Por unos días, no volvió a abandonar la cabaña. Durante el día, se embarcaba en la lectura de los libros de su padre. Había uno en particular que la fascinaba, y que leyó desde el comienzo hasta el final, para luego volver a empezarlo. Su título era En el corazón del África negra. Las narraciones sobre animales extraños y tribus salvajes la cautivaban, y hacían que los días pasaran más rápido. Leyó que había hombres enormes y peludos que vivían en las copas de los árboles, que otra tribu comía la carne de otros hombres, y que existían unos pigmeos con un solo ojo en el medio de sus frentes. La lectura se convirtió en opio para calmar sus miedos.
Una noche, Louisa se quedó dormida en la mesa de la cocina, con su cabello dorado derramado sobre el libro abierto, y la llama palpitando en la lámpara. La tenue luz de la lámpara atravesó la ventana, de la que ya no colgaba ninguna cortina, y luego una grieta en la cerca. Dos figuras oscuras que pasaban por el camino se detuvieron e intercambiaron unas palabras ásperas. Luego se deslizaron por el portal de entrada. Uno fue hacia la puerta delantera mientras el otro iba hacia atrás.
—¿Quién eres tú?
El grito ronco despertó a Louisa, que se puso de pie de inmediato, sobresaltada.
—Sabemos que estás allí ¡Sal de inmediato!
La niña corrió rápidamente hacia la puerta trasera e intentó desatrancarla. Abrió la puerta y corrió hacia la noche. Pero, en ese momento, una pesada mano masculina cayó sobre su nuca, y Louisa fue levantada por el cogote con los pies colgando y pateando como si fuera un gatito recién nacido.
El hombre que la sostenía apuntó hacia ella el haz de la linterna que llevaba en su otra mano.
—¿Quién eres tú? —preguntó.
A la luz de la linterna, Louisa reconoció el rostro rojizo y los bigotes espesos.
¡—Jan! —chilló la niña—. ¡Soy yo! ¡Louisa! ¡Louisa Leuven! Jan era el lacayo de los Ritters. La beligerancia de su actitud desapareció lentamente, reemplazada por una expresión de asombro.
—¡Louisa! ¿De verdad eres tú? ¡Creíamos que habías muerto, como el resto!
Unos días más tarde, Jan viajó con Louisa a Ámsterdam, en una carreta que contenía algunas de las posesiones de la familia Van Ritters salvadas del saqueo. Cuando Jan la condujo a la cocina del Huis Brabant, los sirvientes que habían sobrevivido se reunieron en torno a ella para darle la bienvenida. Su belleza, su amabilidad y su gracia habían hecho de la niña una de las favoritas en las habitaciones de la servidumbre, de modo que todos se entristecieron sinceramente cuando supieron que Anne y Hendrick habían muerto. No podían creer que Louisa, con sólo diez años, hubiera sobrevivido por sí sola, sin la ayuda de nadie. Elise, la cocinera, una gran amiga de su madre, la tomó de inmediato bajo su ala.
Louisa tuvo que contar su historia una y otra vez, a medida que la noticia de su supervivencia se difundía, y los otros criados, los trabajadores y los marineros de los barcos y los almacenes de los Van Ritters se acercaban a escucharla.
Stals, el mayordomo de la familia, escribía todas las semanas un informe destinado a Mijnheer Van Ritters, que se había refugiado en Londres con los miembros de su familia que habían sobrevivido a la peste. Al final de uno de los informes, mencionó que Louisa, la hija del tutor, había sido rescatada. Mijnheer tuvo la amabilidad de responder: “Ocúpese de que la niña comience a trabajar en la casa. Puede pagarle como a una criada. Cuando vuelva a Ámsterdam, decidiré qué hacer con ella”.
A principios de diciembre, el frío eliminó los últimos restos de la peste, y Mijnheer Van Ritters volvió a su casa con lo que quedaba de su familia. Su esposa había fallecido durante la peste, pero su ausencia no provocaría ningún cambio en sus vidas. De los doce hijos, sólo cinco habían sobrevivido. Una mañana, cuando hacía un mes que Mijnheer había arribado a Ámsterdam y se había ocupado de todos los asuntos más urgentes que requerían su atención, ordenó a Stals que llevara a Louisa a su presencia.
La niña vaciló en la entrada de la biblioteca de Mijnheer Van Ritters. El señor, que estaba escribiendo en un libro contable de cuero, levantó la vista.
—Adelante, niña —ordenó—. Déjame verte.
Stals la llevó del brazo hasta que quedó frente al gran escritorio de su amo. Louisa hizo una reverencia, y el hombre asintió.
—Tu padre fue un buen hombre y te enseñó a comportarte.
Mijnheer Van Ritters se puso de pie y fue hacia uno de los grandes ventanales. Durante un minuto, se quedó mirando a través de uno de los paneles romboidales. Estaban descargando fardos de algodón de las Indias de uno de sus barcos. Luego se volvió para estudiar a Louisa. La muchacha había crecido desde la última vez que la había visto. Su rostro y sus miembros se habían redondeado. Mijnheer Van Ritters sabía que la niña se había contagiado la peste, pero al parecer se había recuperado. En su rostro no había huellas de los estragos de la enfermedad. Louisa era una bella muchacha. Muy bella, pensó Mijnheer. Y la suya no era una belleza insípida: su expresión era alerta e inteligente. Sus ojos estaban vivos, y brillaban con el azul del zafiro. Su piel era inmaculada, pero su cabello era su atributo más atractivo: lo llevaba peinado en dos largas trenzas que llevaba sobre sus hombros. Mijnheer le hizo algunas preguntas.
Ella intentó ocultar el temor que sentía, respondiendo de la mejor manera.
—¿Estás tomando tus lecciones, niña?
—Tengo todos los libros de mi padre, Mijnheer. Leo todas las noches antes de acostarme.
—¿Qué trabajo estás haciendo?
—Lavo y pelo las verduras, amaso el pan y ayudo a Pieter a lavar y a secar las ollas y las sartenes, Mijnheer.
—¿Eres feliz?
—Sí, claro, Mijnheer. Elise, la cocinera, es muy amable conmigo, como si fuera mi madre.
—Creo que podemos buscar una tarea más útil para ti. —Van Ritters se pasó los dedos por la barba, pensativo.
Elise y Stals la habían aleccionado acerca de cómo comportarse en su presencia.
—Debes recordar siempre que él es uno de los más grandes hombres de todo el mundo. Llámalo siempre “Su Excelencia” o “Mijnheer”. Haz una reverencia al entrar y al salir.
—Haz exactamente lo que te dice. Si te hace una pregunta, respóndela directamente, pero no agregues nada más.
—Mantente erguida y no tropieces. Mantén tus manos agarradas por delante y no juegues con ellas ni te las lleves a la nariz.
Le habían dado tantas instrucciones que la habían confundido. Pero ahora, de pie frente a él, Louisa se sentía segura otra vez. Mijnheer estaba vestido con ropas muy finas, y su cuello era de encaje blanco. Las hebillas de sus zapatos eran de plata pura, y el mango de la daga que llevaba al cinto era de oro con rubíes brillantes. Era un hombre alto y sus piernas, envueltas en calzones de seda negra, estaban tan bien formadas como las de un hombre que tuviera la mitad de la edad que tenía él. Aunque su cabello tenía hebras plateadas, era denso y estaba perfectamente rizado. Su barba era casi completamente plateada, pero la llevaba muy prolija, al estilo Vandyke. Había algunas arrugas alrededor de sus ojos, pero el reverso de su mano, que acariciaba su barba, era liso, y los años no habían dejado marcas en él. Llevaba un enorme anillo de rubí en el dedo índice. A pesar de su grandeza y de su dignidad, su mirada era amable. Ella sabía que podía confiar en él, así como confiaba en que el Buen Jesús la protegería.
—Necesitamos que alguien se ocupe de Gertruda. —Van Ritters había tomado una decisión. Gertruda era su hija más pequeña. Tenía siete años, y era una niña simple, no demasiado ingeniosa y petulante—. Tú la acompañarás y la ayudarás con sus lecciones. Sé que eres una niña muy inteligente.
Louisa creyó desesperar. La muchacha se había encariñado mucho con Elise, una mujer maternal que había reemplazado a Anne como cocinera principal. Louisa no quería abandonar el aura de calidez y seguridad que la rodeaba en el área de la servidumbre, y trasladarse escaleras arriba para tolerar los caprichos de Gertruda. Quiso expresar su contrariedad, pero Elise le había advertido que no lo hiciera. La muchacha hizo una reverencia.
—Stals, encárgate de que se vista adecuadamente. Se le pagará como a una joven niñera y tendrá una habitación para ella sola cerca del cuarto de los niños.
Van Ritters les indicó que podían retirarse y volvió a su escritorio.
Louisa sabía que no tenía más alternativa que adaptarse a su destino. Mijnheer era el señor de su universo. Sabía que, si intentara oponerse a sus dictados, sus propios sufrimientos no tendrían fin. Lo que haría sería ganarse a Gertruda. No era una tarea fácil: la niñita era muy exigente y poco razonable. No contenta con tener a Louisa de esclava durante todo el día, la llamaba a los gritos por la noche, cuando despertaba de una pesadilla o cuando quería usar el orinal. Siempre dispuesta y vivaz, Louisa fue ganándose su confianza. Le enseñaba distintos juegos, la protegía de las burlas de sus hermanos y hermanas, le cantaba canciones antes de ir a dormir y le contaba cuentos. Cuando tenía pesadillas, Louisa iba hasta su habitación, la alzaba en brazos y la mecía hasta que volvía a dormirse. Gertruda fue abandonando gradualmente el rol de torturadora de Louisa. Su propia madre había sido una figura remota, cubierta con un velo, a la que la pequeña apenas recordaba. Gertruda había hallado a una sustituta e iba detrás de Louisa con la confianza de una mascota. Muy pronto, la muchacha fue capaz de controlar los salvajes berrinches de la pequeña, durante los que se arrastraba aullando por el piso, arrojaba la comida contra la pared o intentaba arrojarse al canal por la ventana. Nadie había logrado calmarla antes, pero ahora bastaba una palabra de Louisa, luego de lo cual la joven niñera tomaba a Gertruda de la mano y la llevaba a su habitación. Minutos más tarde, la pequeña estaba riendo y aplaudiendo, recitando el coro de una canción infantil. Al principio, Louisa sólo era llevada por el sentido del deber y la responsabilidad, pero éstos fueron transformándose en afecto y luego en una suerte de amor maternal.
Mijnheer Van Ritters advirtió el cambio en la conducta de su hija. En sus ocasionales visitas al cuarto de los niños y al aula, solía brindarle a Louisa alguna palabra amable. En la fiesta de Navidad para los niños, observó a Louisa mientras bailaba con Gertruda. La niñera era tan delgada y llena de gracia como torpe y regordeta era su hija. Van Ritters sonrió cuando Gertruda le dio a Louisa un par de aros de perla como regalo de Navidad, y Louisa la abrazó y la besó.
Unos meses más tarde, Van Ritters llamó a Louisa a la biblioteca. Hablaron unos minutos acerca de los progresos de Gertruda, y él le dijo que estaba muy complacido con su trabajo. Cuando la muchacha estaba por retirarse, el señor le tocó su cabello.
—Estás convirtiéndote en una hermosa mujer, Louisa. Espero que no venga ningún papanatas a querer separarte de nosotros. Gertruda y yo te necesitamos aquí.
Louisa se sintió casi agobiada por su condescendencia.
Cuando Louisa cumplió trece años, Gertruda le pidió a su padre un obsequio especial para ella. Van Ritters estaba por viajar a Inglaterra con uno de sus hijos, que ingresaría en la famosa universidad de Cambridge, y Gertruda le preguntó si ella y Louisa podían ser de la partida. Van Ritters, indulgente, accedió al pedido.
Viajaron en uno de los barcos de la familia, y pasaron el verano visitando las grandes ciudades de Inglaterra. Louisa estaba encantada con la patria de su madre, y aprovechaba todas las oportunidades de practicar su lengua.
Los Van Ritters permanecieron una semana en Cambridge, porque Mijnheer quería asegurarse de que su hijo favorito se instalara a gusto. Había alquilado todas las habitaciones de El Jabalí Rojo, la posada más bonita de la ciudad universitaria. Como siempre, Louisa dormía en una cama colocada en un rincón de la habitación de Gertruda. Una mañana, se estaba vistiendo mientras conversaba con Gertruda, ésta, de pronto, fue hacia ella y le pellizcó suavemente el pecho.
—Mira, Louisa, te están creciendo las tetas.
Con suavidad, Louisa retiró la mano de la pequeña. En esos meses, se habían desarrollado esos bultos duros debajo de sus pezones, anunciando la llegada de la pubertad. Sus pequeños senos estaban hinchados, delicados y sensibles. El gesto de Gertruda había sido brusco.
—No debes hacer eso, Gertrie, mi schat. Me duele. Y tampoco debes decir esa palabra.
—Lo siento, Louisa. —Los ojos de la pequeña se llenaron de lágrimas.
—No quise lastimarte.
—Está bien. —Louisa la besó—. ¿Qué quieres desayunar?
—Tortas. —Las lágrimas desaparecieron de súbito—. Muchas tortas con crema y dulce de frutillas.
—Y más tarde podemos ir al espectáculo de Punch y Jody.
—¿De verdad, Louisa? ¿De verdad?
Cuando Louisa fue a pedirle permiso a Mijnheer Van Ritters para salir, éste decidió acompañarlas. En el carruaje, con su habitual espontaneidad, Gertruda se refirió al incidente de esa mañana.
—Louisa tiene tetas rosas —dijo con tono penetrante—. Las puntas salen para afuera.
Louisa bajó la vista y susurró:
—Ya te dije, Gertie, que ésa es una mala palabra. Prometiste no volver a utilizarla.
—Lo siento, Louisa. Lo olvidé. —Gertruda parecía afligida.
Louisa le tomó la mano.
—No estoy enojada, schat. Sólo quiero que te comportes como una dama.
Van Ritters parecía no haber oído el breve diálogo. Siguió leyendo el libro que llevaba abierto sobre sus rodillas, como si nada hubiera pasado. Sin embargo, durante el espectáculo de marionetas, mientras Punch, con su nariz de gancho, golpeaba a su aullante esposa con un palo, Louisa miró hacia el costado y vio que Mijnheer estaba estudiando las pequeñas protuberancias que había debajo de su blusa. Ella sintió que la sangre le subía al rostro y se acomodó el mantón que llevaba sobre los hombros.
Cuando iniciaron el viaje de regreso a Ámsterdam, ya había comenzado el otoño. Gertruda se mareó y pasó la primera noche postrada. Louisa le hizo compañía y le sostuvo el bacín cada vez que ella vomitó. Por fin se durmió profundamente, y Louisa escapó del fétido camarote. Buscando un poco de aire fresco, subió apresuradamente la escalerilla en dirección a la cubierta. Pero algo la detuvo repentinamente en la escotilla: era la figura alta y elegante de Van Ritters, parado solo en el alcázar. Los oficiales y la tripulación le habían dejado la barandilla de barlovento; era una de sus prerrogativas en tanto dueño del barco. Louisa habría vuelto a bajar de inmediato, pero Van Ritters la vio y le dijo:
—¿Cómo está mi pequeña Gertie?
—Está durmiendo, Mijnheer. Estoy segura de que por la mañana se sentirá mucho mejor.
En ese momento, una enorme ola elevó el casco del barco, y Louisa fue impulsada hacia delante. A punto de perder el equilibrio, cayó sobre Van Ritters, él la abrazó.
—Disculpe, Mijnheer. —Su voz era ronca—. Me resbalé.
Louisa intentó retroceder, pero su brazo la sostenía con fuerza. La muchacha estaba confundida; no sabía qué hacer. Pensó que sería mejor no intentar apartarse otra vez. Van Ritters no hizo ningún movimiento para soltarla, y en ese momento, incrédula, sintió que la otra mano de Van Ritters tocaba su seno derecho. Louisa jadeó y tembló al sentir que Van Ritters acariciaba su pezón hinchado con sus dedos. A diferencia de su hija, lo hacía con suavidad. No la lastimó en lo más mínimo. Con una vergüenza terrible, se dio cuenta de que estaba gozando con sus caricias.
—Tengo frío —susurró.
—Sí —dijo él—, ve a dormir, no quiero que pesques un resfrío. —Van Ritters la soltó y se volvió, inclinándose sobre la barandilla. De su cigarro saltaron algunas chispas que el viento dispersó.
Cuando regresaron a Huis Brabant, Louisa no volvió a verlo durante varias semanas. Oyó que Stals le decía a Elise que había ido a París por un asunto de negocios. Pero el breve incidente en la cubierta no abandonaba su mente. A veces, Louisa despertaba en medio de la noche y se quedaba despierta, ardiendo de vergüenza e indignación mientras revivía el hecho. Sentía que lo que había ocurrido era culpa suya. Era imposible culpar a un gran hombre como Mijnheer Van Ritters. Cuando pensaba en ello, sus pezones le quemaban y le provocaban una extraña picazón. La muchacha sentía que el mal estaba dentro de ella, y se arrodillaba junto a su cama para orar, temblando sobre el piso de madera desnudo. Gertruda la llamaba en la oscuridad:
—¡Louisa, necesito el orinal!
Aliviada, la muchacha se apuraba a ayudar a la niña antes de que se orinara en la cama. En las semanas siguientes, el sentimiento de culpa fue amenguando, pero nunca terminó de abandonarla.
Hasta que, una tarde, Stals apareció en el cuarto de los niños.
—Mijnheer Van Ritters quiere verte. Debes ir de inmediato. Espero que no hayas hecho nada malo, muchacha.
Louisa le contó a Gertruda adónde iba mientras se peinaba apresuradamente.
—¿Puedo ir contigo?
—Antes debes terminar de pintar ese barco. Intenta no pasarte de las líneas, mi schat. Volveré pronto.
Con el corazón latiéndole a toda velocidad, Louisa golpeó la puerta de la biblioteca. Sabía que Mijnheer la reprendería por lo que había ocurrido en el barco. Quizás haría que los mozos de cuadra la azotaran, como había hecho con la niñera alcohólica. O, peor aún, podía despedirla, arrojarla a la calle.
—¡Adelante! —Su tono de voz era severo.
En el vano de la puerta, la muchacha hizo una reverencia.
—Tengo entendido que mandasteis a buscarme, Mijnheer.
—Así es. Adelante, Louisa. —La muchacha se detuvo frente a su escritorio, pero él le indicó que diera la vuelta y se quedara de pie junto a él.
—Quiero hablar contigo acerca de mi hija.
En lugar de llevar su habitual chaqueta oscura y su cuello de encaje, Van Ritters vestía una bata de gruesa seda china, abotonada en el frente. Su vestimenta informal y su expresión calma y amigable le indicaron a Louisa que su señor no estaba enojado con ella. La muchacha sintió que una ola de alivio la invadía. Mijnheer no la sancionaría. Sus palabras confirmaron esta impresión.
—He pensado que ya es hora de que Gertruda comience a tomar lecciones de equitación. Tú eres una buena jinete. Te he visto ayudar a los mozos de cuadra a entrenar a los caballos. Me gustaría escuchar tu opinión.
—Sí, claro, Mijnheer. Estoy segura de que Gertie disfrutará mucho. El Viejo Tropezón es un buen animal para ella…
Relajada, ayudó a Van Ritters a planear las lecciones. Louisa estaba parada cerca de su hombro. Frente a Mijnheer, sobre el escritorio, había un grueso libro con una tapa de cuero verde. Con aparente indiferencia, el hombre abrió el libro. Louisa no pudo evitar ver lo que había en la página abierta, y su voz se desvaneció. Mientras miraba la ilustración, que cubría toda la página, la muchacha se llevó las manos a la boca. Era, evidentemente, un trabajo realizado por un artista eximio. Había un hombre joven y apuesto recostado hacia atrás en un sillón de cuero. Parada junto a él, había una niña joven y bonita, y Louisa advirtió que podría haber sido su hermana melliza. Los ojos de la muchacha, muy abiertos, eran de un azul cerúleo. La joven sostenía en sus manos sus faldas, levantadas de tal forma que dejaban ver el nido dorado que abrigaban sus muslos. El artista había enfatizado el par de gruesos labios que se fruncían en dirección al hombre a través de los bucles.
Eso fue suficiente para cortar el aliento de Louisa. Pero había más, mucho más. El faldón de las calzas del hombre estaba sin atar y, a través de la abertura, un pálido palo rosa pugnaba por salir. El hombre lo sostenía entre sus dedos y parecía apuntarlo en dirección a la abertura rosada de la muchacha.
Louisa nunca había visto a un hombre desnudo. Aunque había oído hablar a las otras muchachas con deleite acerca del tema, ella nunca habría esperado algo como aquello. Lo miró con fascinación temerosa, incapaz de quitarle los ojos de encima. Sentía oleadas de sangre caliente subiendo hasta su garganta e inundando sus mejillas. La vergüenza y el horror parecían consumirla.
—Observé que la muchacha se parece a ti, aún cuando no sea tan hermosa —dijo Van Ritters—. ¿Qué dices, querida?
—No lo… no lo sé —susurró ella. Sus piernas estuvieron a punto de doblarse cuando sintió que la mano de Mijnheer Van Ritters se apoyaba sobre su trasero. El contacto pareció quemar su carne a través de la enagua. El hombre apretó la mano contra su trasero pequeño y redondeado y Louisa supo que debía pedirle que se detuviera o bien salir corriendo de la sala. Pero no pudo hacerlo. Stals y Elise le habían advertido repetidamente que debía obedecer siempre a Mijnheer. Louisa estaba de pie, paralizada. Ese hombre era su dueño, como era también dueño de sus caballos y de sus perros. Ella era uno de sus esclavos. Debía someterse a él sin protestar, aun cuando no estuviera segura de lo que estaba haciendo Van Ritters, y qué era lo que quería de ella.
—Claro que Rembrandt se ha tomado una licencia artística en lo referido a las dimensiones. —Louisa no podía creer que el artista que había pintado la figura de Dios había pintado también aquel cuadro. Pero era posible que fuese así: hasta los artistas famosos debían hacer lo que un gran hombre requería de ellos.
—Perdóname, Jesús mío —oró la muchacha, cerrando bien los ojos para no tener que mirar esa imagen perversa.
Luego escuchó el crujido rígido del brocado de seda, y la voz de Van Ritters que decía:
—Éste es su verdadero aspecto, Louisa.
La muchacha apretaba con fuerza los párpados, y Van Ritters seguía pasándole la mano por el trasero, suave pero insistentemente.
—Ya eres una muchacha, Louisa. Es hora de que conozcas estas cosas. Abre los ojos, querida.
Obediente, la muchacha los abrió un poco. Vio que Van Ritters se había desabrochado la bata, y que no llevaba nada debajo. Louisa se quedó mirando la cosa que se erguía orgullosa entre los pliegues de seda. La pintura presentaba una versión suave y romantizada de ella. La cosa se elevaba maciza desde un nido de vello oscuro, y parecía ser tan gruesa como la muñeca de la muchacha. La cabeza no era de un rosa insípido, como en el cuadro, sino del color de una ciruela madura. La pequeña hendidura la miraba como un ojo de cíclope. Louisa volvió a cerrar los ojos.
—¡Gertruda! —susurró—. Le prometí que iríamos a caminar un rato.
—Eres muy buena con ella, Louisa. —Su voz tenía un extraño tono ronco, que ella nunca había oído antes—. Pero ahora debes ser buena también conmigo. —Van Ritters se inclinó y estiró sus manos por debajo de las faldas de la muchacha, y luego comenzó a subir con sus dedos a través de sus piernas desnudas. Se demoró en la suave hendidura de la parte posterior de sus rodillas y la muchacha comenzó a temblar violentamente. Sus caricias eran amables y extrañamente tranquilizadoras, pero la muchacha sabía que todo aquello no estaba bien. Esas emociones contradictorias la confundían y Louisa sintió que se ahogaba. Los dedos de Van Ritters comenzaron a subir hacia sus muslos. Su contacto no era furtivo o vacilante, sino perentorio, y la muchacha no podía negarlo ni oponerse a él.
"Debes ser buena conmigo" había dicho Van Ritters, y ella sabía que tenía el derecho a pedirle eso. Louisa le debía todo. Si aquello era bueno para él, entonces ella no tenía alternativa, aunque sabía que era algo perverso y que Dios la castigaría por eso. Quizá Dios dejara de amarla por hacerlo. Louisa oyó el crujido de la página al volverse. Van Ritters la había pasado con su mano libre, y le dijo:
—¡Mira!
Louisa intentó resistir aunque más no fuera esa última orden, y otra vez cerró sus ojos. Las caricias del hombre comenzaron a ser más exigentes, y su mano subió hacia el pliegue donde su trasero se unía a la parte posterior de sus muslos.
Louisa abrió los ojos sólo una fracción de segundo y miró a través de sus pestañas la nueva página del libro. Entonces, sus ojos se abrieron de golpe. La muchacha que tanto se parecía a ella estaba arrodillada frente a su amante. Sus faldas estaban subidas sobre su espalda, y allí emergía su trasero, redondo y brillante. Tanto ella como el muchacho miraban hacia el regazo de él. La muchacha miraba la cosa con cariño, como si estuviera mirando a una mascota querida. Tenía el miembro entre sus dos pequeñas manos, pero los delicados dedos no llegaban a abarcar su gran tamaño.
—¿No es una imagen hermosa? —preguntó Van Ritters, y a pesar de la perversión de la escena, Louisa sentía cierta simpatía por la joven pareja. Estaban sonriendo, y parecían amarse el uno al otro y disfrutar de lo que estaban haciendo. La muchacha olvidó que tenía la intención de volver a cerrar los ojos—. Ya ves, Louisa, Dios ha hecho diferentes al hombre y a la mujer. Por si solos son incompletos, pero juntos forman un todo. —Louisa no sabía a qué se refería exactamente Van Ritters, pero en ocasiones no había entendido tampoco lo que su padre le decía, o el sermón que el pastor pronunciaba en la iglesia—. Es por esa razón que la pareja está tan feliz y uno puede ver que sienten tanto amor por el otro.
Con amable autoridad, Van Ritters colocó sus dedos en la entrepierna de Louisa, justo encima de donde se unían sus muslos. Luego hizo algo más en esa zona. Ella no sabía bien de qué se trataba, pero separó sus pies para que él pudiera dedicarse a su tarea con mayor facilidad. La sensación que la sobrecogió iba más allá de cualquier cosa que hubiera sentido antes. Podía sentir la felicidad y el amor acerca de los cuales él había hablado esparciéndose por todo su cuerpo y bañándolo. Louisa volvió a mirar la parte abierta de la bata de Van Ritters, y sus sentimientos de asombro y de temor se habían desvanecido. Vio que, tal como lo indicaba la escena retratada por el artista, la sensación que provocaba era placentera. No le sorprendía que la otra muchacha tuviera esa expresión en el rostro.
Van Ritters la movió amablemente, y Louisa se mostró dócil y no ofreció resistencia. Todavía sentado en su silla, giró en dirección a ella y al mismo tiempo la acercó y puso una mano sobre el hombro de la muchacha. Ésta comprendió instintivamente que él quería que hiciera lo mismo que la mujer de la lámina. Bajo la presión de la mano sobre su hombro, Louisa se puso de rodillas, y esa cosa extrañamente horrenda y hermosa quedó a unos pocos centímetros de su rostro. Al igual que la otra muchacha, Louisa tomó la cosa en sus manos. Van Ritters emitió un gruñido y ella percibió cuán dura y cálida era. La cosa la fascinaba. Louisa la apretó con suavidad y sintió que saltaba, como si tuviera vida propia. La cosa le pertenecía y Louisa sintió una extraña sensación de poder, como si estuviera sosteniendo el núcleo de la vida de Van Ritters entre sus manos.
El hombre se inclinó, colocó sus manos sobre las de la muchacha y comenzó a moverlas hacia atrás y hacia adelante. Al principio, ella no comprendió lo que estaba haciendo, pero luego se dio cuenta de que le estaba indicando que era eso lo que quería que ella hiciese. Louisa sintió fuertes deseos de complacerlo y aprendió rápidamente. Mientras movía sus dedos a la velocidad de una tejedora trabajando sobre el telar, él se recostó en la silla y comenzó a gemir. Louisa pensó que lo había lastimado, e intentó ponerse de pie, pero él la detuvo colocando otra vez la mano en su hombro y, con tono desesperado, le dijo:
—No, Louisa, sigue así. No te detengas. Eres una niña buena e inteligente.
De pronto, Van Ritters suspiró profundamente, estremecido, y extrajo de pronto un pañuelo de seda escarlata del bolsillo de su bata, cubriendo su regazo y las manos de Louisa con él. La muchacha no quiso soltarlo, ni siquiera cuando sintió que un fluido caliente y viscoso se derramaba sobre sus manos, empapando la tela de seda. Cuando ella quiso seguir con su tarea, él la tomó por las muñecas, inmovilizando sus manos.
—Es suficiente, querida. Ya me has hecho feliz.
Pasaron varios minutos hasta que Van Ritters se puso de pie. El hombre tomó de a una las manos de Louisa y las limpió con el pañuelo. La muchacha no sentía la menor repulsión. Él le sonreía amablemente y le dijo:
—Estoy muy contento contigo, pero no debes decirle a nadie lo que hicimos hoy. ¿Comprendes, Louisa?
Ella asintió con vehemencia. La culpa se había evaporado, reemplazada por la gratitud y la veneración.
—Ahora vuelve con Gertruda. Mañana comenzaremos con sus lecciones de equitación. Tú la llevarás a la academia, por supuesto.
En las semanas siguientes, Louisa vio solo una vez, de lejos, a Van Ritters. La muchacha estaba subiendo las escaleras rumbo a la habitación de Gertruda cuando, sorpresivamente, los criados abrieron las puertas del salón comedor y apareció él, a la cabeza de un grupo de invitados. Todos ellos, damas y caballeros de apariencia próspera, estaban elegantemente vestidos. Louisa sabía que por lo menos cuatro de los hombres eran miembros del Het Zeventien, el cuerpo de directores de la VOC. Era evidente que habían comido muy bien; se los veía joviales y hablaban en alta voz. Mientras pasaban por debajo, Louisa se escondió detrás de las cortinas, mirando a Mijnheer con sorpresiva nostalgia. El hombre llevaba una larga peluca rizada, y se había colocado la faja y la estrella de la Orden del Vellocino de Oro. Lucía magnífico. Una extraña oleada de odio por la sonriente mujer aferrada a su brazo invadió a la muchacha. Cuando el grupo pasó, Louisa corrió hacia la habitación que compartía con Gertruda, se arrojó sobre su cama y se puso a llorar.
—¿Por qué no quiere verme otra vez? ¿Acaso hice algo mal?
Todos los días pensaba en el incidente de la biblioteca, especialmente cuando la lámpara estaba apagada y ella estaba en su cama.
Hasta que, un día, Mijnheer Van Ritters apareció inesperadamente en la academia de equitación. Louisa le había enseñado a Gertruda a hacer una reverencia. La niña era torpe y desmañada, y Louisa tenía que ayudarla cada vez que perdía el equilibrio. Pero Van Ritters sonrió al observar este avance, y respondió a la reverencia de la niña con una inclinación de cabeza.
—Vuestro humilde servidor —dijo, y Gertruda se rió nerviosamente. Mijnheer no le habló directamente a Louisa, y ella sabía muy bien que no podía hablar sin que se la hubiera invitado a hacerlo. El padre miró cómo su hija daba una vuelta alrededor de la pista, sosteniendo con firmeza la rienda. Louisa debía caminar junto al pony, y el rostro de budín de Gertruda parecía torcido por el terror. Entonces, Van Ritters desapareció tan abruptamente como había aparecido.
Otra semana pasó, y Louisa se sentía tironeada por emociones contradictorias. Por momentos, la magnitud de su pecado se agigantaba para atormentarla. Ella había permitido que él la tocara y que jugara con ella, y ella misma había disfrutado mientras acariciaba esa cosa monstruosa. Inclusive, había comenzado a soñar vívidamente con ella, para luego despertarse confundida, con sus pechos turgentes y sus partes íntimas quemándole y picándole. Como un castigo por sus pecados, sus pechos se habían hinchado hasta forzar los botones de la blusa. Louisa intentaba ocultarlos, cruzando los brazos, pero había percibido que los muchachos del establo y los criados los miraban.
Quería hablarle a Elise acerca de lo que le había ocurrido, para pedirle consejo, pero Mijnheer Van Ritters le había advertido que no lo hiciera, y ella se mantuvo en silencio.
Hasta que un día, inesperadamente, Stals le dijo:
—A partir de ahora, dormirás en tu propia habitación. Es una orden de Mijnheer.
Louisa lo miró asombrada.
—¿Y qué ocurrirá con Gertruda? Ella no puede dormir sola.
—El señor piensa que es hora de que aprenda a hacerlo. Ella también tendrá una nueva habitación, y la tuya estará al lado. La niña tendrá una campanilla para llamarte a la noche si lo necesita.
Los nuevos aposentos de las muchachas estaban en el piso inferior a la biblioteca y a la suite de Mijnheer. Louisa convirtió la mudanza en un juego, para aventar los temores de la pequeña. Subieron todas las muñecas de Gertruda y celebraron una fiesta de inauguración de la nueva habitación. Louisa había aprendido a poner una voz diferente para cada uno de los juguetes; era un truco que siempre lograba transformar los aullidos de la niña en carcajadas. Cuando cada una de las muñecas le hubo asegurado que se sentía feliz en su nuevo hogar, Gertruda pareció convencerse.
La habitación de Louisa era elegante y espaciosa. Los muebles eran espléndidos, y la decoración incluía cortinas de terciopelo, sillones dorados y una cama con armazón. Había un colchón de plumas sobre esta última, así como gruesas mantas. También había una chimenea de mármol, aunque Stals le había advertido que sólo podría usar un balde de carbón por semana. Y, lo mejor de todo, había un pequeño cubículo que contenía un sillico con una tapa que se elevaba y dejaba ver un asiento tallado en madera, y debajo de él un orinal de porcelana. Cuando esa noche se metió en la cama, Louisa se sentía transportada en una nube de gozo. Le pareció que nunca, hasta esa noche, se había sentido tan a gusto.
En un momento despertó de un sueño profundo y se preguntó qué era lo que había provocado ese despertar. Ya era más de medianoche, seguramente, porque todo estaba oscuro y en silencio. Entonces volvió a oír el ruido, y su pulso comenzó a acelerarse. Eran pasos, y venían del otro lado de la pared. Louisa se sintió invadida por un terror supersticioso, y no se atrevió a moverse ni a gritar. Luego oyó el crujido de una puerta al abrirse, y una luz fantasmal provino de ella. Lentamente, un panel se abrió y detrás de él apareció una figura espectral. Era un hombre alto y barbado, vestido con calzas, una camisa blanca con amplias mangas y una golilla.
—¡Louisa!
Su voz era sorda y resonó extrañamente. Era la voz que ella hubiera esperado oírle a un fantasma. La muchacha se cubrió la cabeza y esperó, sin aliento. Oyó unos pasos que se acercaban a su cama, y luego sintió que la destapaban. Esta vez gritó, pero sabía que era inútil. En el cuarto vecino, Gertruda estaría durmiendo plácidamente, y nada que no fuera un terremoto podría despertarla. En ese piso de Huis Brabant no dormía nadie más. Louisa miró el rostro que se erguía delante de ella. Estaba tan aterrorizada que no lo reconoció siquiera a la luz de la linterna.
—No temas, niña. No te haré ningún daño.
—¡Oh, Mijnheer! —Louisa se lanzó sobre el pecho de su señor y se aferró a él con todas sus fuerzas—. Pensé que erais un fantasma.
Tranquila, niña. —Van Ritters comenzó a acariciarle el cabello—. Ya está. No hay nada que temer. —Sólo después de un largo rato logró la muchacha recuperar la calma—. No te dejaré sola. Ven conmigo.
Mijnheer le tomó una mano y ella fue confiada detrás de él, descalza y vestida sólo con su camisón de algodón. La hizo pasar la puerta disimulada en el panel, detrás de la cual había una escalera en espiral. Subieron por ella y luego atravesaron otra puerta secreta, que los llevó a una magnífica alcoba, tan amplia que, pese a las cincuenta velas encendidas en los candelabros colgantes, los rincones de la habitación y el techo estaban en sombras. Mijnheer llevó a Louisa junto a la chimenea, donde revoloteaban unas altas llamas amarillas.
Allí, la abrazó y comenzó a acariciarle otra vez el cabello.
—¿Pensaste que me había olvidado de ti?
Ella asintió.
—Pensé que os había hecho enojar y que ya no gustabais de mi.
Él rió entre dientes y la tomó del mentón, haciendo que levantara la cabeza.
—Eres una cosita muy bonita. Ya verás lo enojado que estoy y lo mucho que me disgustas.
Mijnheer la besó en la boca y ella pudo oler el aroma a cigarro en los labios de él, un sabor fuerte que la hacía sentir segura. Finalmente, Mijnheer la soltó y la sentó en el sofá, delante del fuego. Luego fue a una mesa sobre la cual había algunos vasos de cristal y una garrafa de licor rojo. Tomó un vaso y sirvió licor en él, para luego alcanzárselo a la muchacha.
—Toma, bebe esto. Ya verás como echa fuera de ti los malos pensamientos.
Al oler el licor, Louisa se ahogó y tosió, pero luego sintió que un calor agradable invadía su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Van Ritters se sentó junto a ella, acarició su cabello y le habló suavemente, asegurándole que era hermosa, que era una buena muchacha y que la había extrañado muchísimo. Sosegada por el calor de su estómago y por la voz hipnótica de su señor, Louisa se recostó sobre su pecho. Mijnheer levantó el dobladillo de su camisón sobre su cabeza y ella se lo quitó. Estaba desnuda. A la luz de las velas, su cuerpo casi infantil era pálido y suave como crema en una jarra. Louisa no sintió ningún pudor mientras él la acariciaba y besaba su rostro. Guiada por las manos suaves y expertas de su señor, ella se movía para aquí y para allá.
De pronto, él se puso de pie y ella miró cómo se quitaba la camisa y las calzas. Cuando volvió al sofá y se sentó junto a ella, Mijnheer no tuvo que sugerirle nada. Ella lo tomó naturalmente, mirando cómo la piel de la punta de su sexo se retiraba para dejar ver la cabeza color de ciruela. Luego, él se inclinó, retiró sus manos y se arrodilló en el piso, frente a ella. Mijnheer separó las rodillas de la niña y la hizo recostarse sobre el respaldo del sofá de terciopelo. Luego hundió el rostro en sus muslos, y ella sintió el roce de sus mostachos trepando por ellos.
—¿Qué hacéis? —gritó Louisa, alarmada. Él no había hecho eso la vez anterior y ella intentó sentarse. Pero él volvió a echarla hacia atrás y de pronto gritó y hundió las uñas de sus dedos en los hombros de él. La boca de Van Ritters había llegado a sus partes más íntimas. La sensación era tan intensa que ella sintió que estaba a punto de desmayarse.
Él no bajaba la escalera de espiral todas las noches para buscarla. Muchas veces, Louisa oía el estrépito de las ruedas de los carruajes sobre las calles empedradas, debajo de su ventana. La muchacha apagaba la vela y espiaba a través de las cortinas. Allí estaban los invitados de Mijnheer Van Ritters, llegando a un nuevo banquete o a una velada elegante. Mucho después de que se marcharan, ella se quedaba despierta, esperando oír el ruido de los pasos de Mijnheer en la escalera, pero generalmente se desilusionaba.
A veces, él desaparecía durante varias semanas, e incluso meses, partiendo de viaje a bordo de uno de sus grandes barcos, hacia destinos de nombres extraños y sugerentes. Cuando él se iba, ella estaba intranquila y se aburría. Descubrió incluso que se mostraba impaciente con Gertruda, e infeliz consigo misma.
Cuando Mijnheer retornaba, su presencia llenaba toda la casa, e incluso el resto de los criados parecía revivir y excitarse ante su llegada. Cuando ella oía otra vez sus pasos en la escalera, era como si su espera y sus padecimientos no hubieran existido; Louisa se levantaba de inmediato y lo esperaba de pie cuando él aparecía detrás de la puerta oculta en el panel. Luego, Mijnheer pergeñó un método para avisarle sin tener que ir a buscarla. Durante la cena, enviaba a un criado con una rosa roja para Gertruda. El gesto no sorprendía a ninguno de los criados que llevaban las flores: todos sabían que Mijnheer sentía una inexplicable predilección por su poco agraciada hija. Pero, esas noches, la puerta a la que llevaba la escalera de espiral estaba abierta, y cuando Louisa la atravesaba él la estaba esperando.
Estos encuentros eran siempre distintos. Cada vez, él inventaba un nuevo juego para que ellos actuaran. Hacía que Louisa se vistiera con disfraces extraños, y la hacía comportarse como mujer lechera, mozo de cuadra o princesa. A veces le ponía máscaras, con cabezas de demonios o de animales salvajes.
Otras noches, estudiaban las imágenes del libro de tapas verdes y luego actuaban las escenas en él representadas. La primera vez, Mijnheer le mostró una pintura en que la muchacha estaba acostada debajo del muchacho, y la cosa de éste estaba completamente hundida en ella; Louisa no creyó que fuera posible hacer algo así. Pero Van Ritters la trató con suavidad, paciencia y consideración, y apenas le produjo un dolor escaso. Unas pocas gotas de su sangre de virgen cayeron sobre las sábanas de la amplia cama. Más tarde, ella se sintió feliz de haberlo logrado, y cuando estuvo sola se dedicó a estudiar su parte inferior, azorada. La maravillaba que las partes que, según le habían enseñado, eran sucias y pecaminosas, fueran capaces de esconder tantos placeres. Ahora, Louisa estaba convencida de que no había nada más que él pudiera enseñarle. Creía haber sido capaz de complacerlo —y complacerse— de todas las maneras posibles. Pero estaba equivocada.
Mijnheer partió hacia uno de sus interminables viajes. Aquella vez, se dirigía a un lugar llamado San Petersburgo, en Rusia, para visitar la corte de Piotr Alekseievich —llamado también Pedro el Grande— y para incorporar a sus ya numerosos intereses el comercio de pieles. Cuando volvió, Louisa entró en un estado de excitación incontrolable, y no tuvo que esperar demasiado. Esa misma noche, mientras cortaba el pollo asado de Gertruda, un criado apareció con una rosa roja para la pequeña.
—¿Por qué estás tan contenta, Louisa? —le preguntó Gertruda a su niñera, mientras daba unos pasos de baile por la habitación.
—Porque te amo, Gertie, y amo a todo el mundo —respondió la muchacha, canturreando.
Gertruda aplaudió.
—Y yo también te amo, Louisa.
—Bueno, ya es hora de dormir. Aquí tienes un vaso de leche caliente para ayudarte a conciliar el sueño.
Esa noche, cuando Louisa atravesó la puerta secreta que conducía a la alcoba de Mijnheer van Ritters, lo que vio la hizo pararse en seco. Aquél era un juego nuevo y ella sintió temor y confusión a la vez. Esto era demasiado real, demasiado aterrador.
La cabeza de Mijnheer van Ritters estaba cubierta por una capucha ajustada de cuero negro, con dos agujeros redondeados para los ojos y una cuchillada tosca donde iba la boca. Mijnheer estaba vestido con un delantal de cuero también negro y con unas botas negras brillantes que le llegaban hasta los muslos. Tenía los brazos cruzados y llevaba en sus manos unos guantes negros. Louisa casi no pudo desviar sus ojos para mirar la siniestra estructura instalada en el medio de la habitación. Era idéntica al trípode de la plaza pública donde eran azotados los criminales. Pero de la parte superior del trípode no colgaban las habituales cadenas, sino sogas de seda.
Louisa le sonrió a Van Ritters con los labios temblorosos, pero él la miró indiferente a través de los orificios de los ojos. Louisa sintió deseos de huir, pero Mijnheer pareció adivinar sus intenciones. Caminó hacia la puerta y la cerró con llave. Luego colocó la llave en el bolsillo delantero de su delantal. Las piernas de Louisa cedieron, y ella cayó lentamente al piso.
—Lo siento mucho —susurró—. Por favor, no me hagáis daño.
—Habéis sido sentenciada a veinte azotes por el delito de prostitución.
—La voz de Mijnheer era áspera y severa.
—Por favor, dejadme ir. No quiero jugar este juego.
—Esto no es ningún juego. —Mijnheer se acercó hacia ella, y aunque Louisa volvió a rogar que tuviera piedad de ella, él la levantó y la guió hacia el trípode. Luego le ató las manos sobre la cabeza con las sogas de seda, y ella lo miró por detrás de su hombro. La larga cabellera amarilla de Louisa le caía sobre la frente.
—¿Qué vais a hacerme?
Mijnheer fue hacia la mesa que había contra la pared más lejana y, dándole la espalda, tomó un objeto. Luego, con lentitud teatral, comenzó a darse vuelta. Tenía un látigo en sus manos. Louisa lloriqueó e intentó librarse de los nudos que ataban sus muñecas, girando mientras colgaba del trípode. Mijnheer se acercó a ella y colocó un dedo en la abertura de su camisón, desgarrándolo de un golpe hasta el extremo inferior. Luego le quitó el harapo; Louisa había quedado desnuda. Mijnheer se paró frente a ella, y la muchacha vio el bulto que se formaba bajo el delantal, prueba evidente de su excitación.
—Veinte azotes —repitió Mijnheer, con la voz helada y dura de un extraño—, y tú los irás contando uno a uno. ¿Comprendes, pequeña puta perversa? —Louisa se sobresaltó; nunca nadie la había llamado así.
—No sabía que estaba haciendo algo malo. Creí que estaba satisfaciendo vuestros deseos.
Mijnheer levantó el látigo y ella sintió un silbido junto a sus oídos. Luego, el extremo del cinto golpeó contra su espalda. Louisa cerró los ojos y tensó cada uno de los músculos de su cuerpo, pero aún así el dolor del golpe la dejó incrédula. Un alarido se escapó de su boca.
—¡Cuenta! —ordenó Mijnheer, y ella, con sus labios blancos y estremecidos, obedeció.
—¡Uno! —gritó.
Sin piedad ni respiro, el castigo continuó, hasta que finalmente Louisa se desmayó. Mijnheer colocó una pequeña botella verde junto a la nariz de la muchacha y la emanación picante la hizo revivir. Mijnheer retomó entonces su tarea.
—¡Cuenta! —ordenó.
Finalmente, ella pudo murmurar:
—¡Veinte!
Entonces, él llevó otra vez el látigo a la mesa. Cuando volvió junto a Louisa, se estaba quitando el delantal de cuero. Colgaba de la soga de seda; ya no podía levantar la cabeza ni tenerse en pie. Sentía un intenso ardor en la espalda, en el trasero y en los muslos.
Mijnheer se colocó detrás de la muchacha, y ésta sintió las manos de él sobre su trasero, separando sus nalgas rojas y vibrantes. Luego la laceró un dolor más grande que cualquiera que hubiera sentido antes. Estaba siendo empalada del modo más antinatural posible. La estaban desgarrando. La agonía despedazaba sus entrañas, y ella sólo tenía fuerzas para gritar y gritar.
Finalmente, Van Ritters cortó la soga, envolvió a Louisa en una sábana blanca y la llevó escaleras abajo. Sin decir palabra, dejó a la muchacha sollozando sobre su cama. A la mañana, cuando fue tambaleándose hacia un rincón de su habitación y se sentó sobre la palangana, Louisa descubrió que seguía sangrando. Siete días más tarde —aún no había terminado de curarse—, Gertruda fue obsequiada con otra rosa roja. Temblando y llorando en silencio, Louisa subió por las escaleras para complacer a su amo. Cuando entró en su habitación, el trípode estaba otra vez en medio de él, y Mijnheer estaba vestido con la capucha y el delantal del verdugo.
A Louisa le llevó meses reunir el coraje para hacerlo, pero finalmente un día le contó a Elise el maltrato a que la sometía Mijnheer. Levantó su vestido y se dio vuelta para mostrarle los cardenales y las marcas de los azotes que tenía en la espalda. Luego se inclinó hacia adelante y le mostró su abertura desgarrada y supurante.
—¡Cúbrete de inmediato, meretriz inmunda! —gritó Elisa antes de abofetearla—. ¿Cómo te atreves a proferir tamañas mentiras acerca de un hombre tan grande y bondadoso? Mijnheer debe saberlo, y mientras tanto le diré a Stals que te encierre en la bodega.
Louisa pasó dos días recostada en el piso de piedra de la bodega. El dolor que sentía en la parte inferior de su vientre era como un fuego que amenazaba con consumir su alma. Al tercer día, un sargento y tres miembros de la guardia civil fueron a buscarla. Mientras la acompañaban escaleras arriba, rumbo al patio trasero, Louisa buscó en vano con la mirada a Gertruda, a Elise y a Stals, pero ni ellos ni ninguno de los otros sirvientes estaban por allí.
—Gracias por venir a rescatarme —le dijo Louisa al sargento—. No hubiera sobrevivido otro día en esa pocilga. —El hombre la miró con una sonrisa enigmática y extraña.
—Revisamos tu habitación y hallamos las joyas que habías robado —dijo—. Has demostrado ser muy desagradecida con ese hombre que tan bien te trató. Veremos qué tiene para decir el juez acerca de esto.
El magistrado estaba padeciendo los efectos de los excesos cometidos el día anterior. Había participado de una cena para cincuenta personas en Huis Brabant, una casa famosa en los Países Bajos por la calidad de su bodega y de su cocina. Koen Van Ritters era un viejo amigo suyo, y el juez observó colérico a la joven que había sido llevada delante de él. Koen le había hablado de aquella desvergonzada al final de la cena, mientras saboreaban sus puros y terminaban una botella de fino coñac añejado. El juez escuchó impacientemente las evidencias contra ella aportadas por el sargento, quien dejó sobre el escritorio de aquél el paquete con joyas robadas que habían encontrado en la habitación de la joven.
—La prisionera será transportada a la colonia penal de Batavia, donde cumplirá su condena de prisión perpetua —ordenó el magistrado.
Het Gelukkige Meeuw estaba anclada en el puerto, lista para zarpar. Los soldados llevaron a Louisa hasta allí, directamente desde el tribunal. La muchacha fue recibida en la pasarela de desembarco por el jefe de los carceleros. El hombre anotó el nombre de Louisa en el registro y dos de sus subordinados le colocaron grilletes en los tobillos y la llevaron hasta la cubierta de batería a través de la escotilla.
Ahora, un año más tarde, la Meeuw estaba anclada en Table Bay. Incluso a través de las gruesas tablas de roble, Louisa oyó el llamado:
—¡Chalupa con provisiones! ¡Solicito permiso para amarrar!
La muchacha se despertó de su larga ensoñación y espió a través de la hendidura que había en la juntura de la tapa de la tronera. Vio que una docena de remeros blancos y negros acercaban la chalupa al barco. De pie en la proa del bote, había un bellaco de gran porte, y Louisa se sobresaltó al reconocer al hombre del timón. Era el joven que le había preguntado por su nombre y le había arrojado el pescado. Louisa había peleado por la posesión de ese precioso obsequio y luego lo había partido en cuatro con su pequeña navaja, compartiéndolo con otras tres mujeres. No eran amigas de ella, puesto que la amistad a bordo de aquella nave no existía. Pero, al comienzo del viaje, las cuatro mujeres habían establecido un pacto de protección mutua. Habían devorado el pescado crudo, atentas a los movimientos del resto de las hambrientas mujeres, que las rodeaban esperando la oportunidad de atrapar un trozo.
Ahora, al ver cómo la chalupa cubierta de provisiones era amarrada al barco, Louisa añoró el sabor del pescado crudo. Oyó el bullicio producido por los gritos y los golpes, seguido por un chirrido de poleas y luego por más órdenes proferidas a los gritos. A través de la hendija, la muchacha observó cómo las canastas y las cajas de productos frescos eran cargadas a bordo. El olor de las frutas y de los tomates frescos llegaba hasta ella. Se le hizo agua la boca, pero sabía que la mayor parte de esa mercadería serviría para gratificación del rancho de oficiales, y que el resto iría a parar al estómago de los suboficiales y de los marineros rasos. Ninguno de aquellos productos llegaría a la cubierta de las prisioneras. Éstas sobrevivirían a base de la gorgojosa galleta marinera y de panceta salada podrida, repleta de gusanos.
De pronto, Louisa oyó que, allá lejos, alguien golpeaba una de las troneras. A continuación, se oyó una voz masculina, urgente pero suave:
—¡Louisa! ¿Está Louisa ahí?
Antes de que la muchacha pudiera responder, una de las mujeres lo hizo a los gritos:
—Ja, mi amado. Aquí estoy. ¿Quieres sentirle el gusto a mi pote de miel? —El comentario fue seguido por una salva de aullidos risueños. Louisa reconoció la voz del hombre. Intentó gritarle por sobre el coro de insultos e invectivas, pero sus enemigas la abrumaron con júbilo malicioso, y él ya no podría oír. Con creciente desesperación, Louisa espió a través de la mirilla, pero su campo de visión estaba restringido.
—¡Aquí estoy! —gritó la muchacha, hablando en holandés—. ¡Soy Louisa!
De pronto, el rostro del hombre apareció ante sus ojos. Debía de haber estado de pie sobre uno de los bancos de la chalupa que estaba amarrada debajo de su tronera.
—¿Louisa? —El muchacho colocó su ojo por el otro extremo de la hendija y ambos se miraron desde escasos centímetros—. Si. —Inesperadamente, el muchacho sonrió—. ¡Ojos azules! Ojos azules y brillantes.
—¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? —Impulsivamente, Louisa habló en inglés, y él la miró embobado.
—¿Sabes hablar inglés?
—No, tonto, estoy hablando en chino —respondió ella, y él volvió a reír. El hombre parecía ser arrogante, pero la suya era la única voz amigable que ella había oído en un año.
—¡Vaya si eres insolente! Tengo algo más para ti. ¿Puedes abrir esta tapa?
—¿Alguno de los guardias está mirando? —preguntó ella—. Si nos ven hablando, me darán unos cuantos azotes.
—No, no llegan a verme.
—¡Espera! —dijo Louisa, y tomó la navaja que llevaba en su bolsillo. Con rapidez, hizo palanca sobre la única argolla que mantenía cerrada la tapa. Luego se inclinó hacia atrás, colocó sus pies descalzos sobre la tapa de la tronera y presionó con todas sus fuerzas. Los goznes crujieron, y luego cedieron algunos centímetros. Louisa vio sus dedos sobre el borde; el hombre la estaba ayudando a abrir la tapa un poco más.
Luego, éste introdujo una pequeña bolsa de tela a través de la abertura.
—Hay una carta para ti —susurró, con su rostro cerca del de Louisa.
—Léela. —Y luego desapareció.
—¡Espera! —lo llamó la muchacha, y su rostro apareció otra vez en la abertura—. No me dijiste cómo te llamas.
—Jim. Jim Courtney.
—Gracias, Jim Courtney —dijo ella, y dejó que la tapa se cerrara con un golpe.
Las tres mujeres la rodearon para protegerla y Louisa abrió la bolsa. Con rapidez, se repartieron la carne seca y los paquetes con galletas, y comenzaron a mordisquear esos comestibles poco apetitosos con hambre desesperada. Cuando vio el peine, los ojos de Louisa se llenaron de lágrimas. Estaba tallado en un caparazón de carey moteado, del color de la miel. La muchacha lo pasó por sus cabellos y el peine se deslizó con facilidad, sin tirar violentamente de sus cabellos, como el horrible elemento casero a cuyo uso la habían condenado. Luego, Louisa tomó la lima y el cuchillo, que estaban envueltos en un mismo trozo de tela. El cuchillo tenía forma de cuerno y la hoja, que Louisa probó con su dedo pulgar, era aguda. Un arma excelente, sin duda. La lima, pequeña y firme, tenía tres bordes cortantes. Por primera vez en todos esos meses, Louisa sintió esperanzas. Miró los grilletes que aprisionaban sus tobillos. Bajo esas crueles ataduras, su ~piel estaba repleta de callos.
El cuchillo y la lima eran dos regalos invalorables, pero el peine la había tocado en lo más hondo. Era una reafirmación de que había sido mirada como una mujer, no como una heze que venía de las cloacas. Louisa hurgó en la bolsa en busca de la carta que le había sido prometida. Era una sola hoja de papel de mala calidad, doblada con destreza para servir también como sobre de sí misma. Estaba dirigida a "Louisa", con una caligrafía vigorosa pero bonita. Cuidándose de romperla, la muchacha la desdobló. Estaba escrita en un holandés bastante pobre, pero logró comprender la esencia del mensaje.
Usa la lima para romper tus cadenas. Mañana a la noche llevaré un bote hasta la popa del buque. Cuando oigas que la campana del barco suena dos veces en la guardia de media, salta. Yo oiré tu golpe contra el agua. Sé valiente.
Louisa sintió que el corazón se agitaba. De inmediato, supo que las posibilidades de éxito eran casi nulas. Algo podía salir mal; su cuerpo podía terminar atravesado por una bala de mosquete o entre las fauces de un tiburón. Pero lo importante era que había hallado un amigo, y con él una nueva esperanza de salvación, no importaba cuán remota fuera. Louisa rompió el papel en pedazos y lo arrojó al apestoso balde que servía como letrina. Ninguno de los guardias intentaría rescatar los papelitos de allí. Luego se deslizó debajo del cañón, hacia esa oscuridad que era el único lugar donde hallaba privacidad, y se sentó con las piernas dobladas, de modo de llegar fácilmente con las manos a los grilletes. Con el primer golpe de su pequeña lima logró hacer una muesca superficial pero brillante, y unas pocas briznas de acero cayeron hacia el suelo. Los grilletes habían sido forjados en un acero suave, de mala calidad, pero le llevaría tiempo y mucha paciencia romper siquiera un solo eslabón.
—Tengo un día y una noche. Hasta las dos campanas de la guardia de media de mañana a la noche —se dijo, para darse coraje, colocando otra vez la lima en la muesca que ya había producido. Con el golpe siguiente, más briznas de acero cayeron sobre el suelo de la cubierta.
La chalupa ya no llevaba su pesada carga, y ahora se deslizaba con menos pesadez. Mansur iba en la proa y Jim, mientras remaba, miraba por sobre la popa. Una y otra vez, reproducía en su mente el breve encuentro con Louisa, y no podía evitar que se le escapara una sonrisa. Ella sabía hablar muy bien en inglés; apenas se le notaba el acento holandés. Era alegre e ingeniosa. Había respondido con determinación a las circunstancias. Evidentemente, no se trataba de una torpe presa común. Jim había logrado ver sus piernas desnudas a través de la hendija, mientras ella intentaba ensanchar la abertura. Evidentemente, el hambre las había enflaquecido y los grilletes le habían producido irritaciones, pero eran piernas rectas y largas, y no dobladas y deformadas por el raquitismo. ¡Ésa sí que tuvo una buena crianza!, habría dicho su padre. La mano que había tomado de la suya la bolsa de tela estaba sucia, y sus uñas rotas y agrietadas, pero tenía una forma bella, y sus dedos estaban graciosamente escalonados. Eran las manos de una dama, y no las de una esclava o las de una fregona. No huele como un ramo de lavanda. Pero Dios sabe cuánto tiempo ha estado encerrada en ese buque apestoso. ¿Qué otra cosa podías esperar? Jim inventaba excusas para ella. Luego pensaba en sus ojos, esos hermosos ojos azules, y su expresión se tornaba suave y soñadora. "Jamás, en toda mi vida, deposité mis ojos en una muchacha como ella. ¡Y sabe hablar inglés!"
—¡Eh, primo! —gritó Mansur—. Mantén el ritmo. Si no vas con más cuidado, nos llevarás directo a Robben lsland. —En el mismo momento en que una ola levantaba bien alto la chalupa por la popa, Jim salió de su ensueño.
—El mar se está despertando —gruñó su padre—. Mañana habrá un buen ventarrón. Será mejor que nos apuremos a llevar la última carga, antes de que las cosas se pongan difíciles.
Jim quitó la vista del barco, ya distante, y miró más atrás. Su buen ánimo cambió bruscamente. En el horizonte, las nubes se estaban apilando como montañas y prometían tormenta.
Tengo que inventar una excusa para quedarme en tierra cuando se embarquen otra vez rumbo a la Meeuw, pensó. No habrá otra oportunidad de preparar el rescate.
Mientras las mulas arrastraban la chalupa hacia la playa, Jim le dijo a su padre:
—Debo llevarle su parte al capitán Hugo. Si sus dedos gordos no comienzan a acariciar una moneda a la brevedad, intentará abortar nuestra operación.
—Haz que esa vieja vaca ladrona espere un poco. Necesito tu ayuda para llevar el cargamento.
—Se lo prometí a Hugo, y además tienes una tripulación completa.
Tom Courtney indagó a su hijo con la mirada. Lo conocía muy bien. Sabía que se traía algo entre manos. Jim no era un muchacho que eludiera sus obligaciones. Por el contrario, Tom contaba con él en ese sentido. Era él quien había llevado la negociación con el sobrecargo del barco, era él quien había logrado arrancarle a Hugo la licencia para comerciar con aquél y era él quien había supervisado la carga de la primera parte de las mercancías. Tom sabía que podía confiar en él.
—Bueno, no sé… —Tom se acarició la barbilla, dubitativo.
Mansur intervino rápidamente.
—Déjalo ir, tío Tom. Yo puedo suplantarlo.
—Muy bien, Jim. Ve a ver a tu amigo Hugo, pero cuando volvamos tienes que estar aquí en la playa para ayudarnos.
Más tarde, desde arriba de las dunas, Jim observó cómo las chalupas retornaban hacia la Meeuw con el resto de los productos. Al muchacho le pareció que las olas eran más altas que lo que habían sido por la mañana, y el viento estaba comenzando a rasgar los extremos de las olas, creando un desfile de cabrillas saltadoras.
—¡Ten misericordia de nosotros, Señor! —dijo el muchacho en voz alta—. Si se desata la tormenta, no podré sacar a la muchacha hasta que todo se calme. —Entonces, recordó las instrucciones que le había dado a la bella convicta. Le había dicho que saltara por la borda luego de las dos campanadas de la guardia de media. Y ya no podía enviarle otro mensaje para indicarle que no lo hiciera. ¿Acaso comprendería ella que, si soplaba un viento muy fuerte, era mejor no saltar porque evidentemente él no llegaría a la cita? ¿O se arrojaría de todos modos, para desaparecer en la oscuridad? Al pensar que la muchacha podía morir ahogada en las aguas oscuras, Jim sintió un golpe en el estómago que le produjo náuseas. Giró la cabeza de Fuego en dirección al castillo y apretó sus rodillas contra los costados del caballo.
El capitán Hugo se sorprendió agradablemente al enterarse de que su comisión le sería pagada con tanta premura. Jim se retiró sin mayores ceremonias, rechazando incluso una taza de café, y volvió al galope hasta la playa. Mientras lo hacía, pensaba a toda velocidad.
Había tenido poco tiempo para planear la fuga de la muchacha. Sólo en esas últimas horas había estado seguro de que ella tenía las agallas suficientes como para arriesgarse a una huida tan peligrosa. Lo primero que debería hacer cuando lograra rescatarla era encontrarle un buen lugar para esconderse. En cuanto su ausencia fuera descubierta, todos los soldados de la guarnición serían enviados a buscarla: nada menos que cien infantes y un escuadrón de caballería. Las tropas de la guarnición no tenían demasiadas ocupaciones, y la búsqueda de un fugitivo (más si se trataba de una mujer) sería uno de los eventos más excitantes en varios años. El coronel Keyser, el comandante, haría todo lo que estuviera a su alcance para capturar a la muchacha.
Por primera vez, Jim se permitió considerar cuáles serían las consecuencias en el caso de que aquel plan descabellado fallara. Lo preocupó pensar que pudiera traerle problemas a su familia. Según una estricta ley sancionada por los directores de la VOC, los omnipotentes Diecisiete de Ámsterdam, ningún extranjero podía residir en la colonia ni mucho menos comerciar en ella. Pero, como otras leyes igualmente estrictas concebidas en Ámsterdam, había circunstancias especiales que permitían eludirlas. Esas circunstancias especiales incluían inevitablemente una muestra monetaria de la estima que el interesado sentía por Su Excelencia, el gobernador Van de Witten. A los hermanos Courtney, la licencia para residir y comerciar en la colonia de Buena Esperanza les había costado veinte mil florines. Van de Witten no tenía la menor intención de revocar esa licencia, él y Tom Courtney se llevaban bien, y Tom contribuía generosamente al fondo de retiro no oficial de Van de Witten.
Jim confiaba en que si él y la muchacha simplemente desaparecían de la colonia, nada podría comprometer al resto de la familia. Era posible que su ausencia despertara sospechas, y en el peor de los casos su padre se vería obligado a hacerle otro presente a Van de Witten, pero a la larga no traería ningún perjuicio, siempre y cuando él no volviera nunca.
Sólo había dos vías de escape de la colonia. La más obvia y la mejor era el mar. Pero eso requería un barco. Los hermanos Courtney poseían dos buques mercantes armados. Eran dos goletas rápidas y fáciles de manejar, con las cuales comerciaban en lugares tan lejanos como Arabia y Bombay. De todos modos, en aquel momento ambas embarcaciones estaban en alta mar, y no eran esperadas hasta que el monzón cambiara, algo que no ocurriría por varios meses mas.
Jim había ahorrado un poco de dinero, el suficiente quizá para pagar dos pasajes en uno de los barcos que en aquel momento estaban anclados en Table Bay. Pero, en cuanto se conociera la noticia de la desaparición de la muchacha, lo primero que haría el coronel Keyser sería enviar partidas de soldados a cada uno de los barcos. Jim podía también intentar robar alguna embarcación pequeña, quizás una pinaza u otra nave apropiada para la navegación marítima, en la que él y la muchacha pudieran llegar hasta uno de los puertos portugueses en la costa de Mozambique. Pero todos los capitanes estaban muy atentos a la piratería. La recompensa que con mayor seguridad recibiría sería una bala de mosquete en el estómago.
Aun siendo muy optimista, tenía que aceptar el hecho de que la ruta marítima les estaba vedada. Sólo les quedaba una opción. Jim se volvió y miró hacia las montañas lejanas del norte, en cuyas cumbres podían verse las nieves invernales, no derretidas aún. El muchacho sofrenó a Fuego y pensó en lo que podía haber allí. Jim nunca había ido más de cincuenta leguas más allá de aquellos picos, pero había oído contar que otros hombres se habían internado tierra adentro y habían vuelto con grandes cargamentos de marfil. Corría incluso el rumor de que un viejo soldado había recogido una piedra brillante en la orilla arenosa de un río lejano e innominado, y que había vendido el diamante en Ámsterdam a un precio de cien mil florines. Jim sintió un pinchazo de excitación en la piel, innumerables noches había soñado con lo que había detrás de aquel horizonte azul. Había hablado de ello con Mansur y con Zama, y se habían prometido el uno al otro que un día emprenderían la travesía. ¿Acaso los dioses de la aventura habían escuchado sus votos jactanciosos y ahora conspiraban para empujarlos hacia la selva? ¿Acaso tendría él a una muchacha de cabellos de oro y ojos azules cabalgando a su lado? Jim se rió al pensar en eso, y obligó a Fuego a galopar con mayor rapidez.
Su padre, su tío y la mayoría de los sirvientes y de los esclavos libertos no estarían allí por algunas horas, y Jim debía aprovecharlas. Sabía dónde guardaba su padre las llaves de la bóveda de seguridad y del depósito de armas. Eligió las seis mulas más fuertes que había en el corral, las ensilló y las llevó de las riendas hasta las puertas traseras del almacén. Con mucho cuidado, fue tomando del depósito todo lo necesario para su viaje: una docena de mosquetes Tower y bolsas de balas, barrilitos de pólvora negra, barras de plomo y moldes para fundir más balas; hachas, cuchillos y mantas; abalorios y ropa para comerciar con las tribus salvajes con que se cruzaran; algunas medicinas básicas, ollas y botellas de agua; agujas e hilo, y todos los elementos necesarios para sobrevivir en la selva. Pero nada de lujos. El café no es un lujo, se dijo mientras agregaba una bolsa de granos.
Cuando terminó de cargar las mulas, las llevó hasta un lugar tranquilo junto a un arroyo, en un bosque que había a tres kilómetros de High Weald. Liberó a los animales de sus cargas para que pudieran descansar, y les colocó un cabestro en las rodillas para que apacentaran en el pasto profuso que había junto a la orilla del arroyo.
Cuando volvió a High Weald, las chalupas estaban retornando de la Meeuw. Jim fue al encuentro de su padre, de Mansur y de la tripulación, que volvía trepando las dunas. Caminó con ellos y escuchó sus conversaciones despreocupadas. Todos estaban empapados con agua salada y casi exhaustos; habían hecho un largo viaje desde el barco holandés a través de las pesadas aguas.
Mansur le dijo:
—Fuiste afortunado de no estar con nosotros. El agua caía sobre nuestras cabezas como si estuviéramos debajo de una cascada.
—¿Viste a la muchacha? —susurró Jim, para que su padre no lo oyera.
—¿Qué muchacha? —le dijo Mansur, echándole una mirada irónica.
—Sabes muy bien de quién estoy hablando —contestó el joven, dándole un golpe amistoso.
Mansur se puso serio.
—Todas las convictas estaban encerradas. Uno de los oficiales le dijo a tu padre que el capitán está ansioso por zarpar en cuanto terminen de reaprovisionarse y de llenar sus barriles de agua. A más tardar, mañana dará la orden de partir. No quiere que la tormenta lo ate a esta costa de sotavento. —Mansur advirtió la mirada desilusionada de Jim, y le habló con simpatía—. Lo siento, primo, pero mañana al mediodía ese barco ya no estará aquí. De todas maneras, ¿qué podrías haber hecho con una prisionera? No sabes nada acerca de ella, ni siquiera qué crímenes cometió. Es posible que sea una asesina. Déjala ir, Jim. Olvídala. Hay más de un pájaro en el cielo azul y más de una brizna de césped en las llanuras de Camdeboo.
Jim se sintió invadido por la ira, y estuvo a punto de pronunciar palabras amargas, pero se contuvo. Abandonó a los hombres y azuzó a Fuego para que fuera hasta la cima de las dunas. Desde lo alto, miró hacia la bahía. La tormenta se estaba acercando, oscureciendo prematuramente el cielo. El viento gemía y encrespaba sus cabellos, y enredaba la crin de Fuego. Jim tenía que taparse para evitar que la arena y la espuma le entraran en los ojos. La superficie del mar era una confusión de rocío blanco y enormes olas que rompían sobre la playa. Era sorprendente que su padre hubiera logrado traer las chalupas a través de esas aguas agitadas, pero Tom Courtney era un marino experto.
Tres kilómetros mar adentro, la Meeuw era una forma gris y confusa, que giraba y se agitaba con sus mástiles desnudos balanceándose, y desaparecía cada vez que una nueva ráfaga atravesaba la bahía. Jim siguió observando hasta que la oscuridad ya no le permitió verla. Luego fue al galope en dirección a High Weald. Encontró a Zama todavía trabajando en los establos, acostando a los caballos.
—Ven conmigo —le ordenó, y Zama lo siguió obedientemente hasta el huerto. Cuando estuvieron fuera de la vista de la casa, se pusieron de cuclillas uno al lado del otro. Se quedaron un momento en silencio, y luego Jym habló en lozi, el dialecto de los bosques, para que Zama comprendiera que se trataba de un asunto muy serio.
—Me voy.
Zama lo miró a la cara, pero sus ojos estaban protegidos por la oscuridad.
—¿Adónde, Somoya?
Jim señaló el norte con el mentón.
—¿Cuándo volverás?
—No lo sé. Nunca, quizá —dijo Jim.
—Entonces debo despedirme de mi padre.
—¿Vendrás conmigo? —preguntó Jim.
Zama lo miró, compasivo. Una pregunta tan tonta no necesitaba respuesta.
—Aboli también fue un padre para mi. —Jim se puso de pie y colocó un brazo sobre el hombro de su amigo—. Déjame ir a visitar su tumba.
Juntos treparon la colina bajo la luz intermitente de los relámpagos. Pero ambos tenían la vista nocturna de la juventud, y avanzaron con rapidez. La tumba estaba en la ladera este, ubicada de modo de recibir la luz de la mañana. Jim recordaba cada uno de los detalles del funeral. Tom Courtney había sacrificado un toro negro, y las mujeres habían cosido el cadáver del anciano dentro del cuero húmedo del animal. Luego, Tom había llevado, como a un niño dormido, el cuerpo de Aboli, antes enorme y entonces encogido por la edad, y lo había depositado en el pozo profundo. Lo había sentado erguido, y luego colocó todas sus armas y sus posesiones más preciadas alrededor de él. Finalmente, la entrada al pozo había sido sellada con una enorme piedra. Dos yuntas de bueyes habían sido necesarias para colocar la piedra en su sitio.
Jim y Zama se arrodillaron en la oscuridad, junto a la tumba, y les rezaron a los dioses tribales de los lozi y a Aboli, que a su muerte se había unido a ese oscuro panteón. Los truenos, vibrantes, hacían de contrapunto para sus rezos. Zama le pidió a su padre una bendición para el viaje que los esperaba, y luego Jim le agradeció por haberle enseñado el uso del fusil y de la espada, y le recordó a Aboli que él lo había llevado a cazar su primer león.
—Protégenos a nosotros, tus hijos, como nos protegiste aquella vez —pidió—. Porque hemos de comenzar un viaje que no sabemos adónde nos conducirá.
Luego, los dos muchachos se sentaron apoyando sus espaldas en la piedra, y Jim le explicó a Zama lo que debían hacer.
—He cargado una tropilla de mulas. Están atadas junto al arroyo. Llévalas a las montañas, a Majuba, el Lugar de las Palomas, y espérame allí.
Majuba era una tosca choza escondida al pie de las montañas usada por los pastores, que en el verano llevaban los rebaños de los Courtney a los pastos altos, y por los hombres de la familia cuando salían a cazar el cuaga, el antílope y el venado azul. En aquella época del año, la cabaña estaba vacía. Le dieron el último adiós al guerrero sentado eternamente detrás de la piedra y fueron hacia el claro del bosque. Jim tomó una linterna de una de las bolsas y, ayudado por ella, él y Zama cargaron las mulas. Luego las puso en el camino que iba hacia el norte, en dirección a las montañas.
—Iré en dos días, no importa qué ocurra. ¡Espérame! —gritó Jim al despedirse, y Zama comenzó su travesía.
Cuando Jim volvió a High Weald, todos en la casa parecían dormir. Pero Sarah, su madre, le había dejado la comida preparada y caliente dentro del horno. Cuando Sarah oyó el ruido de las ollas, bajó en camisón y se sentó junto a su hijo. Casi no pronunció palabra, pero su tristeza era palpable y su boca caía hacia abajo.
—Que Dios te bendiga, hijo mío, mi único hijo —susurró mientras lo besaba. Unas horas antes, lo había visto conducir la tropilla de mulas rumbo al bosque, y su instinto materno le hizo saber que Jim se estaba yendo. Sarah tomó la vela, subió las escaleras y fue hasta su cuarto, donde Tom roncaba pacíficamente.
Jim durmió muy poco esa noche en que el viento sacudía la casa y hacía resonar los marcos de las ventanas. Se levantó mucho antes que el resto de los habitantes de la casa. Fue a la cocina y se sirvió un gran tazón de café amargo de la marmita esmaltada colocada detrás del horno. Cuando salió hacia los establos en busca de Fuego, todavía estaba oscuro. Cabalgó hasta la orilla, y cuando él y el caballo llegaron a la cima de las dunas, la fuerza del viento los golpeó en la oscuridad como un monstruo hambriento. Jim llevó a Fuego bajo la protección de la duna, lo ató a un pequeño caramillo y volvió a trepar el médano a pie. Mientras esperaba en cuclillas el primer signo del amanecer, se arrebujó en su capa y colocó su sombrero de ala ancha apenas encima de sus ojos. Comenzó a pensar acerca de la muchacha. Había demostrado ser una mujer ingeniosa, ¿pero acaso sería lo suficientemente perceptiva como para comprender que una embarcación pequeña no podía llegar hasta la Meeuw antes de que la tormenta se apaciguara? ¿Comprendería que él no la estaba abandonando?
Las nubes bajas demoraron la alborada, y las primeras claridades no tuvieron la fuerza suficiente para iluminar la escena salvaje que se desplegaba frente a Jim. El muchacho se puso de pie, y tuvo que inclinarse hacia adelante, como si estuviera atravesando un río correntoso. Sostuvo su sombrero con ambas manos y buscó con los ojos el buque holandés. De pronto, vio mar adentro un destello no tan evanescente como la espuma saltarina que intentaba extinguirlo. Jim lo observó con avidez y el destello persistía, constante en medio del furioso paisaje marino.
—¡Una vela! —gritó, y el viento le arrancó las palabras de los labios. De todas formas, la vela no estaba situada donde se suponía que debía hallarse la Meeuw. Ésta era una embarcación con las velas desplegadas, no una nave anclada. Debía determinar si se trataba de la Meeuw intentando salir de la bahía, o si era uno de los otros barcos anclados allí. Jim tenía un pequeño telescopio de caza en su alforja. Se dio vuelta y corrió por la arena blanda hasta donde había dejado a Fuego.
Cuando volvió a la cima de la duna, buscó el barco. Le llevó varios minutos encontrarlo, hasta que en un momento las velas volvieron a brillar con las luces del alba. El muchacho se tendió en la arena y, usando sus rodillas y sus codos como un trípode para mantener el equilibrio amenazado por los golpes del viento, apuntó la lente hacia el barco lejano. Pronto pudo ver las velas, pero las olas ocultaban el casco. Hasta que, de pronto, una extraña combinación de oleaje y viento hizo que la embarcación se levantara.
—¡Es la Meeuw! —No había dudas. Jim se sintió atrapado por la fatalidad. Louisa era llevada frente a sus narices a una inmunda prisión en el otro extremo de la tierra, y no había nada que él pudiera hacer para impedir que eso ocurriera.
—¡Dios mío, no me la quites tan pronto! —oró desesperado. Pero, en la distancia, el barco libraba una terrible batalla con la tormenta, ciñendo el viento, con su capitán intentando escapar de la mortal costa de sotavento. A través de la lente, Jim observaba el agitado avance del barco con ojos de marino. Tom le había enseñado los secretos del mar, y él conocía muy bien todas las fuerzas del viento, la quilla y el velamen. Comprendió que la Meeuw merodeaba el desastre.
La luz del sol iluminaba ahora mejor el paisaje, y Jim podía ver ya sin telescopio ese torneo mortal entre el barco y la tormenta. Pasó una hora, y la Meeuw seguía encajada en la bahía. Jim miró con el telescopio en dirección a esa oscura forma de tiburón que era Robben Island, un pedazo de tierra que parecía custodiar la entrada y la salida de la bahía. A cada minuto que pasaba, resultaba más obvio que la Meeuw no podría salir a mar abierto con ese plan de acción. El capitán tendría que virar. No tenía otra alternativa: ya estaba navegando en aguas demasiado profundas como para volver a arrojar el ancla, y la tormenta lo estaba empujando inexorablemente hacia las rocas de la isla. Si el barco encallaba allí, el casco estallaría en pedazos.
—¡Vira! ¡Vira! —Jim se puso de pie—. ¡Vira por avante ahora! ¡Vas a matarlos, idiota! —Se refería tanto al barco como a la muchacha. Sabía que Louisa debía de estar todavía encerrada, y si por algún milagro lograra escapar de la cubierta de batería, las cadenas que apresaban sus tobillos la hundirían al saltar por la borda.
Obstinadamente, el barco seguía su curso. La maniobra de hacer virar una nave tan torpe bajo esas condiciones climáticas era terriblemente riesgosa, pero muy pronto el capitán comprendería que no le quedaba otra alternativa.
—¡Demasiado tarde! —gritaba Jim—. Ya es demasiado tarde.
Entonces vio que las velas se inclinaban y que la silueta de la Meeuw se alteraba, mientras seguía avanzando derecho en dirección a la tormenta. Jim miraba la escena a través de su lente, y su mano comenzó a temblar cuando la velocidad del giro amenguó. Finalmente, el barco quedó allí, atrapado en la virada, con todas sus velas martilleando, incapaces de completar el giro. Luego, Jim vio cómo la siguiente ráfaga de viento caía sobre ella. El mar bullía al pie de una veloz cortina de viento y de lluvia, que dio en el barco y lo hizo girar sobre sí hasta mostrar su entablado inferior, sucio con algas y bálano. Luego, el ventarrón lo cubrió. La Meeuw desapareció, como si nunca hubiera existido. Angustiado, Jim siguió mirando, esperando su reaparición. ¿Acaso se había convertido en una tortuga, flotando con la quilla para arriba? ¿NO se habría hundido? Jim no tenía manera de saberlo. Los ojos ya le quemaban, y su visión se difuminaba con la intensidad de su mirada a través del lente del telescopio. Al parecer, el chubasco no terminaría nunca. Entonces, abruptamente, el barco volvió a aparecer, pero su silueta estaba tan alterada que no parecía ser la misma embarcación.
—¡Desarbolada! —dijo Jim con un quejido. Aunque Las lágrimas provocadas por la zozobra y el viento corrían por sus mejillas, Jim no podía quitar su ojo del lente—. ¡El palo mayor y el de proa! ¡Perdió ambos mástiles!
Sólo el palo de mesana —que sobresalía del casco— y las velas y mástiles que colgaban de su costado eran obstáculo para el viento que soplaba sobre la nave. La Meeuw era transportada otra vez hacia la bahía, ya a salvo de las rocas de Robben Island pero directamente hacia la estruendosa rompiente que golpeaba sobre la playa desplegada a los pies de Jim.
Con rapidez, el muchacho calculó las distancias, los ángulos y la velocidad.
—En menos de una hora estará en la playa —se dijo a si mismo con un susurro—. Que Dios ayude a quienes están a bordo cuando encalle. Jim quitó los ojos del telescopio y, con la parte posterior del brazo, se limpió las lágrimas provocadas por el viento. —Y, más que a nadie, que ayude a Louisa—. El muchacho intentó imaginar la situación en la cubierta de batería de la Meeuw en ese momento, pero su mente no quiso concebir la escena en detalle.
Louisa no había dormido en toda la noche. Hora tras hora, mientras la Meeuw giraba, aflojando el cable que la ataba al fondo del mar, y la tormenta aullaba implacablemente a través de los aparejos, la muchacha había permanecido agazapada bajo la cureña, trabajando con su lima. Había cubierto los eslabones de las cadenas con la bolsa de tela, para amortiguar el sonido del raspado de metal contra metal. Pero la manija de la Lima le había provocado una ampolla en la palma de la mano. Cuando la ampolla reventó, tuvo que usar la bolsa para proteger la carne expuesta. A través de la grieta en la tapa de la tronera, Louisa pudo ver las primeras luces del amanecer. Cuando levantó la cabeza y oyó el ruido inconfundible producido por el cable del ancla al ser subido, y luego los golpes de los pesados pies de los marineros, operando el molinete sobre la cubierta que había encima de ella, sólo una fina astilla de metal sostenía el eslabón. Louisa oyó, a lo lejos, a los oficiales gritando órdenes en la cubierta principal, y luego el ruido de los pies corriendo hacia los mástiles y trepando por la arboladura.
—¡Estamos zarpando!
El mensaje fue pasado a través de la cubierta de batería y las mujeres maldijeron su mala fortuna e insultaron al capitán, a la tripulación y al mismo Dios. El periodo de descanso había llegado a su fin. Las tribulaciones propias de una travesía en aquel barco infernal comenzarían otra vez. Las convictas sintieron que el casco del barco comenzaba a moverse de otra forma cuando las uñas del ancla se soltaron del barro del fondo y el barco revivía otra vez y retomaba su lucha con la naturaleza desatada.
Louisa se sintió invadida por una cólera oscura y amarga. La salvación parecía haber estado al alcance de su mano. Se arrastró hasta la hendidura de la tapa de la tronera y miró. La luz todavía era débil, y el rocío de las olas y la lluvia apenas le permitía vislumbrar la costa lejana.
—Todavía está cerca —se dijo Louisa—. ¡Por el amor de Dios, es posible que pueda alcanzarla!
Pero, en el corazón, la muchacha sabía que esas varias millas de mar embravecido le impedirían llegar a la orilla. Aun cuando lograra quitarse los grillos de las piernas, escapar a través de la tronera y saltar por la borda, no había ninguna posibilidad de que sobreviviera más de unos minutos, antes de que la fuerza de las olas la llevara debajo de la superficie. Sabía que Jim Courtney no podría estar allí para rescatarla.
—Mejor morir ahogada —se dijo— que pudrirse en este infierno.
—Frenéticamente, serró la última astilla de acero, que mantenía unida la cadena. A su alrededor, las otras prisioneras aullaban desesperadas, arrojadas de un lado al otro por los bruscos movimientos de la Meeuw. De bolina contra el ventarrón, el barco hocicaba y se balanceaba salvajemente. Louisa se obligaba a no levantar la vista. Unos pocos golpes más de la lima bastaron para que el eslabón se partiera y las cadenas cayeran sobre la cubierta. Louisa no perdió más de un minuto masajeando sus tobillos lastimados e hinchados. Luego fue gateando otra vez hacia el cañón y tomó el cuchillo.
—Que nadie intente detenerme —musitó, con determinación. Volvió gateando hacia la tronera y palanqueó la traba del cerrojo. Luego se colocó el cuchillo en la bolsa que llevaba debajo de la falda. Apoyó su espalda contra la cureña e intentó forzar la tapa de la tronera. La nave iba con rumbo a estribor, con la cubierta inclinada hacia ella. Con todas sus fuerzas, Louisa logró que la pesada tapa se moviera apenas unos centímetros, y cuando lo logró, un sólido chorro de agua salada penetró a través de la abertura, obligándola a soltar la tapa, que volvió a cerrarse.
—¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme a abrir la tapa de la tronera! —les gritó desesperada a sus tres aliadas. Ellas la miraron con expresión bovina. Sólo estaban dispuestas a moverse si su supervivencia dependía de ello. Louisa miró a través de la hendidura y, entre las olas, alcanzó a ver no muy lejos, la forma oscura de la isla.
Seremos forzados a virar ya mismo, pensó, o si no encallaremos. Los largos meses a bordo le habían enseñado los secretos de la navegación. Yendo en otro rumbo, la inclinación del casco me ayudará a abrir la tapa, pensó. Se agazapó, a la espera, y finalmente sintió que el barco ponía proa al viento. El movimiento del casco se modificaba. Por sobre el silbido furioso del viento, oyó los tenues bramidos de los oficiales y las ansiosas pisadas de los marineros. La muchacha se preparó para que la cubierta se inclinara en sentido inverso. Pero eso no ocurrió, y el barco giró con un movimiento pesado y calmo. Parecía estar muerto en medio del agua.
Una de las prisioneras, cuyo marido putativo había sido contramaestre en un barco mercante de la VOC, gritó aterrada:
—¡El imbécil del capitán erró la virada! ¡Dios mío, y nosotras aquí esposadas!
Louisa comprendió a qué se refería. Yendo en la dirección contraria al viento, el barco navegaba sin control y ya no podía retomar el rumbo anterior. Estaba inmovilizado, impotente frente a la tormenta.
—¡Escuchad! —gritó la mujer. Por sobre el ensordecedor estrépito de la tormenta, la oyeron venir—. ¡El oleaje nos cubrirá! —Las mujeres se agazaparon, encadenadas, y escucharon con pavor el estruendo de las olas. El chillido de las masas de agua aproximándose estallaba en sus oídos, y cuando parecía que ya no podían elevarse más, golpearon contra el barco. La Meeuw se tambaleó, como un elefante al que le hubieran dado en el corazón. El tumultuoso crujido de la obencadura al romperse las dejó pasmadas. De inmediato, sobrevino la quebradura del estay mayor, que se tensó hasta rendirse con el sonido de una explosión. El casco giró hasta quedar en posición vertical, lo que provocó que todo su contenido, aparejo, pertrechos y seres humanos, rodara por el inesperado declive hasta quedar apilado contra un extremo del casco. Varias balas de cañón golpearon contra las pilas de prisioneras. Las mujeres chillaban, doloridas y aterradas. Una de las balas de hierro bajó rodando a toda velocidad por la cubierta, en cuyo extremo estaba Louisa, asida a la cureña. A último momento, la muchacha se hizo rápidamente a un lado, y la bala dio de lleno en las piernas de la mujer que estaba agachada junto a ella. Louisa oyó perfectamente cómo sus huesos se hacían añicos. La mujer permaneció sentada, mirando atónita el embrollo en que se habían convertido sus miembros inferiores.
Uno de los cañones, con sus nueve toneladas de bronce fundido, se salió de su lugar y se precipitó por la cubierta. La pieza de artillería pasó por sobre las mujeres que encontró en su camino como una carroza pisando atontados conejos. Luego golpeó contra el casco. Pero el macizo entablado de roble no resistió la embestida. El cañón desapareció y cayó al mar, dejando una abertura por la cual entró una ola verde y helada que inundó la cubierta de batería. Louisa, sumergida en la corriente, contuvo la respiración y se aferró a la cureña. Luego sintió que la fuerza del chubasco amainaba, y al mismo tiempo el casco comenzaba a enderezarse. El agua volvía al mar a través del hueco que había dejado el cañón, llevándose consigo a varias mujeres atravesadas por la desesperación. Cuando caían al mar, sus grillos las llevaban de inmediato a las profundidades.
Todavía aferrada a la cureña, Louisa podía ver el paisaje exterior a través de la abertura. Vio el mástil quebrado, las sogas enredadas y trozos de tela cayendo hacia las agitadas aguas desde la cubierta superior. Vio también, flotando en esas mismas aguas, las cabezas de los marineros que habían caído por la borda junto a los aparejos y las velas. Y más allá, vio también la costa africana y las enormes olas que caían sobre sus playas como si fueran descargas de artillería. Lo que quedaba del barco era arrastrado hacia allí por el fuerte viento. Louisa observó su avance inexorable con una mezcla de terror y esperanza. A cada segundo que pasaba, la costa se acercaba más, y aquel cañón le había hecho un gran favor otorgándole una vía de escape. A través de la lluvia torrencial y del rocío de espuma, la muchacha podía ver las formas de la orilla, los árboles inclinándose y bailando al son del viento, y un puñado de edificios blancos más allá de la playa.
El barco, ya impotente, era arrastrado hacia ella, y ahora Louisa podía distinguir a lo lejos algunas figuras humanas. Venían de la ciudad, corriendo por la orilla. Algunos agitaban sus brazos y parecían gritar, pero sus voces se perdían en la fuerza terrible del viento. Ahora, el barco estaba lo suficientemente cerca como para que Louisa pudiera diferenciar, en la pequeña muchedumbre que se iba formando, a hombres, mujeres y niños.
A la muchacha le costó un esfuerzo inmenso obligarse a abandonar la seguridad de la cureña, pero lo hizo y comenzó a arrastrarse por la cubierta, pasando por sobre cuerpos destrozados y equipos empapados. Algunas balas de cañón, lo suficientemente pesadas como para romper todos sus huesos, todavía rodaban de un lado al otro. Louisa logró esquivar aquellas que iban hacia ella. Finalmente llegó a la abertura del casco, tan ancha que a través de él podía pasar tranquilamente un caballo. La muchacha se aferró a una de las tablas astilladas y espió a través de la espuma y la rompiente. En el lago de Mooi Uitsig, su padre le había enseñado a mantenerse a flote y a nadar como un perrito. Con el aliento de su padre, que nadaba junto a ella, Louisa había logrado una vez cruzar el lago. Pero aquello era muy distinto. Ella sabía que sólo podría mantenerse a flote unos pocos segundos en aquel remolino de aguas frenéticas.
La orilla estaba tan cerca que Louisa ya podía distinguir las expresiones de la gente, atenta al momento en que el barco encallara. Algunos reían, excitados, y dos o tres niños bailaban y agitaban los brazos por encima de sus cabezas. Ninguno mostraba compasión ni lástima por esa lucha a muerte de la gran nave ni por el peligro mortal en que se encontraban quienes iban a bordo. Para ellos, aquello era un circo romano, con el agregado del posible beneficio de algunas mercancías que pudieran recuperar del naufragio.
Una fila de soldados bajaba al trote desde el castillo, encabezada por un oficial de elegante uniforme que iba montado. A la luz débil de la mañana, Louisa podía ver el brillo de la insignia que llevaba sobre su chaqueta amarilla y verde. La muchacha supo que, aun cuando lograra llegar a la orilla, los soldados la estarían esperando.
Cuando las mujeres que la rodeaban percibieron que el barco tocaba el lecho del mar, comenzaron a aullar. El barco se desatrancó pero luego volvió a golpear, haciendo temblar esta vez las maderas del casco. La Meeuw quedó inmovilizada, clavada contra la arena, y las olas comenzaron a cargar sobre ella como un monstruoso e interminable escuadrón de caballería. El barco no podía defenderse de ese asalto, y cada ola golpeaba con un bramido malicioso y un largo chorro de espuma. Lentamente, el casco comenzó a girar sobre si, y su lado de estribor quedó bien alto. Louisa fue gateando hasta asomarse por la abertura. Se quedó unos segundos allí, erguida en el lado más alto del casco. El viento echaba hacia atrás su largo cabello rubio y aplastaba su vestido raído contra su delgada figura. La tela mojada enfatizaba el empuje de sus pechos, amplios y redondos.
Louisa miró hacia la playa y vio las cabezas de los marineros que habían abandonado el barco, agitándose en las aguas desatadas. Uno de ellos llegó hasta donde hacía pie, pero enseguida fue derribado por la siguiente ola. Otras tres convictas llegaron hasta donde estaba ella, pero los grilletes entorpecían sus movimientos. Una nueva ola hizo que el barco se balanceara, y Louisa se aferró a uno de los obenques del palo mayor, que estaba colgando allí cerca. El agua le llegaba hasta la cintura, pero ella logró mantenerse aferrada a la cuerda. Cuando la ola se retiró, las tres mujeres que habían estado con ella desaparecieron bajo el agua, llevadas por sus cadenas.
Valiéndose del obenque, Louisa se puso de pie otra vez. Los espectadores la miraban fascinados, como si ella fuera la misma Afrodita surgiendo de las aguas. Era una criatura joven y adorable, caminando sobre la cornisa de la muerte. Aquello era mucho mejor que cualquier azote o ejecución en la plaza pública. La gente bailaba, aplaudía y gritaba. Sus voces se oían débiles, pero en los intervalos de silencio que otorgaba el viento ella alcanzaba a oírlas.
—¡Salta, meisje!
—¡Queremos ver cómo nadas!
—Eso es mejor que una celda, ¿verdad, poesje?
Louisa alcanzaba a percibir la sádica excitación que mostraban sus rostros y la crueldad que emanaban sus voces. Sabía que no podía esperar ninguna ayuda de ellos. Louisa elevó sus ojos al cielo y, en el momento en que lo hacía algo le llamó la atención.
En la cima de la duna, un caballo y su jinete observaban la escena del naufragio. El caballo era un magnífico padrillo bayo. El jinete estaba sentado a horcajadas sobre su lomo desnudo. Se había quitado toda su ropa, excepto por un taparrabo. Su torso era pálido como la porcelana, pero sus fuertes brazos, tostados por el sol, tenían el color del cuero. Su denso cabello ensortijado bailaba por la acción del viento. El joven recorrió la playa y las olas para finalmente depositar en ella su mirada, y repentinamente levantó el brazo y la saludó. Entonces ella lo reconoció.
Louisa agitó sus brazos y gritó su nombre:
—¡Jim! ¡Jim Courtney!