda que soy una mujer.
—Entonces no tendré que explicarte a qué me refiero, ¿verdad, Puercoespín? —Jim sonrió, y ella intentó mantenerse seria, pero él ignoró su gesto ceñudo y siguió nombrando a los soldados de Keyser.
—Los cabos Richter y Le Riche van en la retaguardia, llevando los caballos adicionales. —Jim contó a los animales y eran diez—. Con esa reserva, no me extraña que vayan tan rápido. No nos será fácil escapar de ellos.
—El muchacho cerró el telescopio. —Te diré qué haremos. Alejaremos a Keyser del río Gariep, donde mi padre estará esperándonos con carretas Y pertrechos. Lo siento, pero eso quiere decir que tendremos que seguir escapando por unos cuantos días, y quizá por algunas semanas. Significa que tendremos que llevar una vida dura, sin tiendas ni refugios, y con raciones escasas una vez que se acabe la carne de antílope. A menos que podamos matar a otro, pero en esta estación la mayoría de las manadas están en la llanura. Con Keyser siguiéndonos los pasos, no podremos cazar. No será fácil.
Louisa escondió sus miedos con una sonrisa y un tono entusiasta.
—Al lado de la cubierta de la Meeuw, esto es el paraíso para mi.
—Louisa se pasó las manos por las excoriaciones que los grilletes habían dejado en sus tobillos. Las heridas estaban curando: las costras estaban cayendo, dejando su lugar a secciones de piel nueva y rosada. Bakkat había preparado un bálsamo con grasa de antílope que estaba demostrando ser eficaz.
—Pensé en enviarte al Gariep con Zama y que tú te encontraras primero con mi padre mientras Bakkat y yo intentábamos que Keyser perdiera el rastro, pero cuando lo hablé con Bakkat decidimos que no podíamos arriesgarnos. El rastreador de Keyser es un mago. Tú y Zama jamás podrían escapar de él, aun cuando Bakkat le tendiera todas las trampas que conociera Xhia encontraría la pista del punto en que nos habríamos separado y él tiene casi tantas ganas de prenderte a ti como las que tiene de prenderme a mí. —Su expresión se tornó sombría al pensar en la posibilidad de que Louisa estuviera sin protección, a merced de Keyser, Koots y Oudeman—. No, nos quedaremos juntos.
Louisa se sorprendió ante el alivio que sintió al saber que él no la abandonaría.
Miraron cómo Keyser y sus hombres inspeccionaban el refugio abandonado, y cómo volvían luego al valle por donde habían llegado. Poco después desaparecieron entre las montañas.
—Pronto volverán —predijo Jim.
A Xhia le tomó tres días llevar a Keyser tras las huellas del grupo de Courtney. Su camino daba una enorme vuelta hasta volver a las colinas que había sobre Majuba. Jim había usado ese respiro para hacer que los caballos y las mulas descansaran y se alimentaran. Mientras esperaban, Bakkat recuperó sus fuerzas. Su parte posterior volvió a su forma habitual. Después del mediodía del tercer día, la columna de Keyser volvió a Parecer, siguiendo con persistencia sus pisadas. En cuanto Bakkat los vio, Jim y los suyos comenzaron a retirarse hacia el refugio que ofrecían las montañas. Ajustaron la velocidad a la de sus perseguidores: se mantenían a cierta distancia de Keyser, lo que les permitía mantener al coronel bajo observación y estar listos para una maniobra rápida o cualquier otra estratagema que Xhia y el militar pergeñaran para pescarlos por sorpresa.
Zama y Louisa iban adelante con las mulas y el equipaje. Zama obligaba a los animales a ir a buen paso. Tenían que dejarlos descansar y pastar, porque de otro modo se debilitarían y se quebrarían. Por fortuna, las mismas restricciones respecto de la velocidad de la marcha se aplicaban a los animales de Keyser, aunque éste tenía animales de repuesto. Aun así, Zama y Louisa lograban mantenerse adelante.
Bakkat y Jim se quedaban bajo las narices de Keyser, haciéndole sombra, manteniendo contactos ocasionales, intentando estar permanentemente al tanto de su ubicación. Cuando el sendero llevaba a un risco o cruzaba un río, esperaban a que la tropa de Keyser se hiciera visible. Antes de seguir adelante, Jim contaba a hombres y caballos a través del telescopio para asegurarse de que ninguno se había desviado.
Cuando caía la noche, Bakkat se arrastraba hasta el campamento de Keyser y observaba desde la oscuridad para asegurarse de que no estuviera planeando alguna jugada. Pero no podía llevar a Jim. Xhia era un peligro constante, y por más avezado en la ciencia de la selva que fuera el joven, nunca podría igualar a Xhia en la oscuridad. Louisa y Zama estaban bastante más adelante, y Jim comía solo en su propio campamento. Luego dejaba el fuego encendido para despistar a un posible observador y se perdía en la noche, avanzando hasta donde estaban los otros dos para cuidar sus espaldas.
Antes del amanecer, Bakkat interrumpía su vigilancia y se apresuraba a volver adonde estaba Jim. Luego, durante el día, proseguían la marcha en el orden estipulado.
Durante la mañana siguiente, Xhia estudiaba los signos que habían dejado y podía deducir fácilmente sus movimientos. Keyser ordenó un ataque sorpresivo para la tercera noche. Al atardecer instalaron su campamento. Los hombres ataron los caballos, cenaron y se turnaron para la guardia, mientras se acostaban en sus sábanas y dejaban que el fuego se extinguiera. Por los informes de Xhia, sabían que Bakkat debía de estar observándolos. En cuanto oscureció, Xhia abandonó furtivamente el campamento, seguido por Koots y por Oudeman. Fueron en círculo para no alertar a Bakkat y sorprender a Jim junto a su fogón. Pero los dos hombres blancos, aún cuando habían tapado sus huellas y envuelto sus botas con pañuelos para amortiguar el ruido, no podían competir con Bakkat. El bosquimano oyó perfectamente sus torpes pasos en la oscuridad. Cuando Xhia y los dos soldados llegaron al campamento de Jim, éste estaba abandonado y el fuego se había convertido en brasas.
Dos noches más tarde, Koots y Oudeman esperaron a Xhia lejos del perímetro de su campamento. Pero Bakkat tenía un instinto animal para supervivencia. Olió a Koots a veinte pasos: el sudor de un hombre blanco y el rancio humo del cigarro tenían un olor muy notorio. Bakkat dejó caer una pequeña roca por la ladera en dirección a él. Al oír el ruido, Koots y Oudeman comenzaron a disparar con sus mosquetes. El campamento se convirtió en un infierno de gritos y disparos, y ni Keyser ni el resto de sus hombres pudieron dormir muy bien esa noche.
Al día siguiente, Jim y Bakkat estaban vigilándolos y vieron que la patrulla enemiga montaba en sus caballos e iba hacia ellos.
—¿Cuándo se rendirá este maldito coronel? —preguntó Jim.
Corriendo junto a él, tomado de un estribo de cuero y riendo entre dientes, Bakkat dijo:
—No deberías haberle robado el caballo, Somoya. Creo que eso lo sacó de las casillas. Es una cuestión de orgullo. Tendremos que matarlo o eludirlo. Pero antes de que eso ocurra no se dará por vencido.
—Nada de matar a nadie, pequeño demonio sediento de sangre. El secuestro de una prisionera de la VOC y el robo de un caballo ya son suficientes. Pero ni siquiera el gobernador Van de Witten podría pasar por alto el asesinato de su comandante militar. Mi familia pagaría por mi. Mi ire… —Jim se detuvo de golpe. Las consecuencias eran demasiado terribles como para pensar en ellas.
—Keyser no es ningún tonto —prosiguió Bakkat—. A esta altura, ya sabe que nos encontraremos con tu padre. Como no sabe dónde, todo lo que tiene que hacer es seguirnos. Y si no piensas matarlo, entonces tendrás que pedirle ayuda al Kulu Kulu para que Xhia nos pierda el rastro. Aun si estuviera viajando solo, no sé si lograría escapar. Pero somos tres hombres, una muchacha que nunca estuvo en la selva, dos caballos y seis mulas cargadas. ¿Qué podemos hacer nosotros contra los ojos, la nariz y la magia de Xhia?
Cuando llegaron a la siguiente loma, se detuvieron para que Fuego descansara y para esperar a sus perseguidores.
—¿Dónde estamos, Bakkat? —Jim se puso de pie sobre sus estribos y miró el imponente paisaje que los rodeaba.
—Este lugar no tiene nombre, porque los seres humanos no vienen hasta aquí, a menos que estén perdidos o locos.
—¿Y para qué lado están el mar y la colonia? —Al muchacho le era difícil conservar el sentido de la orientación en medio de aquel laberinto montañoso.
Bakkat señaló la dirección correcta sin vacilar, y Jim miró de soslayo el sol para orientarse, aunque sin cuestionar la infalibilidad del bosquimano.
—¿Cuán lejos estamos?
—Si vas sobre el lomo de un águila, no muy lejos. —Bakkat se encogió de hombros—. Si vas por la ruta y viajas rápido, puedes tardar ocho días.
—A Keyser ya se le deben de estar agotando las provisiones. Incluso a nosotros sólo nos queda la última bolsa de chagga y sólo veinte libras de pan de maíz.
—Antes de dejarte ir al encuentro de tu padre, se comerá sus propios caballos.
Esa misma tarde, vieron desde la distancia cómo el sargento Oudeman elegía uno de los caballos de relevo y lo llevaba hacia una hondonada cerca de donde estaba acampada la tropa de Keyser. Mientras Oudeman sostenía su cabeza, y Richter y Le Riche afilaban sus cuchillos en una roca, Koots revisó el pedernal y la cebadura de su pistola. Luego fue hasta donde estaba el animal y colocó el bozal contra la mancha blanca de su frente. El disparo sonó amortiguado, pero el caballo cayó de inmediato y comenzó a patear convulsivamente.
—Bifes de caballo para la cena —murmuró Jim—. Y Keyser tiene comida para una semana más, por lo menos.
—El muchacho sacó la vista del telescopio. —Bakkat, no podemos seguir así por mucho tiempo. Mi padre no nos esperará para siempre en el Gariep.
—¿Cuántos caballos les quedan? —preguntó Bakkat mientras se escarbaba la nariz, pensativo, para luego examinar el resultado de sus excavaciones.
Jim volvió a enfocar el telescopio y comenzó a contar la tropilla que veía a la distancia.
Dieciséis, diecisiete… Dieciocho, contando el tordo de Keyser.
Jim miró a Bakkat, que parecía distraído.
—¿Los caballos? ¡Pero sí, claro! —exclamó. La estudiada expresión de Bakkat se aflojó, convirtiéndose en una sonrisa pícara—. Si. Sus caballos son la única manera que tenemos de atacarlos.
La persecución los había llevado inexorablemente hacia la selva virgen, a tierras donde ni siquiera Bakkat se había aventurado antes. Dos veces vieron pasar animales de caza. Una vez, una manada de cuatro antílopes en la línea del horizonte. Y la otra, cincuenta bellos gamos azules. Pero si se hubieran desviado para cazar a esas presas preciosas, habrían perdido terreno, y el ruido de los disparos habría atraído a Keyser y sus hombres, que los habrían alcanzado antes de que ellos pudieran recoger piezas. Si hubieran matado a una de las mulas, habría ocurrido lo mismo.
Ya casi no tenían provisiones. Jim atesoraba el último puñado de granos de café.
La velocidad a la que podía avanzar Zama con Louisa y las mulas fue aminorando. La distancia entre ellos se fue haciendo más estrecha hasta que Jim y Bakkat lograron alcanzarlos. Los hombres de Keyser, en cambio, no cedían en su marcha, y a Jim y su pequeño grupo les era cada vez más difícil mantenerlos a distancia. La carne de caballo asada parecía haber repuesto la fuerza y la determinación de los hombres de Keyser. Louisa, en cambio, estaba comenzando a flaquear. Antes de que comenzara la persecución estaba demacrada, y después de varios días con poca comida y descanso, sus fuerzas estaban llegando al límite.
Para colmo, unos nuevos cazadores se habían unido a la partida. Una noche, mientras dormían a intervalos en la oscuridad, con frío y con hambre, sin tiempo siquiera para recoger leña durante el día, esperando que en cualquier momento los hombres de Keyser se abalanzaran sorpresivamente sobre ellos, fueron despertados por un ruido terrible. Louisa gritó antes de recuperar la compostura.
—¿Qué es eso?
Jim se quitó de encima la manta de piel de antílope, fue hacia ella y la abrazó. La muchacha estaba tan aterrorizada que no se opuso al abrazo.
El sonido se repitió: era una serie de gruñidos muy graves, cada uno más fuertes que el anterior, como un crescendo de truenos replicado por el eco de las oscuras montañas.
—¿Qué es eso? —repitió Louisa con voz temblorosa.
—Leones. —No tenía sentido engañarla, por lo que Jim intentó distraerla—. Hasta el hombre más valiente siente miedo tres veces cuando está frente a ellos: la primera vez que ve su rastro, la primera vez que oye su rugido y finalmente la primera vez que lo encuentra cara a cara.
—Con una es suficiente para mi —dijo ella, y aunque su voz vibraba pareció reírse. Jim sintió orgullo por el coraje que mostraba la muchacha. Luego retiró el brazo de sus hombros cuando sintió que ella se movía, incómoda. La muchacha todavía no podía tolerar el contacto con un hombre.
—Los leones van por los caballos. Si tenemos suerte, puede que vayan primero por los de Keyser. —Como una respuesta a su expresión de deseo, unos minutos más tarde oyeron una andanada de disparos de mosquete valle abajo, donde habían visto que el enemigo acampaba al caer la noche.
—Los leones deben de estar de nuestro lado —dijo Louisa, con una risa más convencida. Durante el resto de la noche, oyeron a intervalos el sonido seco de los lejanos disparos de mosquete.
—Los leones siguen merodeando el campamento de Keyser —dijo Jim—. Si tenemos suerte, esta noche perderán algunos caballos.
Al amanecer, mientras se preparaban para iniciar la jornada, Jim miró hacia atrás con el telescopio y vio que Keyser no había perdido ninguno de sus montados.
—Lamentablemente, lograron mantener a raya a los leones.
Aquél fue el día más duro que pasaron hasta entonces. A la tarde, una tormenta llegó desde el noroeste y los empapó con una lluvia fría y persistente. Mientras el sol se ponía, el cielo se limpió, y con la última luz del día vieron que el enemigo avanzaba con constancia. Estaba sólo a una legua detrás de ellos. Jim prosiguió la marcha hasta bien entrada la noche. Fue un avance de pesadilla, sobre un terreno húmedo y traicionero, a través de riachuelos que habían crecido peligrosamente con la lluvia. En el fondo de su alma, Jim sabía muy bien que no podrían seguir así por mucho tiempo.
Cuando finalmente se detuvieron, Louisa se dejó caer del lomo de Fiel. Jim la envolvió en una manta de piel empapada y le dio un pequeño trozo de chagga, que era casi lo único que les quedaba.
—Cómelo tú. Yo no tengo hambre —dijo ella.
—Cómelo —ordenó Jim—. No es el momento de hacerse la heroína.
Louisa se acostó en el suelo y se quedó dormida sin masticar más que un par de bocados. Jim fue hacia donde estaban Zama y Bakkat.
—Estamos cerca del final —dijo sombríamente el joven Courtney—. O lo hacemos esta noche, o no lo hacemos nunca. Tenemos que ir por sus caballos.
Lo habían estado planeando durante todo el día, pero era un intento desesperado. Aunque su rostro no dejaba ver lo que pensaba, Jim sabía que el plan estaba condenado al fracaso.
Bakkat era el único que tenía alguna posibilidad de evadir la vigilancia de Xhia y entrar en el campamento enemigo sin ser descubierto. Pero no podía desatar a dieciocho caballos y llevarlos solo hasta un lugar seguro.
—Uno o dos, puede ser —le dijo a Jim—. Pero no dieciocho.
—Debemos llevarlos todos. —El muchacho levantó los ojos al cielo. La luna, pálida y menguante, parecía atravesar los restos de nubes que quedaban en el cielo—. Hay demasiada luz para hacer un trabajo como éste.
—Bakkat podría tomar las riendas y guiarlos —dijo Zama.
Jim se movió, incómodo: la idea de mutilar a un animal le causaba repulsión.
—El primer animal aullaría tanto que Bakkat tendría a todo el campamento encima en pocos segundos. No, creo que eso no funcionaría.
En ese momento, Bakkat se levantó de un salto y comenzó a olisquear el aire.
—¡Sujeten los caballos! —gritó. ¡Vamos, rápido! Los leones están cerca.
Zama corrió hacia Fiel y tomó las riendas de la yegua. Bakkat fue rápidamente hacia las mulas para controlarlas. Ellas eran más dóciles que los purasangre.
Jim llegó justo a tiempo. Tomó a Fuego por la cabeza en el momento en que el padrillo levantaba sus patas delanteras y lanzaba un gemido de terror. La fuerza del caballo impulsó a Jim hacia arriba, pero el muchacho logró que el animal pusiera sus pies sobre el suelo, abrazándolo el cuello.
—¡Tranquilo, Fuego, tranquilo! ¡Sooo! Calma, calma… —dijo con tono apaciguador. Pero el caballo seguía nervioso; pateaba el suelo, intentando erguirse y huir. Jim le gritó a Bakkat—: ¿Qué pasa? ¿Qué ocurre?
—Es el león —dijo Bakkat, jadeante—. ¡Maldito sea! Dio una vuelta y soltó su pis apestoso de modo que el viento trajera su olor a las narices de los caballos. La leona estará esperando del otro lado a cualquiera que intente escapar.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Jim—. ¡Hasta yo puedo olerlo! —El muchacho sintió un desagradable hedor felino en la garganta, más repulsivo que el pis de gato. Fuego levantó otra vez sus patas delanteras. El olor lo estaba volviendo loco; estaba fuera de control. Jim supo que ya no podía contenerlo. Todavía sostenía al animal por el cuello, pero sus pies apenas tocaban el suelo. El caballo comenzó a galopar, arrastrando consigo a Jim.
—¡La leona! —gritó Bakkat—. ¡Ten cuidado! La leona te está esperando.
Los cascos de Fuego sonaron como truenos en el suelo rocoso, y Jim sintió como si sus brazos estuvieran siendo arrancados.
—¡Déjalo, Somoya! ¡No puedes detenerlo! —gritó Bakkat—. ¡La leona también te atrapará a ti!
Jim se agachó, y cuando sus pies tocaron la tierra se impulsó hacia arriba y pasó una pierna por sobre el lomo de Fuego. Acomodándose al lomo del caballo, tomó la pistola de Keyser y la amartilló con un solo movimiento.
—¡A tu derecha, Somoya! —gritó Bakkat detrás de él. El bosquimano lanzó la advertencia justo a tiempo. Jim alcanzó a ver que la leona salía del escondite y aparecía velozmente a su derecha. A la débil luz de la luna, parecía un pálido fantasma.
Jim levantó la pistola y se inclinó hacia adelante. Intentó encauzar a Fuego oprimiendo las rodillas, pero el caballo estaba fuera de control. Jim vio que la leona se colocaba frente a ellos y se agazapaba, preparándose para saltar. Luego se elevó de la tierra, lanzándose directamente hacia Jim, éste no tuvo tiempo para apuntar. Instintivamente, dirigió el cañón de su arma hacia la cara del animal. La leona estaba tan cerca que Jim podía verle las garras delanteras, buscándolo con sus grandes uñas curvas. Sus mandíbulas abiertas eran como un gran foso negro. Sus dientes brillaban como la porcelana, y Jim percibió su cálido aliento a cementerio cuando la hembra lanzó un rugido furioso.
El muchacho disparó con el brazo extendido y el fogonazo lo encegueció por un momento. Todo el peso del cuerpo de la leona cayó sobre ellos. Hasta el mismo Fuego se tambaleó, pero pudo recuperar el equilibrio y seguir galopando. Jim sintió que las garras de la leona rasgaban una de sus botas, sin poder aferrarse a ella. El enorme cadáver prosiguió su caída, golpeando ya flojo contra el suelo duro, para luego convertirse en una forma inerte.
A Jim le llevó unos segundos comprender que había salido ileso del ataque. Luego revisó a Fuego; se inclinó hacia adelante y lo abrazó por el cuello, intentando calmarlo:
—Ya pasó todo, Fuego. Eres un valiente, muchacho.
Al oír la voz de Jim, sus orejas se irguieron. El caballo fue amainando su marcha. Jim lo condujo hacia la ladera. Pero, en cuanto el animal percibió el aroma de la sangre de la leona, comenzó a moverse nerviosamente.
—La leona está muerta —se oyó decir a Bakkat desde la oscuridad—. El disparo le entró por la boca y salió por el cráneo.
—¿Dónde está el león? —gritó Jim.
La respuesta no la dio Bakkat. A una distancia de aproximadamente una milla, cerca de la cima de la montaña, se oyó rugir a la bestia.
—Ahora la leona no le sirve de nada. Ha abandonado a su esposa —dijo irónicamente Bakkat—. ¡Qué animal cobarde!
A Jim le era imposible obligar a Fuego a ir hacia donde estaba Bakkat, parado junto a la leona. El corcel seguía mostrándose asustado y nervioso.
—Nunca lo vi tan aterrorizado —comentó Jim.
—No hay animal que pueda mantenerse calmo luego de oler el pis O la sangre de un león —le dijo Bakkat.
Luego, ambos exclamaron con el mismo tono de voz:
—¡Eso es! ¡Lo tenemos!
Cuando llegaron al risco que daba al campo enemigo, ya era más de medianoche. Las fogatas de los centinelas estaban casi extinguidas, pero Jim y Bakkat podían ver claramente que los hombres estaban despiertos.
—Hay apenas una leve brisa del este. —Jim sostuvo la cabeza de Fuego para calmarlo. El padrillo seguía temblando, aterrado y nervioso. Ni la voz ni la mano de Jim lograban calmarlo. Cada vez que el cadáver que estaban llevando se movía hacia adelante, el caballo ponía los ojos en blanco.
—Debemos cuidarnos de que el viento no les lleve el olor a los caballos antes de que estemos listos —murmuró Bakkat.
Habían amortiguado los cascos de Fuego con botitas de cuero. Bakkat iva adelante para asegurarse de que el camino estuviera libre. Iban bordeando el perímetro occidental del campamento enemigo.
—Xhia tiene que dormir en algún momento —susurró Jim, sin estar demasiado convencido. Finalmente llegaron a una distancia de medio tiro de pistola, y desde allí podían ver las siluetas de los centinelas enemigos contrastando con el débil resplandor de sus fogatas.
—Dame tu cuchillo, Somoya —susurró Bakkat—. Es más filoso que el mío.
—Si lo pierdes, me quedaré con tus dos orejas —murmuró Jim, mientras le alcanzaba el arma.
—Espera mi señal. —Bakkat se perdió bruscamente en la oscuridad; Jim se quedó parado junto a la cabeza de fuego, manteniendo cerrados sus aliares, para evitar que relinchara al oler los otros caballos.
Como un fantasma, Bakkat fue acercándose a las fogatas, y su corazón dio un salto cuando vio a Xhia. Su enemigo estaba sentado en el lado puesto de la segunda hoguera, con su cobertor de pieles echado sobre los hombros.
Bakkat pudo ver que sus ojos estaban cerrados y que su cabeza, en las fronteras del sueño, producía un movimiento de vaivén. Somoya estaba en lo cierto. Bakkat sonrió para sí mismo. Xhia también tenía que dormir.
Pero el bosquimano se mantuvo a distancia de su rival, deslizándose con expresión despreciativa a un paso del cabo Richter, que estaba custodiando los caballos. Bakkat se acercó primero al montado gris de Keyser.
Mientras se acercaba, el pequeño hombrecillo comenzó a emitir un ruido con su garganta. El caballo se movió e irguió sus orejas, pero no produjo ningún otro sonido. En un instante, Bakkat cortó tres sogas de sus endas. Luego fue hacia el siguiente animal, sin dejar su canturreo, y pasó el cuchillo por la rienda que lo mantenía atado.
Cuando estaba por la mitad de la fila de caballos, el cabo Richter tosió, carraspeó y escupió. Bakkat se echó al suelo y no se movió. Escuchó los pasos de Richter, quien hizo una pausa junto al corcel gris para revisar las riendas. En la oscuridad, les echó una ojeada a las sogas enmarañadas y raídas. Luego siguió avanzando y a punto estuvo de tropezar con Bakkat. Cuando llegó al final de la fila, abrió la bragueta de sus pantalones y orinó ruidosamente sobre la tierra. Cuando volvió, Bakkat se había escondido junto al estómago de uno de los caballos, y Richter pasó sin mirar en dirección a él. Volvió a su lugar junto al fuego y le dijo algo a Xhia, que emitió un gruñido a manera de respuesta.
Bakkat les dio unos minutos para que volvieran a hundirse en las penumbras del sueño, y luego se encargó de las riendas que faltaban.
Jim oyó la señal: el canto suave de una lechuza. Sonó tan convincente que el muchacho rogó para que no fuera el canto de un ave verdadera sino su imitación, producida por el fiel bosquimano.
—¡La suerte está echada! —exclamó, como para sí. Se trepó sobre el lomo de Fuego que, aún nervioso, no necesitó de muchas incitaciones para seguir adelante. El cadáver de la leona, a medio destripar, con los intestinos colgando, se deslizaba detrás de él, y Fuego ya no lo pudo soportar. Comenzó a galopar con todas sus fuerzas en dirección al campamento dormido, mientras Jim aullaba y agitaba su sombrero por encima de su cabeza.
Bakkat emergió de la oscuridad, gruñendo y rugiendo con una intensidad que no se correspondía con su tamaño. Era una imitación perfecta de la bestia.
El cabo Richter, semidormido, atinó a ponerse de pie y disparar su mosquete contra Jim. La bala no dio en Fuego sino en uno de los caballos, haciendo estallar en pedazos los huesos de una de sus patas delanteras. El animal chilló y corcoveó, quebrando la soga que lo mantenía atado, y luego se cayó y se elevó sobre sus patas traseras, pateando el aire. Los demás soldados despertaron y tomaron sus mosquetes. Contagiándose el pánico, comenzaron a dispararles a leones y atacantes imaginarios, gritando con voces desafiantes y emitiendo órdenes contradictorias.
—¡Es el bastardo de Courtney! —bramó Keyser—. ¡Allí está! ¡Dispárenle! ¡No lo dejen escapar!
Los caballos se sintieron bombardeados por los gritos, los aullidos Y los rugidos, por las descargas de pólvora y, finalmente, por el terrible olor de la sangre y las tripas de león. La noche anterior habían sido atacados por un león, y ese recuerdo todavía estaba vívido. Ya no podían tolerarlo más. Comenzaron a tirar de las riendas, lanzando quejidos, pateando el suelo y parándose sobre sus patas traseras. Las riendas fueron quebrándose, dejándolos libres. En grupo, se alejaron del campamento con un galope estruendoso, en la misma dirección que Jim, montado sobre Fuego, iba detrás de ellos. Bakkat apareció en la oscuridad y se aferró a una de las sogas del estribo. Mientras Fuego lo transportaba, Bakkat seguía rugiendo como una auténtica bestia. Keyser y sus hombres iban tras ellos, disparando y volviendo a disparar tan rápido como se lo permitía una pronta recarga.
—¡Deténganlos! —aullaba Keyser—. ¡Tienen los caballos! ¡Deténganlos! El coronel tropezó con una piedra y cayó de rodillas, jadeante, sintiendo que su corazón estaba a punto de estallar. Miró en dirección al tropel en desbandada, y la evidencia de lo que él mismo había dicho lo golpeó con toda su fuerza.
Él y sus hombres estaban atrapados en medio de un territorio montañoso e inconmensurable, a no menos de diez días de marcha de la civilización. Sus provisiones eran escasas, y aun así no podrían recuperar todas las que tenían.
—¡Cerdo! —gritó—. ¡Espera a que te atrape, Jim Courtney! No descansaré hasta no verte en la horca, hasta no ver que los gusanos devoran tu cadáver y se introducen por las cavidades de tus ojos. ¡Te lo juro, Jim Courtney, y que Dios sea testigo de lo que digo!
Los caballos se mantenían unidos; Jim se encargaba de que ninguno se apartara. Cortó la soga con la que llevaban a la leona, dejando atrás sus eces. Contento al verse por fin libre de esa carga apestosa, Fuego se calmó de inmediato. Una milla más adelante, el paso desesperado de la tropilla se transformó en un galope suave, pero Jim siguió azuzándolos. Una hora más tarde, consideró que ninguno de los soldados, calzados y cargados como estaban, podría alcanzarlos. Entonces hizo que los caballos aflojaran la marcha, hasta que ésta se convirtió en un trote que podrían mantener durante horas.
Antes del ataque al campamento de Keyser, Jim les había indicado a Zama y a Louisa que se adelantaran con Fiel y las mulas. Aunque partieron con varias horas de ventaja, Jim les dio alcance una hora después del amanecer. El encuentro fue muy emotivo.
—Por la noche oímos los disparos —le dijo Louisa a Jim—, y temimos lo peor, pero yo recé por ti. No paré hasta ahora, cuando te oí gritar.
—Créeme que tus oraciones me fueron muy útiles, Puercoespín. Tú debes de ser una campeona de la oración. —Aunque se rió, Jim sintió una necesidad casi irresistible de bajarla en brazos del lomo de Fiel y tenerla cerca, para protegerla y cuidarla. La muchacha estaba muy delgada, pálida y exhausta. Pero Jim se bajó de su caballo—. Prepara un fuego, Zama —ordenó—. Podemos descansar un poco. Podemos beber y comer tranquilos —dijo riendo—, y luego dormir hasta cuando queramos. Keyser está volviendo a la colonia en el poni de Shank, y no sabremos nada de ellos por bastante tiempo.
Jim no estaba dispuesto a dejar que Louisa se negara otra vez a tomar café. Una vez que la muchacha probó el amargo líquido, ya no pudo resistirse, y bebió el resto de la taza con avidez agradecida. El oscuro brebaje hizo que de inmediato recuperara parte de su antiguo vigor. Dejó de temblar, y sus mejillas recobraron su viveza. Louisa se permitió incluso sonreír débilmente cuando Jim empezó a hacer algunas de sus peores bromas. Cada vez que la cantimplora se vaciaba, él volvía a llenarla con agua hirviendo. Cada mezcla de café era más aguachenta que la anterior, pero Jim también pareció revivir y recuperar su humor. El joven le relató a la muchacha cómo había reaccionado Keyser ante el sorpresivo ataque, y lo imitó caminando descalzo y con torpeza, revoloteando su espada por sobre la cabeza, lanzando amenazas y tropezando con sus propios pies en la oscuridad. Louisa rió hasta que las lágrimas le cubrieron el rostro.
Jim y Zama examinaron los caballos que habían capturado. Estaban en muy buen estado, si se consideraba el viaje infernal al que habían sido llevados. El caballo gris castrado de Keyser era el mejor de la tropilla. Keyser le había dado el nombre de Zehn, pero Jim lo cambió por Escarcha.
Ahora que tenían caballos de reserva podrían avanzar a buen paso hasta llegar al encuentro en el río Gariep. Pero Jim dejó que los animales primero descansaran y pastaran; sabía que Keyser no podría molestarlos. Louisa también aprovechó el descanso. Se hundió bajo su manta de piel Y se puso a dormir. Estaba tan quieta que Jim comenzó a preocuparse. Sigilosamente, levantó un poco la frazada para asegurarse de que la muchacha estuviera respirando.
Esa mañana, poco antes de encontrarse con Zama y con Louisa, Jim había visto un pequeño rebaño de cuatro o cinco rhebuck de montaña, pastando junto a las altas rocas del valle. Luego de verificar que Louisa estaba bien, el joven ensilló a Escarcha y Bakkat partió tras él montado sobre el lomo desnudo de otro caballo. Jim ordenó a Zama que cuidara a Louisa, y ambos cabalgaron hasta donde habían visto al rebaño. Los rhebuck se habían movido y no había animales en la falda de la ladera, pero Jim sabía que era poco probable que hubieran ido muy lejos. Ataron a los caballos y los dejaron paciendo junto a una zona de pasto dulce y suave, coronado con semillas rosadas velludas, madurando bajo el sol primaveral. Ambos hombres comenzaron a trepar por la ladera.
Bakkat localizó las huellas de los animales justo debajo de la cima, y comenzó a rastrearlos rápidamente, trotando sobre el terreno rocoso. Jim no le perdía pisada. Pronto encontraron al rebaño, agrupado en medio de las rocas que lo protegían del viento frío. Bakkat comenzó a arrastrarse a manera de un leopardo, llevando el mosquete enganchado a su brazo.
Cuando llegaron a setenta pasos, Jim supo que no podría acercarse más sin espantar a los rhebucks. El muchacho eligió a una hembra que masticaba apaciblemente mirando para otro lado. Jim sabía que a cien pasos el mosquete desviaba el tiro cinco centímetros a la derecha, de modo que lo apoyó sobre sus rodillas y apuntó un poco a la izquierda de su blanco. La bala dio en la base del cráneo del animal, y sonó como un melón estrellado contra el suelo. La hembra no volvió a moverse más que para dejar su cabeza contra la tierra. El resto del rebaño partió en estampida, agitando sus largas colas blancas y silbando en señal de alarma. Ambos hombres despellejaron al rhebuck y lo destriparon, aliviando el trabajo con una comilona de hígado crudo. Era un animal de tamaño medio, pero joven y rollizo. Dejaron tiradas la piel, la cabeza y las tripas, y entre ambos llevaron el resto hasta donde estaban los caballos. Cuando terminaron de cargar la carne en el lomo de Escarcha, Bakat llenó su bolsa de comida con trozos de carne cruda. Luego partieron. El bosquimano, llevando el telescopio de Jim, volvió sobre sus pasos para mirar a Keyser y a sus hombres. Jim quería asegurarse de que, ya sin caballos, habían abandonado la partida, y que habían iniciado la larga marcha a través de las montañas en dirección a la colonia. Jim no podía confiar en que Keyser hiciera lo que se esperaba de él. El muchacho estaba aprendiendo a respetar la tenacidad del coronel, y la fuerza de su odio.
Jim llegó al campamento donde había dejado a Louisa después del mediodía, y ella todavía estaba durmiendo. El aroma de la carne asándose la despertó. Jim logró preparar un poco más de café aguachento con los granos viejos, y Louisa comenzó a comer con notorio deleite.
Más tarde, cuando el sol ya estaba ocultándose detrás de la cima de las montañas, dándoles un aspecto amenazador, Bakkat volvió al campamento.
—Están a unas cinco millas del lugar donde los atacamos anoche —le dijo a Jim—. Ya desistieron. Dejaron abandonadas las provisiones y los pertrechos que no podían llevar sobre sus espaldas; ni siquiera se tomaron el trabajo de quemarlos. Traje todo aquello que puede sernos de utilidad.
Mientras Zama ayudaba a descargar el botín, Jim preguntó:
—¿En qué dirección están yendo?
—Como tú dijiste, Xhia los está llevando hacia el oeste, hacia la colonia. Pero van con lentitud. La mayoría de los hombres blancos están agotados. Sus botas son para montar, no para caminar. El coronel ya está cojeando y usa un bastón para ayudarse. No parece que vaya a aguantar demasiado; es difícil que logre llegar caminando a la colonia. —Bakkat miró a Jim—. Dijiste que no querías matarlo. Es posible que las montañas lo maten por ti.
Jim negó con la cabeza.
—Stephanus Keyser no es ningún tonto. Enviará a Xhia a buscar caballos al Cabo. Puede que adelgace un poco, pero no morirá-declaró, con una seguridad que ocultaba sus más íntimos pensamientos. Jim no quería que Keyser muriera, porque su muerte le sería endilgada a su familia.
Por primera vez en varias semanas, no tuvieron que apresurarse para esquivar a sus perseguidores. Bakkat había encontrado una pequeña bolsa de harina y una botella de vino en una de las alforjas de Keyser. Louisa cocinó pan sin levadura con los carbones, y kebabs de carne e hígado de antílope. Acompañaron aquel manjar con el clarete añejado de Keyser. Para el san, el alcohol era veneno, y Bakkat, riendo pícaramente, estuvo a punto de caer al fuego cuando intentó ponerse de pie. Las mantas de cuero se habían secado luego de la tormenta del día anterior, y entre todos recogieron leña para armar un buen fuego. Fue su primera noche de sueño ininterrumpido en mucho tiempo.
A la mañana siguiente, bien comidos, bien descansados y bien montados, enfilaron hacia el punto de encuentro en la Colina de la Cabeza de Mandril. Bakkat tuvo que padecer los efectos de tres tragos de vino ingeridos la noche anterior.
—Estoy envenenado —murmuró—. Voy a morir.
—No lo creo —respondió Jim—. Tus ancestros no aceptarán a un sinvergüenza como tú.
El coronel Keyser avanzó rengueando durante tres días, apoyándose pesadamente en el bastón que el capitán Koots había cortado para él, asistido del otro lado por Goffel, uno de los hotentotes que lo acompañaban. El viaje parecía no terminar nunca. Los empinados descensos eran seguidos por traicioneros caminos ladera arriba por terrenos que el pedregullo hacía resbaladizos. Una hora antes del tercer día de marcha, Keyser ya no pudo seguir. Con un quejido, cayó sobre una pequeña roca que estaba al costado del sendero por el que iban.
—¡Sácame las botas, inútil bastardo! —le gritó a Goffel, levantando una de sus piernas. Goffel forcejeó un rato hasta que salió despedido, con la enorme bota polvorienta en sus manos. Los otros, reunidos alrededor, se quedaron mirando con asombro el pie expuesto. Las medias estaban reducidas a jirones ensangrentados. Las ampollas habían estallado y de la carne viva colgaban tiras de piel.
El capitán Koots pestañeó con sus ojos pálidos. Sus pestañas eran incoloras, lo cual le otorgaba una perpetua inexpresividad.
—Coronel, no puede seguir adelante con los pies en esas condiciones.
—¡Eso es lo que te he estado diciendo durante los últimos treinta kilómetros, idiota! —le gritó Keyser—. Ordénales a tus hombres que armen una litera para mi.
Los aludidos se miraron entre si. Ya estaban muy cargados con los pertrechos que Keyser había insistido en llevar a la colonia, incluyendo su montura de caza de origen inglés, su silla y su cama de campamento su tienda y su cama portátil. Ahora recaería sobre ellos el honor de cargar al coronel en persona.
—Ya oyeron al coronel —les dijo Koots—. Richter y Le Riche pusieron dos ramas sólidas de madera de cedro. Usen sus bayonetas para darles forma. Ataremos a ellas la montura del coronel con trozos de cordón. Los soldados se dispusieron a obedecer una orden que no les complacía demasiado.
Keyser fue con los pies desnudos y sangrantes hasta el arroyo y se sentó en la orilla. Mojó sus pies en el agua clara y fría y suspiró aliviado.
—¡Koots! —gritó luego. El capitán se apresuró a ir donde estaba él.
—¡Sí, mi coronel! —Koots se puso en posición de firmes en la orilla, un hombre delgado y fuerte, de caderas angostas y hombros anchos y huesudos.
—¿Te gustaría ganar diez mil florines? —preguntó Keyser en voz muy baja.
Koots pensó en esa suma de dinero. Equivalía a casi cinco años de su sueldo de capitán, y él no abrigaba demasiadas esperanzas de ascenso.
—Eso es mucho dinero, señor —dijo Koots, prudente.
—Quiero a ese hijo de puta de Courtney. Lo quiero esposado, más de lo que quiero cualquier otra cosa en esta vida.
—Lo entiendo perfectamente, coronel —asintió Koots—. A mi también me gustaría ponerle las manos encima. —Sonrió como una cobra al pensar en ello e instintivamente apretó los puños.
—Logrará escaparse, Koots —dijo pesadamente Keyser—. Antes de que lleguemos al castillo estará más allá de las fronteras de la colonia, y no lo veremos más. Ese bastardo se ha burlado de mi y de la VOC.
Aquello tenía sin cuidado a Koots, esa no es una gran hazaña, pensó, sin poder evitar que una sonrisa subiera a su rostro. No hace falta ser un genio para burlarse del coronel.
Keyser pareció leer los pensamientos de su subordinado.
—Y también de ti, Koots. Las putas y los borrachos de las tabernas de la colonia se reirán de ti. De aquí a varios años, nadie te pagará un trago.
—La expresión del rostro de Koots se transformó. Keyser aprovechó esa ventaja. —A menos que tú, Koots, logres capturar a ese imbécil y lo hagas bailar el baile de la soga frente a todo el mundo en la plaza pública.
—Está tomando la Ruta de los Ladrones, hacia el norte —protestó Koots—. La VOC no puede enviar a nadie tras él. Está fuera de su soberanía. El gobernador Van de Witten no lo permitirá. No puede burlarse de las órdenes de los Het Zeventien.
—Pero puedo darte una licencia sin límite de tiempo. Paga, por supuesto. También conseguiría una autorización para que cruces la frontera al frente de una expedición de caza. Podrías ir con Xhia y con dos o tres buenos soldados. Con Richter y con Le Riche, si te parece… Yo aportaré todas las provisiones necesarias.
—¿Y si tengo éxito? ¿Y si capturo a Courtney y logro traerlo al castillo?
—Me aseguraré de que el gobernador Van de Witten y la VOC otorguen una recompensa de diez mil florines de oro. Y haré que su cabeza sea clavada en una pica de brandewijn.
Los ojos de Koots se abrieron bien grandes al pensar en ello. Con diez mil florines de oro podía irse para siempre de aquella tierra perdida. Por supuesto que no volvería a Holanda. En su viejo país se lo conocía por otro nombre, y había dejado allí algunos asuntos inconclusos que podían llevarlo a la horca. De todas formas, Batavia era un paraíso comparado con aquella colonia que era el patio trasero de un continente bárbaro. La mente de Koots comenzó a derivar hacia una pequeña fantasía sexual. Las mujeres de Java eran famosas por su belleza. Nunca le habían gustado las mujeres de los hotentotes, con sus rasgos simiescos. En Oriente, había muchas oportunidades para un hombre que supiera usar la espada y la pistola, y que no pestañeara al ver sangre. Sobre todo si ese hombre llevaba encima una bolsa de florines de oro.
—¿Qué dices, Koots? —insistió Keyser, interrumpiendo su fantasía.
—Quince mil florines.
—Eres un muchacho ambicioso. Quince mil florines es una fortuna.
—Usted es un hombre rico, coronel —señaló Koots—. Sé que pagó dos mil florines por Fiel y por la yegua. Además de la cabeza de Courtney, traeré a los dos caballos.
La furia de Keyser, que éste había logrado mantener a raya, reapareció ante la mención de los caballos robados. Ésos eran dos de los mejores animales que había fuera de Europa. El coronel miró sus pies, que le dolían casi tanto como la pérdida de sus caballos. Pero cinco mil florines de su propio bolsillo eran una fortuna.
Koots lo vio vacilar. Sólo faltaba un empujón.
—También está el padrillo —dijo.
—¿Qué padrillo?
—El que lo venció en Navidad, coronel. Fuego, el caballo de Jim Courtney. También se lo daré.
Keyser estaba a punto de aceptar, pero faltaba algo.
—Y la muchacha. También quiero a la muchacha.
—Antes me daré algunos gustos con ella. —Aunque sus rasgos duros se mantenían impertérritos, Koots estaba disfrutando con la negociación.
—Seguramente ya está preñada —dijo Keyser, riendo—. Y lo estará más cuando ese imbécil de Courtney acabe con ella. Yo sólo la quiero para mejorar el espectáculo. A la gente le gusta ver a una muchacha ahorcada. No me importa lo que tú hagas con ella antes.
—¿Trato hecho, entonces?
—El joven, la muchacha y los tres caballos —dijo Keyser—, tres mil cada uno, o quince mil por todos.
Había diez hombres para turnarse llevando al coronel. En equipos de cuatro, iban rotando cada hora. Keyser se encargaba de medir el tiempo con su reloj de oro. La montura era de estilo inglés, pero hecha por uno de los mejores talabarteros de Holanda. La ataron bien firme a los palos. Keyser iba bastante cómodo, con los pies en los estribos, mientras dos hombres de cada lado llevaban los palos sobre sus hombros. Les llevó nueve días llegar a la colonia, los dos últimos ya sin comida. Los hombros de quienes habían llevado a Keyser estaban seriamente llagados por su peso, pero los del coronel ya casi se habían curado, y la dieta forzosa había alargado la figura; parecía tener diez años menos.
La primera tarea que Keyser tenía por delante era pasarle un informe al gobernador Paulus Pieterzoon Van de Witten. Eran viejos camaradas y compartían muchos secretos. Van de Witten no había cumplido aún cuarenta años, y era un hombre alto y dispéptico. Su padre y su abuelo habían sido miembros de Het Zeventien, en Ámsterdam, y su riqueza y su poder eran considerables. Muy pronto volvería a Holanda para tomar su puesto en el Consejo de la VOC, ya que su carrera era intachable. Era posible que las andanzas de aquel bandido inglés dejaran alguna huella en su reputación. El coronel Keyser describió en detalle los crímenes contra la propiedad y contra la dignidad de la VOC perpetrados por el joven Courtney. Lentamente, fue atizando la ira del gobernador, sugiriendo repetidamente la responsabilidad que le cabía al propio Van de Witten en el asunto. La discusión duró varias horas, ayudada por el consumo de cantidades considerables de gin holandés y de clarete francés. Finalmente, Van de Witten capituló y aceptó que la VOC ofreciera una recompensa de quince mil florines por la captura de Louisa Leuven y de James Archibald Courtney, o por prueba fehaciente de sus ejecuciones.
La oferta de recompensas por las cabezas de criminales que habían escapado de la colonia era una práctica bastante habitual. Muchos de los cazadores y mercaderes que tenían licencias para abandonar la colonia agregaban a sus ganancias las que provenían del trabajo en las colonias.
Keyser estaba muy satisfecho con aquel acuerdo. Significaba que él no arriesgaría un solo florín de su cuantiosa fortuna para cumplir el trato que había hecho con el capitán Koots.
Esa misma noche, Koots fue a visitarlo a la pequeña cabaña que tenía en los jardines traseros de la Compañía. Keyser le entregó un adelanto de quinientos florines para cubrir los costos de aprovisionar y pertrechar a la fuerza expedicionaria que perseguiría a Jim Courtney. Cinco días más tarde, un pequeño grupo de viajeros se reunió en los márgenes del río Eerste, el más cercano a la colonia. Habían llegado hasta allí por separado. Había cuatro hombres blancos: el capitán Koots, con sus ojos pálidos, su cabello descolorido y su piel roja por el sol; el sargento Oudeman, calvo pero con gruesos mostachos, mano derecha de Koots, y los cabos Richter y Le Riche, que cazaban juntos como un par de perros salvajes. Luego había cinco soldados hotentotes, incluyendo al notorio Goffel, el intérprete, y a Xhia, el rastreador bosquimano. Ninguno de ellos llevaba el uniforme militar de la VOC: estaban vestidos con la tela casera y tosca que usaban los vecinos del Cabo. El taparrabo de Xhia era de piel de antílope seca, decorada con aplicaciones de cáscara de huevo de avestruz y cuentas venecianas. Llevaba en sus hombros el arco y el carcaj con flechas envenenadas, y de su cintura colgaba un cinturón con cuernos de antílope que contenían pociones medicinales, polvos y ungüentos.
Koots montó su caballo y miró a Xhia, el bosquimano.
—¡Encuentra el rastro, pequeño demonio, y bebe el viento!
Xhia avanzó, seguido por los soldados en fila, cada uno con un caballo de reserva que llevaba una carga de alforjas.
—Las huellas de Courtney tendrán semanas. —Koots iba mirando la espalda desnuda y la pequeña cabeza de Xhia meneándose junto a la nariz de su caballo—. Pero este hombre es un shaitan. Podría encontrar una bola de nieve en medio de los fuegos del infierno.
Koots pensó en el decreto firmado por el gobernador Van de Witten que llevaba en su valija, y en los quince mil florines que tenía al alcance de la mano. El capitán no pudo reprimir una sonrisa. No era una linda sonrisa.
Bakkat sabía que aquello era sólo un respiro y que Keyser no los dejaría escapar tan fácilmente. Muy pronto; Xhia estaría siguiendo sus huellas otra vez. Se adelantó a explorar el terreno, y en el sexto día después de la captura de los caballos encontró el lugar ideal para llevar a cabo lo que tenía en mente. Una capa de roca ígnea negra cortaba diagonalmente el suelo de un ancho valle, atravesando el lecho de un río de aguas claras, y subiendo luego la empinada ladera del otro lado del valle. La caída era recta y sobresalía tan claramente como una vía romana; sobre ella no crecía ningún tipo de vegetación. Allí donde la cruzaba el río, era tan patente a la erosión de las aguas que formaba una presa natural. El agua hacia el otro lado con una cascada estruendosa, sobre un remolino había quince metros más abajo. La roca negra era tan dura que ni siquiera los cascos con herraduras de acero de los caballos dejaban marcas en ella.
—Keyser volverá —le dijo Bakkat a Jim, mientras se agachaban sobre el suelo negro y brillante—. No se rendirá tan fácil. Aunque no pueda venir él, enviará a otros detrás de ti, y Xhia los guiará.
—A Xhia le tomará semanas llegar al Cabo y luego volver —objetó—. Para entonces, estaremos a muchas leguas de distancia.
—Xhia puede seguir una pista que tenga un año de antigüedad, a menos que haya sido cuidadosamente borrada.
—¿Y cómo podemos borrar nuestras huellas, Bakkat?
—Tenemos muchos caballos —dijo el bosquimano, señalando a los animales—. Quizá demasiados…
Jim miró la tropilla de mulas y caballos. Había más de treinta.
—Es verdad, no necesitamos tantos.
—¿Cuántos necesitas?
Jim lo pensó un momento.
—Fuego y Fiel, Escarcha y Cuervo para montar. Potrillo y Limón como caballos de reserva y para llevar los paquetes.
—Usaré al resto para borrar nuestras huellas y para que nos sirvan como señuelo y desvíen a Xhia.
—¡Muéstrame cómo! —ordenó Jim, y Bakkat comenzó con los preparativos. Mientras Zama daba de beber a la tropilla sobre la roca negra, Louisa y Jim cosieron unas botitas de cuero con las alforjas capturadas y con las pieles de antílope y de rhebuck. Eso amortiguaría el golpe de los cascos de los seis caballos que llevarían con ellos. Mientras se ocupaban de eso, Bakkat fue a explorar el río, corriente abajo. Se mantuvo arriba de la ladera, lejos de la orilla. Cuando volvió, les colocaron las botitas a los seis caballos elegidos. Las herraduras de acero no tardarían mucho en cortar el cuero, pero sólo había unos pocos cientos de yardas hasta la orilla del río.
Aseguraron el equipo en los lomos de los seis caballos. Luego reunieron a toda la tropilla y la hicieron caminar por la roca negra. A mitad de camino, tomaron a los seis caballos elegidos, y dejaron ir al resto a pastar en la ladera del valle.
Jim, Louisa y Zama se quitaron sus propias botas, las colocaron sobre los lomos de sus caballos y guiaron a éstos a través del camino señalado por la roca negra. Bakkat iba detrás de ellos, inspeccionando cada centímetro del suelo por el que habían pasado. Ni siquiera su ojo atento pudo descubrir rastros de su presencia reciente. Las botitas de cuero habían impedido el golpe de los cascos y los pies humanos desnudos eran suaves y flexibles, y habían caminado suavemente, sin agregar su peso al de los caballos. Los cascos no habían marcado ni rasgado la roca.
Cuando llegaron a la orilla del río, Jim le dijo a Zama:
—Ve tú primero. Una vez que caigan al agua, los caballos querrán ir hacia la orilla. Tú tienes que impedirlo.
Con ansiedad, observaron cómo Zama vadeaba el río, con el agua llegándole primero a las rodillas y luego a la cintura. Poco después ya no tenía que nadar, sino que las aguas simplemente comenzaron a impulsarlo. Cuando cayó y se hundió en el remolino que había debajo, desapareció por un momento, que para los observadores fue una eternidad. Pero, de pronto, su cabeza emergió y él levantó un brazo y los saludó. Jim se volvió hacia Louisa:
—¿Estás lista? —preguntó. Ella levantó el mentón y asintió. No dijo nada, pero el joven creyó percibir miedo en sus ojos. Louisa caminó con firmeza hasta el borde del río, pero él no podía dejar que fuera sola. La tomó del brazo, y por una vez ella no lo rechazó. Avanzaron juntos hasta que el agua les llegó a las rodillas. Luego se detuvieron, vacilando. Jim tuvo que contenerse para no abrazarla.
—Sé que sabes nadar como un pez. Te vi hacerlo.
Ella levantó la vista hacia él y le sonrió, pero sus ojos estaban muy oscurecidos por el terror. Jim le soltó el brazo, y ella avanzó y se dejó llevar por la estruendosa corriente. Jim sintió que su corazón, congelado por el terror, se iba con ella.
Luego, la cabeza de la muchacha apareció en medio del agua espumosa, Louisa había colocado su sombrero en el cinturón, y el cabello le caía Sobre el rostro como una hoja de seda brillante. La joven miró a Jim, y éste percibió no sin incredulidad que estaba riéndose. El sonido de la cascada apagaba su voz, pero Jim pudo leer sus labios:
—No tengas miedo. Yo te atraparé. El joven rió aliviado.
—¡Insolente! —gritó, y volvió a la orilla, donde Bakkat sostenía a los caballos. Se los fue dando de a uno. Fiel fue la primera, porque era la más lista. La yegua había visto saltar a Louisa y avanzó sin temor. Aterrizó rizando agua hacia arriba. En cuanto volvió a emerger, quiso nadar hacia la orilla, pero Louisa la tomó de la cabeza y la llevó corriente abajo, cuando llegaron al final del piletón, pudieron apoyar los pies en el suelo.
Ella hizo una señal, indicando que estaban bien. Ya se había puesto el sombrero.
Jim trajo los otros caballos. Cuervo y Limón, las dos yeguas, saltaron sin hacer mucho aspaviento. Potro y Escarcha, dos caballos castrados, opusieron más resistencia, pero finalmente Jim logró que se animaran a dar el salto. En cuanto se hundieron en el agua, Zama fue nadando hacia ellos y los condujo hasta donde los esperaba Louisa, en el medio del río. Fuego había visto saltar a los otros caballos, y cuando le llegó el turno decidió que no quería tomar parte en aquella locura. En medio de la esclusa formada por la roca, con las aguas turbulentas bramando alrededor, inició una lucha de voluntades con Jim. Se echaba hacia atrás y luego se hundía perdiendo el equilibrio y luego recuperándolo, retrocediendo y avanzando. Mientras era arrastrado hacia acá y hacia allá, Jim se mantuvo en sus trece, recitando una serie de insultos y amenazas en un tono que quería sonar cautivador y apaciguador.
—¡Maldita criatura demente, te usaré como carnada para cazar a un león!
Finalmente, logró doblar la cabeza del caballo de tal manera que pudo montar de un salto. A horcajadas, él estaba al mando, y forzó a Fuego a ir hasta el borde, donde la corriente terminó el trabajo. Cayeron juntos, y durante el salto Jim dio unas vueltas. Si Fuego hubiera aterrizado encima de él, lo habría aplastado, pero el muchacho consiguió apartarse, y en cuanto la cabeza de Fuego apareció sobre la superficie, ya estaba listo para sujetarlo de la crin y llevarlo hasta donde estaba Louisa con el resto de los caballos.
Bakkat todavía estaba en la cima de la cascada. Le hizo una señal a Jim indicándole que siguieran corriente abajo, y luego volvió a inspeccionar la roca negra, en busca de alguna marca que se le hubiera pasado por alto.
Finalmente satisfecho, llegó al punto donde el resto de la manada había cruzado la roca negra. Allí pronunció el hechizo del enmascaramiento, que servía para enceguecer al enemigo. Levantó su falda de cuero y orinó, pellizcando intermitentemente el agua mientras giraba en círculos.
—¡Xhia, asesino de mujeres inocentes, cierro tus ojos mediante este hechizo para que no puedas ver siquiera el sol del mediodía! —Dicho eso, lanzó hacia arriba un gran chorro de agua con la boca.
—¡Xhia, amado por los espíritus más negros, sello tus oídos mediante este hechizo para que no puedas oír siquiera el berrido de los elefantes salvajes! —El esfuerzo de soltar el siguiente chorro lo hizo lanzar una flatulencia, y el bosquimano saltó y rió excitado.
—¡Xhia, transgresor de las costumbres y las tradiciones de tu propia tribu, sello las ventanas de tu nariz mediante este hechizo para que no puedas oler siquiera tu propio estiércol!
Ya con su vejiga vacía, destapó uno de los cuernos de antílope que llevaba en el cinturón y lanzó al viento el polvo gris que contenía.
—¡Xhia, mi enemigo mortal, adormezco tus sentidos mediante este hechizo para que pases por este lugar sin adivinar la división de las huellas!
Finalmente, encendió una ramita que llevaba en su frasco encendedor y la sacudió por encima de las huellas.
—¡Xhia, sucio excremento innombrable, con este humo enmascaro la pista para que no puedas seguirme!
Finalmente satisfecho, miró hacia el valle y vio que Jim y los otros llevaban a los caballos por el medio del río. No abandonarían el agua hasta no llegar al lugar que él había elegido, una legua más abajo. Bakkat los vio desaparecer tras un recodo del río.
Los caballos y las mulas que habían dejado como señuelos ya estaban dispersos por el valle, pastando tranquilamente. Bakkat los siguió, tomó un caballo y montó encima de él. Sin apurarse, para no alarmar a la manada, los reunió y comenzó a apartarse del río, cruzando la divisoria en dirección al siguiente valle.
Siguió adelante durante cinco días, en un vagabundeo sin rumbo a través del terreno montañoso, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar sus huellas. Al atardecer del quinto día, ató los cascos del rhebuck muerto a sus propios pies. Luego abandonó la tropilla de caballos y mulas, y se apartó imitando el andar del rhebuck. Una vez que estuvo lejos, preparó otro hechizo para enceguecer a Xhia, por si su enemigo había sido capaz de seguir sus huellas hasta allí.
Confiaba en que Xhia no encontraría dónde se había separado la expedición y que seguiría las huellas más numerosas y menos disimuladas. Después de un largo tiempo siguiéndolas, se toparía con un callejón sin salida.
Ahora, finalmente, Bakkat podía volver hacia el valle fluvial donde se había separado de Jim y de los otros. Cuando llegó, no lo sorprendió descubrir que Jim había seguido sus instrucciones a la perfección. Habían salido del río en el saliente rocoso que Bakkat había elegido y luego ido hacia el este. Bakkat siguió las ligeras huellas que habían dejado,
ocupándose de borrarlas cuidadosamente. Usaba una escoba hecha con una rama de un árbol mágico. Cuando consideró que estaba lo suficientemente lejos del río, preparó otro hechizo para confundir a cualquier posible perseguidor, y luego siguió avanzando a un paso más rápido. A esa altura, Jim ya le llevaba diez días de ventaja, pero el bosquimano caminó tan rápido que en sólo cuatro días pudo reunirse con ellos.
Olió su campamento mucho antes de llegar a él. Asintió complacido consigo mismo al observar que, luego de comer, Jim había tapado las cenizas con arena, para trasladarse en la oscuridad a pasar la noche en un lugar más protegido.
Sólo un tonto puede dormir junto a la hoguera donde ha calentado su comida si sabe que está siendo seguido. Cuando se arrastró hasta el campamento, vio que Zama estaba de guardia. Bakkat eludió sin esfuerzo su vigilancia, y cuando Jim se despertó con el primer rayo del amanecer, vio al bosquimano sentado junto a él.
—Cuando roncas, avergüenzas a los leones, Somoya —le dijo Bakkat a modo de saludo.
Cuando Jim se recuperó de la sorpresa, lo abrazó.
—Bakkat, te juro por el Kulu Kulu que estás más pequeño que la última vez que te vi. Si sigues así, pronto podré llevarte en mi bolsillo.
Bakkat iba delante montado sobre Escarcha, el caballo castrado. Los guiaba en dirección al peñasco que bloqueaba un extremo del valle como Si fuera una enorme fortaleza. Jim dejó caer su sombrero por detrás de la nuca y estudió la gran pared de piedra.
—No hay modo de atravesarla —dijo, sacudiendo la cabeza. Bien en lo alto, los buitres planeaban sobre el enorme peñasco extendiendo sus largas alas y se posaban sobre los salientes de la piedra, junto a sus gigantescos nidos hechos de paja y ramitas.
—Bakkat encontrará el camino —dijo Louisa, contradiciendo a Jim. El pequeño rastreador ya se había ganado la entera confianza de la muchacha. Aunque no podían hablar, por desconocer sus respectivos idiomas, por las noches se sentaban juntos cerca del fuego y se comunicaban por medio de señas, riéndose de bromas que ambos parecían comprender a la perfección. Jim se dijo que no podía estar celoso de Bakkat, pero Louisa no parecía sentirse tan cómoda en su presencia como en presencia del bosquimano.
Siguieron trepando en línea recta hacia la sólida pared de roca. Louisa se había retrasado para ir junto a Zama, que estaba llevando la manada de caballos capturados hacia el final de la fila. Zama había sido su protector y la había acompañado constantemente durante la extenuante huida, mientras Jim se ocupaba de guardarles la espalda y de mantener alejados a sus perseguidores. Louisa sentía una fuerte ligazón con él. Zama le estaba enseñando el lenguaje de los bosques, y ella estaba aprendiendo rápidamente.
Jim estaba comenzando a comprender que Louisa tenía el don de atraer a la gente. El joven intentó explicarse cómo funcionaba exactamente ese don. Procuró recordar con precisión aquel primer encuentro en el buque cárcel, él había sentido una atracción inmediata y apremiante. Intentó ponerla en palabras. ¿Acaso ella emanaba un sentimiento de compasión y de bondad? No estaba seguro. Ella parecía esconderse sólo de él detrás de esa armadura defensiva que había originado el sobrenombre de Puercoespín. Con los otros era abierta y amigable. Era una situación confusa, que a veces le provocaba rencor. Jim quería que la muchacha cabalgara a su lado, no al lado de Zama.
Louisa debió de sentir que el joven la miraba, porque se volvió hacia él. Incluso a esa distancia, sus ojos eran extraordinariamente azules. La joven le sonrió a través del velo de polvo que levantaban los cascos de los caballos.
Bakkat se detuvo en la mitad de la ladera.
—Espérame, Somoya —dijo.
—¿Adónde vas, amigo? —preguntó Jim.
—Voy a hablar con mis padres y a llevarles un regalo.
—¿Qué regalo?
—Algo para comer y algo bello. —El bosquimano abrió la bolsa que llevaba colgada del cinturón y extrajo un bastón de chagga de antílope más corto que su dedo pulgar y un ala seca de un pájaro paserino. Sus plumas iridiscentes brillaban como esmeraldas y rubíes. Bakkat se bajó del caballo y le alcanzó las riendas de Escarcha a Jim.
—Tengo que pedir permiso para entrar en los lugares sagrados —explicó, antes de desaparecer entre la arboleda de arbustos de azúcar y las proteas. Zama y Louisa se acercaron, desensillaron los caballos y se sentaron a descansar. Cuando ya estaban casi dormidos, oyeron una voz humana, amortiguada por la distancia pero cuyo eco repetido resonaba por todo el valle. Louisa se puso de pie de un salto y miró hacia arriba de la ladera.
—¡Te dije que Bakkat sabría encontrar el camino! —gritó.
Desde lo alto, en la base del peñasco, Bakkat les indicaba que lo siguieran. Ensillaron rápidamente los caballos y treparon hasta donde estaba él.
—¡Mirad! ¡Mirad! —Louisa señaló la hendidura que separaba en dos la roca, desde la base del peñasco hasta la cima—. Es como la puerta de acceso a un castillo.
Bakkat tomó las riendas de Escarcha y condujo al caballo hasta la oscura abertura. El resto desmontó y lo siguió, llevando consigo a los animales. El pasaje era tan angosto que se veían obligados a caminar en fila india los estribos iban rozando la roca. A ambos lados, la piedra suave parecía llegar hasta la estrecha franja de cielo azul que podían ver encima de sus cabezas. El cielo estaba tan lejos que a sus ojos parecía fino como la hoja de un espadín. Zama conducía la tropilla de caballos sueltos detrás de ellos, pero el sonido de sus cascos era amortiguado por el suelo de arena blanda. El eco de sus voces resonaba extrañamente en el espacio encerrado del pasaje, que avanzaba dando giros en las profundidades de la roca.
—¡Mirad, mirad! —gritó Louisa, embelesada, señalando las pinturas que cubrían las paredes desde el piso de piedra hasta la altura de su cabeza—. ¿Quién pintó esto? Esto no parece hecho por hombres, sino por adas.
Las pinturas mostraban a hombres y animales, rebaños de antílopes que galopaban salvajemente por la piedra lisa, y pequeños hombres frágiles que los perseguían con flechas en sus arcos, listos para disparar. Había rebaños de jirafas, con manchas ocres y crema y largos cuellos sinuosos trenzados como serpientes. Había rinocerontes, oscuros y amenazadores, con cuernos más largos que los cazadores humanos que los rodeaban y les disparaban con flechas, haciéndoles derramar sangre que formaba charcos bajo sus cascos. Había elefantes, pájaros y serpientes, y profusión de criaturas terrestres.
—¿Quién pintó todo esto, Bakkat? —volvió a preguntar Louisa. Bakat comprendió el sentido de la pregunta, aun cuando no entendiera la lengua en que había hablado la muchacha. Se dio vuelta y respondió con una catarata de sonidos que parecía un golpeteo de ramitas.
—¿Qué dijo? —le preguntó Louisa a Jim.
—Fueron pintados por los de su tribu, por sus padres y sus abuelos. Son los sueños cazadores de su gente, pinturas que alaban el coraje y la belleza de la lucha y la astucia de los cazadores.
—Es como una catedral. —La voz de Louisa parecía acallada por la admiración.
—Es una catedral —dijo Jim—. Es uno de los lugares sagrados de los san.
Las pinturas cubrían ambas paredes. Algunas debían de ser muy antiguas, porque el color se había desteñido y emborronado, y otros artistas habían pintado por encima de ellas. Pero las fantasmales imágenes de todas las épocas se fundían y formaban un tapiz infinito. Al final, el grupo hizo silencio, porque el sonido de sus voces parecía sacrílego en aquel lugar.
Finalmente, la roca se abría frente a ellos. Habían llegado al final del pasaje. Lo atravesaron y el sol los encandiló. Descubrieron que estaban por encima del mundo, mirando desde el cielo la vastedad que tenían enfrente. Se quedaron en silencio, asombrados. Las grandes llanuras se extendían infinitas y grises, enlazadas por las venas verdes de los ríos y por retazos de bosques oscuros. Más allá de la llanura, donde apenas llegaban sus ojos, se elevaba una infinita cadena montañosa, hilera tras hilera, semejante a los colmillos serrados de un tiburón monstruoso. Los cerros, azules y violetas, se perdían en la distancia, hasta que finalmente se fundían con el azul del cielo africano.
Louisa nunca había imaginado siquiera un cielo tan alto ni una tierra tan amplia, y miró el paisaje con expresión arrebatada, en silencio. Jim ya no pudo soportarlo. Aquélla era su tierra y él quería compartirla con ella, que ella la amara como la amaba él.
—¿No es grandioso?
—Si no creyera en Dios, esto me bastaría para adquirir la fe.