Jim se fue por el camino de entrada y luego colina abajo, rumbo al corral que había en un extremo de la laguna. Cuando el sendero apareció entre los árboles, el joven se llevó dos dedos a la boca y silbó. El padrillo estaba algo separado del resto de la manada, pastando al borde del agua. El animal levantó la cabeza al oír ese ruido familiar, y la mancha blanca en su frente brilló como una diadema al sol. El caballo arqueó su cuello, inflamó sus ollares arábigos y miró a Jim con ojos luminosos.
—Ven, Fuego. Ven conmigo.
Fuego pasó de estar quieto a galopar en sólo un par de pasos. Para ser un animal tan grande, se movía con la gracia de un antílope. El sólo verlo hizo que Jim se sintiera mejor. El pelaje del animal resplandecía como caoba recién lustrada y su crin ondeaba como un estandarte en la batalla. Sus herraduras de acero arrancaban matas de pasto a su paso y producían el ruido de una batería de cañones. Ésa era la razón por la cual Jim lo había bautizado así.
Compitiendo contra los comerciantes de la colonia y contra los oficiales del regimiento de caballería, Jim y Fuego habían ganado la Copa del Gobernador el día de Navidad. Fuego había probado ser el caballo más rápido de África, y Jim había rechazado una oferta de dos mil florines por él, hecha por el coronel Stephanus Keyser, comandante de la guarnición. Caballo y jinete habían ganado en honor ese día, pero no en amigos.
Fuego bajaba por el camino, corriendo directamente en dirección a Jim. Le gustaba amedrentar a su dueño. Pero Jim se quedó quieto, y sólo a último momento Fuego se desvió, pasando tan cerca de él que el aire que movía a su paso levantó los cabellos de Jim. Luego se detuvo de golpe, con las patas delanteras tirantes, moviendo la cabeza y bufando sonoramente.
—Eres un gran payaso —le dijo Jim—. Compórtate, Fuego. —Repentinamente dócil como un gatito, Fuego volvió y olisqueó el pecho de su amo y sus bolsillos, hasta que por fin detectó dónde estaba el trozo de torta de ciruela—. Toma, niño malcriado.
Fuego lo empujó con su frente, suavemente al principio y luego con tanto ímpetu que obligó a Jim a moverse.
—No te lo mereces, pero…
Jim finalmente le entregó el preciado bocado. Fuego pasó la lengua por la palma de la mano de su amo hasta que no quedó siquiera una miga de la torta. Jim limpió su mano en el cuello reluciente del caballo. Luego puso una mano sobre la cruz y saltó con agilidad sobre el lomo. En cuanto sintió que los talones del muchacho lo tocaban, Fuego retomó ese galope maravilloso, y el viento arrancó lágrimas de los costados de los ojos de Jim. Galoparon por el borde de la laguna, pero cuando el joven lo tocó detrás del hombro con el dedo del pie, el padrillo no vaciló. Giró y comenzó a galopar en la parte baja del agua, sobresaltando a un cardumen de lisas, haciéndolas volar sobre la superficie verde y brillar como florines de plata. Abruptamente, Fuego se metió en la parte profunda, y Jim se dejó deslizar hacia el agua, nadando junto a su animal. Luego se tomó de la crin y se dejó llevar. Nadar era uno de los grandes placeres de Fuego, que comenzó a resoplar de placer. En cuanto sintió que, llegando a la otra orilla, el padrillo comenzaba a hacer pie, Jim se trepó otra vez a él y pronto estaban en la playa galopando a toda velocidad.
El muchacho lo hizo dirigirse hacia el mar, detrás de los altos médanos. El caballo dejaba la huella de sus cascos en la arena blanca, y finalmente llegaron a la orilla del mar. Fuego galopó sin freno todo a lo largo de la playa, corriendo primero por la arena húmeda y dura, y luego con el agua salada a la altura de la barriga, cuando las olas llegaron a la costa. Finalmente, Jim hizo que aflojara el paso, hasta que su andar se convirtió en una simple caminata. El animal le había quitado el mal humor; la furia y la culpa habían volado con el viento. Jim se puso de pie sobre el lomo de Fuego, y el caballo ajustó su paso para ayudarlo a mantener el equilibrio. Era uno de los trucos que se habían enseñado el uno al otro.
Así, en lo alto del equino, Jim echó una mirada a la bahía. La Meeuw se había movido sobre el ancla y ahora estaba de costado. A la distancia, la nave parecía una buena esposa burguesa, y no daba ninguna señal de los horrores que escondía su casco pardusco.
—Los vientos han cambiado —le dijo Jim a su caballo, que movió una oreja hacia atrás para escuchar la voz del amo—. En un par de días habrá una tremenda tormenta.
Jim imaginó el modo como la tormenta afectaría a quienes estuvieran debajo de cubierta, si es que la nave todavía estaba en la bahía. Estaba recuperando el mal humor. Volvió a ponerse a horcajadas de Fuego e hizo que el caballo fuera a un paso más tranquilo hasta el castillo. Cuando llegaron a las enormes paredes de piedra, sus ropas se habían secado, aunque sus botas velskoen, hechas con piel de kudu, seguían húmedas.
El capitán Hugo van Hoogen, oficial de intendencia del cuartel, estaba en su oficina, junto al polvorín principal. Recibió amigablemente a Jim, y luego le ofreció una pipa de tabaco turco y una taza de café árabe. Jim rechazó la pipa pero aceptó la bebida negra y amarga que la tía Yasmini le había dado a conocer a toda la familia. Jim y el oficial de intendencia eran viejos compinches. Estaba establecido entre ambos que él era una suerte de intermediario de la familia Courtney. Si Hugo firmaba una licencia declarando que la Compañía no estaba en condiciones de proveer determinado producto a algún barco estacionado en la bahía, entonces el tendero privado designado en el documento estaba autorizado a reponer el faltante. Hugo era también un amante de la pesca, y Jim le relató la historia del dentón del Cabo, salpicada por las exclamaciones del militar: "¡Agnee, hombre! ¡Dis nee war nee! ¡No es verdad!"
Cuando Jim le estrechó la mano y se fue, tenía en su bolsillo una licencia para comerciar a nombre de la Compañía de Comercio Courtney Hermanos.
—El sábado volveré a beber café contigo —dijo el muchacho, guiñándole el ojo.
Hugo asintió, de buen humor.
—Serás muy bienvenido, joven amigo. —Una larga historia de colaboraciones le permitía confiar en que Jim le llevaría su comisión en una pequeña bolsa con monedas de oro y plata.
Una vez de vuelta en los establos de High Weald, Jim desensilló a su caballo, en lugar de dejar que uno de los muchachos lo hiciera, y luego le dejó maíz triturado en el comedero con algunas gotas de melaza. A Fuego le gustaban los dulces.
Los campos y los huertos que había detrás de los establos estaban llenos de esclavos libertos recogiendo los productos frescos destinados a la Meeuw. La mayor parte de las canastas ya estaba llena de papas y manzanas, de calabazas y de nabos. Tom y Mansur estaban supervisando la cosecha. Jim los dejó y fue hacia el matadero. En el gran espacio cavernoso y frío, de paredes gruesas sin ventanas, había docenas de ovejas sacrificadas, clavadas en ganchos que colgaban del techo. Jim tomó el cuchillo de la vaina de su cinturón y, con golpes expertos, raspó el filo contra la piedra de afilar, antes de unirse a su tío Dorian. Para preparar los productos que enviarían al barco, todos los integrantes de la finca debían colaborar con su trabajo. Algunos esclavos libertos traían del corral ovejas persas engordadas, las sostenían contra el piso y tiraban de sus cabezas para exponer sus gargantas y poder cortarlas con el cuchillo. Otras manos voluntariosas colgaban a los animales de los ganchos y esquilaban la lana ensangrentada.
Semanas antes, Carl Otto, el carnicero de la finca, había llenado el ahumadero de jamones y embutidos para cuando llegara una oportunidad como aquélla. En las cocinas, todas las mujeres, las viejas y las jóvenes, estaban ayudando a Sarah y a Yasmini a empaquetar la fruta y a encurtir las verduras.
A pesar de todos sus esfuerzos, sólo a última hora de la tarde estuvo el cargamento completo en las carretas, camino a la playa. Transportar todas las provisiones desde las carretas a los botes-cantina les llevó toda la noche. Ya casi amanecía cuando estuvieron listos para partir hacia el barco.
A pesar de los recelos de Jim, el viento no soplaba más fuerte, y el mar y las olas no entorpecieron demasiado la tarea de tirar de los botes cargados con las mulas hacia el agua. El primer rayo de sol podía verse en el horizonte cuando la pequeña flota inició su camino. Jim estaba a cargo de la caña del timón del primer bote, y Mansur era el primer remero.
—¿Qué llevas en la bolsa, Jim? —le preguntó su primo entre un golpe de remo y otro.
—No preguntes y no oirás mentiras. —Jim bajó la vista en dirección a la bolsa hecha con una tela impermeable que descansaba entre sus piernas. Hablaba en voz baja para que su padre no lo oyera. Tom Courtney estaba en la boga de proa, y afortunadamente había disparado tantas veces con un mosquete durante su larga carrera como cazador, que sus oídos no funcionaban demasiado bien.
—¿Es un regalo para una amada? —preguntó Mansur, sonriendo travieso en la oscuridad. Jim no dijo nada. En ese momento no quería compartir sus sentimientos con nadie. En la bolsa había metido cuidadosamente un puñado de carne de venado salada y secada al sol —el ubicuo biltong de los bóers del Cabo—, cuatro kilos de galletas marineras envueltas en una tela, un cuchillo plegable y una lima de tres hojas que había hurtado del taller de la finca, un peine de carey de su madre y una carta escrita en holandés.
Cuando llegaron a la Meeuw, Tom Courtney gritó a modo de saludo:
—¡Chalupa con provisiones! ¡Solicito permiso para amarrar!
Alguien gritó la respuesta desde el barco y los Courtney avanzaron, golpeando levemente el bote contra el inmenso casco.
Louisa Leuven estaba sentada con sus largas piernas dobladas sobre el duro piso de la cubierta, envuelta en una semioscuridad dañina para los ojos, apenas amenguada por la luz débil de unas linternas lejanas. Sus hombros estaban cubiertos por una sábana de algodón de mala calidad. Las troneras estaban cerradas con candados. Los guardias no querían correr ningún riesgo: la costa estaba cerca y era posible que las prisioneras intentaran fugarse a través de las frías aguas verdosas, sin ser desalentadas por la posibilidad de ahogarse o de ser devoradas por los monstruosos tiburones que llegaban atraídos a esas aguas por el enjambre de focas de Robben Island. Esa tarde, mientras las mujeres estaban en cubierta, el cocinero había arrojado por la borda un puñado de tripas del dentón del Cabo rojo. El jefe de los carceleros les había señalado a las prisioneras las aletas triangulares de los tiburones, que se deslizaban a toda velocidad en busca de los sangrientos bocados.
—¡Espero que ninguna de vosotras, rameras sucias, intente escapar! —les advirtió.
Al comienzo de la travesía, Louisa había reclamado para sí ese espacio debajo de uno de los grandes cañones de bronce. Ella era más fuerte que la mayoría de sus compañeras, marchitas y mal alimentadas. La necesidad la había obligado a aprender a defenderse. La vida a bordo era la de una manada de animales salvajes; las mujeres que la rodeaban eran tan peligrosas y crueles como los lobos, pero más ingeniosas y arteras. Desde el principio, Louisa había sabido que debía procurarse un arma, y había logrado desprender un reborde de bronce de la parte inferior del carro del cañón. Se había pasado muchas horas nocturnas raspando el trozo contra el tubo del cañón, hasta lograr que tuviera un doble filo muy cortante. Había arrancado un trozo de tela del dobladillo de su vestido y lo había enrollado en un extremo para tener de dónde agarrar su arma. Llevaba su daga noche y día a todas partes, en la bolsa que llevaba atada a la cintura debajo del traje de prisionera. Hasta entonces, sólo una vez se había visto forzada a usarla contra una de las mujeres.
Nedda era frisia. Era una mujer pesada, con brazos gruesos y un rostro de budín cubierto de pecas. Años antes, había sido una notoria ramera de lujo. Luego se había especializado en conseguir niños para sus clientes, pero la codicia la había llevado a chantajear a uno de ellos. Una cálida noche tropical, en que el barco descansaba cerca del ecuador, la Gran Nedda se había acercado cautelosamente a Louisa y había intentado ahogarla con su peso. Cuando Louisa gritó pidiendo auxilio, ninguno de los carceleros ni de las mujeres había acudido en su auxilio. Se habían limitado a reír y a alentar a Nedda.
—¡Dale su merecido a esa ramera engreída!
—¡Oíd cómo grita! ¡Le gusta, quiere más!
—¡Vamos, Gran Nedda! ¡Introduce tu puño en ese decoroso poesje real!
Cuando Louisa sintió que la mujer le abría las piernas con su voluminosa rodilla, tanteó en la oscuridad, extrajo la hoja de la bolsa y cortó la mejilla roja y regordeta de Nedda. Ésta aulló y se apartó, cubriéndose la herida sangrante con las manos. Luego se perdió en la oscuridad, lloriqueando y quejándose. En las semanas siguientes, la herida se había infectado y Nedda se había mantenido escondida en el rincón más oscuro de la cubierta de batería, con el rostro hinchado hasta casi doblar su tamaño original. Una venda sucia no podía contener el pus amarillo y espeso que manaba constantemente de su mejilla. Desde entonces, Nedda no se había acercado nunca a Louisa, y las otras mujeres habían imitado su ejemplo. La habían dejado sola.
Louisa sentía que aquel viaje terrible había durado toda la vida. Incluso durante aquella pausa en mar abierto, mientras la Meeuw se mantenía anclada en Table Bay, la magnitud del calvario que había atravesado la tenía perturbada. Se mantenía refugiada en su escondrijo, temblando cada vez que los recuerdos la punzaban como espinas. La muchedumbre humana se aplastaba contra ella. Iban tan apretados que era difícil no tocar otros cuerpos sucios, repletos de piojos. Cuando llovía, las letrinas rebasaban y las aguas cloacales se deslizaban por la cubierta, empapaban la ropa de las mujeres y las sábanas donde se tendían. Durante las ocasionales temporadas de buen tiempo, la tripulación enviaba agua de mar a las escotillas, y las mujeres se ponían de rodillas para fregar las tablas con las ásperas piedras de cubierta. Era en vano, porque durante la siguiente tormenta la inmundicia volvía a invadirlas. Al amanecer, cuando las escaleras de cámara eran retiradas de las escotillas, subían por turnos los fétidos baldes de madera hacia la cubierta y los vaciaban por la borda mientras los guardias se mofaban de ellas.
Los domingos, no importaba cuál fuera el clima, las prisioneras eran congregadas en cubierta, con los carceleros rodeándolas y apuntándoles con sus mosquetes. Las mujeres, con los pies engrillados y sus vestidos de tela, temblaban y se cubrían a si mismas con sus brazos, con la piel azul y granujienta por el frío, mientras un pastor de la Reforma Holandesa les peroraba acerca de sus pecados. Cuando ese martirio concluía, la tripulación colocaba mamparas de tela en la cubierta de proa y las prisioneras eran dispuestas en grupos detrás de ellas mientras las bombas del barco les arrojaban chorros de agua salada. Louisa y algunas de las mujeres más voluntariosas se quitaban los vestidos e intentaban, como podían, lavar la suciedad. Las mamparas flameaban con el viento y no les daban casi ninguna privacidad. Los marineros que estaban sobre las bombas o en la obencadura chiflaban y lanzaban comentarios procaces.
—¡Mirad los pezones de esa vaca!
—¡Con los pelos de ese puerto se podría coser una vela para un barco de guerra!
Louisa había aprendido a usar su uniforme y a las otras mujeres para taparse cuando se agachaba. Las pocas horas de sentirse limpia valían la humillación, pero en cuanto la tela se secaba y el calor de su cuerpo la convertía en refugio para las liendres, la muchacha comenzaba a rascarse una vez más. Con su hoja de bronce, convirtió un trozo de madera en un peine fino y se pasaba varias horas por día quitándose los piojos del largo cabello dorado y de los manojos de pelo de su cuerpo. Sus patéticos intentos de higienizarse hacían resaltar el desaliño del resto de las mujeres, lo cual las enfurecía.
—¡Mirad a Su Maldita Alteza Real, allí está de nuevo! ¡Peinando otra vez los pelos de su poesje!
—Ella es mejor que el resto de nosotras. Cuando lleguemos, se casará con el gobernador de Batavia, ¿no lo sabíais?
—¿Nos invitarás a la boda, princesa?
—Nedda será tu madrina, ¿verdad, querida Nedda?
La lívida cicatriz que bajaba por la rolliza mejilla de Nedda se retorcía para transformarse en una sonrisa grotesca, pero a la débil luz de las linternas podía verse que sus ojos estaban llenos de odio.
Louisa había aprendido a ignorarlas. Calentaba la punta de su daga en la llama humosa que salía de los soportes, pasaba la hoja por el dobladillo de su falda y los piojos saltaban, quemados. La muchacha volvía a colocar su arma en la llama y, mientras esperaba a que se calentase otra vez, hundía su cabeza para espiar a través de la fina hendidura que había en la juntura de la tapa de la tronera.
Había serrado la abertura con la punta de su daga hasta que logró hacerla lo suficientemente grande como para ver lo que había del otro lado. Había un candado en la tapa, pero ella había trabajado durante varias semanas para aflojar las trabas. Luego había oscurecido la tosca madera, frotando el hollín de la linterna contra ella, para que los oficiales del barco no descubrieran su trabajo en la inspección semanal que efectuaban los domingos, cuando las prisioneras eran trasladadas a cubierta para la oración y las abluciones. Louisa volvía siempre aterrada a su lugar, pensando que su paciente trabajo había sido descubierto. Cuando comprobaba que no era así, sentía un alivio tan intenso que a menudo estallaba en llanto.
La desesperación estaba siempre al alcance de la mano, acechando como una bestia salvaje, pronta para caer sobre su presa y devorarla. En aquellos meses, más de una vez la muchacha había afilado tanto la hoja de su daga que ésta podía afeitar los finos vellos rubios de su antebrazo. Una vez, se había escondido debajo del carro del cañón y había palpado su muñeca, allí donde la arteria azul palpitaba tan cerca de la superficie de la piel. Louisa había apoyado la aguda hoja y había endurecido su brazo para producir una profunda incisión, pero luego había mirado la luz que entraba a través de la hendidura. Parecía contener una promesa.
—No —se dijo con un susurro—. Escaparé de aquí. Sobreviviré.
Para reforzar su determinación, pasaba muchas horas de esas jornadas terribles e interminables en que la nave avanzaba a través de las turbulentas tormentas del Atlántico Sur, soñando despierta con los días radiantes y felices de su infancia, que le parecía ahora, habían tenido lugar durante otra vida perdida en la bruma. Se forzaba a si misma a retirarse a su imaginación y a cerrarse a la realidad en que estaba atrapada.
Se regodeaba en el recuerdo de su padre, Hendrick Leuven, un hombre alto y delgado que siempre llevaba su traje negro abotonado. Volvía a ver el lazo ondulado y blanco de su alzacuello, las medias que cubrían sus piernas largas, zurcidas con amor por su madre, y las hebillas de simibr de sus zapatos de puntera cuadrada, tan lustrados que brillaban como si estuvieran hechos de plata pura. La lobreguez de sus rasgos bajo el ala ancha del sombrero negro era desmentida por sus traviesos ojos azules. Louisa los había heredado, y recordaba muy bien las historias cómicas, fascinantes y mordaces que él contaba. Cuando ella era una niña, su padre solía llevarla alzada hasta su cama en el piso de arriba. La arropaba y luego comenzaba a contarle aquellos cuentos, mientras ella intentaba desesperadamente resistirse al sueño. Ya más grande, solía pasear por el jardín dándole la mano, atravesando los campos de tulipanes que había en la propiedad y recibiendo sus lecciones. Louisa sonreía ahora al recordar la paciencia infinita de su padre ante sus preguntas, y su sonrisa triste y orgullosa cuando ella lograba resolver un problema matemático sólo con una pequeña ayuda.
Hendrick Leuven había sido tutor de la familia Van Ritters, una de las grandes familias de mercaderes de Ámsterdam. Mijnheer Koen van Ritters era miembro de los Het Zeventien, el directorio de la VOC. Sus almacenes ocupaban cuatrocientos metros a lo largo de ambas orillas del canal interior, y el hombre realizaba transacciones comerciales en todo el mundo con su flota de cincuenta y tres barcos. Su mansión en el campo era una de las más maravillosas de Holanda.
Su numerosa familia, junto con el personal doméstico, pasaba el invierno en Huis Brabant, la enorme mansión que daba al canal. La familia de Louisa tenía tres habitaciones en el piso superior, y desde la ventana de su pequeña habitación la muchacha podía observar las barcazas pesadamente cargadas y los barcos pescadores que venían del mar.
Pero la mejor estación para Louisa era la primavera. Entonces, la familia se trasladaba al campo, a Mooi Uitsig, otra de sus propiedades. En esos días mágicos, Hendrick y su familia vivían en una cabaña, situada en el otro extremo del lago respecto de la casa principal. Louisa recordaba las bandadas de gansos que venían del sur cuando comenzaban los días cálidos. Chapoteaban en el lago y sus graznidos la despertaban al amanecer. Ella se acurrucaba bajo el edredón y escuchaba los ronquidos de su padre en la habitación vecina. Nunca más se había sentido tan abrigada y segura como entonces.
Anne, la madre de Louisa, era inglesa. Su padre la había llevado a Holanda cuando ella era una niña. El abuelo de Louisa había sido cabo de la escolta de Guillermo de Orange, cuando éste se convirtió en rey de Inglaterra. Cuando Anne tenía dieciséis años, ingresó en la familia Van Ritters como cocinera, y se casó con Hendrick un año después.
La madre de Louisa era regordeta y alegre, siempre rodeada por un aura de deliciosos aromas de la cocina: especias y vainilla, azafrán y pan casero. Había insistido en que Louisa aprendiera inglés, y cuando estaban solas hablaban en esa lengua. Louisa era buena para los idiomas. Además, Anne le enseñó a cocinar y a hornear, a bordar, a coser y a realizar todas las tareas femeninas.
Como una concesión especial, Mijnheer Van Ritters había autorizado a Louisa a ir a clase con sus propios hijos, aunque se esperaba que ella se quedara sentada en el fondo y se mantuviera en silencio. Sólo cuando se quedaba sola con su padre podía hacerle las preguntas que habían permanecido todo el día en la punta de la lengua. Muy temprano, Louisa había aprendido a comportarse con cortesía.
Louisa había visto a Mevrouw Van Ritters sólo dos veces durante esos años. En ambas ocasiones, la había espiado desde la ventana del aula mientras entraba en el enorme carruaje con cortinas negras, asistida por media docena de sirvientes. Tenía una figura misteriosa, revestida en capas de brocados negros y en un velo oscuro que ocultaba su rostro. Louisa había oído por casualidad a su madre mientras hablaba acerca de la señora con otras sirvientas. La mujer padecía una enfermedad de la piel que la hacía parecerse a un monstruo infernal. Ni siquiera a su marido y a sus hijos les estaba permitido mirarla sin su velo.
Mijnheer Van Ritters, por su parte, visitaba a menudo el aula para examinar el progreso de sus hijos. A menudo le dirigía una sonrisa a la niña bonita y recatada que se sentaba al fondo del aula. En una ocasión, incluso, hizo una pausa al pasar junto a ella para observar su caligrafía prolija y bien formada. El señor sonrió y tocó su cabeza.
—¡Qué hermoso cabello tienes, pequeña! —murmuró. Sus hijas, en cambio, eran más bien regordetas y no muy atractivas.
Louisa se sonrojó. Pensó que era un hombre amable, pero tan remoto y poderoso como Dios. Mijnheer se parecía incluso a la imagen de Dios que había en el enorme óleo del salón comedor. Había sido pintado por el famoso artista Rembrandt Harmenszoon van Rijn, un protég‚ de la familia Van Ritters. Se decía que el abuelo de Mijnheer había posado para el artista. La pintura mostraba el Día de la Resurrección, en que el piadoso y compasivo Señor elevaba las almas salvas al Paraíso, mientras que en el fondo los condenados eran llevados en rebaño hacia la hoguera por un grupo de demonios. La obra había fascinado a Louisa, que se quedaba horas mirándola.
Ahora, en la fétida cubierta de la batería de la Meeuw, mientras se peinaba para quitarse los piojos, Louisa se sentía como uno de esos infortunados cuyo destino era el Hades. Sentía que las lágrimas estaban a punto de aflorar sobre su rostro, e intentaba quitarse los pensamientos tristes de la cabeza, pero éstos se resistían a desaparecer. Cuando ella tenía diez años, la peste negra había asolado a Ámsterdam otra vez, primero manifestándose en los muelles repletos de ratas y luego dispersándose por toda la ciudad.
Mijnheer Van Ritters se había ido con su familia y sus sirvientes a Huis Brabant, refugiándose en Mooi Uitsig. Había ordenado que todas las puertas de la propiedad fueran cerradas y que centinelas armados situados en ellas negaran el ingreso a los extraños. Sin embargo, mientras los sirvientes desempacaban, una enorme rata saltó de una de las maletas de cuero que habían traído de Ámsterdam y se escapó escaleras abajo. Pese a ello, durante semanas habían creído estar a salvo, hasta que una de las criadas se desmayó mientras le servía la comida a la familia.
Dos lacayos llevaron a la muchacha a la cocina y la acostaron sobre la mesada. Cuando la madre de Louisa le desabotonó el cuello de la blusa, se quedó sin aliento al reconocer el collar de manchas rojas alrededor de la garganta de la muchacha: el estigma de la peste, el anillo de rosas. Estaba tan alterada que no advirtió que una pulga negra saltaba desde la ropa de la criada a su propia falda. Antes del anochecer, la muchacha había muerto.
A la mañana siguiente, dos de los niños Van Ritters no acudieron a clase. Una de las niñeras fue hasta allí y murmuró algo en el oído del padre de Louisa, él asintió y luego dijo:
—Kobus y Tinus no vendrán hoy a clase. Abrid por favor vuestros cuadernos de ortografía en la página cinco. No, Petronella, ésa es la página diez.
Petronella tenía la misma edad que Louisa y era la única de los niños Van Ritters que se había mostrado amigable con ella. Compartían el asiento doble del fondo del aula, y a menudo le llevaba pequeños regalos, y a veces la invitaba a jugar con sus muñecas en el cuarto de los niños. El día del último cumpleaños de Louisa, le había regalado una de sus muñecas predilectas. Por supuesto, la niñera le había ordenado a Louisa que se la devolviera. Cuando caminaban por el borde del lago, Petronella fue a tomarla de la mano.
—Tinus se enfermó anoche —susurró—. ¡Vomitó! Tenía un olor horrible.
A media mañana, Petronella se puso repentinamente de pie, y sin pedir permiso comenzó a caminar hacia la puerta.
—¿Adónde vas, Petronella? —le preguntó severamente Hendrick Leuven. La niña se volvió y lo miró con el rostro lívido. Luego, sin decir palabra, cayó al suelo. Esa noche, el padre de Louisa le dijo a su hija:
—Mijnheer Van Ritters me ha ordenado que cierre el aula. Ninguno de nosotros puede ingresar en la casa principal hasta que la enfermedad haya pasado. Nos quedaremos en la cabaña.
—¿Qué comeremos, papá? —Louisa, al igual que su madre, tenía un gran sentido práctico.
—Tu madre está trayendo comida para nosotros de la despensa. Queso, jamón, salchichón, manzanas y papas. Tenemos mi pequeño huerto con verduras, la jaula de los conejos y los pollos. Tú me ayudarás a trabajar en el huerto. Y seguiré dándote lecciones. Progresarás con rapidez en ausencia de los niños, que te retrasan. Serán como unas vacaciones, y las disfrutaremos. Pero tú no puedes ir más allá del jardín, ¿está claro? —Su padre le hablaba muy seriamente, mientras se rascaba una roncha de su muñeca huesuda.
Pudieron disfrutar durante tres días. Pero, una mañana, mientras Louisa ayudaba a su madre a preparar el desayuno, Anne se desmayó sobre el horno y derramó agua hirviendo sobre sus piernas. Louisa ayudó a su padre a llevarla escaleras arriba y a acostarla en su cama. Vendaron su pierna escaldada con telas embebidas en miel. Luego, Hendrick desabotonó la parte delantera de su vestido y observó aterrorizado el anillo de rosas rojas que había alrededor de su garganta.
La fiebre descendió sobre ella a la velocidad de una tormenta de verano. Una hora más tarde, su piel estaba toda manchada de rojo y parecía demasiado caliente como para tocarla. Louisa y Hendrick le pasaron una esponja con agua fría del lago.
—Sé fuerte, mi lieveling —susurró Hendrick en sus oídos, mientras ella se sacudía, se quejaba y empapaba el colchón con su sudor—. Dios te protegerá.
Se turnaron para permanecer sentados junto a ella durante la noche, pero al amanecer Louisa gritó llamando a su padre. Cuando él llegó después de subir la escalera a los saltos, su hija señaló el cuerpo desnudo. A ambos lados de la ingle, donde los muslos se unían al vientre, habían aparecido unos carbunclos monstruosos, del tamaño del puño cerrado de Louisa. Eran duros como piedras y de un púrpura furioso, como ciruelas maduras.
—¡Los bubones! —dijo Hendrick al tocar uno. Anne lanzó un grito agónico cuando él la tocó suavemente, y sus entrañas dejaron escapar una explosión de gas y diarrea amarilla que empapó las sábanas.
Hendrick y Louisa la retiraron de la cama maloliente y la acostaron sobre un colchón limpio que habían colocado en el piso. A la noche, su dolor era tan intenso e implacable que Hendrick ya no podía tolerar los alaridos de su esposa. Sus ojos azules estaban inyectados en sangre y delataban una enorme perturbación.
—¡Busca mi hoja de afeitar! —le ordenó Hendrick a Louisa. La niña fue hacia la palangana que había en un rincón de la habitación y le llevó la hoja a su padre. Tenía un bello mango de nácar. A Louisa siempre le había gustado observar a Hendrick por las mañanas, cuando se pasaba espuma por las mejillas y luego se la quitaba con su hoja brillante.
—¿Qué harás, papá? —preguntó la niña, mientras él afilaba la hoja en el asentador de cuero.
—Debemos sacar el veneno. Está matando a tu madre. ¡Mantenla quieta!
Con amabilidad, Louisa tomó a su madre por las muñecas.
—Todo estará bien, mamá. Papá hará que te sientas mejor.
Hendrick se quitó su chaqueta negra y, vestido sólo con la camisa blanca, se inclinó sobre la cama. Se sentó sobre las piernas de su esposa para sostenerla. Gotas de sudor rodaban por sus mejillas, y su mano temblaba violentamente mientras acercaba la hoja al enorme bulto púrpura que Anne tenía en la ingle.
—¡Perdóname, Señor! —susurró Hendrick, y luego oprimió la hoja y produjo un corte profundo en el carbunclo. Por unos segundos pareció que nada ocurría, pero luego una ola de sangre negra y pus amarillento comenzó a emerger de la herida. Manchó la camisa blanca de Hendrick y llegó hasta el techo de la habitación.
La espalda de Anne se arqueó y Louisa fue impulsada contra la pared. Hendrick estaba encogido en un rincón, asombrado por la violencia de las contorsiones de su esposa. Anne se retorcía y rodaba y gritaba. Su rostro tenía un rictus tan horrible que Louisa sintió que la invadía un terror desconocido. Se tapó la boca con las dos manos para no gritar mientras veía que la sangre salía arrojada de la herida en chorros violentos. Gradualmente, la espasmódica fuente escarlata comenzó a agotarse y la agonía de Anne fue cediendo. Sus gritos cesaron, hasta que finalmente ella quedó inerte y mortalmente pálida sobre un lago de sangre.
Louisa se arrastró hacia ella y le tocó el brazo.
—Ya está bien, mamá. Papá ha hecho que el veneno saliera. Pronto estarás bien.
Luego, la niña miró a su padre. Nunca lo había visto así: lloraba, y sus labios estaban flojos e hinchados. De su mentón caía saliva en dirección al suelo.
—No llores, papá —susurró Louisa—. Ya se despertará.
Pero Anne nunca volvió a despertarse.
Su padre tomó una pala de la barraca de herramientas y fue hasta el extremo del huerto. Comenzó a cavar la tierra blanda debajo de un gran manzano. Poco después del mediodía, consideró que la tumba era lo suficientemente profunda. Volvió a la casa. Sus ojos eran de un azul vacío, como el cielo encima de él. Los temblores eran signo de su tormento. Louisa lo ayudó a envolver a Anne en la sábana ensangrentada, y caminó junto a su padre mientras éste llevaba a su esposa hasta el extremo del huerto. Al llegar, dejó el bulto junto a la tumba abierta y bajó a ella. Luego volvió a salir y llevó a Anne. La acostó sobre la tierra húmeda, con olor a hongos, y luego salió y tomó la pala.
Louisa sollozaba mientras observaba cómo su padre cubría la tumba y luego apisonaba la tierra. Luego, la niña fue al campo que había detrás de la cerca y recogió un puñado de flores. Cuando volvió, su padre ya no estaba en el huerto. Louisa colocó las flores donde calculó que estaría la cabeza de su madre. La fuente de sus lágrimas parecía haberse agotado. Sus sollozos eran dolorosos y secos.
Cuando volvió a la cabaña, encontró a su padre sentado junto a la mesa. En su camisa se veían las manchas de la sangre de su esposa y de la tierra de la tumba. Se sostenía la cabeza con las manos, y su espalda temblaba. Cuando levantó su cabeza y vio a Louisa, ésta vio un rostro pálido y manchado. Sus dientes castañeteaban.
—Padre, ¿tú también estás enfermo?
Ella dio un paso hacia él, pero luego se echó atrás cuando Hendrick abrió su boca y una ola de vómito sólido salió de ella, cayendo sobre la mesa de madera. Luego, el profesor cayó bruscamente de su silla sobre el piso de losa. Era demasiado pesado como para que Louisa pudiera levantarlo o arrastrarlo siquiera hacia las escaleras, de modo que lo acostó allí donde estaba, limpiando el vómito y los excrementos líquidos, pasándole una esponja con agua helada del lago para calmar la fiebre. Pero no tuvo el valor de llevarle la hoja de afeitar. Dos días más tarde, Hendrick murió en el piso de la cocina.
—Tengo que ser valiente. Ya no soy una niña, tengo diez años —se dijo—. No hay nadie que pueda ayudarme. Yo misma debo ocuparme de papá.
Louisa fue hacia el huerto. La pala estaba junto a la tumba de su madre, donde la había dejado su padre. La niña comenzó a cavar. Era un trabajo arduo y lento. Cuando la tumba comenzó a ahondarse, y sus brazos delgados e infantiles no tenían ya fuerza para extraer la tierra mojada, Louisa buscó una canasta de manzanas de la cocina y fue llenándola con tierra y sacándola del hoyo con una soga. Cuando oscureció, siguió trabajando a la luz de la linterna. Cuando la tumba tuvo su altura, Louisa fue hasta donde estaba su padre e intentó arrastrarlo hacia la puerta. Estaba exhausta. Sus manos estaban despellejadas y repletas de ampollas debido al trabajo con la pala, y ya no pudo mover a su padre. Cubrió con una manta su piel pálida y manchada y sus ojos abiertos, y luego se acostó junto a él y durmió hasta la mañana siguiente.
Cuando despertó, la luz del sol atravesaba la ventana y le daba en los ojos. Louisa se levantó y cortó un trozo del jamón que colgaba en la despensa y un poco de queso. Los comió con una rebanada de pan duro. Luego fue hasta los establos, en la parte trasera de la casa principal. Recordó que se le había prohibido ir allí, por lo que fue arrastrándose a un lado de la cerca. Los establos estaban vacíos, y ella comprendió que los mozos de cuadra debían de haber huido con el resto de los criados. Louisa se introdujo a través del agujero secreto que ella y Petronella habían descubierto junto a la cerca. Los caballos estaban en sus cubiles, y no parecían haber comido ni bebido por un tiempo. Louisa abrió las puertas y los azuzó para que fueran hacia el prado. Los animales cabalgaron de inmediato hacia el lago y se alinearon uno al lado del otro para beber.
Luego buscó un dogal en el cuarto donde guardaban los pertrechos de equitación y fue hacia el pony blanco de Petronella, que seguía bebiendo. Petronella le había dejado cabalgarlo cuando ella quisiera, de modo que el animal la reconocía y confiaba en ella. Cuando levantó su cabeza, con el agua cayendo de su hocico, Louisa le pasó el dogal por sobre las orejas y lo llevó a la cabaña. La puerta trasera era lo suficientemente grande como para que el pony pasara por ella.
La niña meditó un largo rato buscando una manera más respetuosa de llevar a su padre a la tumba, pero al final buscó una soga, la ató a sus tobillos y el pony tiró de ella arrastrándolo a través del huerto, haciendo golpear su cabeza sobre el suelo desparejo. Mientras se deslizaba sobre el borde de la tumba, Louisa lloró por él. Le quitó el dogal al pony y lo dejó ir hacia el prado. Luego bajó adonde estaba su padre e intentó arreglar la posición de sus miembros, pero éstos estaban rígidos. Lo dejó como estaba, fue otra vez hacia el prado, recogió otro puñado de flores, armó un ramo y las arrojó sobre su cuerpo. Luego se arrodilló junto a la tumba aún abierta y cantó con voz dulce y aguda, en inglés como su madre le había enseñado, la primera estrofa de El Señor es mi pastor. Luego comenzó a arrojar la tierra sobre su padre. Cuando terminó de llenar la tumba, había oscurecido, y la niña se arrastró hasta la cabaña, física y emocionalmente exhausta.
Ni las fuerzas ni el ánimo le permitían comer ni tampoco siquiera subir las escaleras hasta su cama. Se acostó junto al hogar y, casi de inmediato, cayó dormida. Parecía muerta. Se despertó antes del amanecer, consumida por la sed y con un dolor de cabeza que le hacía sentir que su cráneo estaba a punto de abrirse. Cuando intentó ponerse de pie, se tambaleó y cayó contra la pared. Sentía náuseas y un aturdimiento feroz, y la vejiga hinchada le causaba un enorme dolor. Se dobló en dos lentamente y vomitó en medio del piso de la cocina, y luego miró horrorizada el charco humeante que había a sus pies. Fue a los tropezones hasta las ollas de cobre de su madre, que colgaban de unos ganchos en la pared más lejana, y miró su propio reflejo en la superficie lustrosa de uno de ellos. Lentamente, a regañadientes, se tocó la garganta y miró el collar rosado que adornaba su pálida piel.
Desfalleció y sus piernas no pudieron sostenerla. Su mente estaba ocupada por nubes de desesperación y su visión se nubló. De pronto, descubrió una chispa en la oscuridad, una chispa minúscula brillando con fuerza y determinación. Se aferró a ella, cubriéndola como una lámpara que protege a una llama de un viento potente. Eso la ayudó a hacer retroceder la oscuridad.
—Tengo que pensar —se dijo con un susurro—. Tengo que ponerme de pie. Sé lo que ocurrirá. Lo mismo que les ocurrió a mamá y a papá. Tengo que estar lista. —Se ayudó con la pared para ponerse de pie, y se mantuvo allí balanceándose levemente—. Debo apresurarme. La siento venir rápidamente. —Recordó la sed terrible que había consumido a sus padres.
—¡Agua! —murmuró. Caminó tambaleándose, con el balde vacío, hasta la bomba del patio. Cada golpe de la larga manija era una prueba para su fuerza y su coraje—. No todos mueren —se dijo con un susurro, mientras trabajaba—. Oí hablar a los adultos. Decían que los más jóvenes y fuertes sobreviven. Ellos no mueren. —El agua llenaba el balde—. ¡No moriré! ¡No moriré! ¡No, no, no!
Cuando el balde estuvo lleno, ella fue hasta la jaula de los conejos, y luego al corral de las gallinas, y soltó a todos los animales y las aves para que se valieran por sí solos.
—Ya no podré encargarme de vosotros —les explicó.
Llevando el balde, volvió caminando torpemente a la cocina, con el agua derramándose sobre sus piernas. Dejó el balde junto al hogar, con un cucharón de cobre colgando de él.
—¡Comida! —exclamó a través de los espejismos vertiginosos que surcaban su cabeza. La niña fue a la despensa a buscar los restos del queso y el jamón y una canasta de manzanas, y las colocó al alcance de su mano.
—Frío. Hará frío a la noche. —Se arrastró hasta la caja de lino donde su madre había guardado lo que quedaba de su dote, tomó un montón de frazadas de lana y una manta de piel de oveja y las depositó junto al hogar. Luego tomó unos leños de la pila que había en un rincón y, mientras comenzaba el temblequeo, armó una pequeña hoguera.
—¡La puerta! ¡Cerrar la puerta! —Louisa había oído decir que, en la ciudad, cerdos y perros hambrientos habían entrado en las casas donde la gente yacía enferma e incapaz de defenderse. Los animales los habían comido vivos. La niña cerró la puerta y colocó la traba para asegurarla. Encontró el hacha de su padre y un cuchillo, y los dejó junto al colchón.
Había ratas en las paredes de la cabaña y en el techo de paja. Louisa las había oído corretear en la noche, y su madre se había quejado de sus depredaciones nocturnas en la despensa. Petronella le había contado que una rata enorme había ingresado en el cuarto de los niños, en la casa principal, mientras la nueva niñera dormía borracha de gin. Su padre había encontrado a la bestia horrible en la pequeña cuna de su hermana y les había ordenado a los mozos de la cuadra que azotaran a la niñera. Los gritos de la desdichada mujer habían llegado a sus oídos, y los niños habían intercambiado miradas de intenso horror mientras escuchaban. Ahora, Louisa sintió un hormigueo en su piel ante la idea de yacer indefensa bajo los colmillos afilados de una rata.
Con un último esfuerzo, la niña llevó hacia su pequeña fortaleza la más grande de las ollas de cobre de su madre, y la dejó allí con la tapa en su lugar. Era una niña quisquillosa y la idea de corromperse como sus padres le resultaba abominable.
—Esto es todo lo que puedo hacer —susurró, desplomándose sobre la piel de oveja. Sentía un torbellino de nubes en la cabeza, y la sangre parecía hervir en sus venas con el calor de la fiebre—. Padre nuestro que estás en los cielos… —Rezaba en inglés, tal como su madre le había enseñado, pero la oscuridad sofocante la abrumaba. Y Quizás había pasado una eternidad cuando ella se elevó lentamente hacia la superficie de su mente, como un nadador emergiendo desde las profundidades. La oscuridad dio paso a una luz blanca cegadora. Como la luz del sol en un campo nevado, su brillo la encandilaba. Y era una luz que emanaba frío, helando su sangre y sus huesos; Louisa temblaba salvajemente.
Cada movimiento le causaba un enorme dolor. Se tapó con la piel de oveja y se acurrucó, frotando sus rodillas contra su pecho. Luego, aterrada, se tocó la parte trasera. La carne de sus nalgas se había desgastado, y los huesos le pinchaban la piel. La niña se exploró con un dedo, temiendo la presencia de heces húmedas y viscosas. Pero su piel estaba seca. Louisa olisqueó su dedo. Estaba limpio.
Recordó algo que su padre le había dicho a su madre: "La diarrea es el peor signo. Aquellos que sobreviven no se van de cuerpo".
—Es una señal de Jesús —susurró Louisa, castañeteando los dientes—. No me manché. No moriré. —Luego, el calor abrasador volvió e hizo desaparecer el frío y la luz blanca. La niña se sacudía en el colchón, presa del delirio, llorando, pidiéndoles ayuda a su madre y a su padre y a Jesús. La sed la despertó: sentía un fuego en su garganta, y su lengua parecía una piedra caliente en la boca reseca. Hizo un esfuerzo para apoyarse sobre un codo y alcanzar el cucharón con agua. En el primer intento, derramó la mayor parte del líquido sobre su pecho, y luego se atragantó con lo que quedaba en el cucharón, perdiendo el aliento. Lo poco que pudo tragar renovó milagrosamente sus fuerzas. En el siguiente intento, logró beber todo el contenido del cucharón. Descansó y luego bebió un poco más. Finalmente quedó saciada, y el fuego en su sangre pareció extinguirse. Se acurrucó otra vez bajo la piel de oveja, con el vientre abultado por el agua que había ingerido. Esa vez, el sueño en que cayó fue profundo pero natural.
El dolor la hizo incorporarse. No sabía dónde estaba, ni tampoco cuál era la causa de ese dolor. De pronto, oyó el sonido áspero de algo que se desgarraba. Abrió sus ojos y miró hacia abajo. Uno de sus pies sobresalía al final de la piel de oveja. Inclinado sobre su pie desnudo, había un animal grande como un gato, gris y peludo. Por un momento, no supo de qué se trataba, pero luego vinieron el ruido de algo que se desgarraba y el dolor. Louisa quería patearlo y gritar, pero estaba paralizada por el terror. Aquello era su peor pesadilla hecha realidad.
La criatura levantó la cabeza y la miró con sus ojos brillantes, parecidos a las cuentas de un collar. Luego, meneó rápidamente sus bigotes. Los colmillos curvos y afilados que sobresalían encima de su labio inferior estaban rosados, debido a la sangre de Louisa. La rata había estado mordisqueando su tobillo. La niña y el animal se miraron, pero aquella seguía paralizada por el horror. La rata bajó la cabeza y volvió a morder su carne. Lentamente, Louisa tomó el cuchillo que había dejado junto a su cabeza. Con la rapidez de un gato, le lanzó un cuchillazo a la inmunda criatura. La rata fue casi tan rápida como ella: brincó con ímpetu, pero la punta del cuchillo le abrió el vientre. El animal chilló y luego se desplomó.
Louisa dejó caer el cuchillo y observó asombrada a la rata, que se arrastraba por el piso llevando a la rastra la maraña púrpura y viscosa de sus entrañas. Louisa estaba jadeando, y le llevó un rato recuperar su pulso normal y acomodar su respiración. Descubrió que la conmoción le había dado fuerzas. Se sentó y comenzó a examinar su herida. Las mordidas habían sido profundas. La niña arrancó un trozo de su enagua y con él se vendó el tobillo. Se dio cuenta de que estaba hambrienta. Se arrastró hasta la mesa y se levantó, ayudándose con una silla. La rata había comido también una parte del jamón, pero Louisa desechó la parte mordisqueada y luego cortó una gruesa rebanada para ella, que colocó sobre un trozo de pan. En el queso había crecido ya un moho verdoso, lo cual le dio a entender que ella había pasado un largo tiempo tendida inconsciente junto al hogar. Pero, pese al moho, el queso estaba delicioso. Louisa bebió la última cucharada de agua. Pensó que le habría gustado ir a llenar otra vez el balde, pero sabía que no tenía las fuerzas suficientes, y le daba miedo abrir la puerta.
La niña se arrastró hasta la gran cazuela de cobre que había en un rincón y se puso en cuclillas encima de ella. Mientras orinaba, se levantó la falda y se miró el bajo vientre. Estaba liso e inmaculado, con su raja pequeña e inocente todavía sin vello. Pero luego miró los bubones entumecidos que tenía en la ingle. Eran duros como bellotas, y sentía dolor al tocarlos. Pero no tenían ni el color ni el tamaño terroríficos de aquellos que habían matado a su madre. Louisa pensó en la navaja, pero sabía que no tendría el coraje de hacerse eso a si misma.
—¡No moriré!
Por primera vez, creyó en lo que decía. Se alisó la falda y se arrastró otra vez hacia el colchón. Aferrada al cuchillo, volvió a dormir. Desde entonces, los días y las noches se sucedieron como una serie confusa de largos sueños interrumpidos por breves intervalos de vigilia. Gradualmente, estos intervalos comenzaron a ser más largos. Cada vez que despertaba, Louisa se sentía más fuerte, con mayor capacidad de cuidarse a sí misma. Cuando volvió a usar la cazuela del rincón, descubrió que los bubones habían remitido y que ya no eran rojos, sino rosados. Cuando los tocaba ya no sentía tanto dolor, pero sabía que tenía que beber.
Juntando hasta el último resto de sus fuerzas, salió de la cabaña tambaleándose y volvió a llenar el balde con agua. Luego se encerró otra vez en la cocina. Cuando el jamón era sólo un hueso desnudo y la canasta de manzanas estuvo vacía, Louisa se sintió capaz de ir hasta el jardín, donde recogió papas y nabos que llevó en una canasta. Volvió a encender el fuego con el pedernal de su padre y cocinó un guiso de vegetales, al que le dio sabor con el hueso del jamón. La comida le resultó deliciosa, y la fuerza fluyó otra vez hacia ella. A partir de entonces, cada mañana se proponía llevar a cabo una tarea.
El primer día vació la cazuela de cobre que había utilizado como orinal en el pozo de abono de su padre. Luego la lavó con lejía y agua caliente y la colgó del gancho correspondiente. Louisa sabía que eso era lo que su madre habría querido que hiciera. El esfuerzo la dejó exhausta, y se arrastró otra vez hasta la piel de oveja.
A la mañana siguiente se sintió lo suficientemente fuerte como para llenar el balde con la bomba, quitarse sus ropas sucias y bañarse con el precioso jabón que su madre había fabricado hirviendo grasa de oveja y ceniza. Se alegró al ver que los bubones ya casi habían desaparecido de su ingle. Podía apretarlos con sus dedos y tolerar el dolor que eso le provocaba. Cuando su piel estuvo rozagante, Louisa se restregó los dientes con un dedo sumergido en sal y se curó la herida provocada por la rata con la ayuda de la caja medicinal de su madre. Luego eligió ropas limpias para vestir.
Al día siguiente estaba hambrienta otra vez. Atrapó a uno de los conejos que paseaban confiadamente por el jardín, lo sostuvo por las orejas y le quebró el cuello con la vara que su padre había conservado para ese propósito. Desolló y destripó el cuerpo del animal tal como su madre le había enseñado, y luego lo cuarteó y lo depositó sobre la cazuela con las cebollas y las papas. Cuando terminó de devorarlo, chupó los huesos hasta dejarlos brillantes.
A la mañana siguiente fue hasta el extremo del huerto y dedicó unas horas a mejorar el aspecto de la tumba de sus padres. Hasta ese momento no había abandonado la seguridad del jardín de la cabaña, pero otra vez juntó valor, trepó la cerca y fue a gatas hasta el invernadero. Se aseguró de que no hubiera nadie por allí. La propiedad parecía estar desierta. Tomó algunas de las flores más hermosas, acomodadas en estantes, las colocó sobre una carretilla, las llevó hasta la cabaña y las plantó en la tierra alisada de la tumba. Conversaba con sus padres mientras trabajaba, contándoles cada detalle de su penosa experiencia. Les habló de la rata, del conejo y del guiso que había cocinado.
—Lamento haber usado tu mejor cazuela de cobre, mamá —dijo avergonzada—, pero ya la lavé y volví a colgarla en su gancho.
Cuando el aspecto de las tumbas satisfizo finalmente a Louisa, la curiosidad volvió a surgir en ella. Una vez más, se deslizó a través de la cerca y dio un rodeo a través de los pinos hasta llegar a la casa principal por el lado sur. Estaba en silencio y tenía un aspecto sombrío; todas las persianas estaban cerradas. Cuando se acercó furtivamente a la puerta de entrada, encontró que estaba cerrada con llave y atrancada. La niña miró la cruz roja que alguien había pintado torpemente sobre la puerta. La tintura se había corrido; parecían gotas de sangre. Era la señal de la peste.
De pronto, Louisa se sintió sola y vacía. Se sentó en los escalones que había junto a la puerta y dijo:
—Creo que soy la única persona viva en el mundo. Todos los demás han muerto.
Finalmente, se puso de pie. La desesperación la empujaba a hacer cosas que de otro modo no se hubiera atrevido a imaginar. Corrió hacia la puerta trasera, que daba a la cocina y a las habitaciones de los sirvientes.
—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien aquí? ¡Stals! ¡Hans! ¿Dónde están?
La cocina estaba vacía. Fue hasta el fregadero y asomó la cabeza por la puerta.
—¡Hola!
No hubo respuesta. Se paseó por la casa, examinando cada cuarto, pero todos estaban vacíos. Por todos lados había evidencias de que la familia había partido a los apurones. No tocó nada y cerró con cuidado la puerta de la cocina antes de irse.
Mientras volvía hacia la cabaña, se le ocurrió algo. Desanduvo el camino y fue hasta la capilla, detrás del rosedal. Algunas de las lápidas del cementerio tenían doscientos años de antigüedad y estaban cubiertas de musgo, pero cerca de la entrada había una fila de tumbas nuevas. Las lápidas no habían sido colocadas aún. Los ramilletes de flores que había sobre ellas se habían marchitado. Había nombres y epitafios impresos en tarjetas con bordes negros sobre cada montón de tierra fresca. La tinta se había corrido con la lluvia, pero Louisa pudo leer los nombres. Encontró uno que decía "Petronella Katrina Susana van Ritters". Su amiga yacía en medio de dos de sus hermanos más pequeños.
Louisa fue corriendo hasta la cabaña y esa noche sollozó hasta quedarse dormida. Cuando se despertó, se sentía débil y enferma otra vez, y la pena y la soledad aumentaban su sufrimiento. Se arrastró hasta el patio y se lavó la cara y las manos debajo de la bomba de agua. De pronto, abruptamente, levantó la cabeza. El agua corría por su cara y caía desde su mentón.
—¡Gente! —dijo en voz alta—. ¡Voces!
Eran voces débiles, y venían desde la casa principal.
—Han vuelto. Ya no estoy sola.
Con el rostro todavía mojado, corrió hacia la cerca, saltó y enfiló sus pasos hacia la casa. A medida que se aproximaba, las voces se oían mejor. En el cobertizo donde guardaban las ollas, hizo una pausa para recuperar el aliento. Estaba a punto de correr por el césped del jardín cuando un instinto le indicó que le convenía ser prudente. Vaciló, y luego escondió su cabeza detrás de la pared de ladrillos. Un escalofrío horrorizado recorrió su espina dorsal.
Había esperado ver los carruajes con el escudo de armas de los Van Ritters llegar por el camino de grava, y a la familia desembarcando, con los cocheros, los mozos de cuadra y los lacayos revoloteando alrededor. Lo que vio Louisa fue que una horda de extraños entraba y salía de la casa, llevándose objetos de plata, ropas y cuadros. Las puertas habían sido forzadas, y los paneles rotos colgaban de sus goznes.
Los saqueadores cargaban los tesoros sobre una fila de carretillas, gritando y riendo excitados. Louisa comprendió que eran las heces de la ciudad, los habitantes de los muelles y de las barriadas, los desertores, escapados de prisiones y barracas cuando la seguridad de esas instituciones había menguado debido a la peste. Vestían los andrajos de las callejuelas, mezclados con extrañas piezas de uniformes militares y los contrastantes adornos de los ricos a quienes habían robado. Un pícaro que llevaba un sombrero con una gran pluma blandía una botella de gin mientras bajaba a los tumbos por la escalera principal, llevando debajo de su otro brazo una bandeja de oro sólido. Su rostro, enrojecido y marcado por la bebida y la disipación, dirigió la vista hacia donde estaba Louisa. Asombrada por la escena, ella tardó en esconderse detrás de la pared y el hombre la vio.
—¡Una mujer! ¡Demonios, una mujer de carne y hueso! Joven y jugosa como una manzana madura. —El hombre dejó caer la botella y desenvainó su espada—. ¡Vamos, ven, pequeña potranca! ¡Déjanos ver qué escondes debajo de tus bellas faldas! —El hombre les gritó a sus compañeros:
—¡Una mujer! ¡Venid por ella, compañeros! ¡El primero que la atrapa se come la fruta!
Los hombres se acercaron en grupo en dirección a la muchacha. Louisa se dio vuelta y comenzó a correr. Al principio, se dirigió instintivamente hacia la cabaña, pero luego comprendió que estaban demasiado cerca y que la atraparían como a un conejo en su guarida, perseguido por una tropa de hurones. La niña se desvió a través del prado en dirección al bosque. El suelo estaba húmedo y barroso, y sus pies no habían recuperado aún toda su fuerza después de la enfermedad. Le estaban dando alcance; ella sentía sus gritos jubilosos. Louisa llegó a la primera línea de árboles poco antes que los hombres mas adelantados, pero ella conocía íntimamente los bosques, porque allí había pasado muchas horas jugando en su infancia. Daba vueltas por senderos apenas discernibles y se zambullía debajo de los matorrales de moras y tojos.
A cada rato se detenía para escuchar, y cada vez los sonidos de sus perseguidores eran más débiles, hasta que finalmente se transformaron en silencio. Louisa consiguió calmarse un poco, pero sabía que todavía era peligroso abandonar el refugio del bosque. Buscó el más denso matorral de espinos y se escondió allí, se cubrió de hojas, dejando sólo un espacio para su boca y sus ojos, de modo de poder ver el claro que acababa de abandonar. Se quedó allí recostada, jadeando y temblando. Gradualmente, se fue calmando, y no se movió hasta que las sombras de los árboles cubrieron la tierra. Cuando ya no oyó más ruidos de sus cazadores, se arrastró hacia el claro.
Estaba a punto de ponerse de pie cuando su nariz se frunció y ella olisqueó el aire. Sintió una vaharada de humo de tabaco y volvió a hundirse contra el suelo. Otra vez la invadió el terror. Pasaron varios minutos hasta que se atrevió a levantar la cabeza. Del otro lado del claro, había un hombre recostado contra el tronco de la haya más alta. Fumaba en una pipa de arcilla de cañón largo, pero sus ojos miraban hacia un lado y hacia otro. Louisa lo reconoció de inmediato. Era el hombre del sombrero con una pluma, el que había provocado la persecución. Estaba tan cerca que la niña podía oír cada bocanada que le daba a su pipa. Louisa hundió su cabeza en el añublo del follaje e intentó aquietar sus temblores. No tenía idea de lo que el hombre podía hacerle si la descubría, pero sentía que lo que podía hacerle era peor que la peor de sus pesadillas.
La niña permaneció allí acostada, escuchando el gorgoteo que producía el hombre al fumar, y su terror aumentó. De pronto, el hombre carraspeó y escupió un denso moco. Louisa oyó cómo caía cerca de su cabeza, y estuvo a punto de padecer un ataque de nervios. Sólo aplicando todo su coraje y su disciplina pudo quedarse quieta y no salir corriendo de allí.
El tiempo parecía haberse detenido, pero finalmente ella sintió el aire frío en sus brazos desnudos. Aún así, no levantó la cabeza. Poco después, sintió un crujido de hojas, y los ruidos de unos pasos pesados que se dirigían hacia ella a través del claro. Los pasos se detuvieron junto a su cabeza y una gran voz varonil comenzó a gritar, congelando su corazón:
—¡Allí estás! ¡Puedo verte! ¡Será mejor que comiences a correr!
Su corazón helado volvió a la vida, martillando sus costillas, pero ella siguió sin moverse. Luego sobrevino otro largo silencio, y los pasos se alejaron de la niña. Mientras el tipo se iba, Louisa oyó que el hombre murmuraba:
—¡Pequeña puta! ¡Seguramente lleva la peste!
Louisa no se movió hasta que la oscuridad fue total y un búho ululó sobre la rama de la haya. Entonces se puso de pie y se arrastró por el bosque, sobresaltándose ante cada susurro y ante cada corrida de las pequeñas criaturas nocturnas.