El joven Courtney obligó a su montura a trotar en dirección a High Weald, dando un rodeo alrededor de la residencia. Ya era medianoche, pero no quería correr el riesgo de toparse con su padre o con su tío Dorian. Las noticias de su fuga seguramente habían llegado a sus oídos en cuanto él hubo sacado a la muchacha del mar. Entre los espectadores de la playa, había visto a muchos criados y libertos al servicio de su familia. En aquel momento, no estaba en condiciones de hacerle frente a su padre. Es en vano buscar allí algún gesto de compasión, pensó. Intentará obligarme a que lleve a Louisa ante el coronel. Jim se dirigió hacia un grupo de cabañas que había al este del corral. Desmontó junto a un conjunto de árboles y le dio las riendas a Louisa.
—Quédate aquí. No tardaré.
Cuando llegó junto a la más grande de las cabañas con paredes de barro, lanzó un silbido. Después de varios segundos, Jim vio el resplandor de una lámpara detrás de la única ventana, tapada por una cortina hecha con piel de oveja sin curtir. La apestosa tela fue corrida, y detrás de ella se asomó con gesto suspicaz una cabeza oscura.
—¿Quién anda allí?
—Soy yo, Bakkat.
—¡Somoya! —El hombre salió y quedó iluminado por la luz de la luna. Llevaba una sábana grasienta alrededor de la cintura. Era un hombre tan pequeño que parecía un niño, y su piel, a esa hora de la noche, parecía ser de color ámbar. Sus rasgos parecían achatados, y sus ojos tenían una curiosa inclinación asiática. Era un bosquimano, y podía rastrear a un animal perdido en cincuenta leguas a la redonda, a través del sol y el desierto de la ventisca y la tormenta. Cuando el hombre le lanzó a Jim una amplia sonrisa, sus ojos parecieron perderse en una maraña de arrugas.
—Que el Kulu Kulu te sonría, Somoya.
—También a ti, querido amigo. Llama al resto de los pastores. Debéis llevar a los animales por todos los caminos, especialmente los que van hacia el este y hacia el norte. Quiero que pisoteen el suelo hasta que parezca un campo arado. Que nadie, ni siquiera tú, sea capaz de rastrear mis huellas. ¿Comprendes?
Bakkat lanzó una carcajada.
¡Ja, Somoya! Te entiendo perfectamente. Todos vimos cómo ese soldado gordo te persiguió cuando tú te fuiste con la bella muchacha. ¡No te preocupes! Por la mañana no quedará una sola huella tuya.
—¡Eres un gran amigo, Bakkat! —Jim le palmeó la espalda.
—Ya me voy.
—¿Adónde vas? ¿Tomarás la Ruta de los Ladrones? —La Ruta de los ladrones era el legendario camino por el cual los fugitivos escapaban de la colonia. Sólo los forajidos la atravesaban—. Nadie sabe adónde lleva, porque nadie vuelve nunca de allí. Los espíritus de mis ancestros me hablan en susurros por las noches y mi alma se consume de deseo por las tierras salvajes. ¿Tienes un lugar para mí, Somoya?
Jim se rió.
—Sígueme y serás bienvenido, Bakkat. Sé que serás capaz de rastrear-hasta donde vaya. Tú serías capaz de descubrir las huellas de un lanma en las rocas hirvientes del infierno. Pero antes, haz lo que tienes que hacer aquí. Dile a mi padre que estoy bien. Dile a mi madre que la amo. Dicho eso, Jim volvió corriendo hacia donde lo esperaba Louisa con los caballos, retomaron la marcha. La tormenta se había desvanecido, y el viento se había apaciguado. Cuando llegaron al pie de las colinas, la luna estaba baja en el oeste. Jim se detuvo junto a un arroyo que venía de las montañas.
—Descansaremos aquí y les daremos de beber a los animales —le dijo a la muchacha. No le ofreció ayuda para desmontar, pero Louisa se bajó tan ágilmente como un gato, y llevó a Fiel a beber. Mujer y yegua parecían haberse entendido. Luego, Louisa se fue detrás de unos arbustos. Jim quiso decirle que no se fuera muy lejos, pero se contuvo.
La botella de vino del coronel estaba medio vacía. Jim sonrió al sacudirla Keyser debió de haber estado bebiéndola de a pequeños sorbos desde la mañana anterior, pensó mientras iba hacia el arroyo a diluir su contenido en la dulce agua de la montaña. En ese momento oyó que Louisa volvía de los arbustos y que, oculta detrás de un gran montón de rocas, se encaminaba hacia el agua. Luego se oyó un chapoteo.
—¡No se le habrá ocurrido tomar un baño! —Jim sacudió la cabeza y tembló de sólo pensarlo. Los picos de las montañas estaban todavía nevados y el aire nocturno estaba helado. Cuando volvió, la muchacha se sentó en una de las rocas que había al borde del arroyo, no muy cerca de él pero tampoco demasiado lejos. Su cabello estaba mojado y ella comenzó a peinarlo. Jim reconoció el peine de carey. Luego fue hacia ella y le pasó la botella. Louisa hizo una pausa y bebió un poco de vino.
—Muy bueno. —Lo dijo en son de paz, y luego siguió peinándose el cabello empapado, que le llegaba hasta la cintura. Él la observó en silencio, pero ella no volvió a mirarlo.
Una lechuza pescadora se lanzó hacia el arroyo con sus alas silenciosas, como una polilla gigante. Buscando sus presas a la luz de la luna, logró tomar un pequeño pececillo amarillo, y luego voló hacia las ramas de un árbol muerto, en la orilla opuesta. El pescado se sacudió en sus garras mientras la lechuza le arrancaba trozos de carne del lomo.
Louisa desvió la mirada. Cuando volvió a hablar, su voz sonó suave y atrayente.
—No pienses que no estoy agradecida por lo que hiciste por mí. Sé que arriesgaste tu vida y quizá más que eso para ayudarme.
—Bueno, debes saber que colecciono mascotas —dijo Jim, risueño—. Solo me faltaba un animalito para completarla: un pequeño puercoespín.
—Quizá tengas derecho a llamarme así —dijo Louisa, bebiendo otro sorbo—. Pero no sabes nada acerca de mí. Me han ocurrido cosas que tú nunca podrías comprender.
—Sé muy poco acerca de ti. He visto tu coraje y tu determinación. Sé lo que era ir a bordo de la Meeuw. Pude oler esa cubierta. Quizá pueda comprender. Al menos, lo intentaría.
Jim se volvió hacia ella, y sintió que su corazón se quebraba cuando vio las lágrimas que corrían por las mejillas de la muchacha, plateadas por la luz de la luna. Quiso ir hacia ella y abrazarla con fuerza, pero recordó lo que Louisa le había dicho: "Nunca más vuelvas a tocarme de esa manera.
—Te guste o no, soy tu amigo. Quiero comprenderte.
Ella se secó las lágrimas con la palma de su delicada mano y se quedó allí acurrucada, flaca, pálida y desconsolada dentro de la capa.
—Hay una sola cosa que quiero saber —prosiguió Jim—. Tengo un primo, llamado Mansur, que es como un hermano para mí. Y dijo que era posible que tú fueras una asesina. Eso quema mi alma. Debo saberlo. ¿Lo eres? ¿Es por eso que ibas a bordo de la Meeuw?
Louisa se volvió lentamente hacia él y, con ambas manos, partió en dos la cortina de cabello húmedo para que él pudiera ver su rostro.
—Mi padre y mi madre murieron por la plaga. Yo cavé sus tumbas con mis propias manos. Te juro por ellos, Jim Courtney, que no soy una asesina. El joven lanzó un largo suspiro aliviado.
—Te creo. No tienes que decirme nada más.
Ella volvió a beber de la botella y se la devolvió a Jim.
—No dejes que beba más. Ablanda mi corazón cuando necesito ser fuerte. —Luego se quedaron en silencio. Cuando él estaba a punto de decirle que debían ponerse en marcha para internarse más aún en las montañas, ella susurró algo en voz tan baja que él no estuvo seguro de que ella hubiera hablado.
—Hubo un hombre. Un hombre rico y poderoso en quien yo confié tanto como había confiado en mi propio padre, él me hizo cosas y yo no quiero que nadie lo sepa.
—Está bien, Louisa. —El joven levantó su mano para detenerla—. No me lo cuentes.
—Te debo mi vida y mi libertad. Tienes derecho a saber.
~ —Detente, por favor—. Jim sintió deseos de ponerse de pie y correr hacia los arbustos para huir de sus palabras. Pero no podía moverse. Estaba atrapado por ellas, como un ratón encantado por el balanceo de la cobra.
Louisa siguió hablando con su voz dulce, casi infantil.
—No te diré lo que me hizo. No se lo diré a nadie. Pero no puedo permitir que otro hombre vuelva a tocarme. Cuando intenté escapar, él les ordenó a sus criados que pusieran una caja con joyas en mi habitación. Luego llamó a los soldados para que revisaran la casa en busca de las joyas. Me llevaron ante el juez de Ámsterdam, y cuando recibí una sentencia de por vida mi acusador ni siquiera estaba en la sala. —Por un largo rato, se quedaron en silencio. Luego, ella volvió a hablar—. Ahora sabes quién soy, Jim Courtney. Ahora sabes que soy un juguete descartado y que estoy manchada. ¿Qué quieres hacer ahora?
—Matarlo —dijo Jim—. Si llega a cruzarse por mi camino, lo mato.
—He hablado sinceramente contigo. Ahora tú debes hablar sinceramente. Debes estar seguro de lo que quieres hacer. Te he dicho que no dejaré que ningún hombre vuelva a tocarme. Te he dicho quién soy. ¿Quieres que volvamos al Cabo de Buena Esperanza y entregarme al coronel Keyser? Si es eso lo que decides hacer, te haré caso.
No quiso que ella lo mirara. Hacía muchos años que no dejaba que nadie lo viera llorar. Se puso de pie de un salto y fue a ensillar a Fiel.
—Vamos, Puercoespín. Todavía tenemos por delante un largo viaje. No tenemos más tiempo para perder parloteando.
Louisa caminó obedientemente hasta donde estaba él y montó sobre la yegua. Se pusieron en marcha. Jim iba adelante, primero a través de un profundo desfiladero y luego subiendo una empinada ladera. A medida que trepaban, se iba haciendo más frío, y al amanecer el sol iluminó los picos de las montañas con una extraña luz rosada.
Ya entrada la mañana, se detuvieron en la cima, justo en el límite de la línea de vegetación, y miraron hacia el valle escondido. Entre las rocas había un edificio destartalado. Si no hubiera sido por la fina columna de humo que salía por un agujero del precario techo de paja y por la pequeña recua de mulas que había dentro de un corral de piedras, ella no habría advertido la presencia de la cabaña.
—Majuba —le dijo Jim, mientras bajaba por la ladera conteniendo el paso de su montura—. Y él es Zama. —Un hombre joven y alto, vestido con un taparrabos, acababa de aparecer junto a la puerta de la cabaña.
—Hemos estado juntos toda la vida. Creo que te gustará.
Zama la saludó y comenzó a trepar por la ladera para recibirlos. Jim se dejó caer del caballo y lo abrazó.
—¿Tienes la comida lista?
Zama miró a la muchacha. Se estudiaron por unos segundos. Zama era un muchacho bien formado, con un rostro ancho y fuerte y dientes blancos.
—La saludo, señorita Louisa.
—Yo también te saludo, Zama. ¿Pero cómo es que sabes mi nombre?
—Somoya me lo dijo. ¿Y cómo conocía usted el mío?
—También me lo dijo él. Es un gran charlatán, ¿verdad? —dijo Louisa, y ambos rieron—. ¿Pero por qué lo llaman Somoya?
—Mi padre lo llamaba así. "Somoya" significa "viento salvaje" —respondió Zama—. Sopla como quiere, como el viento.
—¿Y en qué dirección soplará ahora? —preguntó Louisa, mirando a Jim con una sonrisa levemente burlona.
—Ya veremos —dijo Zama, riendo—. Seguramente, en la dirección menos esperada.
El coronel Keyser acababa de llegar a High Weald, al mando de una ruidosa tropa formada por diez de sus hombres. Su rastreador bosquimano iba a pie junto a él, a la altura de la cabeza del caballo. Keyser se puso de pie sobre los estribos y gritó en dirección a las puertas del almacén:
—¡Mijnheer Tom Courtney! ¡Sal de inmediato!
En cada ventana y en cada puerta de la residencia principal aparecieron cabezas blancas y negras, de niños y esclavos libertos que lo miraban boquiabiertos.
—¡Estoy aquí por un asunto urgente que concierne a la Compañía! —siguió gritando Keyser—. ¡No te aconsejo que juegues conmigo, Tom Courtney!
Tom salió a través de las altas puertas del depósito.
—¡Mi querido amigo Stephanus Keyser! —dijo con tono jovial, mientras se colocaba sus lentes con marco de plata sobre su cabeza—. ¡Eres bienvenido a esta casa!
Ambos hombres habían pasado muchas horas juntos en la Taberna de Sirena. A lo largo de los años, se habían hecho muchos favores mutuamente. El mes anterior, Tom había encontrado un fino collar de perlas para la amante de Keyser, y se lo había dejado a muy buen precio. Keyser, por su parte, se había ocupado de que los cargos de ebriedad y perturbación de la paz pública que recaían sobre uno de los criados de Tom fueran levantados.
—¡Adelante, adelante! —Tom extendió sus brazos a manera de invitación.
—Mi esposa nos preparará una taza de café. ¿O prefieres el fruto de la vid? —El comerciante habló en dirección a las cocinas—: Sarah Courtney, tenemos un invitado especial.
Sarah salió hacia la galería.
—¡Coronel! ¡Qué agradable sorpresa!
—Puede que sea una sorpresa —advirtió Keyser con expresión severa—, pero dudo de que sea agradable, mevrouw. Su hijo James se ha metido en un grave problema con la ley.
Sarah se desató el delantal y fue a pararse junto a su marido, él la abrazó por la cintura. En ese momento, Dorian Courtney emergió de las sombras del almacén con su porte elegante y su cabello rojo oscuro cubierto con un turbante verde, y caminó hasta donde estaba su hermano. Entre los tres formaban un frente sólido.
—Adelante, Stephanus, pasa —insistió Tom—. No podemos hablar.
Keyser sacudió firmemente su cabeza.
—Debes decirme dónde está escondido tu hijo, James.
—Pensé que tú ibas a decírmelo a mi. Ayer a la tarde, todo el mundo vio cómo lo perseguías por entre las dunas. ¿Otra vez fue más rápido que Stephanus?
Keyser enrojeció y se movió con impaciencia sobre su montura prestada. Su casaca le apretaba en la zona de las axilas. Sólo unas horas antes había recuperado sus medallas y la estrella de San Nicolás, encontradas en las alforjas abandonadas que había rastreado su bosquimano al borde de la salina. El coronel se las había prendido torcidas. Se llevó una mano al bolsillo para asegurarse de que el reloj de oro seguía en su lugar. Las costuras de sus pantalones parecían estar a punto de estallar. Sus pies estaban despellejados y ampollados debido a la larga caminata en la oscuridad; sus nuevas botas le hacían doler las partes lastimadas. Keyser era un hombre que generalmente hacía una cuestión del arreglo personal, y su desaliño e incomodidad iban paralelos con las humillaciones que había sufrido a manos de Jim Courtney.
—Tu hijo ha secuestrado a una prisionera. Ha robado un caballo y otros elementos. Te advierto que ésos son delitos que merecen la horca. Tengo motivos para creer que la fugitiva está escondida en High Weald. Hemos seguido sus huellas desde la salina hasta aquí. Ya mismo procederé a inspeccionar toda la propiedad.
—¡Muy bien! —asintió Tom—. Cuando termines, mi esposa tendrá preparados refrescos para ti y para tus hombres. —Mientras los soldados de Keyser desmontaban y extraían sus sables, Tom prosiguió—: Pero te conmino, Stephanus, a que les adviertas a tus hombres que dejen en paz a mis criadas. De no ser así, ellos si que se verán frente a la horca.
Los tres Courtney se retiraron hacia la fresca sombra del almacén, y atravesaron la construcción hasta llegar a la oficina, ubicada en el otro extremo. Tom se dejó caer en el sillón de cuero que había junto a la chimenea. Dorian se sentó con las piernas cruzadas en el almohadón de cuero que había en el otro extremo del cuarto. Con su turbante verde y su chaleco con bordados, se parecía al potentado oriental que había sido en otro tiempo. Sarah cerró la puerta, pero se quedó parada junto a ella, atenta a la presencia de posibles espías. Mientras esperaba a que Tom comenzara a hablar, estudió a los dos hombres. Habría sido difícil encontrar dos hermanos tan diferentes. Dorian era delgado, elegante y maravillosamente apuesto. Tom era sólido, grande y fanfarrón. La intensidad de los sentimientos que lo unían a él después de tantos años no dejaba de sorprenderla.
—No tendría problemas en torcerle el cuello a ese jovencito. —La amable sonrisa de Tom se había transformado en un furioso fruncimiento del entrecejo—. No podemos saber con certeza en qué nos ha metido.
—Tú también fuiste joven, Tom Courtney, y siempre andabas metiéndote en problemas. —Sarah lo miró, con la sonrisa condescendiente de una esposa cariñosa—. ¿Por qué crees que me enamoré de ti? No pensarás que fue por tu aspecto…
Tom intentó impedir que en su boca se formara otra vez una sonrisa.
—Aquello fue diferente —declaró—. Yo nunca buscaba los problemas.
—Entonces será que los problemas te buscaban a ti.
Tom pestañeó y se volvió hacia Dorian.
—Debe de ser maravilloso tener una esposa respetuosa como Yasmini. —Luego recuperó la seriedad—. ¿Ya volvió Bakkat? —El pastor había enviado a uno de sus hijos a contarle a Tom la visita nocturna de Jim. Tom había sentido una risueña admiración por la estratagema concebida por su hijo para borrar sus huellas. "Es la clase de idea que yo habría tenido. Puede que nuestro hijo no sea muy civilizado, pero nadie podría acusarlo de tonto", le había dicho a Sarah.
—No —respondió Dorian—. Bakkat y el resto de los pastores siguen moviendo el ganado y las ovejas por cada trozo de suelo que encuentran de este lado de las montañas. Ni siquiera el rastreador bosquimano de Keyser será capaz de rastrear las huellas de Jim. Creo que podemos estar seguros de que el muchacho pudo escapar. ¿Pero adónde habrá ido? —Ambos hombres miraron a Sarah en busca de la respuesta.
—Lo planeó con mucho cuidado —dijo ella—. Yo lo vi llevarse a las mulas hace poco más de un día. Puede que el naufragio haya sido un golpe de suerte para él, pero lo cierto es que planeaba sacar a la mujer de ese barco como fuera.
—¡Esa condenada mujer! ¿Por qué siempre el motivo de cualquier problema es una mujer?
—Me extraña que tú hagas esa pregunta —le dijo Sarah—. Tú me robaste mientras las balas de mosquete silbaban sobre nuestras cabezas. ¡No intentes hacerte el santo conmigo, Tom!
—¡Por el amor de Dios! Casi lo había olvidado. Pero fue divertido, ¿verdad, belleza? —Tom se inclinó hacia adelante y le pellizcó el trasero a Su esposa. Ella le golpeó la mano y luego Tom prosiguió, sin inmutarse:
—Pero esta mujer con la que está Jim puede ser una ramera, una envenenadora, una ladronzuela. ¿Quién sabe a qué demonio eligió este idiota?
Dorian había estado observando divertido el diálogo entre los esposos, mientras preparaba su narguile. Era un hábito que había adquirido en Arabia. Se quitó de la boca la boquilla de marfil y dijo:
—He hablado con una docena de personas que vio la escena completa. Puede que sea todo lo que tú has dicho, pero no es una ramera. —Dorian lanzó una bocanada de humo, que esparció su olor por toda la sala.
Las versiones varían. Kateng dice que es un ángel de la belleza. Litila, que es una princesa de oro. Bakkat, que es tan adorable como el espíritu de la diosa de la lluvia.
Tom resopló, burlón.
—¿Y cómo es que una diosa salió de un apestoso buque cárcel? Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja. ¿Pero adónde la ha llevado Jim?
—Zama ha desaparecido desde anteayer. No lo vi partir, pero supongo que Jim lo envió con las mulas para que lo esperara en algún lugar —sugirió Sarah—. Zama haría cualquier cosa que Jim le pidiera.
—Y Jim habló con Bakkat acerca de la Ruta de los Ladrones —agregó Dorian—. Le dijo que borrara todas sus huellas, pero especialmente las que encontrara al norte y al este de aquí.
—La Ruta de los Ladrones es un mito —dijo Tom con firmeza—. No hay caminos que lleven a la selva virgen.
—Pero Jim cree en ese mito. Yo misma lo oí hablar de eso con Mansur —dijo Sarah.
Tom adoptó una expresión preocupada.
—Es una locura. Un bebé y una ramera atravesando la selva con las manos vacías… No durarán una semana.
—Zama va con ellos y no llevan las manos vacías, precisamente. Jim se llevó todo lo que pueden cargar seis mulas —dijo Dorian—. Estuve inspeccionando los faltantes, y tu hijo eligió muy bien. Están aprovisionados como para un largo viaje.
—Y ni siquiera se despidió. —Tom sacudió la cabeza—. Es mi hijo, mi único hijo, y ni siquiera me dijo adiós.
—Estaba un poco apurado, hermano —señaló Dorian.
Sarah se apresuró a defender a su vástago:
—Nos envió un mensaje a través de Bakkat. No se olvidó de nosotros.
—No es lo mismo —dijo Tom, apesadumbrado—. Sabes muy bien que quizá no vuelva nunca. Ha cerrado la puerta tras de sí. Keyser lo apresará y lo hará colgar si algún día se le ocurre volver a la colonia. Debo verlo, maldita sea. Sólo una vez más. Es muy terco y salvaje. Tengo que aconsejarlo.
—Le has estado dando consejos durante los últimos diecinueve años —bromeó Dorian—, y mira cómo te ha salido.
—¿Cuál era su punto de encuentro con Zama? —preguntó Sarah—. Deben de estar allí.
Tom lo pensó un momento y luego sonrió.
—Sólo hay un lugar donde pueden estar —dijo con firmeza.
Dorian asintió.
—Sé en qué estás pensando —le dijo a Tom—. Majuba es el escondite más obvio. Pero será mejor que no los sigamos hasta allí. Keyser nos estará observando. Si alguno de nosotros abandona High W’eald, el coronel pondrá a ese diablo amarillo detrás, y de esa manera le indicaremos dónde está Majuba y dónde está Jim.
—Si queremos encontrarlo, que sea lo antes posible. Si no, Jim abandonará Majuba. Van bien montados. Tienen a Fuego y a la yegua de Keyser. Antes de que podamos alcanzarlos, estarán en Thimbuctñu.
En aquel momento, los ecos de un alboroto producido por las botas y voces masculinas llegaron desde el primer salón del almacén.
—Los hombres de Keyser han terminado con la casa. —Sarah miró por la puerta—. Ahora están comenzando con el almacén y con el resto de los edificios.
Será mejor que vigilemos a esos forajidos —dijo Dorian poniéndose de pie—, antes de que comiencen a llevarse cosas.
—Decidiremos qué hacer una vez que Keyser se vaya —dijo Tom, mientras avanzaban por el corredor del almacén.
Cuatro de los soldados daban vueltas sin demasiado orden por entre las mercaderías. Era evidente que estaban cansados de aquella cacería tan poco fructífera. El largo edificio del almacén estaba repleto casi hasta las vigas de madera amarilla que cruzaban el techo. Si los soldados hubieran querido inspeccionar bien el lugar, habrían debido retirar las toneladas de mercaderías que lo colmaban. Había fardos de seda de la China y algodón de la India, bolsas de café en grano y goma arábiga de Zanzíbar y de otros sitios más allá del Cuerno de Hormuz, maderos de teca, sándalo y montones de cobre en estado puro, o fundido con forma de ruedas de forma que los ejércitos de esclavos pudieran llevarlos desde Etiopía hasta la costa. Había pilas de cueros disecados de animales exóticos, como tigres, y pieles de monos y focas, así como los largos cuernos curvos de rinocerontes, famosos en la China y en todo Oriente por sus poderes médicos.
El Cabo de Buena Esperanza estaba en medio de las rutas comerciales que unían a Oriente con Europa. En los viejos tiempos, los barcos provenientes del norte bajaban por el Atlántico y, luego de fondear en Table seguían adelante hacia la India y la China, e incluso hasta Japón. Era común que tardaran cuatro años antes de volver a Ámsterdam o al pooi de odre.
Tom y Dorian habían armado con el tiempo otra red comercial. Habían convencido a una asociación de constructores de barcos de Europa que enviaran sus barcos sólo hasta el Cabo. En el almacén de los hermanos Courtney podían encontrar todas las mercaderías que necesitaban, con vientos favorables estarían otra vez en casa en menos de un año. La ganancia con que se quedaban los Courtney compensaba sobradamente el costo de mantener un barco en alta mar por más del doble de ese tiempo. De la misma manera, los barcos provenientes del este podían descargar sus mercancías en Table Bay y volver a Batavia, a Rangoon o a Bombay en menos de la mitad del tiempo que el que hubieran demorado en atravesar ambos océanos.
Aquella innovación era la base sobre la cual habían erigido su fortuna. Además, tenían sus propias goletas, que recorrían la costa africana capitaneadas por árabes que merecían toda la confianza de Dorian. Como musulmanes, ellos podían ingresar en aguas prohibidas para los cristianos y aventurarse a lugares tan remotos como Muscat y Medina, la Ciudad Luminosa del Profeta de Dios. Aunque aquellas naves no podían transportar cargas demasiado pesadas, traficaban mercancías de mucho valor: cobre y goma arábiga, perlas y conchas de nácar del Mar Rojo, marfil de los mercados de Zanzíbar, zafiros de las minas de Kandy, diamantes amarillos de los campos aluviales junto a los grandes ríos que atravesaban el imperio de los mongoles y panes de opio negro provenientes de las montañas de los Patanes.
Había sólo una mercadería que los Courtney se negaban a traficar: esclavos. Conocían de primera mano esa práctica bárbara. Dorian había sido esclavo de niño, hasta que su amo, el sultán Abd Mohamed al-Malik, el soberano de Muscat, lo había adoptado. Tom, por su parte, había librado en su juventud una amarga guerra contra los negreros árabes de la costa este africana, y había presenciado directamente la terrible crueldad que era habitual en esa actividad. Muchos de los criados y los marineros de los Courtney eran antiguos esclavos, que habían obtenido la libertad apenas puestos en sus manos. Habían llegado a ellos de distintas formas: por la fuerza de las armas —Tom amaba pelear—, a través de un naufragio, en pago de alguna deuda o incluso a través de compras directas. Cuando pasaban por una subasta, y ante la vista de un pobre niño huérfano, a Sarah le resultaba casi imposible no implorarle a su marido que comprara al chico. La mitad de los criados de su casa había estado allí desde la infancia.
Sarah fue hacia la cocina y volvió casi de inmediato, seguida por su cuñada Yasmini y por un ruidoso grupo de sirvientas, que llevaban jarras de limonada recién exprimida, bandejas con pastelillos de Cornualles, pasteles de cerdo y samosas rellenas con una sabrosa salsa de cordero. Los soldados, aburridos y hambrientos, dejaron a un lado sus espadas y se abalanzaron sobre ellas. Mientras saciaban su sed y su apetito, coqueteaban con las sirvientas. Los soldados, que supuestamente estaban inspeccionando la cochera y los establos, al ver la fila de mujeres llevando las provisiones, encontraron una excelente excusa para interrumpir su tarea.
El coronel Keyser suspendió la fiesta y les ordenó a sus hombres que volvieran al trabajo, pero Tom y Dorian lo aplacaron y lo invitaron a pasar a su oficina.
—Coronel, espero que acepte mi palabra de honor de que Jim no está en High Weald. —Tom le sirvió a su huésped un vaso de Jonge Jenever de una botella de piedra; Sarah cortó para él una gran rebanada del humeante pastel de Cornualles.
—Ja, muy bien, te tomo la palabra, Tom. Tu hijo ha tenido el tiempo suficiente para ser tragado por la tierra… al menos por el momento. Pero yo creo que tú sabes dónde se ha escondido. —Mientras aceptaba el largo vaso, miró fijamente a su anfitrión.
Tom adoptó una expresión tan inocente como la de un monaguillo a punto de recibir la comunión.
—Confía en mí, Stephanus.
—¿Tú lo harías? —Keyser bebió un largo trago de gin—. Pero te lo advierto: no dejaré que ese hijo presuntuoso que tienes se salga con la suya. Y no intentes ablandarme.
—¡Por supuesto que no! Tú tienes que cumplir con tu deber —dijo Tom—. Sólo te ofrezco mi hospitalidad, pero eso no significa que quiera influir sobre ti. En cuanto Jim retorne a High Weald, yo mismo lo llevaré al castillo para que rinda cuentas ante ti y ante Su Excelencia. Tienes mi palabra de caballero.
Sólo levemente apaciguado, Keyser accedió a que lo acompañaran hasta su caballo. Tom puso dos botellas de gin en las alforjas y saludó al coronel mientras éste se aprestaba a conducir a sus soldados hacia el camino.
Mientras lo veían irse, Tom le dijo en voz baja a su hermano:
—Tengo que darle un mensaje a Jim. Debe quedarse en Majuba hasta que yo llegue. Keyser estará esperando a que yo salga hacia las montañas. Pero enviaré a Bakkat, él no deja huellas.
Dorian colocó la cola de su turbante sobre sus hombros.
—Te pido que escuches atentamente lo que voy a decirte, Tom. No te tomes a la ligera a Keyser, él no es el payaso que aparenta ser. El día que ponga sus manos sobre Jim será un día trágico para nuestra familia. No olvides que nuestro propio abuelo murió en la horca, en la plaza pública, frente al castillo.
El camino que los llevaba de vuelta a la ciudad atravesaba un bosque de árboles de madera amarilla, con troncos anchos como los pilares de las catedrales. En cuanto estuvieron fuera de la vista de la residencia, Keyser detuvo a su tropa. El coronel miró al pequeño bosquimano que iba junto a sus estribos, y éste le devolvió una mirada ansiosa de perro cazador.
—¡Xhia! —El rollizo oficial pronunció su nombre con el sonido explosivo de un estornudo—. Pronto enviarán a alguien con un mensaje para ese joven forajido. Espía al mensajero. Síguelo. No te dejes ver. Cuando hayas descubierto su escondite, vuelve a buscarme lo más rápido que puedas. ¿Comprendido?
—Comprendido, Gwenyama. —El bosquimano utilizaba ese término, que significaba "Aquel Que Devora A Sus Enemigos", con el mayor de los respetos. Sabía que a Keyser le gustaba que lo llamaran así—. Sé a quién enviarán. Bakkat es un viejo adversario y enemigo mío. Me dará mucho gusto derrotarlo.
—Ve, entonces. Y mantente alerta.
Xhia desapareció entre los árboles amarillos, silencioso como una sombra, y Keyser partió al frente de su tropa rumbo al castillo.
El interior de la cabaña de Majuba estaba formado por una sola habitación muy amplia. El techo, bajo, hecho con cañas sacadas del arroyo que pasaba junto a su puerta. Las ventanas eran hendiduras en la piedra, con cortinas de piel disecada de antílopes y de gamos azules. Había una chimenea abierta en el centro del piso de tierra, con un agujero en el techo para dejar que saliera el humo. Uno de los rincones del lugar estaba oculto detrás de una cortina de cuero sin curtir.
—Cuando veníamos a cazar, poníamos a mi padre allí. Pensábamos que eso amortiguaría sus ronquidos —le dijo Jim a Louisa—. Pero no funcionó. Ni una pared de granito amortiguaría esos ruidos. —Jim lanzó una carcajada—. Ahora podemos ponerte allí a ti.
—Pero yo no ronco —objetó la muchacha.
—Aun si lo hicieras, no sería por mucho tiempo. Saldremos pronto, después de que los caballos estén descansados, de que hayamos reordenado las alforjas y de que consigamos ropa decente para ti.
—¿Cuándo será eso?
—Antes de que lleguen los soldados que seguramente enviarán desde el castillo.
—¿Y adónde iremos?
—No lo sé. —Jim le sonrió—. Pero te lo diré cuando hayamos llegado. —Jim la estudió, admirado. Su andrajoso vestido la dejaba casi desnuda, y ella se echó encima la capa—. No creo que puedas ir a cenar con el gobernador vestida de esa manera. —El joven fue hacia uno de los paquetes traídos por las mulas, que Zama había colocado contra la pared. Hurgó en él y extrajo un rollo de tela, y una bolsa que contenía una tijera, agujas e hilo—. Espero que sepas coser… —le dijo mientras le alcanzaba los elementos.
—Mi madre me enseñó a fabricarme mi propia ropa.
—Bien —dijo Jim—. Pero antes podemos cenar. Hace dos días que no pruebo bocado.
Zama fue a servir el guiso de venado que había preparado en una olla calentada por el carbón de la chimenea. Colocó sobre el guiso una rebanada de pan de maíz. Jim se sirvió una cucharada. Con la boca llena, le preguntó a Louisa:
—¿Acaso tu madre también te enseñó a cocinar? Louisa asintió.
—Era una cocinera muy famosa. Cocinó para el estatúder de Ámsterdam y para el príncipe de la Casa de Orange.
—Entonces tienes trabajo aquí. Tú te encargarás de la cocina —dijo Jim—. Mi amigo Zama, aquí presente, envenenó en una oportunidad a uno de los hotentotes, sin esforzarse demasiado. Creerás que no es una gran hazaña, pero déjame decirte que un hotentote digeriría sin problemas o sería capaz de matar a una hiena.
Louisa miró a Zama, insegura, con la cuchara cerca de su boca.
¿Es verdad?
—Los hotentotes son los mentirosos más grandes de toda África —respondió Zama—, pero no son nada comparados con Somoya.
—¿Entonces es un chiste? —preguntó ella.
—Sí, es un chiste —dijo Zama—. Un mal chiste inglés. A uno le lleva años comprender los chistes ingleses. Y hay gente que no lo logra nunca.
Cuando terminaron de comer, Louisa extendió la tela y comenzó a tomar medidas y a cortar. Jim y Zama desempacaron las alforjas que Jim había llenado a las apuradas, y ordenaron más prolijamente sus contenidos.
Aliviado, Jim recuperó sus propias botas y su ropa, y le dio a Zama los pantalones y la casaca de Keyser.
—Si alguna vez tenemos que luchar contra las tribus del norte, puedes impresionarlos con un auténtico uniforme de coronel de la Compañía. Luego limpiaron y aceitaron los mosquetes, y reemplazaron los pedernales de los cerrojos. Pusieron la olla de plomo al fuego y derritieron el material para poder fundir más balas, destinadas a la pistola que Jim le había tomado prestada al coronel Keyser. Las bolsas con municiones para los fusiles estaban llenas.
—Debiste haber traído cinco barrilitos más de pólvora —le dijo Zama, mientras llenaba los polvorines—. Si nos cruzamos con tribus hostiles cuando comencemos a cazar, esto no nos durará demasiado.
—Si por mi fuera, hubiera traído otros cincuenta barriles. Eso si hubiera tenido veinte mulas más para transportarlos —dijo Jim, burlón. Luego habló a Louisa, que en el otro extremo de la cabaña estaba arrodillada sobre sus telas. La muchacha estaba usando un trozo de carbón para marcar los cortes. ¿Puedes cargar un mosquete y dispararlo?
Avergonzada, Louisa negó con la cabeza.
—Entonces déjame enseñarte. —Jim señaló las telas—. ¿Qué estás haciendo?
—Una falda.
—Un sólido par de pantalones sería más útil, y podrías usar menos tela.
Las mejillas de Louisa adquirieron un misterioso color rosado.
—Las mujeres no usan pantalones.
—Si van a montar a horcajadas, a caminar y a correr, como lo harás tú, es conveniente que los usen. —Jim señaló con su cabeza los pies desnudos de la muchacha—. Zama te preparará un buen par de botas velskoen, hechas con piel de antílope.
Louisa fabricó unos pantalones muy anchos, que le daban un aspecto más masculino aún. Luego cortó el andrajoso dobladillo de su falda de prisionera y la convirtió en una camisa que le caía hasta los muslos. Se ató la prenda con un cinturón de cuero sin curtir que Zama preparó para ella. El joven era un experto fabricante de velas y talabartero. Las botas le calzaron elegantemente. Llegaban hasta la mitad de sus pantorrillas, y Zama hizo que las pieles quedaran del lado de afuera, resaltando así el largo y la belleza de sus piernas. Finalmente, Louisa diseñó un bonete de tela para que cubriera su cabello y la protegiera del sol.
A la mañana siguiente, muy temprano, Jim llamó con un silbido a Fuego. El caballo dejó de pastar junto a la orilla del arroyo y fue hacia él, simulando que iba a embestirlo. Era su típica muestra de afecto. Jim lo cubrió de insultos mientras le colocaba la brida por sobre la cabeza.
Louisa apareció en la puerta de la cabaña.
¿Adónde vas?
—A barrer el patio trasero.
—¿Y eso qué significa?
—Que voy a asegurarme de que nadie me está siguiendo —explicó el joven.
—Me gustaría ir contigo. —Louisa miró a Fiel—. Los caballos ya están descansados.
—Entonces ensíllala —le dijo Jim.
Louisa había escondido un largo trozo de pan de maíz en la bolsa que colgaba de su cinturón, pero Fiel lo había olido apenas ella salió de la cabaña.
La yegua fue hacia ella de inmediato, y mientras comía el pan, Louisa le colocó la montura sobre el lomo. Jim observó la escena mientras la muchacha ajustaba la cincha. Parecía moverse con comodidad con sus nuevos pantalones.
—Debe de ser la yegua más afortunada de toda África —señaló Jim—. Cambiarte por el coronel ha sido un gran negocio para ella. Un elefante por un puercoespín.
Jim había ensillado a Fuego. Luego colocó un largo mosquete en la funda, se puso su cuerno de pólvora sobre los hombros y saltó encima de Fuego.
—Ve tu primero —le dijo a Louisa.
—¿Por donde vinimos? —Sin esperar su respuesta, la muchacha comenzó a trepar por la ladera. Louisa llevaba muy bien a su caballo. La yegua parecía no notar su peso y avanzaba rápidamente barranca arriba.
Desde atrás, Jim admiró su estilo. Acostumbrada a montar a mujeriegas, se había adaptado rápidamente a andar a horcajadas. Jim recordó lo Bien que había tolerado el largo viaje nocturno, y se sentía maravillado al observar la rápida recuperación de la muchacha. Sabía que ella lograría mantener el ritmo, no importaba cuán agotador fuera.
En Cuando llegaron a la cima, Jim pasó al frente. Sin equivocarse, encontraba siempre el camino en aquel laberinto de valles y desfiladeros. Para Louisa, cada precipicio y cada ladera eran idénticos, pero Jim giraba a través de la montaña sin la menor vacilación.
—Cuando un nuevo trecho de suelo aparecía frente a ellos, el joven desmontaba y trepaba hasta un lugar alto para estudiar el terreno con la lente de su telescopio. Estas paradas le daban un respiro a Louisa para observar el magnífico escenario que los rodeaba. Al lado de las tierras llanas de su país natal, los picos de aquellas montañas parecían tocar el paraíso. Las paredes de los riscos eran oscuras, rojas y púrpuras. Las empinadas laderas estaban densamente pobladas de arbustos, cuyas brillantes flores amarillas éfilas y anaranjadas parecían alfileteros gigantes. Había bandadas de pájaros de largas colas sobrevolando por encima de ellos y hundiendo sus picos Curvos en las flores.
—Suiker-bekkies, picos de azúcar —dijo Jim, respondiendo a una pregunta de la muchacha—. Están bebiendo el néctar de los arbustos de protea.
Era la primera vez desde el naufragio en que ella podía mirar alrededor. La joven se sentía arrebatada por la belleza de aquella tierra extraña.
Los horrores de la cubierta de batería de la Meeuw se disipaban en su memoria, hundidos al parecer en una vieja pesadilla. El camino por el que iban trepaba en aquel momento una nueva ladera; Jim se detuvo debajo de la línea del horizonte y le pasó a Louisa las riendas de Fuego, mientras él desmontaba y trepaba hasta la cima para estudiar la ladera opuesta.
La muchacha lo observó distraída. De pronto, la expresión de Jim cambió. Se echó al suelo y volvió gateando hasta donde se encontraba ella. Louisa, alarmada, le preguntó con voz temblorosa:
—¿Nos están siguiendo? ¿Son el coronel y sus hombres?
—No, es algo mucho mejor que eso. Es carne.
—No entiendo.
—Antílopes africanos. Una manada de veinte, aproximadamente. Y vienen derecho hacia nosotros.
—¿Antílopes africanos? —preguntó ella.
—Sí, son los antílopes más grandes de todo el continente. Son grandes como un buey —explicó Jim, mientras inspeccionaba la cebadura en la cazoleta de su fusil—. Su carne, rica en grasas, es muy parecida a la carne vacuna. Salada, seca o ahumada, la carne de un solo antílope puede durarnos varias semanas.
—¿Vas a matar a uno? ¿Y si el coronel viene detrás de nosotros? ¿Acaso no oirá el disparo?
—En estas montañas, los ecos dispersan el sonido y confunden a quien los oye. De todas maneras, no puedo perder esta oportunidad. Ya estamos faltos de carne. Debo aprovechar esta oportunidad para que no nos muramos de hambre.
Jim tomó las riendas de ambos caballos y los apartó del sendero. Se detuvo detrás de una gran roca rojiza.
—Bájate del caballo. Sostén las cabezas de ambos, pero intenta mantenerte oculta. No te muevas hasta que yo te llame —le ordenó a Louisa, y luego, llevando el mosquete, volvió a subir corriendo la ladera. Justo antes de llegar a la cima, se arrojó al pasto. Miró hacia atrás para cerciorarse de que la muchacha hubiera cumplido sus instrucciones. Louisa estaba de cuclillas y sólo se podía ver su cabeza.
—Los caballos no alarmarán a los antílopes —se dijo. Los tomarían simplemente por animales pacíficos.
Con su sombrero, Jim se secó el sudor de los ojos y luego se acomodó detrás de una roca pequeña. Estaba sentado. Si se colocara en posición horizontal, el culatazo podía quebrarle la clavícula. El sombrero le servía de almohadón. Apoyó sobre él la caja del mosquete, apuntando en dirección a la ladera.
El profundo silencio de las montañas había caído sobre el valle; el suave zumbido de los insectos en los brotes de protea y el silbido melancólico del estornino de alas rojas sonaban con intensidad poco habitual.
Los minutos pasaban lentamente, como la miel cayendo del panal, y levantó la cabeza. Un nuevo ruido lo había sobresaltado. Era un golpeteo apenas audible, como de palos secos chocando incesantemente. Jim reconoció de inmediato. El antílope africano tiene una característica peculiar, única en toda la selva: los fuertes tendones de sus piernas producen un ruido extraño a cada paso que dan.
Bakkat, el pequeño bosquimano amarillo, le había explicado a Jim el porqué de aquel ruido. Un día, en los tiempos lejanos en que el sol del primer día no había secado aún el rocío, Xtog, padre de todos los bosquimanos, hizo que Impisi, la hiena, cayera en su trampa. Como todo el mundo sabía, Impisi era aún una maga muy poderosa. Mientras Xtog afilaba su cuchillo para cortarle la garganta, Impisi le dijo:
—Xtog, si me sueltas, haré algo productivo para ti. En lugar de mi carne, que apesta por la carroña que me llevo al estómago, tendrás montañas de grasa blanca y montañas de carne de antílope para asar todas las noches.
—¿Y cómo harás que eso suceda, Hiena? —había preguntado Xtog, aunque estaba comenzando a ahogarse en su propia saliva de sólo pensar en la carne de antílope. El problema era que el antílope era un animal así muy difícil de encontrar.
—Haré un encantamiento, de modo que adonde quiera que vayan los antílopes, sea montaña o desierto, producirán un sonido que te llevará a ellos.
Xtog, entonces, dejó partir a Impisi, y desde entonces el antílope ha producido ese golpeteo al caminar, de modo de advertir al cazador de su proximidad.
Jim sonrió al recordar la historia de Bakkat. Con delicadeza, amartilló el mosquete y colocó la culata con bordes de metal sobre sus hombros. El golpeteo fue haciéndose más intenso. Luego hubo una pausa, en que el ruido pareció detenerse, para recomenzar enseguida otra vez. Jim miraba fijamente la línea del horizonte que se alzaba encima de él, y de pronto vio emerger un enorme par de cuernos sobre el fondo azul. Eran cuernos largos y gruesos como los brazos de un hombre fuerte, negros y brillantes, y con forma de espiral como los cuernos del narval.
El golpeteo cesó, y los cuernos se balancearon lentamente de un lado a otro, como si su dueño estuviera escuchando. Jim oyó su propia respiración silbando en sus oídos y sintió sus nervios apretados como la cuerda de un arco. Luego, el golpeteo comenzó a sonar nuevamente y los cuernos se elevaron aún más, hasta que dos orejas con forma de trompeta y un par de enormes ojos aparecieron debajo de ellos. Los ojos eran oscuros y amables, velados por unas largas pestañas; parecían estar bañados en lágrimas. Miraban directamente el arma de Jim, quien hizo todo lo posible por contener la respiración. El animal estaba tan cerca que Jim podía verlo pestañear. No se atrevió a moverse.
Luego, el antílope desvió la mirada, moviendo su enorme cabeza para observar la ladera que tenía ante si. Lentamente, comenzó a caminar en dirección a Jim, y entonces el muchacho pudo ver el resto de su cuerpo. Era tan ancho que Jim no podría haber envuelto aquel grueso cuello con sus dos brazos. Su papada se balanceaba pesadamente a cada paso que daba. Su lomo y sus paletas delataban su vejez. El antílope era casi tan alto como Jim.
A sólo una docena de pasos, el animal se detuvo y bajó su cabeza para morder las hojas verdes de un arbusto. Detrás del macho, comenzó a aparecer el resto de la manada. Las hembras eran de color marrón claro, y aunque también tenían unos largos cuernos en espiral, sus cabezas eran mucho más femeninas y graciosas. Los becerros eran de un castaño rojizo y los más jóvenes no tenían cuernos. Uno de ellos bajó la cabeza y embistió en son amistoso contra su hermano gemelo; ambos comenzaron a perseguirse en círculo. La madre observaba la escena con manso desinterés.
El instinto de cazador de Jim lo llevó a mirar otra vez al enorme macho, que seguía masticando las hojas del arbusto. Para el muchacho, dejar de lado a un animal tan magnífico constituía todo un esfuerzo. El trofeo era precioso, pero su carne sería dura y desagradable, y su grasa escasa.
Jim recordó la filosofía de Bakkat: "Deja que el viejo macho se reproduzca y que la hembra críe a sus hijos". Jim desplazó su mirada lentamente, estudiando a la manada. En ese preciso instante, la presa perfecta apareció sobre el risco.
Era un macho mucho más joven, de unos cuatro años. Sus cuartos traseros eran tan voluminosos que parecían estar a punto de hacer estallar su piel brillante. Atraído por las hojas verdes de un árbol de bayas silvestres, dio unos pasos hacia un costado. Las ramas estaban repletas de frutas maduras, y el joven macho giró hasta quedar frente a Jim. Luego se estiró para morder las bayas, dejando expuesta la curva color crema de su garganta.
Jim dirigió el cañón de su mosquete en dirección a él. Sus movimientos eran tan lentos como el avance de un camaleón sobre una mosca. Los becerros traviesos levantaron polvo y distrajeron la mirada normalmente impávida de las hembras. Con cuidado, Jim apuntó su arma hacia la base de la garganta de la bestia, en el pliegue de piel que daba un círculo en torno a ella, como un collar. Jim sabía muy bien que, aun a una distancia tan corta, los enormes omóplatos del animal podrían obstruir el paso del proyectil. Tenía que hallar un hueco en el pecho del antílope a través del cual pudiera hacer ingresar la bala hacia los órganos vitales.
Posó su dedo sobre el gatillo y tanteó la resistencia del pestillo. Sin prisa y sin pausa, fue incrementando la presión, mirando fijamente a su blanco, resistiendo la tentación de tirar súbitamente. El cayó con un sonoro chasquido y el encendedor lanzó una lluvia de pólvora, de la cazoleta se encendió, lanzando una nubecilla de chispas, y la culata golpeó contra el hombro de Jim con un bramido grave Antes de que el culatazo y el humo le taparan la visión, Jim vio que el antílope se encorvaba, víctima de un poderoso espasmo. Supo entonces que la bala le había atravesado el corazón. El muchacho se puso de pie Para poder ver que había detrás de la nube de humo. El joven macho estaba paralizado en medio de su agonía, con la boca abierta. Jim pudo ver la herida: un agujero oscuro en medio de la piel suave de su garganta, sin una mancha de sangre.
A su alrededor, el resto de la manada había salido en estampida, disparados por la rocosa ladera con un galope alocado. Bajo sus cascos, el polvo se levantaba y las piedras sueltas salían disparadas, el macho herido se echó hacia atrás, atravesado por una impresionante convulsión. Sus manos temblaban, y el animal se sentó sobre sus ancas.
Luego levantó la cabeza al cielo y la sangre brillante de sus pulmones saltó encima de sus mandíbulas abiertas. Luego, el animal dio un giro y cayó sobre el lomo, con las Cuatro patas golpeando espasmódicamente el aire. Jim se Puso de pie y observó los últimos estertores de la bestia.
Su fugaz alegría fue gradualmente reemplazada por la melancolía del verdadero cazador, sobrecogido por la belleza y la tragedia de la muerte. Mientras el antílope finalmente se quedaba inmóvil, el muchacho dejó su mosquete a un costado y extrajo el cuchillo de la vaina. Usando los cuernos como palanca, tiró de la cabeza de la bestia y, con dos incisiones expertas, abrió sus arterias y miró cómo manaba la sangre. Luego levantó una de sus enormes patas y cortó el escroto.
Louisa se acercó con los caballos mientras él se enderezaba, con la bolsa blanca y peluda en sus manos. Se sintió obligado a explicar.
—Si no lo hubiera hecho, el escroto pudriría la carne. Louisa desvió la mirada.
—Qué animal magnífico. Es enorme. —La muchacha miró la montura. Parecía estar subyugada por la enorme tarea acometida por Jim.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
—Antes que nada, ata a los caballos —respondió el joven y ella saltó al suelo y llevó a los animales junto al árbol de bayas. Los ató al tronco y luego volvió donde estaba Jim.
—Sostén una de las patas traseras —indicó él—. Si dejamos las tripas dentro la carne se agriaría y en un par de horas ya no podremos comerla.
Era un trabajo pesado, pero Louisa no se acobardó. Cuando Jim hizo la incisión en la barriga, desde la entrepierna a las costillas, el intestino y las entrañas salieron por la abertura.
—Ahora es cuando uno se ensucia las manos —advirtió el joven, pero antes de que retomara su tarea, se oyó cerca de allí una voz aflautada, casi infantil.
—Has aprendido muy bien mi lección, Somoya.
Jim giró, sosteniendo instintivamente el cuchillo en posición defensiva y miró al pequeño hombre amarillo que, sentado sobre una roca, contemplaba la escena.
—¡Bakkat, pequeño shaitan! —gritó Jim, todavía más asustado que enojado—. ¡No vuelvas a hacer algo así! En el nombre del Kulu Kulu, ¿de dónde has venido?
—¿Te asusté, Somoya? —Bakkat parecía incómodo, y Jim recordó sus modales. Había estado cerca de ofender a su amigo.
—No, por supuesto que no. Te vi venir de lejos. —Lo peor que podía decírsele a un bosquimano era que uno no había advertido su presencia: lo tomaría como una referencia insultante a su baja estatura—. Eres más alto que los árboles.
La expresión de Bakkat cambió al oír el cumplido.
—Te observé desde el comienzo de la cacería. Fue una matanza limpia y elegante, Somoya. Pero creo que necesitas algo más que a una joven para adobar la carne. —Bakkat saltó desde la roca. Hizo una pausa frente a Louisa y se inclinó, aplaudiendo a manera de saludo.
—¿Qué quiere decir? —preguntó la muchacha.
—Dice que te saluda y que tu cabello es como la luz del sol —explicó Jim—. Creo que acaba de darte un nombre africano: Welanga, la Muchacha de la Luz del Sol.
—Dile por favor que yo también lo saludo y que es para mí un gran honor conocerlo. —Louisa le sonrió, y Bakkat rió complacido.
Bakkat llevaba un hacha colgada del hombro y su arco de caza en el otro. Dejó en el piso el arco y el carcaj, y tomó el hacha mientras se acercaba a colaborar con Jim.
Louisa se asombró al ver la rapidez con que trabajaban los dos hombres. Cada uno sabía muy bien lo que tenía que hacer, y lo hacían sin vacilar ni decir palabra. Con sangre hasta los codos, retiraron las entrañas y la bolsa inflamada del estómago. Casi sin reparar en su trabajo, Bakkat cortó un trozo de entrañas crudas. Lo golpeó contra una roca para que cayeran los vegetales sin digerir, se lo llevó a la boca y lo masticó con indisimulable placer. Cuando extrajeron el hígado humeante, Jim se unió al festín.
Louisa los miraba horrorizada.
—¡Pero está crudo! —exclamó.
—En Holanda, ustedes comen arenque crudo —dijo Jim, y le alcanzó una rebanada de aquel órgano púrpura. Louisa estuvo a punto de rechazarlo, pero comprendió que aquello era un desafío. La muchacha siguió viendo hasta que vio que Bakkat también la observaba con una sonrisa tullida, con los ojos inclinados en medio de sus arrugas correosas. Louisa tomó el trozo de hígado, juntó coraje y se lo llevó a la boca.
Sinntió que la garganta se cerraba pero se forzó a masticar. Al comienzo, el fuerte gusto de la carne tomó por sorpresa a su organismo, pero luego notó que no era desagradable. Lo masticó lentamente y luego lo tragó. Para su satisfacción, Jim parecía asombrado. Louisa tomó otro trozo de la mano ensangrentada del muchacho y comenzó a masticarlo.
Bakkat lanzó una carcajada y hundió el codo en las costillas de Jin.
Con su cabeza risueño, burlándose del muchacho e imitando los gestos con que ella había triunfado en el implícito duelo, girando en círculos se llevaba a la boca imaginarios trozos de hígado con ambas manos lleno de júbilo.
—Si fueras la mitad de lo gracioso que piensas que eres —le dijo Jim, amargado—, serías el hombre más ingenioso de las cincuenta tribus del oisan. Ahora volvamos a trabajar.
Dividieron la carne en dos para que la llevaran los caballos, y Bakkat tomó una bolsa con la piel húmeda, donde colocó los riñones, el intestino y el hígado. La carga pesaba casi tanto como él, pero el bosquimano se la colocó sobre los hombros y comenzó a trotar. Jim acarreaba un hombro de antílope, que caía casi hasta sus rodillas, y Louisa llevaba a los caballos.
Cuando llegaron a Majuba, ya había oscurecido.
Xhia trotaba con el paso patizambo que los bosquimanos llamaban “bebiendo el viento" Podía mantener el ritmo desde la primera luz del amanecer hasta la caída de la noche. Mientras avanzaba, hablaba consigo mismo como si estuviera hablando con un compañero, respondiendo a sus propias preguntas, riendo entre dientes de sus propias bromas. Sin aflojar la marcha, bebía de su cantimplora con forma de cuerno y comía lo que llevaba en la bolsa colgada de su hombro.
Se estaba recordando a sí mismo lo astuto y valiente que era.
—Soy Xhia, el poderoso cazador —se iba diciendo, y luego daba un pequeño salto—. He cazado al gran elefante macho con el veneno de la punta de mi flecha. —Recordó cómo había perseguido a la bestia todo a lo largo de la orilla del gran río. Con tenacidad, había ido detrás del elefante durante el tiempo que tardaba la luna nueva en convertirse en luna llena, y luego otra vez en menguar—. En ningún momento le perdí el rastro. ¿Acaso algún otro hombre podría hacerlo? —Xhia negó con la cabeza.
—¡No! ¿Acaso podría Bakkat llevar a cabo esa hazaña? ¡No! ¿Acaso habría acertado a la vena detrás de la oreja del elefante, de modo que el veneno fuera llevado directamente al corazón del macho? ¡No, jamás lo habría logrado! —La frágil flecha de caña apenas podía penetrar el duro pellejo del paquidermo, y jamás habría logrado llegar al corazón o a los pulmones. Xhia debía encontrar uno de los grandes vasos sanguíneos cercanos a la superficie de la piel para que transportara el veneno. El elefante había demorado cinco días en caer—. Pero seguía detrás de él todo ese tiempo y bailé la danza del cazador cuando, finalmente, cayó como una montaña y levantó polvo hasta las copas de los árboles. ¿Acaso podría Bakkat llevar a cabo esa hazaña? —les preguntó a las altas cumbres que lo rodeaban—. ¡Jamás! ¡Jamás!
Xhia y Bakkat eran miembros de la misma tribu, pero no eran hermanos.
—¡No somos hermanos! —gritó Xhia, enojado.
Había existido una vez una muchacha, con la piel brillante como las plumas de un pájaro tejedor y el rostro con forma de corazón. Sus labios eran carnosos como el fruto maduro de la marula, las nalgas eran como huevos de avestruz y los pechos, redondos y amarillos como dos melones Tsama calentándose al sol del Kalahari.
—Ella había nacido para ser mi mujer —gritaba Xhia—. El Kulu Kulu tomó un trozo de mi corazón mientras yo dormía y con él moldeó a esa mujer. —Xhia no podía pronunciar su nombre. Le había disparado la pequeña flecha del amor, cuya punta estaba hecha con las plumas de la paloma torcaz, para demostrarle cuánto la amaba.
—Pero se fue. No quiso venir a acostarse en el lecho de Xhia el cazador. Y en cambio, se fue con el despreciable Bakkat y le dio tres hijos. Pero yo soy astuto. Esa mujer murió por la mordida de la cobra. —El mismo Xhia se había encargado de capturar a la serpiente. Había descubierto su escondite debajo de una roca plana. Había colocado una paloma viva como señuelo, y al salir la cobra de su escondite, él la había tomado por detrás. No era una cobra demasiado grande; medía aproximadamente lo mismo que uno de sus brazos. Pero su veneno era lo suficientemente poderoso como para matar a un búfalo. Xhia la colocó dentro de la bolsa de cosechar de la muchacha mientras ella dormía con Bakkat. A la mañana siguiente, cuando ella abrió la bolsa para colocar un tubérculo, la cobra la había mordido tres veces, una en un dedo y dos en la muñeca. Su muerte había sido rápida, pero dolorosa. Bakkat había llorado mientras la tenía en brazos. Escondido entre las rocas, Xhia había espiado toda la escena. Ahora el recuerdo de su muerte y de la pena de Bakkat era tan dulce que Xhia danzaba con los dos pies juntos, como una langosta.
—No ha nacido el animal que pueda eludirme. No ha nacido el hombre que pueda superar mi astucia. ¡Soy Xhia! —gritó. Y la montaña le devolvió el eco de su voz—: ¡Xhia, Xhia, Xhia!
Luego de que el coronel Keyser lo dejara en el bosque, él había esperado dos días y una noche en las colinas de High Weald, atento a los movimientos de Bakkat. La primera mañana lo vio salir de su cabaña al alba, bostezar, rascarse y reír a carcajadas luego de emitir una sonora emanación gaseosa. Para los bosquimanos, un floreo flatulento era siempre signo de buena salud. Xhia lo observó mientras sacaba a sus rebaños del corral y los llevaba a beber. Escondido en el pasto, como una perdiz, el experto rastreador vio luego cómo, desde la casa principal, llegaba cabalgando un hombre blanco con barba negra, a quien llamaban Klebe, "el Halcón”, el amo de Bakkat, y ambos se pusieron de cuclillas en medio del campo con las cabezas juntas, y hablaron durante un largo rato mediante susurros, para que nadie pudiera oírlos.
Ni siquiera Xhia pudo deslizarse lo suficientemente cerca como para oír lo que decían.
Pero no era necesario oírlos para saber de qué hablaban, pensó el rastreador con una sonrisa.
—Sé lo que estás diciendo, Klebe. Sé que estás enviando a Bakkat a a tu hijo. Sé que le estás diciendo que se cuide bien de que nadie te siga, pero, como el espíritu del viento, yo, Xhia, los estaré observando cuando se encuentren.
Xhia observó cómo Bakkat cerraba la puerta de su cabaña al caer la noche y vio el resplandor del fuego que encendía para comer. Pero Bakkat no volvió a aparecer hasta el alba.
—Intentas cansarme, Bakkat, pero sé que será esta noche o mañana… —dijo, mirando a su rival desde la cima de la colina—. ¿Acaso crees tener más paciencia que yo? Ya lo veremos. —Observó a Bakkat caminar en círculo por su cabaña con las primeras luces del día, buscando en la tierra algún signo de alguien que lo estuviera espiando.
Xhia se abrazó gozoso y se frotó la espalda con ambas manos.
—¿Piensas que soy tan tonto como para acercarme tanto, Bakkat? Ésa era la razón por la cual se había quedado toda la noche sentado en cima de la colina. —Soy Xhia, y no dejo rastros. Ni siquiera el buitre, que vuela alto, puede descubrir mi escondite.
Durante aquel día, Xhia vio que Bakkat se dedicaba a sus ocupaciones pastoreando los rebaños de su amo. Cuando cayó la noche, Bakkat volvió a su cabaña. Xhia pronunció entonces un encantamiento. Tomó un puñado de polvo de una de las cantimploras de cuerno de antílope que llevaba en su cinturón y lo llevó a su garganta. Era ceniza de bigote de leopardo, mezclada con polvo de estiércol de león y otros ingredientes secretos. Xhia murmuró el encantamiento mientras la sustancia se disolvía en su saliva. Era un conjuro para burlar a las presas. Luego, Xhia escupió tres veces en dirección a la cabaña de Bakkat.
—Este es un hechizo muy poderoso, Bakkat —le advirtió a su enemigo—. No hay hombre ni animal que pueda resistirlo. —Eso no siempre era verdad. Pero, cuando fallaba, era porque había una razón valedera para ello. A veces era porque el viento había cambiado de dirección, o porque un cuervo negro había pasado sobre su cabeza, o porque un lirio estaba en flor. Fuera de esas circunstancias y de otras similares, era un conjuro infalible.
Habiendo pronunciado el hechizo, Xhia se sentó a esperar. No había comido desde el día anterior, de modo que se llevó a la boca unos trozos de carne ahumada que tenía en la bolsa. Nada podía detener a Xhia: ni el hambre ni el frío ni el viento ni la nieve. Como todos los de su tribu, estaba acostumbrado al dolor y a los padecimientos. La noche estaba calma, prueba de que su hechizo había funcionado. Hasta una brisa leve habría cubierto los ruidos que Bakkat esperaba oír.
Poco después de que la luna desapareciera detrás de las montañas, Xhia oyó que un ave nocturna lanzaba su grito de alerta desde el bosque que había detrás de la cabaña de Bakkat. Xhia asintió.
—Algo se está moviendo.
Unos minutos más tarde, oyó que la pareja del chotacabras revoloteaba cerca del suelo del bosque. Relacionando esas dos pistas, Xhia pudo adivinar en qué dirección iba su presa. Silencioso como una sombra, bajó la colina, buscando a cada paso ramitas u hojas secas que pudieran delatarlo. Cada dos pasos se detenía a escuchar. Arroyo abajo, oyó el crujido seco que hacía un puercoespín al erizarse, de manera de advertir a un predador que se había acercado demasiado. Era posible que el puercoespín hubiera visto un leopardo, pero Xhia sabía que no había sido así. El leopardo se habría demorado buscando el modo de atacar a su presa natural, pero un hombre no vacilaba y seguía adelante. Ni siquiera un adepto de San, como Bakkat o el mismo Xhia, podría haber evitado el encuentro con el chotacabras o con el puercoespín en la oscuridad del bosque. Esos pequeños signos le habían bastado a Xhia para saber en qué dirección iba Bakkat.
Cualquier otro cazador hubiera cometido el error de acercarse demasiado rápidamente, pero Xhia se mantuvo a distancia. Sabía que Bakkat volvería sobre sus pasos y avanzaría en círculos, para asegurarse de que no fuera seguido.
—En el corazón de la selva, es casi tan astuto como yo. Pero yo soy y no hay dos como yo. —Xhia iba diciéndose esas cosas, que lo hacían sentir más fuerte y más valiente. Encontró el lugar por donde Bakkat había cruzado el arroyo, y con los últimos rayos de la luna menguante logró encontrar una huella mojada, brillando sobre una de las rocas del río. La huella era del tamaño de un pie de niño, pero más ancha y no tenía arco.
—¡Bakkat! —Xhia dio un saltito—. Recordaré la forma de tu pie hasta el día de mi muerte.
—¿Acaso no la vi cientos de veces, corriendo junto a la mujer que debió haber sido mi esposa? —El rastreador recordó cómo La había seguido hacia el bosque; allí se arrastraba hasta donde estaban y los observaba mientras copulaban, contorsionándose en el pasto. El recuerdo reavivó el odio corrosivo que sentía por Bakkat. —Pero ya no volverás a saborear esos pechos de melón. Xhia y la cobra nos hemos asegurado de eso.
Ahora que había establecido la velocidad y la dirección en que iba la presa, podía retroceder para evitar, en la oscuridad, las trampas que seguramente Bakkat había tendido para él.
—Como se mueve en la oscuridad, no podrá ocultar sus huellas tan fácil como si fuera de día. Esperaré a la salida del sol para leer más claramente los signos que ha dejado para mi.
Cuando el cielo enrojeció con las primeras luces del amanecer, Xhia ~tomó la pista. La huella mojada se había secado, pero un centenar de pasos más allá, Xhia descubrió un guijarro suelto. Otro centenar de pasos más, halló una brizna de pasto rota, colgando y comenzando a marchitarse, no se detuvo a escudriñar esas pistas. Una mirada rápida le bastaba para confirmar su instinto y para hacer mínimas correcciones de la dirección en la que iba. Sonrió y sacudió la cabeza cuando encontró el lugar donde Bakkat se había recostado junto a su rastro. Como se había quedado en cuclillas y sin moverse durante tanto tiempo, sus talones desnudos habían dejado una hendidura en la tierra. Luego, mucho más adelante, Xhia encontró el lugar donde Bakkat había caminado en círculo alrededor de sus propias huellas, del mismo modo como un búfalo herido retrocede en círculos esperando a su cazador.
Xhia estaba tan contento consigo mismo que olisqueó el aire y dijo:
—¡Debes saber, Bakkat, que quien te sigue es Xhia! ¡Xhia, aquel que te supera en todo! —El rastreador intentó no pensar en la muchacha amante como la miel, lo único en que Bakkat le había ganado.
Cuando las huellas se adentraron en la montaña, se hicieron más elusivas. Avanzando por un angosto valle, Xhia descubrió una zona en que Bakkat había saltado de piedra en piedra, sin tocar nunca la tierra suave ni alterar ninguna brizna de pasto ni ninguna otra cosa viva, excepto el liquen gris que crecía disperso entre las rocas. Esa planta era tan seca y dura, y Bakkat tan liviano, su suela tan pequeña y flexible, que pasaba por ella con tanta suavidad como la brisa de la montaña. Xhia examinó las rocas en busca de una sombra ligeramente diferente de liquen que indicara que la planta del pie de Bakkat se había posado en él. Xhia iba junto a las huellas, del lado opuesto al del sol de la mañana, para que las débiles marcas se vieran mejor y para no alterarlas en caso de que tuviera que retroceder para volver a estudiarlas.
Luego, Xhia se sintió confundido. Las huellas trepaban por una ladera empinada, otra vez de roca en roca. Luego, abruptamente, desaparecían en medio de la ladera. Era como si Bakkat se hubiera elevado al cielo aferrado a los talones de un águila. Xhia siguió adelante por la línea en que iban las huellas hasta que llegó al extremo del valle, pero no encontró nada más. Retornó hasta donde terminaba el rastro, se puso en cuclillas y giró la cabeza de un lado al otro observando las marcas en el liquen que cubría las rocas.
Como último recurso, Xhia tomó otra vez un poco de polvo mágico de su cuerno de antílope y dejó que se disolviera en su saliva. Cerró los ojos para descansarlos y tragó la mezcla. Entreabrió sus ojos y, a través del velo de sus propias pestañas, percibió un movimiento veloz, de sombras furtivas como las que produce un murciélago al batir sus alas al anochecer. Cuando miró directamente, había desaparecido. La saliva se secó en su boca y la piel de sus brazos le picó. Sabía que uno de los espíritus de la selva lo había tocado, y lo que había visto era el recuerdo de los pies de Bakkat corriendo entre las rocas. No corrían hacia arriba, sino que bajaban otra vez la ladera.
En ese momento de intenso alerta, Xhia comprendió, por el color del liquen, que los pies de Bakkat lo habían tocado dos veces, una vez subiendo y la otra bajando. El rastreador lanzó una carcajada.
—Bakkat, podrías haber engañado a cualquier otro hombre, pero no a Xhia.
El pequeño bosquimano volvió sobre sus pasos y admiró lo que había hecho su rival. Había corrido ladera arriba y luego, en medio del camino, había girado y vuelto atrás, apoyando sus pies en los mismos lugares donde los había apoyado antes. El único indicio era el color ligeramente diferente de las huellas dobles.
Cerca del pie de la ladera, la pista pasaba debajo de la rama de una caa bóer. En el suelo, junto a las huellas, había un fragmento de corteza caída no más grande que una uña de pulgar. Había caído recientemente o había sido desprendida de la rama. En ese punto, las huellas dobles en el liquen se tornaban huellas simples. Xhia lanzó otra carcajada.
—¡Bakkat se ha trepado a los árboles, como los mandriles que lo comieron!
El rastreador se paró debajo de la rama extendida, saltó, se aferró con fuerza y se fue poniendo de pie hasta estar en posición vertical, haciendo equilibrio sobre la rama. Allí vio las marcas que los pies de Bakkat habían dejado en la corteza. Corrió por ellas hasta el tronco del árbol, se dejó caer, buscó nuevamente las huellas y comenzó a caminar en la misma dirección.
Bakkat le había dejado otros dos acertijos para que resolviera. El primero de ellos era en la base de un risco rojo y le llevó más tiempo. Luego de la catalpa, Xhia sabía que debía mirar para arriba y entrar en el lugar adonde Bakkat había trepado para no dejar sus huellas en la tierra.
Cuando llegó al lugar donde Bakkat había dejado el segundo acertijo, ya estaba cayendo la noche. Aquel nuevo problema parecía desafiar sus poderes. Después de un rato sin encontrar la solución, empezó a pensar que había lanzado un contrahechizo, y que le habían crecido alas como a los pájaros. Se llevó a la boca otra dosis de polvo de cazador, pero los espíritus no volvieron a tocarlo. Xhia comenzó a sentirse mal.
—Soy Xhia. No ha nacido el hombre que pueda engañarme —se dijo, aun cuando pronunció esas frases en voz muy alta, no logró que la sensación de fracaso que comenzaba a inundarlo se desvaneciera.
Entonces oyó un ruido, amortiguado por la distancia pero inconfundible. Los ecos de los riscos lo confirmaron, pero al mismo tiempo confundieron la dirección. Xhia movió la cabeza de un lado al otro intentando descubrir su origen.
—Un disparo de mosquete —susurró—. Mis espíritus no me han abandonado. Me están guiando.
Dejó la huella y subió el pico más cercano. Allí, se puso en cuclillas y escudriñó el cielo. No tardó demasiado en descubrir una pequeña mancha contra el fondo azul.
—Donde hay disparos, está la Muerte. Y la Muerte tiene sus fieles seres.
Otra mancha apareció, y luego otras. Pronto se convirtieron en una rueda girando lentamente en el cielo. Xhia se puso de pie y comenzó a trotar en esa dirección. Mientras se aproximaba, las manchas fueron adquiriendo su forma de aves de rapiña, volando con sus alas inmóviles, volviendo sus repulsivas cabezas desnudas hacia abajo, para espiar un punto determinado en medio de la montaña.
Xhia conocía muy bien las cinco variedades de buitres, desde el ave tostada común del Cabo hasta el enorme buitre barbado con su garganta moldeada y el abanico triangular que formaban las plumas en su cola.
—Muchas gracias, viejos amigos —les dijo. Desde tiempos inmemoriales, aquellas aves habían guiado a él y a su tribu hacia los festines. Mientras se acercaba al círculo giratorio, sus pasos se hicieron más furtivos y el rastreador comenzó a deslizarse de roca en roca, mirando todo lo que lo rodeaba con sus pequeños ojos agudos y brillantes. Entonces oyó el sonido producido por voces humanas del otro lado del risco que tenía enfrente. Como si fuera una bocanada de humo, Xhia pareció disolverse en el aire.
Desde el lugar donde se había escondido, miró cómo el trío cargaba la carne sobre los caballos. Conocía muy bien a Somoya. El suyo era un rostro conocido en la colonia. Xhia lo había visto vencer a su amo en la carrera de Navidad. Pero la mujer le era desconocida.
—A ella es a quien busca Gwenyama. Es la mujer que escapó del barco hundido.
Xhia rió entre dientes cuando vio a Fiel atada junto a Fuego.
—Pronto volverás con tu amo —le prometió a la yegua. Luego concentró su atención en la delgada figura de Bakkat y sus ojos se rasgaron, atravesados por el odio.
Xhia esperó a que el pequeño grupo terminara de cargar los caballos y desapareciera por el sendero que serpenteaba valle abajo. En cuanto se perdieron de vista, Xhia fue corriendo a disputar los restos del antílope con los buitres. Había un charco de sangre allí donde Jim había cortado la garganta del animal. La sangre se había coagulado, transformándose en una sustancia gelatinosa y negra. Xhia la tomó, poniendo sus manos en forma de copa y la llevó a sus labios. En los dos días anteriores apenas había comido algo de lo poco que llevaba en su bolsa y estaba hambriento. Cuando terminó, se chupó los dedos con desesperación. No podía perder mucho tiempo con el cuerpo del antílope, porque si Bakkat miraba hacia atrás vería que los buitres no habían bajado de inmediato, y sabría que algo o alguien los mantenía al acecho. Los cazadores no le habían dejado demasiado. Estaba el largo tubo flexible del intestino delgado, que no habían logrado llevarse. Xhia lo pasó por sus dedos para eliminar el excremento líquido. La capa de estiércol que quedaba le otorgaba un gusto acre, que el bosquimano saboreó mientras masticaba. Pensó en usar una piedra para abrir los enormes huesos de las patas del antílope y comer la médula, pero sabía que Bakkat volvería allí, y no pasaría por alto una pista tan obvia. Se conformó con raspar los trozos de carne todavía adheridos a los huesos y a la caja torácica. Colocó esos trozos en la bolsa y luego limpió sus huellas con un puñado de pasto seco. Las aves se encargarían de eliminar cualquier rastro de su presencia que él hubiera pasado por alto. Cuando Bakkat volviera, nada le llamaría la atención.
Masticando gozosamente los malolientes intestinos, Xhia dejó el cadáver del antílope y marchó tras los pasos de Bakkat y de la pareja. No fue directamente detrás de sus huellas, sino unos metros arriba, por la ladera. En tres ocasiones pudo anticipar las vueltas que daba el valle, y eso le permitió acortar camino. A la distancia, vio el humo del campamento Majuba y se apresuró a llegar a él. Cuando el grupo llegó con los caballos los estaba observando desde arriba. Sabía que su obligación era regresar de inmediato para informarle a su amo del descubrimiento, pero no pudo resistir la tentación de quedarse y regocijarse con el fracaso del enemigo.
Los tres hombres, blanco, negro y amarillo, cortaron la carne cruda del antílope, y la mujer esparció sobre los cortes sal del mar, la frotó con sus manos y luego dejó los trozos de carne sobre las rocas. Mientras, los hombres colocaron los grumos de grasa sobre una olla, para aprovecharla y fabricar jabón.
Cuando Bakkat se ponía de pie o se apartaba de los otros, sus ojos lo seguían con la mirada malévola de una cobra. Tocaba con sus dedos una de las flechas que llevaba en su pequeño carcaj hecho con corteza de árbol y soñaba con el día en que una flecha como esa llevara el veneno hasta lo más delicado del cuerpo de Bakkat.
Cuando concluyeron la faena, y mientras los hombres se ocupaban de los caballos y las mulas, la mujer blanca puso los últimos trozos de carne. Luego abandonó el campamento y fue por la orilla del arroyo hasta una pileta natural de aguas verdes, protegida de la cabaña por el recodo hacia el río. La muchacha se quitó el bonete y sacudió su cabello, transformándolo en una nube brillante. Xhia estaba maravillado. Nunca había visto un cabello de ese color y de ese largo. Era antinatural y repelente. Los Cueros cabelludos de las mujeres de su tribu estaban protegidos por sus pelucas velludas, agradables al tacto y a la vista. Sólo una bruja u otra criatura desagradable podía tener un cabello como aquél. Xhia escupió para mantener alejada cualquier influencia maligna que ella pudiera emanar.
La mujer miró alrededor, pero ningún ojo humano podía avistar a Xhia cuando éste quería permanecer oculto. Luego se desvistió, quitándose los anchos pantalones que cubrían sus partes inferiores, y se quedó de pie en el borde de la pileta. Una vez más, Xhia sintió rechazo por la apariencia física de la muchacha. Aquello no era una mujer, sino algún tipo de entidad hermafrodita. Su cuerpo era deforme: tenía las piernas largas, las caderas angostas, el estómago cóncavo y las nalgas de un niño desnutrido. Las mujeres san se jactaban de su esteatopigia. Donde sus muslos se unían, había otro mechón de pelo, del color de las arenas del Kahlahari y tan fino que no tapaba completamente sus genitales. Su hendidura era como una boca fruncida. No había allí ningún indicio de los labios interiores. Las madres de la tribu de Xhia perforaban los labios de sus hijas en la infancia y colgaban piedras de ellos para que crecieran bien salientes y atractivos. A juicio de Xhia, unas nalgas monumentales y unos labios vaginales colgantes eran los mejores signos de la belleza femenina. Sólo los pechos de aquella mujer proclamaban su sexo, aunque también tenían una forma extraña, puntiaguda. Los pálidos pezones salían hacia arriba como las orejas de un pequeño antílope asustado. Xhia se tapó la boca y sonrió.
—¿Qué clase de hombre querría estar con una criatura como ésa? —se preguntó.
La mujer se sumergió en el agua hasta el mentón. Xhia había visto ya suficiente y el sol estaba cayendo. Giró sobre sus talones y comenzó a trotar en dirección a la cima amesetada de la montaña, que se veía azul y etérea desde la distancia, elevada en dirección sur. Xhia caminaría durante toda la noche para llevarle las noticias a su amo.
Estaban sentados junto al fuego, en medio de la cabaña. Las noches todavía eran frías. Degustaban la sabrosa carne del antílope, así como también los riñones, el hígado y la grasa asados al fuego. El mentón de Bakkat rebosaba de grasa. Cuando Jim se echó hacia atrás, con un suspiro de satisfacción, Louisa le sirvió una taza de café. Él se la agradeció.
—¿Tú no quieres? —dijo él.
Ella negó con la cabeza.
—No me gusta.
No era verdad. Cuando vivía en Huis Brabant, Louisa había aprendido a disfrutarlo, pero sabía que era un producto muy caro. Había visto cómo atesoraba Jim la bolsa con los granos, que no le duraría mucho. Su gratitud hacia él, en tanto salvador y protector, era tan grande que ella no quería privarlo de algo que le daba tanto placer.
—Es muy fuerte y agrio —explicó la muchacha, que se volvió hacia el lado opuesto de la hoguera, desde donde observó los rostros de los hombres mientras hablaban. No entendía lo que decían porque hablaban en una lengua extraña, pero el sonido de sus voces era melodioso y adormecedor. Louisa estaba soñolienta y con el estómago lleno, y nunca se había sentido tan segura y satisfecha desde que partiera de Ámsterdam.
—Le dije a Klebe, tu padre, lo que tú me ordenaste que le dijera —le dijo Bakkat a Jim. Era la primera vez que mencionaban aquello que les importaba más. Era de mala educación hablar de las cuestiones importantes antes de que llegara el momento indicado.
—¿Cuál fue su respuesta? —preguntó Jim, ansioso.
—Me dijo que te salude en su nombre y en el de tu madre. Dijo que, cuando te marches dejarás un hueco en sus corazones que nunca volverán a llenar. Tú no debes volver a High Weald. Dijo que el soldado gordo del castillo esperará tu vuelta con la paciencia de un cocodrilo enterrado en el pantano.
Jim asintió con tristeza. Había estimado cuáles serían las consecuencias de sus acciones desde el momento mismo en que había decidido rescatar a la muchacha. Pero ahora que su padre lo confirmaba, su exilio de la colonia era un enorme peso para él. Ahora era un auténtico desterrado.
A la luz del fuego, Louisa vio la expresión de su rostro y supo instintivamente que ella era la causa de su pena. Bajó los ojos hacia la hoguera, y la culpa que sentía era para ella como un puñal hundido en sus costillas.
—¿Qué otra cosa dijo? —preguntó suavemente Jim.
—Dijo que el dolor de ver partir a su hijo sería demasiado fuerte como para tolerarlo, a menos que pudiera verte una sola vez más antes de que te vayas. —Jim abrió la boca para decir algo, pero luego volvió a cerrarla. Bakkat siguió hablando—. Klebe sabe que tú quieres ir por la Ruta de los Ladrones hacia el norte, hacia la selva. Dijo que no lograrás sobrevivir con provisiones tan escasas como las que pudiste llevar. Quiere traerte mas. Dijo que ésa sería tu herencia.
—¿Pero cómo piensa hacer eso? Yo no puedo ir adonde está él y él no puede ir conmigo. El riesgo es demasiado grande.
—Ya ha enviado a Bomvu, a tu tío Dorian y a Mansur con dos carros cargados con sacos de arena y cajones repletos de piedras para que tomen Camino del oeste, el que va por la costa. Eso distraerá a Keyser, para que tu padre pueda encontrarse contigo en un lugar adonde llevar otras carretas con los regalos de despedida para ti.
—¿Y cuál es el punto de encuentro? —preguntó Jim. Sentía alivio y excitación al pensar que vería a su padre. Había pensado que ya no lo vería nunca—. No puede venir a Majuba. El camino por las montañas es empinado y traicionero para que pasen las carretas.
—No, no vendrá aquí.
—¿Y entonces adónde?
—¿Recuerdas cuando hace dos años viajamos juntos hasta el límite de la colonia? —Jim asintió—. Atravesamos las montañas a través del paso secreto del río Gariep.
—Lo recuerdo. —Aquel viaje había sido la gran aventura de la vida de Jim.
—Klebe llevará las carretas a través de ese paso y se encontrará contigo al borde de las tierras desconocidas, junto al kopje con forma de cabeza de mandril.
—Si, allí fue donde matamos al viejo órix. Fue el último lugar donde acampamos antes de volver a la colonia. —La desilusión que había sentido al volver era un recuerdo muy vívido para el joven—. Quería ir hasta el punto más lejano del horizonte, y luego hasta el siguiente, y así hasta llegar al último.
Bakkat se rió.
—Siempre fuiste un muchacho impaciente, y todavía lo eres. Pero tu padre te esperará en la Colina de la Cabeza del Mandril. ¿Puedes encontrarla sin que yo te guíe, Somoya? —preguntó Bakkat con ligero aire burlón. Pero por primera vez no pudo hacerlo reaccionar—. Tu padre sólo saldrá de High Weald cuando se haya asegurado de que Keyser fue detrás de Bomvu y de Mansur, y cuando yo haya vuelto con tu respuesta.
—Dile a mi padre que nos veremos allí.
Bakkat se puso de pie y tomó el arco y el carcaj.
—Todavía no puedes partir —le dijo Jim—. Está oscuro, y no has descansado desde que saliste de High Weald.
—Las estrellas harán de guía. —Bakkat fue hacia la puerta de la cabaña—. Y Klebe me dijo que volviera de inmediato. Nos veremos de nuevo en la Colina de la Cabeza de Mandril. —El bosquimano se paró en el vano de la puerta y sonrió—. Que tengas paz hasta entonces, Somoya. Mantén a Welanga a tu lado, porque, aunque es joven, parece que será una buena mujer, como tu madre.
Luego, Bakkat desapareció en la noche.
Bakkat se movía con tanta rapidez como cualquiera de las otras criaturas nocturnas, pero había salido muy tarde de Majuba, y la luz del amanecer ya se dejaba ver cuando llegó junto a los restos del antílope. El bosquimano se puso en cuclillas junto a ellos y comenzó a examinarlos para determinar quién o qué había estado allí el día anterior. Los buitres holgazaneaban, con sus jorobas altas, en los riscos vecinos. Había plumas en el suelo, indicando los lugares donde las aves habían peleado por el botín, y manchas blancas de sus excrementos líquidos en las rocas que circundaban el lugar de la matanza. Sus garras habían revuelto la tierra, pero Bakat pudo distinguir entre sus huellas las de algunos chacales, gatos monteses y otros animales carroñeros. No había signos de hienas, pero eso no lo rendía: las montañas eran demasiado altas y demasiado frías para ellas aquella estación del año. Aunque desnudo, el esqueleto del antílope estaba intacto. Las hienas lo habrían masticado y roto en pedazos.
Si hubo otra presencia humana, sus huellas habían sido eliminadas. De manera que Bakkat confiaba en que no había sido seguido. Pocos hombres podrían haber descubierto las trampas que él había usado para borrar sus huellas. Pero entonces sus ojos tropezaron con la caja torácica del antílope. Sus huesos eran lisos y blancos. De pronto, Bakkat lanzó un silbido de alarma y su confianza amenguó. Tocó las costillas desnudas, pasando sus dedos por una detrás de la otra. Las marcas en ellas eran tan leves podrían haber sido naturales, o producto de los dientes de los animales. Pero Bakkat sintió que un espasmo de duda acalambraba los músculos de su estómago. Las marcas eran demasiado lisas y regulares. No eran marcas desordenadas de unos dientes; parecían más bien producidas por una herramienta. Alguien había raspado la carne del hueso con una navaja.
Si hubiera sido un hombre, habría dejado las huellas de sus sandalias o sus botas, pensó Bakkat, dando una vuelta alrededor del esqueleto del animal lo suficientemente amplia como para evitar el caos producido por los animales carroñeros. ¡Nada! Volvió hacia el esqueleto y siguió estudiando. Quizá estaba descalzo, conjeturó. Pero los hotentotes usan sandalias ¿qué podría estar haciendo uno de ellos en las montañas en aquella época? Ellos estaban en el llano, cuidando a sus rebaños. ¿Pero entonces alguien lo había seguido? Sólo un experto podía haber leído su signo.
¿Un experto que iba descalzo? ¿Un san? ¿Uno de su propia tribu? Sus dudas estaban poniendo ansioso a Bakkat. ¿Debía seguir hacia High Weald? ¿Sería mejor que advirtiera de aquello a Somoya? El bosquimano vacilaba, hasta que finalmente tomó una decisión. No podía ir en ambas direcciones al mismo tiempo. Debía seguir adelante; ese era su deber. Debía llevarle su mensaje a Klebe.
Ya con las primeras luces del día, podía moverse más rápido. Mientras corría, sus ojos nunca se quedaban quietos y no había sonido u olor, por tenue que fuera, que se le escapara. Mientras bordeaba un bosque de árboles cuyos troncos llevaban una barba de musgo gris, las ventanas de su nariz se ensancharon al percibir una vaharada de olor fecal. Bakkat se deslizó del sendero para buscar el origen de ese olor y lo halló a pocos pasos. Una sola mirada le bastó para saber que eran los excrementos de un carnívoro, que había comido recientemente sangre y carne; eran excrementos negros, blandos y fétidos.
¿Un chacal?, se preguntó. Pero supo de inmediato que no. Debía tratarse de un humano, porque cerca de allí había hojas manchadas con las que se había limpiado. Sólo los san utilizaban las hojas del arbusto "lavamanos" con ese propósito: eran suculentas y suaves, y cuando se las frotaba con la palma de la mano, se abrían y emanaban un jugo con aroma a hierbas. Bakkat sabía que el mismo hombre que había comido los restos del antílope había defecado allí, cerca del sendero que bajaba desde Majuba, y que aquel hombre era un san. Además de él mismo, ¿cuántos expertos del san vivían dentro de los límites de la colonia? Su gente era gente de los desiertos y de la selva. Entonces, Bakkat supo instintivamente de quién se trataba.
—¡Xhia! —susurró—. Xhia, mi enemigo, me ha seguido y ha conocido mis secretos. Ahora vuelve corriendo al castillo de su amo. Pronto vendrán hacia Majuba con varios hombres a caballo, para atrapar a Somoya y a Welanga. —Una terrible incertidumbre se apoderó de él—. ¿Debo seguir hacia High Weald o es mejor que advierta de ello a Somoya? ¿Cuánto tiempo me lleva Xhia? —Luego, tomó la misma decisión que había tomado antes—. Somoya ya debe de haber abandonado Majuba. Keyser y su tropa se moverán más lentamente que Somoya. Si bebo el viento, puedo avisarle tanto a Klebe como a Somoya antes de que Keyser los atrape.
Comenzó a correr como muy rara vez había corrido antes, como si un órix herido, o peor, un león hambriento, lo estuviese siguiendo.
Cuando Xhia llegó a la colonia, ya era de noche. Las puertas del castillo estaban cerradas y no se abrirían hasta el toque de diana y el izamiento de la bandera de la VOC, en la alborada. Pero Xhia sabía que, por esos días, su amo Gwenyama muy rara vez dormía en las suntuosas habitaciones que le correspondían dentro de las altas paredes rocosas del castillo. Había algo muy fresco e irresistible que lo solía llevar a la ciudad.
Un decreto establecido por el Consejo de la VOC en Ámsterdam prohibía a los ciudadanos de la colonia, y sobre todo a los servidores de la Compañía, tener comercio carnal con los nativos del país. Como muchos otros decretos de los Zeventien, eran deseos que se cumplían sólo en los papeles. El coronel Keyser tenía una discreta cabaña en el extremo más alejado de los jardines de la Compañía. Estaba situado al final de un camino sin pavimentar, oculto detrás de un esbelto seto de lantanas en flor. Xhia Sabía muy bien que no tenía sentido intentar convencer a los centinelas de las puertas del castillo. Se dirigió directamente al nido de amor del coronel deslizándose a través de una abertura del seto de lantana. Había una lámpara ardiendo en la cocina, en la parte trasera de la cabaña, y Xhia dio golpecitos en la ventana. Una sombra se interpuso entre la luz y el vidrio, y luego Xhia reconoció la voz femenina que preguntó quién estaba.
Su tono era cortante y delataba cierta ansiedad.
—¡Shala! Soy Xhia —respondió el experto rastreador en la lengua de los hotentotes, y luego oyó que la muchacha destrababa la puerta, la abría y espiaba hacia afuera. Era apenas más alta que Xhia, y parecía una niña, aunque no lo era.
—¿Está Gwenyama? —preguntó el bosquimano. Ella negó con la cabeza, Xhia la miró con deleite: los hotentotes eran primos de los san, y Shala era para él el ideal de la belleza femenina. Su piel brillaba como el mar a la luz de la luna, sus ojos eran rasgados, los huesos de sus mejillas amplios y levantados, y el mentón era tan fino que su rostro parecía una punta de flecha invertida. Su cabeza era perfectamente redonda y estaba cubierta por una piel de trenzas rizadas.
—¡No! Se ha ido —repitió la muchacha, manteniendo abierta la puerta con un gesto invitante.
Xhia vaciló, él sabía muy bien cómo era el sexo de Shala. Parecía una de esas suculentas flores de los cactus del desierto, con unos pétalos carnosos de una protuberante textura púrpura. Además, sentía un inmenso placer al beber del mismo jarro que su amo. Shala le había descrito una vez el miembro viril del coronel.
—Es como el pico de un pájaro de azúcar. Fino y curvado. Bebe de el néctar sólo de a pequeños tragos y luego levanta vuelo.
Los miembros varones de la tribu san eran famosos por su priapismo, por unas dimensiones peneanas no precisamente relacionadas con su diminuta estatura. Shala, que tenía mucha experiencia en aquellos asuntos, Consideraba que Xhia era el más dotado de su tribu.
—¿Dónde está él? —Xhia estaba tironeado entre el deber y la tentación.
—Salió ayer con diez de sus hombres. —Shala le tomó la mano y lo llevó a la cocina; luego cerró la puerta y volvió a trabarla.
—¿Adónde fueron? —preguntó Xhia, mientras ella, parada frente a él, se quitaba la túnica. A Keyser le gustaba vestirla con las llamativas sedas de las Indias, y con perlas y otras joyas que compraba a un alto costo en el almacén de los hermanos Courtney.
—Dijo que iban a seguir las carretas de Bomvu, el pelirrojo —dijo ella, mientras dejaba que la túnica de seda se deslizara por su cuerpo hasta caer al piso. Xhia contuvo el aliento. Nunca se cansaría de admirar el vigor de aquellos pechos.
—¿Por qué quiere seguir esas carretas? —dijo mientras extendía la mano, tomaba uno de los pechos y lo apretaba.
Ella sonrió con expresión soñadora y se acercó a él.
—Dijo que lo llevarían hasta donde se escondían los fugitivos; Somoya, el hijo de los Courtney, y la mujer que secuestró durante el naufragio —respondió Shala con voz ronca, mientras levantaba la falda de Xhia e introducía una mano debajo. Sus ojos se sesgaron con expresión lasciva, y dejó ver sus dientes blancos al sonreír.
—No tengo mucho tiempo —le advirtió Xhia.
—Entonces hagámoslo rápido —dijo ella, poniéndose de rodillas.
—¿En qué dirección se fue?
—Los vi partir desde la cima de la Colina de la Señal —respondió la muchacha—. Fueron por el camino de la costa, hacia el oeste.
Ella apoyó sus codos en el suelo, abrazándose a sí misma, y se inclinó hacia adelante hasta que sus doradas nalgas señalaron el techo de paja. Xhia fue detrás de ella, le separó las rodillas, se inclinó entre ellas y, con ambas manos tomando sus caderas, la atrajo hacia si. Shala lanzó un chillido suave mientras él forzaba sus carnosos pétalos e introducía su miembro hacia lo hondo.
Después de un rato, ella volvió a gemir, pero esta vez pareció un grito agónico, y Shala se dejó caer y quedó tendida en el piso de la cocina, contorsionándose débilmente.
Xhia se puso de pie y se acomodó la falda de cuero. Tomó su arco y su carcaj y se los colocó otra vez al hombro.
—¿Cuándo volverás? —Shala estaba sentada, temblando.
—Cuando pueda —prometió él, abriendo la puerta y perdiéndose en la noche.