Con asombro y luego con horror creciente, Jim había observado la agonía de la HetGelukkige Meeuw. Algunos miembros de la tripulación seguían apiñados sobre el casco ya inutilizado, y muchas de las convictas seguían escurriéndose a través de las troneras y de las distintas aberturas producidas por el temporal. La muchedumbre reunida en la playa se mofaba de quienes se quedaban en el casco balanceado por las olas. Cuando una de las mujeres caía por la borda y sus cadenas la llevaban a lo profundo, los espectadores saludaban su desaparición con un coro irónico de risas y vivas. Finalmente, la quilla del barco golpeó contra la arena y el impacto arrojó a la mayoría de las convictas por la borda.

A medida que las olas acercaban al barco a la playa, la tripulación iba saltando al mar desde la inclinada cubierta. El agua había vencido a casi todos. Uno o dos cuerpos de hombres ahogados llegaron finalmente a la playa, y la gente los arrastró hasta más allá de la línea de la marea alta. En cuanto resultaba evidente que ya no había vida en ellos, eran arrojados a una pila desprolija, y sus "bienhechores" retornaban con rapidez a sus puestos, para no perderse el espectáculo. El primero de los sobrevivientes apareció entre las olas y cayó de rodillas, agradeciendo a Dios por haberlo salvado. Tres de las prisioneras llegaron cerca de la orilla, aferradas a un palo de la astillada obencadura, que las había mantenido a flote a pesar del peso de sus cadenas. Los soldados del castillo corrieron hacia la rompiente y, con el agua hasta la cintura, las tomaron y las arrastraron hasta la playa. Jim vio que una de ellas era una criatura obesa de cabello rubio. De su raído vestido colgaba un par de pechos del tamaño de dos quesos Zeelander. Mientras luchaba con sus captores, insultó a los gritos al coronel Keyser, cuando éste se acercó. Keyser se inclinó hacia un lado, tomó su espada y golpeó a la mujer con la vaina, tan fuertemente que ésta cayó de rodillas. Pero ella levantó la vista y siguió aullando. Debajo de su mejilla regordeta había una lívida cicatriz púrpura.

El siguiente golpe de la vaina de acero la hizo caer de cara en la arena, y los soldados se la llevaron.

Desesperadamente, Jim intentó localizar a Louisa en la cubierta, pero no la halló. El casco logró zafarse de la arena y comenzó otra vez a acercarse a la playa. Luego volvió a golpear fuertemente y comenzó a girar. Las mujeres sobrevivientes se deslizaron por la empinada rampa en que se había convertido la cubierta, cayendo al agua verde. Ahora, el barco estaba de costado. Ningún ser humano parecía quedar entre los restos del naufragio. Por primera vez, Jim vio la abertura producida por el cañón. El agujero apuntaba hacia el cielo, y de pronto una delgada figura femenina salió de ella, y se irguió, haciendo equilibrio sobre el casco redondeado. De su largo cabello rubio, sacudido fuertemente por el ventarrón, caía agua a chorros. Su raído vestido apenas alcanzaba a cubrir sus miembros de muchacho. Si no fuera por los pechos rozagantes, que parecían a punto de escaparse de sus andrajos, Louisa podría haber sido un joven varón. La muchacha parecía implorar compasión a la multitud, que se burlaba de ella.

—¡Salta, carne de horca! —gritaban.

—¡Nada, nada para nosotros, pequeño pececito!

Jim apuntó el telescopio a su rostro, y el zafiro azul de los ojos rodeado por un rostro pálido y enflaquecido fue suficiente para que él la reconociera. Jim se puso de pie y bajó corriendo la ladera trasera de la duna, hacia donde Fuego esperaba pacientemente. Al ver que su dueño se acercaba, el caballo levantó la cabeza y relinchó. Mientras corría, el muchacho se iba quitando las ropas y las dejaba allí tiradas. Saltando primero sobre una pierna y luego sobre otra, se quitó ambas botas, hasta quedar vestido Sólo con su taparrabo de algodón. Cuando llegó junto a su caballo, desató la cincha y dejó caer la montura a la arena. Luego trepó sobre el lomo desnudo de Fuego, lo obligó a trepar rápidamente la duna y luego lo detuvo en su cima.

Con ansiedad, Jim miró hacia el mar, temeroso de que la muchacha ya hubiera sido tragada por el mar embravecido. Pero Louisa seguía allí donde la había visto unos segundos antes, aferrándose a una cuerda y con sus pies sobre el casco bamboleante. El barco estaba cediendo a los brutales martillazos de las olas. Jim levantó bien alto su brazo derecho y saludó a la muchacha. La cabeza de ella se agitó al mirarlo, y él comprendió enseguida que lo había reconocido. Louisa devolvió el saludo, agitando frenéticamente los brazos, y aunque el viento silenciaba el sonido de su voz hasta apagarlo, Jim reconoció lo que ella decía por el movimiento de su boca:

—¡Jim! ¡Jim Courtney!

—¡Aah! ¡Arreee! —azuzó el joven a su caballo, y el semental se inclinó hacia adelante y comenzó a deslizarse ladera abajo por la arena seca, colocando su peso sobre la grupa para no perder el equilibrio. Llegaron a la playa al galope, y el gentío se dispersó al oír el ruido que hacían los cascos de Fuego. Keyser espoleó a su caballo para interceptarlo. Su rostro afeitado y regordete mostraba una expresión severa, y las plumas de avestruz de su sombrero se mecían tal como la espuma de las olas. Jim tocó con la punta de su pie el costado de Fuego, y el semental esquivó ágilmente al otro caballo y comenzó a correr aceleradamente hacia el mar.

Una ola que ya había roto venía hacia ellos, pero su fuerza era escasa. Sin la menor vacilación, Fuego levantó sus pies delanteros hasta su pecho, y saltó sobre la línea de agua blanca como si se tratara de una empalizada. Cuando volvió a caer del otro lado, sus cascos ya no tocaban el fondo. Comenzó a nadar, y Jim se dejó deslizar por sus ancas y colocó sus dedos sobre la crin del caballo. Con la mano que le quedaba libre, rodeó el cuello del padrillo y lo guió en dirección al barco naufragado.

Fuego nadaba como una nutria. Debajo de la superficie, sus patas se movían hacia abajo y hacia arriba a un ritmo poderoso. Antes de que rompiera sobre ellos la siguiente ola, empujándolos bajo el agua, había logrado avanzar veinte metros.

Desde lo que quedaba de la Meeuw, Louisa observaba la escena con fascinación y horror a la vez, e incluso el grupo de espontáneos espectadores hizo silencio mientras buscaba algún signo de la presencia de caballo y jinete en las turbulentas secuelas del paso de la ola. Cuando sus cabezas fueron visibles en medio de la espuma, alguien gritó. La ola los había hecho retroceder la mitad de la distancia antes ganada, pero el padrillo seguía nadando con fuerza, y Louisa podía oír cómo resoplaba, expulsando el agua salada de sus ollares con cada expiración. El largo cabello negro de Jim estaba aplastado contra su rostro y sus hombros. Ella oía sus gritos, débiles en medio del estruendo de las aguas:

—¡Vamos, Fuego! ¡Arre, arre!

Siguieron avanzando por el agua verde y helada, recuperando con rapidez los metros perdidos. Una nueva ola amenazó con hacerlos retroceder otra vez, pero lograron mantenerse a flote sobre su cresta, y pocos segundos más tarde ya habían recorrido la mitad de la distancia que había entre barco y orilla. Louisa se puso de pie, balanceándose precariamente sobre el casco, preparándose para saltar por la borda.

—¡No! —le gritó Jim—. ¡Todavía no! ¡Espera!

El joven había visto la siguiente ola acercándose a toda velocidad en ~el horizonte. Esta empequeñecía todas las que la habían antecedido. Parecía un risco tallado en malaquita verde, adornado con espuma. Cuando, pesada y majestuosa, se acercó a Jim y a su corcel, parecía ocupar la mitad del cielo.

—¡Agárrate bien, Louisa! —gritó Jim, poco antes de que la enorme masa acuática estallara sobre el barco y cubriera a la muchacha, dejándola sumergida. Luego volvió a elevarse, como un predador rodeando a su presa. Durante varios segundos, caballo y jinete nadaron por su frente espiralado. Parecían un par de insectos atrapados en una pared de vidrio verde. Luego, la ola se volcó hacia adelante, arrollándolos con tanto peso y poder que los hombres que estaban en la playa sintieron que la tierra se movía debajo de sus pies. El muchacho y su montura parecían haber desaparecido en el inmenso océano, tan hondo que seguramente ya no volverían a la superficie.

Los espectadores, que pocos segundos antes habían deseado a viva voz que la tormenta prevaleciera y se llevara a sus víctimas, ahora estaban impresionados por ellas, esperando que ocurriera lo imposible: que las cabezas de aquel caballo brioso y de su bravo jinete reaparecieran en medio de las olas. El agua descendió alrededor del barco, y la gente vio a la muchacha yaciendo sobre el casco, aferrándose a las cuerdas sueltas de la obencadura, que impedían que el mar la devorara. Louisa levantó la cabeza. El agua caía a chorros por su largo cabello, y ella buscó desesperadamente alguna señal proveniente del hombre y el caballo. Los segundos pasaron y se convirtieron en minutos. Otra ola rompió, y luego otra, pero no fueron tan fuertes como la que se había llevado a Jim y a Fuego.

Louisa se sintió invadida por la desesperación. No era por ella misma por quien temía.

Sabía que iba a morir, pero su propia vida ya no parecía importar tanto. Lo que sentía era una pena enorme por el joven desconocido que había dado su vida intentando salvar la de ella.

—¡Jim! —llamó, apesadumbrada—. ¡Por favor, no te mueras!

Como respondiendo a su ruego, las dos cabezas irrumpieron sobre la superficie. La corriente de fondo de la gran ola que los había chupado los había devuelto casi al lugar exacto donde habían sido sumergidos.

—¡Jim! —gritó otra vez Louisa, levantándose de un salto. El muchacho estaba tan cerca que Louisa podía ver claramente las contorsiones agónicas que producía su rostro en busca de oxígeno. Jim la miró e intentó decirle algo. Quizá sólo estuviera despidiéndose, pero Louisa sabía que aquel hombre jamás se rendiría, ni siquiera a las puertas mismas de la muerte. Estaba intentando indicarle algo, pero su respiración sólo le permitía lanzar un silbido y gorgotear. El caballo ya estaba nadando otra vez, pero cuando intentó girar su cabeza en dirección a la playa, Louisa vio la mano de Jim sobre su crin, indicándole que siguiera avanzando en dirección a ella. Jim seguía ahogado y no podía usar la voz, pero hizo un gesto con su mano libre, y ahora estaba tan cerca que Louisa pudo ver la determinación que emanaban sus ojos.

—¿Salto? —gritó, con el viento en contra—. ¿Quieres que salte?

Él asintió enfáticamente, y ella apenas pudo distinguir el ronco gruñido de su voz.

—¡Ven!

Louisa miró hacia atrás y vio que, aun en medio del peligro, él había elegido el intervalo entre las olas para ordenarle que saltara. La muchacha arrojó a un lado la cuerda que la había salvado, tomó tres pasos de carrera sobre la cubierta y saltó por la borda, con su vestido inflándose como un globo alrededor de su cintura y sus brazos rotando como las aspas de un molino. Cuando su cuerpo tocó el agua, se sumergió unos metros, para luego emerger rápidamente. La muchacha comenzó a mover sus brazos como su padre le había enseñado y nadó en dirección a Jim.

Éste extendió sus brazos y la tomó por la cintura. Tenía tanta fuerza que Louisa sintió que le rompería los huesos. Después de lo que le había ocurrido en Huis Brabant, había pensado que ya nunca más dejaría que un hombre la tocase. Pero no era el momento para tener ese tipo de pruritos. La siguiente ola rompió sobre su cabeza, pero Jim no aflojó en ningún momento su abrazo. Cuando volvieron a emerger, ella estaba boqueando en busca de oxígeno, pero sintió que los dedos de Jim le transmitían su fuerza. El muchacho le tomó una mano y la colocó sobre la crin del caballo.

Ya había recobrado su voz.

—No lo estorbes. —Louisa comprendía a qué se refería, porque había tenido mucho trato con caballos, e intentó no dejar caer su peso sobre el lomo del animal, sino nadar junto a él. Ahora avanzaban hacia la playa, y cada nueva ola los impulsaba hacia adelante. El grupo de espectadores observaba sin aliento el rescate y, cambiante como todo rebaño humano, ahora alentaba a sus protagonistas. Todos ellos conocían a aquel caballo; la mayoría lo había visto correr el día de Navidad. Jim Courtney era un personaje conocido en la ciudad. Algunos envidiaban su condición de hijo de un hombre rico, otros pensaban que era demasiado impetuoso, pero todos sentían respeto por él. Aquella era una batalla entre el hombre y el mar, y muchos de ellos eran marineros. Sus corazones estaban con él.

—¡Ten coraje, Jim!

—¡Que Dios te ayude, muchacho!

—¡Bien, Jim, bien! Nada, muchacho, nada.

Fuego sintió que la orilla aparecía bajo sus cascos, y se abalanzó hacia adelante con todas sus fuerzas. Jim ya había recuperado su aliento, y logró expulsar casi toda el agua que había en sus pulmones. Colocó una pierna sobre el lomo del animal. En cuanto estuvo a horcajadas, extendió sus brazos y ayudó a Louisa a colocarse detrás de él. La muchacha se agarró de su cintura con todas sus fuerzas. Fuego comenzó a galopar, levantando el agua hacia sus jinetes. Pronto llegaron a la playa.

Jim vio que el coronel Keyser galopaba para interceptarlo, y aguijoneó a Fuego para que ganara velocidad. El caballo colocó su cabeza hacia adelante hasta que Keyser quedó unas veinte zancadas más atrás.

—¡Wag, jou donder! ¡Espera! Esa mujer es una criminal condenada. Entrégala a los brazos de la ley.

—¡Yo mismo la llevaré al castillo! —gritó Jim, sin mirar hacia atrás.

—¡No! ¡Es mía! ¡Entrégame ya mismo a esa mujerzuela!

La voz de Keyser vibraba con furia. Jim azuzó aún más a Fuego; ya no había vuelta atrás. Había arriesgado demasiado como para entregar a la muchacha en el castillo; especialmente para entregarla a Keyser. Había presenciado demasiados azotes y ejecuciones en la plaza pública, presididas por el coronel en persona. El bisabuelo de Jim había sido torturado y ejecutado en ese mismo lugar, acusado falsamente de piratería en alta mar.

—No van a quedarse con ella —se juró Jim, decidido. Los delgados brazos de la muchacha estaban aferrados a su cintura, y él podía sentir su cuerpo apretado contra su espalda desnuda. Aunque estaba hambrienta, empapada y temblando de frío, Jim podía sentir el coraje y la determinación de la muchacha, que eran tan grandes como los suyos.

Esta mujer es una luchadora, pensó. Nunca la decepcionaré. Luego le dijo:

—Agárrate fuerte, Louisa. Vamos a tirar al coronel a la arena.

Aunque la muchacha no le respondió y Jim podía oír el castañeteo de sus dientes, ella se aferró con más fuerza y se agachó un poco. Por la manera como se adaptaba al lomo de Fuego, el joven comprendió que Louisa era una buena jineta.

Jim miró hacia atrás por debajo de su brazo, y vio que habían aumentado su distancia con Keyser. Jim ya había corrido contra Fiel y conocía las virtudes y los puntos débiles de la yegua. Era rápida y ágil como su nombre lo sugería, pero Keyser sobrecargaba su ligera montura. Sobre una tierra firme y blanda estaba en su elemento, y a campo abierto seguramente era tan veloz como Fuego, pero en aquella playa de arena blanda o sobre otras superficies más duras, la fuerza de Fuego sacaba ventaja. Aunque el padrillo llevaba una carga doble, Louisa era liviana como un gorrión y Jim no tenía una contextura tan pesada como la del coronel. Pero el joven Courtney sabía muy bien que no debía menospreciar a la yegua. Sabía que tenía el corazón de una leona y casi había superado a Fuego en el kilómetro final de la carrera de Navidad.

Debo elegir el camino en el que Fuego pueda sacar ventaja, se dijo. Jim conocía cada centímetro del suelo que había entre la playa y el pie de las colinas, y conocía cada colina y cada pantano, cada salina y cada bosquecillo donde Fiel podría quedar en desventaja.

—Detente o disparo, Jon Gen. —Keyser volvió a gritar y Jim miró hacia atrás. El coronel había tomado la pistola de la pistolera que había en la parte delantera de su montura y estaba inclinándose hacia adelante, para no darle a su propio caballo. Aquella mirada rápida le bastó a Jim para saber que se trataba de un arma de un solo cañón, y que no había una segunda arma en la pistolera. Jim hizo girar a Fuego hacia la izquierda sin que éste menguara la velocidad de su galope, pasando frente al hocico de la yegua. De esa manera, había cambiado en un instante el blanco de Keyser. Ya no se trataba de un tiro directo sino de uno con un agudo ángulo de desviación. Incluso a un soldado avezado como Keyser le sería difícil calcular el disparo.

Jim extendió un brazo hacia atrás, tomó a Louisa por la cintura y la llevó hacia adelante, apretándola con su axila y cubriéndola con su cuerpo. El disparo retumbó como un trueno, y Jim sintió el golpe pesado de la bala. El coronel le había dado en la parte alta de su espalda, entre los hombros, pero luego de unos segundos de aturdimiento, el muchacho se sintió todavía fuerte y alerta. Sabía que no había sido herido de gravedad.

Apenas un pinchazo, pensó.

—Ésa fue su única bala —dijo, intentando animar a Louisa, a quien volvió a colocar detrás de él.

—¡Por el amor de Dios! ¡Te hirieron! —exclamó, temerosa. La sangre resbalaba por su espalda.

—Más tarde nos preocuparemos por eso —dijo él—. Ahora, Fuego y yo te mostraremos algunos de nuestros trucos. —Jim estaba excitado. Apenas unos minutos antes había estado a punto de ahogarse, y luego le habían disparado, pero eso no le hacía mella a su arrogancia Louisa había hallado a un campeón indomable, cuyo ánimo estaba por los aires.

Pero con aquel giro evasivo habían perdido terreno, y ahora sentían muy cerca de ellos los cascos de Fiel golpeando la arena, y también el raspado de acero producido por Keyser al desenvainar su sable. Louisa miró hacia atrás y vio que el coronel levantaba el arma encima de ella, parado en el estribo, con el sable hacia arriba. Pero el movimiento hizo que la yegua tropezara. Keyser se balanceó y aferró la perilla de su montura para recuperar el equilibrio, pero Fuego ganó unos metros. Jim lo llevó ~hacia la falda de una duna y el padrillo tuvo que exhibir toda su fuerza. Comenzó a trepar con una serie de violentas acometidas, mientras la arena se elevaba en chorros por debajo de sus cascos. Fiel, por su parte, estuvo a punto de caer hacia atrás intentando llevar al pesado coronel cuesta arriba.

Fuego y sus jinetes llegaron finalmente a la cima y comenzaron a bajar por el otro lado. A partir del pie de la duna, el terreno era firme hasta el borde de la laguna. Louisa miró hacia atrás.

—Están ganando terreno otra vez —le advirtió a Jim. Fiel avanzaba con velocidad, pero sin perder la gracia. Aunque llevaba una carga con todas las armas y los pertrechos del coronel, parecía estar firmando con la tierra.

—Está recargando su pistola. —Jim percibió la preocupación en el tono de voz de Louisa. Keyser estaba deslizando una bala en su arma.

—¿Quieres que intentemos mojarle la pólvora? —preguntó Jim. Acababan de llegar al borde de la laguna, y sin vacilar se sumergieron en ella.

—Nada otra vez —ordenó Jim, y Louisa se dejó caer al agua, por el costado de Fuego. Cuando miraron hacia atrás, Fiel estaba llegando al borde de la laguna, y Keyser la detuvo. Luego se bajó de un salto y comenzó a cebar la cazoleta de su pistola. Luego la amartilló y la apuntó en dirección a los nadadores. Los jóvenes vieron una nubecilla de humo blanco por encima del coronel. Medio metro detrás de ellos, un chorro de agua subió repentinamente hacia arriba y la bala, pesada, rebotó sobre sus cabezas con un zumbido.

—Ahora arrójanos tus botas —gritó Jim, riendo, mientras Keyser pateaba furiosamente el suelo. Jim esperaba que se diera por vencido. Aun por la cólera, comprendería que Fiel llevaba una pesada carga, mientras que ellos estaban casi desnudos, y sobre el lomo de Fuego no había nubilado casi nada más. Keyser tomó una decisión y volvió a subirse a la yegua.

En el momento en que Fuego emergía por la orilla opuesta, el coronel le Ordenó a Fiel que se metiera en el agua. Jim hizo girar a Fuego, para que fuera paralelo a la costa, y le ordenó que trotara por la tierra blanda.

—Fuego tiene que recuperar el aliento —le dijo a Louisa, que corría detrás de él—. Ningún otro caballo habría llegado nadando hasta el barco.

Jim observó a sus perseguidores. Fiel recién iba por la mitad de la laguna.

—Keyser perdió tiempo con su práctica de tiro. De algo podemos estar seguros: ya no habrá más tiros. Su pólvora está bien mojada.

—El agua lavó la sangre de tu herida —le dijo Louisa, extendiendo su brazo para tocar ligeramente la espalda del muchacho—. Fue sólo un roce, no una herida profunda. ¡Gracias a Dios!

—Es de ti de quien debemos ocuparnos —dijo Jim—. Estás demasiado delgada. ¿Cuánto puedes correr con esas piernas tan flacas?

—Tanto como tú —le dijo ella, encolerizada. La sangre subió a las pálidas mejillas de la muchacha, delatando su furia.

Jim le sonrió, sin mostrar signos de arrepentimiento.

—Deberás probarlo antes de que termine el día. Keyser ha terminado de cruzar.

Muy atrás de ellos, pudieron ver que Fiel ya estaba en la orilla. Con el agua cayendo a chorros de su blusa, de sus pantalones y de sus botas, Keyser montó sobre ella y se dispuso a perseguirlos. Atizó a la yegua para que galopara, pero sus cascos hacían saltar pesados terrones de barro, y de inmediato resultó evidente que Fiel se estaba cansando inútilmente. Jim había avanzado por la orilla barrosa precisamente por esa razón: para que la yegua fuera obligada a esforzarse.

—¡Arriba! —Jim tomó a Louisa, la subió sobre el lomo del caballo y comenzó a correr. Iba aferrado a la crin de Fuego, de modo que era impulsado por el relajado medio galope del caballo, a quien le ahorraba el esfuerzo de llevarlo en su grupa. Jim miraba permanentemente hacia atrás, para comparar las velocidades de perseguidores y perseguidos. Podía permitir que Keyser ganara un poco de terreno. Llevando sólo a Louisa, Fuego avanzaba con facilidad, mientras que Fiel debía hacer esfuerzos denodados para llevar toda su carga.

Un kilómetro más tarde, el peso de Keyser comenzó a hacerse sentir y Fiel aflojó su marcha hasta ir simplemente al paso. Estaban a medio tiro de pistola de los jóvenes. Jim también aflojó la marcha, para que la distancia se mantuviera constante.

—Bajad, si os place, Su Señoría —le dijo a Louisa—. Démosle otro descanso a Fuego.

Louisa bajó de un salto, pero lo miró echando chispas.

—¡No me llames así!

La ironía de Jim le había hecho acordar el trato cruel que le habían dispensado sus compañeras de condena.

—¿Entonces quieres que te llamemos "Puercoespín"? Dios sabe bien que tienes espinas suficientes para merecerlo.

A esta altura, Keyser debe estar exhausto pensó Jim, al ver que el coronel permanecía en su montura, sin aliviar a la yegua.

—Ya están agotados —le dijo a Louisa. Sabía que, no muy lejos de allí, dentro de la propiedad de los Courtney, había una salina a la que llamaban Groot Wit, la Gran Salina Blanca. Allí era donde Jim estaba llevando a Keyser.

—Otra vez aceleró el paso —le advirtió Louisa, y Jim vio que Keyser obligaba a la yegua a galopar otra vez. Fiel era una potranca vivaz, que respondía a la locuacidad del látigo de su amo.

—¡Arriba! —ordenó Jim.

—Puedo correr tan rápido como tú —dijo la muchacha, agitando desafiante su largo cabello enredado y salitroso.

¡Por el amor de Dios, mujer! ¿Vas a discutirlo todo?

—¿Y tú siempre vas a nombrar a Dios, aunque sea por una pequeñez? —respondió ella, dejando sin embargo que el muchacho la ayudara a montar. Luego comenzaron a correr. Dos kilómetros más tarde, Fiel comenzó a caminar otra vez, y ellos pudieron hacer lo mismo.

—Allí está el comienzo de la salina. —Jim señaló hacia adelante. Pese a las nubes bajas y a que ya oscurecía, la salina brillaba como un enorme espejo.

—Parece lisa y dura —dijo Louisa, usando sus manos de visera.

—Así parece, pero por debajo es blanda. Con ese gordo y todos sus pertrechos sobre el lomo, a la yegua cada paso le costará un enorme esfuerzo. La salina tiene cinco kilómetros. Antes de llegar del otro lado, no podrán dar un paso más… y para entonces estará oscuro —concluyó el muchacho, mirando el cielo.

Aunque escondido por la sábana de las nubes en descenso, el sol estaría cerca del horizonte cuando llegaran del otro lado. Y así fue. Ya casi estaba oscuro cuando Jim, la muchacha tambaleándose a su lado y Fuego llegaron al final de la traicionera llanura blanca. Jim hizo una pausa al borde del bosque y ambos miraron hacia atrás.

La fila prolija de las huellas de los cascos de Fuego, como una larga cuerda de perlas negras, se perdía en la superficie blanda y blanca de la salina. Su cruce había sido una terrible experiencia también para él. Muy lejos, podían distinguir apenas la pequeña figura oscura de la yegua. Dos horas antes, con Keyser en su lomo, Fiel había quebrado la corteza de sal, quedando atrapada en la arena movediza que había debajo. Jim se había detenido y observado a Keyser luchando para liberarla. El muchacho se había sentido tentado de volver sobre sus pasos para ayudarlos. Fiel era una potranca tan bella que Jim no podía tolerar verla así, empantanada y exhausta. Pero luego recordó que estaba desarmado y casi desnudo, y que Keyser tenía su sable y era un espadachín digno de respeto. Jim lo había visto al mando de la tropa de caballería, haciendo maniobras en la plaza pública. Mientras Jim vacilaba, Keyser había logrado liberar a la yegua por la fuerza, y Fiel había retomado su pesada persecución.

Ahora, Keyser seguía avanzando y Jim frunció el entrecejo.

—El mejor momento para encontrarse con Keyser será cuando salga de la salina. Estará exhausto y yo tendré el beneficio de la sorpresa. Pero él tiene su sable y yo no tengo nada —murmuró. Louisa lo miró un momento. Luego le dio pudorosamente la espalda y metió la mano por debajo de la falda de su vestido. Dentro de la bolsa que llevaba atada a su cintura encontró la navaja con manija de cuerno y se lo alcanzó a Jim sin decir palabra, él la miró asombrado, y al reconocer el objeto comenzó a reír a carcajadas.

—Retiro todo lo que he dicho acerca de ti. Tienes la apariencia de una dama vikinga. Y ¡por el amor de Dios!, también actúas como si lo fueras.

—Deja ya de pronunciar Su Santo Nombre en vano, Jim Courtney —dijo Louisa, pero su respuesta carecía de vehemencia. La muchacha estaba demasiado cansada como para prolongar la discusión, y Jim le había hecho un cumplido. Mientras se volvía, en su rostro se dibujó una sonrisa cansada. Jim llevó a Fuego entre los árboles, y ella los siguió. Luego de recorrer unos cientos de metros, cuando el bosque ya era muy espeso, el joven ató al caballo y le dijo a Louisa:

—Ahora puedes descansar un rato.

Esta vez, la joven no protestó. Por el contrario, se dejó caer en el grueso colchón de hojas que era el suelo, se acurrucó y cerró los ojos. Estaba tan débil que sintió que ya no tendría fuerzas para levantarse. Pero apenas pudo pensar en eso, porque enseguida se quedó dormida.

Jim se tomó unos segundos para admirar sus rasgos, repentinamente serenos. Hasta entonces, no había caído en la cuenta de lo joven que era la muchacha. Parecía una criatura dormida. Mientras la observaba, abrió la hoja del cuchillo y probó la punta en la yema de su dedo pulgar. Finalmente, le dijo "hasta luego" en silencio y fue corriendo hacia el límite del bosque. Cuidándose de no ser visto, dirigió sus ojos hacia la salina, ya en la oscuridad. Keyser seguía avanzando con torpeza, llevando de las riendas a la yegua.

¿Este hombre no se rendirá nunca?, se preguntó, experimentando un asomo de admiración por él. Luego buscó el mejor lugar para esconderse, cerca de las huellas que había dejado Fuego. Eligió un conjunto de densos arbustos, se deslizó hacia ellos y esperó allí, apretando el cuchillo con sus manos.

Keyser llegó al borde de la salina y avanzó tambaleándose por el terreno firme. Ya estaba tan oscuro que, aun cuando Jim podía oírlo intentando recuperar el aliento, el coronel era sólo una figura negra. Caminaba muy lentamente, por delante de la yegua, y Jim lo dejó pasar frente a su escondite. Luego se arrastró unos metros y comenzó a gatear detrás de él. El ruido que hacían los cascos de la yegua tapaba los que podía producir él. Jim tomó a Keyser por la garganta y al mismo tiempo apretó la punta del cuchillo en la piel blanda que había debajo de su oreja.

—Si me obliga, lo mataré —dijo con un gruñido feroz.

Keyser, tomado de sorpresa, estaba helado. Le llevó unos segundos poder hablar.

—Courtney, no hay ninguna posibilidad de que te salgas con la tuya. No hay ningún lugar adonde puedas ir. Dame a la mujer y yo arreglaré las cosas con tu padre y con el gobernador Van de Witten.

Jim extendió su brazo libre hacia abajo y desenvainó el sable de la vaina que colgaba del cinturón del coronel. Luego soltó al hombre y dio un paso hacia atrás, pero mantuvo la punta de su sable sobre el pecho de Keyser.

—Quítese la ropa —le ordenó.

—Eres joven y estúpido, Courtney —replicó fríamente Keyser—. Haré lo posible por obtener una indulgencia por eso.

—Primero la casaca —ordenó Jim—. Luego los pantalones y las botas, —Keyser no se movió. Jim oprimió el sable contra su pecho y, a regañadientes, el coronel comenzó finalmente a desabotonar su casaca.

—¿Qué quieres lograr con esto? —le preguntó al muchacho, respondiéndose a sí mismo con un encogimiento de hombros—. ¿Es por alguna Idea infantil que tu mente se ha hecho acerca de la caballerosidad? Esa mujer es una prisionera condenada. Es probable que se trate de una prostituta y de una asesina.

—Atrévase a decir eso otra vez, coronel, y lo ensartaré como a un cerdo. —Jim volvió a pinchar el pecho de Keyser, hasta que logró que saliera sangre. El coronel se sentó para quitarse los pantalones y las botas. Jim las colocó sobre las alforjas de Fiel. Luego, con la punta del sable sobre la espalda del otro, escoltó a Keyser, que iba descalzo y en camiseta, hasta el borde de la salina.

—Siga sus propias huellas, coronel —le dijo—, y es posible que llegue al castillo a la hora del desayuno.

—Escúchame, Jongen —dijo Keyser, con voz débil—. Debes saber que Vendré a buscarte. Te llevaré de vuelta y te veré colgado en la plaza pública. Me ocuparé de que todo sea muy, muy lento.

—Si se queda aquí hablando, coronel, se perderá el desayuno —dijo Jim, sonriendo—. Será mejor que empiece a caminar.

El joven vio alejarse a Keyser por la salina. De pronto, el viento alejó las nubes y la luna llena iluminó la superficie pálida como si se hubiera hecho de día. Había tanta luz que la figura del coronel proyectaba una sombra. Jim lo observó marcharse hasta que fue sólo un pequeño bulto oscuro en la lejanía, y supo que ya no volvería sobre sus pasos. No aquella noche, al menos. Pero seguramente volveremos a vernos las caras, pensó el muchacho. Luego corrió hacia donde estaba Fiel y la llevó de las riendas en dirección al bosque. Cuando llegó hasta donde estaba Louisa, la despertó.

—¡Arriba, Puercoespín! Nos espera un largo viaje —le dijo—. Y mañana a esta hora tendremos a Keyser y a todo un escuadrón detrás de nosotros.

Cuando Louisa se sentó, todavía atontada, Jim fue hacia Fiel. Sobre las alforjas de Keyser había una manta de lana.

—Hará frío en la montaña —le advirtió a la muchacha. Ella todavía estaba semidormida, y no dijo nada cuando él le colocó la manta alrededor de los hombros. Luego, Jim halló la bolsa con comida. Había una hogaza de pan, un trozo de queso, algunas manzanas y una botella de vino.

—Evidentemente, al coronel le gusta mucho la comida. —Jim le alcanzó una manzana a Louisa y ella la devoró, con corazón y todo.

—Más dulce que la miel —dijo, con la boca todavía llena—. Nunca comí nada tan rico.

—Eres un pequeño Puercoespín lujurioso —le dijo Jim, burlón, y esta vez ella le devolvió una sonrisa de erizo. No había nadie que pudiera sostener por demasiado tiempo un enojo contra Jim. El muchacho se sentó en cuclillas frente a ella y cortó con el cuchillo una rebanada de pan. Luego colocó encima un grueso trozo de queso. Louisa lo devoró otra vez con feroz intensidad, él observó su rostro pálido, iluminado por la luz de la luna. Parecía un duende.

—¿Y tú? —preguntó ella—. ¿No comes? —él negó con la cabeza. Sabía que no había suficiente comida para los dos, y la muchacha estaba hambrienta.

—¿Dónde aprendiste a hablar tan bien en inglés?

—Mi madre era de Devon.

—¡Por el amor de Dios! ¡De ahí también soy yo! Mi tatarabuelo era duque o algo así.

—¿Entonces debo llamarte "Duque"?

—Por el momento no está mal, Puercoespín. —La muchacha tenía la boca llena de pan y queso, y no pudo hablar. Mientras ella comía, Jim hurgó entre las posesiones de Keyser. Primero se probó la casaca, que tenía ojales de oro.

—Aquí caben dos personas, pero es cálida. —Los faldones de los pantalones de Keyser daban casi dos vueltas alrededor de la cintura de Jim, este se los ató usando una de las cuerdas como cinturón. Luego se probó las botas—. Estas me quedan bien.

—En Londres vi una obra de teatro llamada El soldadito de plomo —dijo Louisa—. Tú te pareces a él.

—¿Estuviste en Londres? —Jim estaba impresionado. Londres era el centro del mundo—. En cuanto puedas, me cuentas todo acerca de ese viaje.

Luego, Jim llevó los caballos al pozo de agua que había en el borde de la salina, donde se llevaba a beber al ganado. Él mismo, junto con Mansur, Lo había cavado dos años antes. El agua era dulce, y los caballos bebieron sedientos. Cuando volvió con ellos hasta donde estaba Louisa, ésta se había quedado dormida otra vez. Jim se puso a su lado y estudió su rostro a la luz de la luna, y sintió algo extraño en sus costillas. Dejó que la muchacha durmiera un rato más y fue a alimentar a los caballos con los granos que el coronel había traído en una bolsa.

Luego seleccionó lo que necesitaría de los pertrechos de Keyser. La pistola era un arma excelente, y en la pistolera de cuero encontró un pequeño rollo de tela que contenía el cargador y todos los accesorios. El sable estaba hecho con acero de la mejor calidad. En la casaca encontró un montón de oro y un monedero repleto de florines, con algunos ducados de oro. En el bolsillo trasero había una pequeña caja de cobre que contenía un pexjmal, un eslabón y un encendedor.

—Si robo su caballo, lo mismo da que le robe el dinero —se dijo Jim, como fuera, se puso como límite no sustraer los objetos más personales de Keyser, de modo que colocó el reloj de oro y las medallas en una de las bolsas y la dejó bien visible en medio del claro. Sabía que Keyser volvería allí al día siguiente con sus bosquimanos y encontraría sus tesoros personales.

Me pregunto cuán agradecido se mostrará con mi generosidad, se dijo Jim, sonriendo con ironía. El muchacho seguía adelante transportado por un sentimiento de temeraria inexorabilidad. Sabía que no había vuelta atrás. Ya estaba comprometido. Jim se dispuso a ensillar otra vez a Fiel, Cuando terminó se puso de cuclillas junto a Louisa. La muchacha estaba hecha un ovillo bajo la manta. Jim le tiró levemente del cabello, para despertarla con suavidad.

Ella abrió los ojos y lo miró.

—No me toques de esa manera —susurró—. Nunca más vuelvas a tocarme de esa manera.

Jim captó la amargura que contenía su voz. Muchos años antes, el muchacho había capturado un gatito salvaje. A pesar de todo el cariño y la paciencia que había puesto, nunca había logrado domesticar al animal, que se limitaba a gruñir, morderlo y arañarlo. Al final, Jim lo había llevado a la estepa y lo había dejado en libertad. Quizá la muchacha fuera como aquel gato.

—Tenía que despertarte —dijo—. Debemos ponernos otra vez en marcha. —Louisa se puso de pie de inmediato—. Toma la yegua. Tiene buen carácter, pero es más rápida que el viento. Su nombre es Fiel. —Jim ayudó a la muchacha a montar. Ella tomó las riendas y envolvió la capa alrededor de sus hombros. Jim le pasó los últimos trozos de pan y queso—. Puedes comer mientras marchamos.

Louisa comenzó a devorarlos como si aún estuviera hambrienta, y Jim se preguntó a qué terribles privaciones se habría visto sometida para convertirse en aquella criatura salvaje y famélica. El joven dudó de su propia capacidad para ayudarla o redimirla. Aventó ese pensamiento y le sonrió lo más amablemente que pudo, pero ella pareció interpretarlo como un gesto arrogante.

—Cuando lleguemos a Majuba, Zama nos tendrá preparada una comida caliente. Espero que haya llenado el caldero. Apostaría a que eres capaz de comer más que el mismísimo coronel Keyser. —Jim se subió de un salto al lomo de su caballo—. Pero antes tenemos algo más que hacer aquí.