Desde la orilla, los tres jóvenes miraban el sendero de iridiscencia plateada trazado por el resplandor de la luna sobre las aguas oscuras.

—En dos días habrá luna llena —dijo confiadamente Jim Courtney—. Los tiburones han de estar hambrientos como leones. —Una ola que se deslizaba hacia la playa arrojó espuma sobre sus tobillos.

—En lugar de quedarnos aquí parloteando, echemos el bote al agua —propuso su primo Mansur Courtney. El cabello del joven brillaba a la luz de la luna, como cobre recién fraguado, y su sonrisa centelleaba con el mismo esplendor. Mansur codeó levemente al joven negro que, vestido apenas con un taparrabos blanco, estaba de pie junto a él—. Vamos, Zama.

Al unísono, se inclinaron con todo su peso sobre la pequeña embarcación, pero ésta avanzó apenas unos centímetros. Cuando volvieron a intentarlo, el bote quedó atascado en la arena mojada.

—Esperen a la próxima ola grande —ordenó Jim, y los otros dos intentaron recobrar sus fuerzas—. ¡Allí viene! —La marejada se retiró a toda velocidad y luego volvió hacia ellos, ganando en altura. La ola rompió con un estallido blanco, levantando la proa del esquife y haciendo tambalear a los muchachos con su fuerza, éstos debieron aferrarse a la borda mientras el agua se movía en remolinos por encima de sus cinturas.

—¡Vamos, ahora! —gritó Jim, y los tres empujaron el bote al mismo tiempo—. ¡Corran, vamos! —La barca se desprendió y comenzó a avanzar, y los jóvenes aprovecharon la contracorriente para impulsarla mar adentro, hasta que el agua les llegó a los hombros—. ¡Vamos! ¡A los remos! —farfulló Jim antes de que la siguiente ola rompiera sobre su cabeza. Los muchachos levantaron los brazos, se aferraron al borde del bote y subieron a él, con el agua salada cayendo por sus cuerpos. Riendo excitados, tomaron los largos remos y los colocaron sobre el pasador del escálamo.

—¡A moverse! —Los remos se hundieron, se balancearon y volvieron a emerger, goteando partículas plateadas por la luz de la luna y dejando pequeños remolinos luminosos en la superficie. El bote comenzó a alejarse con elegancia de la rompiente. Los jóvenes, habituados a la tarea, remaban rítmicamente.

—¿Adónde vamos? —preguntó Mansur. Tanto él como Zama miraron a Jim, el líder natural del grupo.

—¡Hacia el Cauldron! —dijo Jim, decidido.

—Eso pensé —dijo Mansur riendo—. Sigues enojado con Big Julie. Zama escupió hacia un costado, sin perder el ritmo.

—Debes tener cuidado, Somoya. Big Julie te tiene inquina. —Zama hablaba en lozi, su lengua materna. "Somoya" significaba "viento salvaje" Así habían llamado a Jim desde niño, por su fuerte temperamento.

Jim frunció el entrecejo ante el recuerdo. Ninguno de ellos había visto nunca el gran pez al que habían bautizado Big julie, pero sabían que era hembra porque sólo las hembras alcanzaban ese tamaño. Jim había sentido su poder transferido desde las profundidades a través del sedal. El agua salía a chorros de la ola y echaba un vaho al saltar por sobre la borda, dejando una honda estela en la madera, como sangre goteando de unas manos desgarradas.

—En 1715, mi padre iba a bordo del viejo Maid of Ornan, que encalló en Danger Point —dijo Mansur en árabe, su lengua materna—. Su compañero intentó llegar a tierra para llevar un hilo de pesca a través del oleaje, y un gran pez rojo emergió por debajo cuando el hombre iba por la mitad del camino. El agua estaba tan clara que lo vieron venir cuando estaba a seis brazas de la superficie. El pez mordió la pierna del compañero de mi padre hasta la rodilla y la engulló de un trago, como haría un perro con un ala de pollo. El pobre hombre comenzó a gritar y a golpear el agua, haciendo espuma con su propia sangre, intentando asustar al pez, pero éste giró por debajo de él y le mordió la otra pierna, llevándoselo consigo. Mi padre nunca más lo volvió a ver.

—Cuentas esa historia cada vez que quiero ir al Cauldron —gruñó Jim.

—Y cada vez vuelves a cagarte en las patas —dijo Zama en inglés. Los tres muchachos habían pasado tanto tiempo juntos que hablaban con fluidez los idiomas de los otros: inglés, árabe y lozi. Continuamente saltaban uno a otro sin hacer demasiado esfuerzo.

Jim se rió, más para mitigar sus sentimientos que para expresar su contento.

—¿Y dónde diablos aprendiste tú esa expresión?

Zama sonrió.

—La noble boca de tu querido padre —replicó, dejando por una vez sin respuesta a Jim.

Este miró en dirección al horizonte, que comenzaba a iluminarse.

—Amanecerá en dos horas. Y quiero estar sobre el Cauldron antes de que amanezca. Creo que es la mejor hora para intentar arremeter contra Julie otra vez.

Se dirigían al corazón de la bahía, avanzando sobre las marejadas del Cabo, que venían marchando en desorden a través del Atlántico Sur. El viento de proa no les permitía izar la única vela de la pequeña embarcación. A sus espaldas, iluminado por la luz de la luna, se elevaba el majestuoso macizo de Table Mountain, con su cima plana. Fondeados debajo de la montaña, los grandes barcos con sus vergas bajas formaban una mancha oscura. Esa zona de anclaje era el caravasar de los mares del Sur. Los barcos mercantes y los buques de guerra, pertenecientes a la Dutch East India Company —la VOC— y a otra media docena de naciones, utilizaban el Cabo de Buena Esperanza para avituallarse y ser reparados luego de sus largos viajes oceánicos.

A esa hora temprana no había muchas luces en la costa; sólo los faroles mortecinos en las paredes del castillo y en las ventanas de las tabernas frente a la playa, donde las tripulaciones de los barcos seguían divirtiéndose. Los ojos de Jim se dirigieron naturalmente hacia una luz separada de las otras por una milla. La luz provenía del depósito de la Compañía de Comercio Courtney Hermanos. Más precisamente, de la ventana de la oficina de su padre, en la planta baja del extenso almacén.

—Papá está contando las monedas otra vez —dijo Jim, riendo. Tom Courtney, el padre de Jim, era uno de los comerciantes más exitosos del Cabo.

—Allí está la isla —dijo Mansur sin dejar de remar, y la atención de Jim volvió a enfocarse en lo que tenía por delante. El joven ajustó la soga del timón, que había enrollado al dedo gordo de su pie. Alteraron levemente su curso hacia babor, dirigiéndose hacia el punto más al norte de la isla de Robben. "Robben" era la palabra holandesa que designaba a las focas que abundaban en el peñón rocoso. Los jóvenes sentían ya el olor de los animales en el aire nocturno; el hedor de sus excrementos basados en pescado era asfixiante. Ya cerca, Jim se puso de pie sobre el bote para orientarse a partir de los mojones de la costa, de modo de dirigir su esquife con precisión en dirección a ese agujero profundo al que habían bautizado "Cauldron".

De pronto, lanzó un grito y se echó hacia atrás sobre el bote.

—¡Miren a ese grandote imbécil! ¡Pasará por encima de nosotros! ¡Remen, vamos, remen! —Con sus numerosas velas izadas, un gran barco había girado rápidamente y en silencio por la sección norte de la isla. La nave iba en dirección noroeste y se dirigía hacia ellos a una velocidad aterradora.

—¡Maldito holandés comedor de queso! —gritó Jim, mientras remaba con esfuerzo—. ¡Maldito marinero de agua dulce, hijo de una prostituta tabernera! ¡Ni siquiera lleva un farol encendido!

—¿Y dónde diablos aprendiste tú a decir esas cosas? —dijo Mansur, jadeante, mientras golpeaba el agua con sus remos.

—¡Tú eres un payaso tan cómico como ese maldito holandés! —le dijo Jim, inconmovible. La sombra oscura del navío se cernía amenazadora por encima de ellos, levantando con su proa una ola brillante y plateada.

—¡Grítales! —dijo Mansur, con un tono de voz en que podía detectarse el temor ante el peligro.

—¡No gastes saliva! —replicó Zama—. ¡Están totalmente dormidos! No te oirán. ¡Vamos, remen, vamos! —Los tres jóvenes ponían todo su esfuerzo, y la pequeña embarcación parecía ir volando a ras del agua. Pero el enorme barco iba más rápido aún.

—¿Tendremos que saltar? —preguntó Mansur, tenso.

—¡Bien! —gruñó Jim—. Estamos junto al Cauldron. Es hora de probar la historia de tu padre. ¿Cuál de tus piernas arrancará primero Big Julie?

Los muchachos remaban con un frenesí silencioso. A la luz de la noche fría, la traspiración brillaba en sus frentes convulsas. Se dirigían hacia las rocas, allí donde el gran barco no podría tocarlos, pero todavía estaban a doscientos metros de ellas, y ahora las enormes velas se elevaban por encima, tapando las estrellas. Podían oír el viento que golpeaba contra la tela, el crujido del maderamen y el murmullo musical que hacía la proa al balancearse. Ninguno de los muchachos hablaba. Concentrados en los remos, levantaban la vista hacia la nave con terror.

—¡Sálvanos de ésta, Señor! —musitó Jim.

—¡En el nombre de Alá! —dijo suavemente Mansur.

—¡Por todos los padres de mi tribu!

Cada uno le rogaba a su dios o dioses. Zama nunca perdía el ritmo, pero sus ojos, blancos ante la proximidad de la muerte, resaltaban contra su rostro oscuro. La ola que levantaba la proa del barco los hizo elevarse, y de pronto los impulsó hacia adelante y luego bruscamente hacia atrás, haciendo que el bote marchara en dirección a popa. El yugo se hundió y el agua helada inundó el bote. En el momento en que el enorme casco golpeaba el esquife, los muchachos cayeron hacia un costado. Mientras se hundía, Jim comprendió que había sido un golpe lateral. El bote había sido arrojado a un lado, pero no había habido crujidos de maderas partiéndose.

Jim fue impulsado hacia lo profundo, pero se dejó llevar más hondo aún. Sabía que un contacto con el fondo del buque podía ser fatal. Éste estaría cubierto de crustáceos por su pasaje a través del océano, y sus caparazones filosos le rasgarían toda la carne. Cada uno de sus músculos se puso tenso anticipando la agonía, pero ésta no llegó. Los pulmones le quemaban y su pecho estaba muy agitado, urgido por la necesidad de oxígeno. Jim resistió hasta que estuvo seguro de que el barco había pasado, y luego se dirigió hacia la superficie, impulsado por sus brazos y sus piernas. A través del agua limpia, oscilante e insustancial, veía el contorno dorado de la luna. Jim nadó hacia allí con todas sus fuerzas y con toda su voluntad. De pronto, sintió el golpe del aire y llenó sus pulmones con él. Se puso de espaldas, jadeó, se sofocó y aspiró esa dulzura llena de vida.

—¡Mansur! ¡Zama! —gritó con voz ronca, a través de sus pulmones doloridos—. ¿Dónde están? ¡Maldita sea, digan algo! ¡Quiero oírlos!

—¡Aquí! —Era la voz de Mansur, y Jim miró hacia allí. Su primo estaba aferrado al bote. Sus largos rizos rojizos caían sobre su rostro, como la piel de una foca. En ese momento, otra cabeza emergió en medio de ellos.

—¡Zama! —Jim se acercó a él con dos brazadas, y levantó su cabeza hacia afuera. Zama tosió, vomitando agua salada. El muchacho intentó aferrarse al cuello de Jim, pero éste se libró de su abrazo y lo llevó hacia un costado del bote.

—¡Ven! ¡Aférrate a esto! —Jim guió las manos de su amigo hacia la borda. Los tres se quedaron allí, intentando recuperar el aire.

Jim fue el primero en recuperar, no sólo el aire, sino también la ira.

—¡Bastardos hijos de puta! —dijo, todavía jadeando, mientras veía cómo el barco se apartaba inmutable—. ¡Ni siquiera sabe que casi nos mata!

—¡Apesta más que una colonia de focas! —La voz de Mansur todavía sonaba áspera, y el esfuerzo por hablar lo hizo toser.

Jim husmeó el aire y percibió el olor que lo llenaba.

—¡Un barco negrero! ¡Un maldito barco negrero! Es imposible confundir ese olor.

—O un barco que transporta prisioneros —dijo Mansur—. Probablemente los lleva desde Amsterdam hacia Batavia.

Los muchachos miraron cómo el barco alteraba su curso, con sus velas cambiando de forma a la luz de la luna, para entrar en la bahía y unirse a las otras naves ancladas allí.

—Me gustaría encontrarme con su capitán en una de las tabernas del puerto —dijo Jim.

—¡Olvídalo! —dijo Mansur—. Te clavaría un puñal en las costillas, o en algún otro lugar más doloroso. Achiquemos el agua del bote.

Había sólo unos pocos dedos de borda libres de agua, por lo que Jim se vio obligado a deslizarse sobre el yugo. El muchacho tanteó debajo del banco hasta que halló el balde de madera. Había atado todos los equipos para el arriesgado pasaje a través del oleaje. Luego comenzó a vaciar el casco, arrojando el agua por la borda a buen ritmo. Cuando ya la mitad había sido vaciada, Zama estaba lo suficientemente recuperado como para suplirlo por un rato. Jim tomó los remos, que todavía estaban flotando al costado, y luego chequeó el resto del equipo.

—El aparejo de pesca está intacto. —Abrió un saco y espió dentro de él—. Inclusive tenemos la carnada.

—¿Vamos a seguir adelante? —preguntó Mansur, dubitativo.

—¡Por supuesto que sí! ¡Qué diablos!

—Bueno… —Mansur vacilaba—. Casi morimos ahogados.

—Pero por fortuna no ocurrió así —dijo Jim, enérgico—. Zama ya secó el bote, y el Cauldron está a menos de doscientos metros de aquí. Big Julie está esperando por su desayuno. ¡Vamos a dárselo! —Una vez más los muchachos tomaron sus puestos y desplegaron los largos remos—. ¡Ese bastardo comequeso nos hizo perder una hora de pesca!

—Podría haberte hecho perder mucho más, Somoya —dijo Zama con una sonrisa—. Si yo no hubiera estado allí para sacarte a la superficie…

—Jim tomó un pescado de los que usarían como carnada y se lo arrojó a la cabeza. Muy rápido, los muchachos estaban recuperando su camaradería y su vitalidad.

—¡Ya, detengámonos! ¡Estamos llegando a las boyas! —advirtió Jim, y entonces comenzaron a maniobrar con delicadeza para poner al bote en posición sobre el agujero rocoso que había en las verdes profundidades. Tenían que arrojar el ancla sobre el arrecife que había al sur del Cauldron, y luego dejar que la corriente los llevara justo encima del profundo cañón subterráneo. La corriente turbulenta que daba su nombre al lugar complicaba el trabajo, y dos veces no lograron ver las boyas. Con mucho esfuerzo, se vieron obligados a levantar la roca redondeada de veinticinco kilos que usaban como ancla, para intentarlo otra vez. Hacia el este, se veían ya las primeras luces del amanecer, furtivas como ladrones, cuando Jim midió la profundidad con una línea de pesca sin carnada, para asegurarse de que estaban en la posición exacta. Mientras la dejaba caer por el costado, Jim medía la soga, cotejándola con sus brazos abiertos.

—¡Treinta y tres brazas! —exclamó, al sentir que la plomada tocaba hondo—. Unos sesenta metros. ¡Estamos justo encima de la mesa del comedor de Big Julie! —Con un rápido balanceo de sus dos brazos extendidos, Jim trajo de vuelta la plomada—. ¡La carnada, muchachos! —Hubo un forcejeo por el saco con la carnada. Jim le quitó de las manos a Mansur la mejor pieza, una lisa gris larga como su antebrazo. Jim la había pescado el día anterior en la laguna que había debajo del almacén de la compañía.

—Es demasiado buena para ti. Sólo un verdadero pescador puede manejar a Big Julie —explicó, mientras ensartaba el anzuelo de acero para tiburones en las cuencas de los ojos de la lisa. Las curvas del anzuelo medían cuarenta centímetros. Jim sacudió la plomada, formada por tres metros de una cadena de acero, liviana pero fuerte. Ah, el herrero de su padre, lo había hecho a mano especialmente para él. Jim estaba seguro de que resistiría los embates de un gran pez intentando doblarlo contra el arrecife. El muchacho comenzó a balancear la carnada por encima de su cabeza, soltando poco a poco el hilo, hasta que finalmente lo arrojó bien lejos. Mientras la carnada se hundía debajo de la superficie verde, Jim dejó que el hilo corriera detrás de ella.

—¡Derecho a la garganta de Big julie! —exclamó el muchacho con regocijo anticipado—. ¡Esta vez no logrará escaparse! ¡Esta vez será mía! —Cuando percibió que la plomada tocaba fondo, enrolló la soga sobre la cubierta y apoyó sobre ella su pie derecho desnudo. Necesitaba usar ambas manos para remar contra la corriente y mantener el bote en posición.

Zama y Mansur pescaban con anzuelos y sogas más livianos, y usaban trozos de caballa como carnada. Enseguida comenzaron a pescar pequeños peces rosados, movedizas bremas plateadas y peces-tigre manchados que gruñían como chanchitos cuando los jóvenes los sacaban del anzuelo y los arrojaban a la sentina.

—¡Pescaditos bebés para los niños! —se burló Jim. Con habilidad, el muchacho se las arreglaba para vigilar su línea mientras remaba lentamente. El sol se elevaba ya en el horizonte, calentando el aire. Los tres muchachos se quitaron sus ropas hasta quedar en paños menores.

Casi al alcance de sus manos, había focas pululando sobre las rocas de la isla, nadando y molestando alrededor del bote anclado. De pronto, una gran foca emergió por debajo del bote y tomó el pez que Mansur estaba recogiendo. Lo quitó del anzuelo, desapareció debajo del agua y volvió a emerger unos metros más allá, con su presa entre las mandíbulas.

—¡Abominable criatura maldecida por Dios! —gritó Mansur enfurecido, mientras la foca sostenía el botín robado en su pecho y le arrancaba tajadas de carne con sus colmillos brillantes. Jim soltó su remo y buscó la bolsa con los equipos. Tomó su honda y acomodó una piedra mojada en su bolsa. Había elegido sus municiones en el lecho del arroyo del extremo norte de la propiedad y todas las piedras eran redondeadas y suaves, había practicado con la honda hasta que le dio a un ganso volando cuatro veces de cada cinco. Se preparó para tirar, estirando todo lo posible la honda. Entonces la soltó y la piedra salió a toda velocidad de la bolsa. Le dio a la foca en el medio del cráneo redondeado y negro, y los jóvenes oyeron el sonido de sus frágiles huesos al partirse. El animal murió al instante y su cadáver se alejó en la corriente, contorsionándose convulsivamente.

—No creo que pueda volver a robar peces. —Jim guardó la honda—, y las otras habrán aprendido a comportarse. —El resto de las focas comenzó a alejarse del bote. Jim tomó el remo otra vez y los muchachos retomaron su conversación.

La semana anterior, Mansur había vuelto de un viaje comercial en uno de los barcos de los Courtney, que había ido por la costa este de África hasta el Cuerno de Hormuz. Mansur les estaba contando las maravillas que había visto y las grandes aventuras que había vivido con su padre, que había ido al mando del Gift of Allah.

Dorian Courtney, el padre de Mansur, era el otro socio de la compañía. En su juventud, había sido capturado por piratas árabes y vendido a un príncipe de Omán, que lo había adoptado como hijo y lo había convertido al islam. De modo que, mientras que Dorian era musulmán, su medio hermano Tom era cristiano. Tom había encontrado y rescatado a su hermano menor, y entonces habían constituido una sociedad floreciente. Sus dos religiones les permitían ingresar en ambas civilizaciones, y la empresa había crecido. En los veinte años anteriores, habían comerciado en la India, en Arabia y en África, y habían vendido los productos exóticos de esas regiones en Europa.

Jim observaba el rostro de su primo mientras hablaba y una vez más sintió envidia de su belleza y de su atractivo. Mansur los había heredado de su padre, junto con el cabello rojizo y espeso que le llegaba hasta la espalda. Como Dorian, era ágil y rápido, mientras que Jim, a semejanza de su propio padre, era ancho y fuerte. El padre de Zama, Aboli, los había comparado con el toro y la gacela.

—¡Vamos, primo! —Mansur interrumpió su relato para tomarle el pelo a Jim—. Zama y yo habremos llenado el bote hasta la regala antes de que tú comiences siquiera a despertarte. ¡Queremos ver cómo pescas!

—Siempre valoré más la calidad que la mera cantidad —contraatacó Jim con tono compasivo.

—Bueno, puesto que no tienes nada mejor que hacer, ¿por qué no nos cuentas tu viaje a la tierra de los hotentotes? —dijo Mansur mientras dejaba caer otro pez brillante sobre el costado del bote.

El rostro simple y sincero de Jim se iluminó de placer al recordar su propia aventura. Instintivamente, miró del otro lado de la bahía, hacia el norte, hacia las escarpadas montañas que el sol matinal había pintado del dorado más brillante.

—Viajamos durante treinta y ocho noches —se vanaglorió el joven—. Hacia el norte, hacia el gran desierto, mucho más allá de las fronteras de esta colonia, fronteras que el gobernador y el Consejo de la VOC, en Ámsterdam, han prohibido cruzar. Nos internamos en tierras que ningún hombre blanco había pisado antes que nosotros. —Jim no tenía la fluidez ni los poderes poéticos descriptivos de su primo, pero su entusiasmo era contagioso. Mansur y Zama se rieron con él, mientras el joven describía las tribus bárbaras con las que se habían encontrado y los rebaños interminables de animales de caza desperdigados por las llanuras. Jim interrumpía su relato diciendo—: Es verdad lo que digo, ¿o no, Zama? Tú estabas conmigo. Dile a Mansur que todo es verdad.

Zama asentía solemne:

—Es verdad. Lo juro sobre la tumba de mi propio padre. Es la pura verdad.

—Un día volveré —prometió Jim, más como un desafío que se hacía a sí mismo que como una promesa hecha a los otros—. Volveré y cruzaré el horizonte azul, hasta el límite de esta tierra.

—¡Y yo iré contigo, Somoya! —Zama lo miró con afecto y confianza. El moreno recordaba lo que su propio padre le había dicho acerca de Jim mientras agonizaba en su litera, agotado por los años, como un gigante arruinado que en otro tiempo parecía poder sostener por sí solo el cielo con sus manos—. Jim Courtney es un auténtico "hijo de su padre", había murmurado Aboli. "Aférrate a él como yo me aferré a Tom. Nunca te arrepentirás, hijo”.

—Iré contigo —dijo otra vez Zama, y Jim le guiñó un ojo.

—Claro que lo harás, holgazán. Nadie más te aceptaría. —Jim golpeó a Zama en la espalda, tan fuerte que casi lo sacó del asiento.

Habría dicho algo más, pero en ese momento sintió un tirón en la línea que él tenía apretada con el pie. Jim lanzó un grito triunfal.

—Julie golpea a la puerta. ¡Adelante, Big Julie!

El muchacho dejó caer el remo y tomó la línea. La sostuvo con fuerza entre ambas manos, con un lazo suelto, listo para ser soltado en caso necesario. Sin que les fuera ordenado hacerlo, los otros dos retiraron sus aparejos, tirando de las líneas a toda velocidad hasta retirarlas por completo. Sabían que era vital dejarle el agua despejada a Jim, para que pudiera lidiar con un pez realmente grande.

—¡Ven, pequeña! —susurró Jim, mientras sostenía la línea con delicadeza entre su pulgar y su dedo índice. No sentía nada, fuera de la suave presión de la corriente—. ¡Vamos, mi querida! Tu padre te ama rogó.

Entonces sintió un nuevo tirón en la línea, un movimiento amable, casi furtivo. Cada nervio de su cuerpo pareció sacudirse.

—¡Allí está! ¡Allí está!

Pero la línea se aflojó otra vez.

—¡No me abandones, corazón! ¡Por favor, no me abandones! —Jim se inclinó sobre el borde del bote, sosteniendo la línea en lo alto, de modo que corriera en línea recta desde sus dedos hacia el verde torbellino de las aguas. Los otros miraron, sin atreverse siquiera a respirar. Entonces, de pronto, vieron que la mano derecha de Jim era impulsada hacia abajo por un peso enorme. Vieron asimismo que los músculos de sus brazos y su espalda se contraían, como una serpiente lista para atacar, y ninguno de los dos habló ni se movió, mientras la mano que sostenía la línea bajaba hasta casi tocar la superficie del mar.

—¡Si! —exclamó Jim en voz baja—. ¡Ahora! —El muchacho se echó hacia atrás con todo el peso de su cuerpo—. ¡Sí! ¡Sí, sí, sí! —Cada vez que lo decía, tiraba con todas sus fuerzas de la línea, balanceándose con un brazo por vez. Pero ni siquiera la fuerza de Jim logró que el pez cediera.

—Eso no puede ser un pez —dijo Mansur—. No hay peces tan fuertes. Debes de haberte enganchado con el fondo.

Jim no le respondió. Ahora se estaba inclinando hacia atrás con toda su fuerza. Sus rodillas se apretaban contra la borda. Sus dientes estaban apretados, su rostro se había vuelto color castaño rojizo, y sus ojos parecían salírseles de las cuencas.

—¡Ayúdenme a tirar! —dijo jadeante, y los otros dos se amontonaron debajo de cubierta para obedecerlo, pero antes de que llegaran a popa Jim cedió a la presión del otro lado de la línea y cayó contra el costado del bote. La línea comenzó a soltarse entre sus dedos, y los otros pudieron oler la piel, quemándose como costillas de cordero al fuego y saliéndosele de la palma de la mano.

Jim aulló de dolor pero, obcecado, siguió sosteniendo la línea. Con un esfuerzo enorme, llevó la soga hasta el borde de la cubierta e intentó fijarlo allí. Pero sus nudillos, al golpear contra la madera, también se rasparon. Con una mano, tomó su gorra para usarla como guante, mientras sostenía la línea contra la madera. Los tres muchachos aullaban como demonios en medio del fuego infernal.

—¡Denme una mano! ¡Toma el extremo!

—Déjalo correr, o enderezarás el anzuelo.

—Toma el balde y echa agua. La soga está a punto de arder.

Zama logró tomar la línea con las dos manos, pero ni siquiera con sus fuerzas combinadas lograron detener al enorme pez. La tensión hacía silbar la línea. Podían sentir, del otro lado, la gran cola moviéndose.

—¡Agua, por el amor de Dios, mojadla! —aulló Jim, y Mansur vació el balde lleno sobre sus manos y sobre la línea. Hubo una bocanada de humo cuando el agua hirvió.

—¡Por Dios! ¡Hemos perdido casi todo el hilo! —gritó Jim, al ver el extremo de la línea al pie del trozo de madera que la sostenía—. ¡Mansur! ¡Ata otro carretel lo más rápido que puedas!

Mansur se movió con rapidez, con la agilidad que lo había hecho famoso, pero apenas llegó a tiempo; mientras ajustaba el nudo, la línea recibió otro tirón que lo obligó a soltarla, y el nudo pasó por entre los dedos de los otros dos, despellejándolos aún más, antes de pasar por sobre la borda y bajar otra vez hacia las profundidades.

—¡Detente! —le rogó Jim al pez—. ¿Acaso quieres matarnos, Julie? ¿No te detendrás, belleza?

—Ya se ha ido la mitad del segundo carretel —advirtió Mansur—. Déjame sostener la línea, Jim. Hay sangre por todos lados.

—No, no. —Jim sacudió la cabeza con vehemencia—. Se está deteniendo. El corazón está por romperse.

—¿El corazón de Julie o el tuyo? —preguntó Mansur.

—No te hagas el gracioso, primo —advirtió Jim, severo—. Tu ingenio está de sobra en este momento.

La velocidad con que la línea pasaba por sus dedos despellejados iba aminorando. Hasta que se detuvo.

—Deja el balde de agua —ordenó Jim—. Y toma la línea. —Mansur se colocó detrás de Zama y, con el peso extra, Jim pudo soltar una mano y chupar sus dedos—. ¿Acaso hacemos esto por diversión? —se preguntó. Pero luego cambió el tono—: Ahora nos toca el turno a nosotros, Julie.

Manteniendo la presión mientras se movían, los muchachos se reordenaron a lo largo de la cubierta, inclinados y con la soga pasando por entre sus piernas.

—¡Uno, dos y… tres! —Jim les indicaba el ritmo, y comenzaron a tirar al unísono. El nudo que ataba los dos carreteles emergió y volvió hacia ellos, y Mansur, el tercer hombre, enroscó la línea alrededor del trozo de madera. Cuatro veces más, el gran pez reunió sus fuerzas y logró alejarse. Los jóvenes se veían forzados a dejar correr la línea, pero cada vez el tramo que dejaban ir era más pequeño. Luego lograban que el pez diera vuelta la cabeza y lo traían de vuelta, poniendo todo su empeño, mientras la fuerza del animal menguaba lentamente.

De pronto, Jim dio un grito de alegría.

—¡Allí está!

El pez giraba debajo del casco del bote. Mientras se acercaba, su costado rojo broncíneo recibió la luz del sol y brilló como un espejo.

—¡Por el amor de Dios, es hermosa! —A través del agua color esmeralda, Jim veía el gran ojo dorado del pez mirándolo directamente a él. Su boca se abría y se cerraba espasmódicamente, y sus branquias fulguraban mientras bombeaban agua, hambrientas de oxígeno. Esas mandíbulas eran lo suficientemente cavernosas como para engullir la cabeza y los hombros de un hombre adulto. Podían verse dentro de ellas las dos filas de colmillos, largos y anchos como el dedo índice de Jim.

Ahora creo en el cuento del Tío Dorry —dijo el joven, jadeando por el esfuerzo—. Esos dientes pueden arrancar tranquilamente la pierna de un hombre.

Finalmente, dos horas después de que Jim lograra clavar el anzuelo en la charnela de la mandíbula del pez, tenían al animal junto al bote. Entre los tres levantaron su gigantesca cabeza afuera del agua. En cuanto lo hicieron, la criatura tuvo su último ataque de furia. Su cuerpo era la mitad de largo de un hombre alto, y tan ancho como un pony Shetland. Se estiraba y se flexionaba hasta que su nariz tocaba las amplias aletas de su cola, primero hacia un lado y luego hacia otro. En su frenesí, arrojaba oleadas de agua marina, que llegaban hasta los jóvenes en forma de sólidas gotas, empapándolos como si estuvieran debajo de una cascada. Pero los tres se mantuvieron firmes, sosteniéndola hasta que los violentos paroxismos se debilitaron. Entonces, Jim gritó:

—¡No la suelten! Ya está lista para los últimos óleos.

El muchacho tomó la vara de la honda, que estaba debajo del yugo de popa. El extremo de la vara tenía plomo, para hacerlo más pesado. Jim acarició la vara. Levantó bien alto la cabeza del pez y le dio con toda su fuerza. El golpe dio en la cresta huesuda, encima de esos ojos amarillos brillantes. Su enorme cuerpo se puso rígido de golpe, mientras sus branquias rojizas temblaban violentamente. Luego, la vida abandonó al enorme pez, que quedó flotando junto al esquife con su vientre blanco hacia arriba y sus branquias bien abiertas, como un parasol de señora.

Empapados en sudor y agua del mar, jadeando salvajemente, intentando curar sus manos desgarradas, los tres jóvenes se inclinaron sobre el yuo y observaron llenos de admiración y asombro la criatura que acababan de matar. No había palabras para expresar adecuadamente las abrumadoras emociones que los invadían, ahora que la pasión del cazador había llegado a su clímax: triunfo y remordimiento, júbilo y melancolía.

—En el Nombre del Profeta, ¡este es el mismísimo Leviatán!… —dijo Mansur con suavidad—. Me hace sentir tan pequeño…

—Los tiburones estarán aquí en un minuto —dijo Jim, rompiendo el encantamiento—. Ayúdenme a llevarlo a bordo.

Ataron la soga a las branquias del pescado y luego lo levantaron entre los tres, inclinando el bote casi hasta hacerlo volcar. En la pequeña embarcación apenas había lugar para un animal como ése, y los muchachos no pudieron sentarse en los asientos, de modo que tuvieron que hacer equilibrio sobre la borda. Al subirlo, el pescado había perdido una escama: era del tamaño de un doblón de oro y tenía su mismo brillo.

Mansur la recogió y la levantó de cara al sol, observándola fascinado.

—Debemos llevar este pescado a casa, a High Weald —dijo.

—¿Por qué? —preguntó bruscamente Jim.

—Para mostrárselo a nuestra familia, a tu padre y al mío.

—Pero cuando caiga la noche ya habrá perdido su color. Sus escamas estarán secas y opacas, y su carne comenzará a pudrirse y a oler a podrido. —Jim sacudió la cabeza—. Quiero recordarlo así, en toda su gloria.

—Pero entonces, ¿qué haremos con él?

—Se lo venderemos al sobrecargo del barco de la VOC.

—¿Quieres vender una criatura tan maravillosa como si fuera una bolsa de papas? Es un sacrilegio —dijo Mansur.

—Os doy las bestias de la tierra y los peces del mar. ¡Matadlos! ¡Comedlos! —dijo Jim—. Así dice el Génesis. Es la palabra del mismísimo Dios. No creo que sea un sacrilegio.

—Pero es tu Dios, no el mío —replicó Mansur.

—El tuyo y el mío son el mismo Dios. Sólo que lo llamamos de manera distinta.

—También es mi Dios —dijo Zama. No quería quedarse afuera—. Kulu Kulu, el Más Grande entre los Grandes.

Jim envolvió un trozo de tela alrededor de su mano herida.

—En el nombre de Kulu Kulu, entonces. Este pez es un medio para entrar en el barco holandés. Lo usaré como carta de presentación ante el sobrecargo. No es sólo el pez lo que voy a venderle, sino toda la producción de High Weald.

Una brisa del noroeste soplaba a unos diez kilómetros por hora, lo que les permitió izar la única vela de la embarcación y avanzar con rapidez hacia la bahía. Había ocho barcos anclados allí, protegidos por las armas del castillo. La mayoría de ellos estaba desde hacía semanas, y ya se habían aprovisionado bien.

Jim señaló al último en llegar.

—Han de haber pasado meses desde que tocaron tierra por última vez. Deben de estar hambrientos. Probablemente, padeciendo una epidemia de escorbuto. —Jim soltó la caña del timón y agitó los brazos en dirección a la nave—. Después de lo que nos han hecho, nos deben un mínimo de beneficios. —Todos los Courtney eran mercaderes hasta el tuétano, e incluso para el más joven de ellos la palabra "beneficio" tenía un significado casi religioso. Jim fue hacia el barco holandés. Tenía tres puentes, veinte cañones por lado, velas cuadradas, tres mástiles y era grande y muy ancho. Muy obviamente, era un barco mercante armado. Llevaba izada la insignia de la VOC y la bandera de la República de Holanda. Mientras se acercaban, Jim pudo ver los daños que las tormentas habían producido en el casco y en la obencadura. Claramente, había atravesado tempestades muy fuertes. Ya próximos a la nave, Jim pudo distinguir su nombre en la popa, escrito con letras doradas: Het Gelukkige Meeuw, La Afortunada Gaviota. Jim sonrió al considerar cuán desafortunado parecía el nombre si uno lo comparaba con el estado de la vieja embarcación. Entonces, entrecerró los ojos, sorprendido e interesado.

—¡Por el amor de Dios! ¡Mujeres! —exclamó, señalando hacia adelante—. ¡Cientos de mujeres!

Mansur y Zama se irguieron, treparon al mástil y miraron hacia la nave, protegiéndose con las manos de los rayos del sol.

—¡Tienes razón! —exclamó Mansur. Aparte de las esposas de los vecinos, de sus hijas rigurosamente vigiladas y de las rameras de las tabernas, las mujeres eran algo extraño en el Cabo de Buena Esperanza.

—Miradlas —dijo Jim, con un suspiro asombrado—. ¡Mirad esas bellezas!

Delante del palo mayor, la cubierta estaba repleta de formas femeninas.

¿Cómo sabes que son bellas? —preguntó Mansur—. Estamos demasiado lejos para saberlo. Es probable que sean viejas brujas horribles.

—No, Dios no podría comportarse de manera tan cruel con nosotros —sonrió Jim, entusiasmado—. ¡Cada una de ellas es un ángel divino! ¡Lo sé!

Había un pequeño grupo de oficiales en el alcázar y grupos de marineros que ya estaban reparando la obencadura y pintando el casco. Pero los tres jóvenes que iban en el esquife sólo tenían ojos para las figuras femeninas que había en la cubierta de proa. Una vez más, percibieron el desagradable olor que venía del barco, y Jim exclamó horrorizado:

—¡Tienen grilletes en las piernas!

Él tenía los ojos más aguzados de los tres y había visto que las mujeres caminaban con torpeza por la cubierta, en filas de una, con el paso dificultoso de los cautivos encadenados.

—¡Convictas! —dijo Mansur—. ¡Tus ángeles divinos son prisioneras! Más horribles que el pecado.

Ya podían distinguir los rasgos de algunas de esas criaturas sucias, con cabellos grises y grasosos, bocas sin dientes, pieles pálidas y rugosas, ojos hundidos y, en los rostros más miserables, las ronchas y las magulladuras del escorbuto. Las mujeres miraban el bote que se aproximaba con ojos indiferentes y desesperanzados, que no mostraban emoción ni interés alguno.

Incluso los instintos lascivos de Jim se vieron enfriados, éstos ya no eran seres humanos, sino animales golpeados y abusados. Sus vestimentas de tela áspera estaban raídas y sucias. Obviamente, no se las habían quitado en ningún momento desde su partida de Ámsterdam, dada la carencia de agua para lavar no sólo sus ropas sino también sus cuerpos. En la bita del palo mayor y en el castillo de proa había guardias armados con mosquetes, vigilando la cubierta. Cuando el esquife se aproximó, un cabo de mar vestido con un chaquetón azul fue corriendo hacia un costado del barco y se colocó un megáfono sobre los labios.

—¡Deteneos! —gritó en holandés—, éste es un buque cárcel. ¡Manteneos alejados o abriremos fuego!

—Ese hombre está hablando en serio, Jim —dijo Mansur—. Será mejor que nos alejemos.

Jim ignoró la sugerencia y levantó uno de los pescados.

—¡Vars vis! Pescado fresco —gritó—. Recién pescado en el mar, hace sólo una hora. —El hombre de la barandilla vaciló y Jim sintió que esa era la oportunidad que había venido a buscar—. ¡Mirad éste! —Señaló el enorme pescado que ocupaba casi todo el esquife—. ¡Un dentón del Cabo! ¡El más delicioso de los pescados marinos! ¡Hay suficiente aquí para alimentar a todos los tripulantes por una semana!

—¡Esperad! —gritó el hombre, y luego fue a paso rápido por la cubierta, hasta donde estaba el grupo de oficiales. Hubo una breve discusión, y luego el hombre volvió hacia la barandilla—. ¡Bien, venid! ¡Pero manteneos alejados de la proa! ¡Enganchad el esquife a las cadenas de popa!

Mansur bajó la pequeña vela y los tres remaron por el costado del barco. Había tres marineros en la barandilla, apuntando sus mosquetes en dirección al bote.

—¡No hagáis ningún movimiento en falso! —advirtió el cabo—. ¡El premio será una bala en vuestras barrigas!

Jim sonrió, intentando congraciarse, y mostró sus manos vacías.

—¡Nuestra intención es pacífica, Mijnheer! Sólo somos pescadores honestos.

Jim seguía fascinado por las filas de mujeres encadenadas y miró hacia ellas con una mezcla de asco y lástima. Las criaturas se movían torpemente hacia una barandilla cercana. Luego se concentró en el esquife. Lo maniobró con floreos propios de un marino, y Zama le arrojó la boza a un marinero que estaba esperando encima, aferrado a las cadenas.

El sobrecargo del navío, un hombre calvo y regordete, asomó su cabeza por el costado para inspeccionar las mercancías en oferta. El tamaño del dentón del Cabo pareció impresionarlo.

—Negociar a los gritos no es lo mejor. Ven aquí, para que podamos conversar —invitó el sobrecargo, ordenándole a un marinero que dejara caer una escala de cuerdas por el costado. Jim no vaciló. Trepó con agilidad y aterrizó en la cubierta, junto al sobrecargo, con un golpe de sus pies descalzos.

—¿Cuánto por el grandote? —La pregunta del sobrecargo era ambigua y mientras la pronunciaba echó una mirada de pederasta sobre el cuerpo de Jim. Lindo pedazo de carne, pensó, mientras estudiaba el pecho y los brazos musculosos y las piernas largas y bien formadas, lampiñas y bronceadas por el sol.

—Quince florines de plata por todos nuestros pescados —dijo Jim, enfatizando la última palabra. El interés del sobrecargo en él era evidente.

¿Te has escapado de un manicomio? —respondió el sobrecargo—. Tú, tus pescados y esa balsa sucia no valen ni la mitad de esa suma.

—El bote y yo no estamos en venta —afirmó Jhim, un experto en regatear. Su padre lo había entrenado muy bien. No tenía ningún problema en aprovechar las preferencias sexuales del sobrecargo para obtener ventajas. Finalmente acordaron un precio de ocho florines.

—Quiero quedarme con los pescados más chicos para dárselos a mi familia —dijo Jim, y el sobrecargo rió entre dientes.

—Tú sí que sabes negociar, kerel. —El hombre escupió su mano derecha y la extendió. Jim hizo lo mismo y las estrecharon para cerrar el trato.

El sobrecargo sostuvo la mano de Jim más tiempo del necesario.

—¿Qué otra cosa tienes para venderme, joven padrillo? —dijo, guiñándole un ojo a Jim y pasando la lengua por sus labios gordos y agrietados por el sol.

Jim no le respondió de inmediato, sino que fue hacia la barandilla para observar cómo la tripulación de la Het Gelukkige Meeuw bajaba una red de carga hacia el esquife. Con enorme esfuerzo, Mansur y Zama deslizaron sobre ella al enorme pescado. Luego, la red fue alzada y colocada sobre cubierta. Jim se volvió hacia el sobrecargo.

—Puedo venderos todas las hortalizas que queráis. Papas, cebollas, calabazas, fruta. Todo lo que queráis, a la mitad del precio que os cobrará la Compañía si le compráis el fruto de sus granjas.

—Sabes muy bien que la VOC tiene el monopolio —objetó el hombre—. Tengo prohibido comprarles a comerciantes privados.

—Eso se puede arreglar con algunos florines en el bolsillo indicado.

—Jim se tocó la nariz. Todo el mundo sabía que, en el Cabo de Buena Esperanza, era muy fácil aplacar el ímpetu vigilante de los oficiales de la Compañía. En las colonias, la corrupción era un modo de vida.

—Muy bien. Tráeme la mejor mercadería que tengas —dijo el sobrecargo, mientras depositaba una mano afectuosa sobre el brazo de Jim—. Pero que no te descubran. Nadie se sentiría feliz si arruinaran a latigazos la espalda de un lindo muchacho como tú. —Jim se soltó la mano del otro sin que el gesto resultara rudo. Nunca había que incomodar a un cliente. De pronto, se oyó una súbita agitación en la cubierta de proa. Jim, agradecido por la oportunidad de escapar de las manos sudorosas y regordetas del sobrecargo, miró por sobre sus hombros.

El primer grupo de prisioneras estaba siendo conducido hacia abajo, mientras un nuevo grupo aparecía en cubierta para su ejercicio matinal. Jim miró a la muchacha que encabezaba esta nueva fila de cautivas. Su respiración comenzó a agitarse y los latidos de su corazón retumbaban en su interior. Era una muchacha alta, pero delgada y pálida por culpa de las privaciones. Llevaba un vestido raído, con un dobladillo tan gastado que podían verse sus rodillas a través de los agujeros. Sus piernas eran flacas y huesudas, igual que sus brazos, faltos de carne por culpa del hambre. Bajo esa tela informe, su cuerpo parecía el de un muchacho; carecía de las prominencias y los contornos redondeados propios de una mujer. Pero Jim no estaba mirando su cuerpo, sino su rostro.

Su cabeza era pequeña, pero estaba graciosamente posada sobre su largo cuello, como un tulipán no florecido sobre su tallo. Su piel era pálida y sin manchas, tan fina que Jim podía ver la forma de sus pómulos. Aun en circunstancias tan terribles, estaba claro que ella había hecho un gran esfuerzo para evitar hundirse en el fango de la desesperación. Llevaba el cabello recogido hacia atrás, atado con una gruesa soga que caía encima de uno de sus hombros. De alguna manera, la muchacha había logrado conservarlo limpio y peinado. El cabello, fino como seda china y refulgente como un florín de oro bajo el rayo del sol, le llegaba casi hasta la cintura. Pero fueron los ojos de la joven los que hicieron que Jim dejara de respirar por un minuto. Eran azules, del mismo color del cielo africano en verano. Cuando ella lo miró por primera vez, se abrieron bien grandes. Sus labios se separaron y Jim pudo ver sus dientes, blancos, lisos y en hileras perfectas. La muchacha se detuvo de pronto, y la mujer que venía detrás tropezó con ella. Ambas perdieron el equilibrio y a punto estuvieron de caerse. Sus grilletes produjeron un ruido metálico al golpearse, y la otra mujer la empujó hacia delante con rudeza, maldiciéndola con su jerga portuaria.

—¡Vamos, princesa, mueve tu lindo trasero!

La muchacha pareció no oírla.

Uno de los carceleros se plantó delante de ella.

—¡Vamos, vaquillona imbécil, camina, camina! —Con una soga anudada en un extremo, le pegó en la parte superior del brazo desnudo, produciéndole una mancha rojiza. Jim tuvo que hacer un gran esfuerzo para no correr a protegerla, pero el guardia que estaba más cerca percibió su intención y apuntó su mosquete en dirección al joven, quien dio un paso atrás. Sabía que, a esa distancia, un disparo lo partiría en pedazos. Pero la muchacha también percibió el gesto, y reconoció algo en él. Avanzó torpemente hacia adelante, masajeándose la herida y con sus ojos llenos de lágrimas por el dolor que le había provocado el latigazo. Mientras caminaba, la muchacha dejó sus encantadores ojos fijos en el rostro de Jim, que permanecía inmóvil sobre la cubierta. Él sabía que era peligroso e inútil hablarle, pero las palabras surgieron igual, antes de que él pudiera morderse la lengua:

—Te han estado hambreando —dijo con tono compasivo.

Una pálida sonrisa apareció en los labios de la muchacha, que no dio ninguna otra señal de haberlo oído. Pero entonces la vieja bruja que estaba detrás de ella en la fila la azuzó otra vez:

—Nada de penes juveniles para vos, Alteza. Tendréis que usar los dedos. Vamos, adelante.

La muchacha siguió avanzando, alejándose de Jim.

—Permíteme que te dé un consejo, kerel —dijo el sobrecargo por detrás de su hombro—. No intentes hacer nada por una de estas putas. Hacerlo es el camino más fácil para llegar al infierno.

Jim se forzó a sonreír.

—Soy valiente, pero no estúpido. —El muchacho extendió su mano y el sobrecargo depositó ocho monedas de plata sobre su palma. Luego pasó una pierna por sobre la barandilla—. Mañana os traeré las hortalizas. Luego, quizá podamos ir juntos a tierra para beber aguardiente en una de las tabernas.

Mientras bajaba hacia el esquife, Jim murmuró sin que el otro lo oyera:

—O podría romperte el cuello y esas piernas regordetas que tienes.

El muchacho tomó su lugar junto a la caña del timón.

—¡Desamarrad el bote! ¡Izad la vela! —le ordenó a Zama, mientras buscaba posición para que el viento lo impulsara. Avanzaron todo a lo largo de la Meeuw. Las puertecillas de las troneras estaban abiertas, para dejar entrar luz y aire a las cubiertas de las baterías. Jim miró la más cercana cuando pasaron junto a ella. La cubierta, fétida y repleta, era una visión infernal, y el olor apestoso pareció surgir de un chiquero o de una letrina. Cientos de seres humanos habían sido arrojados en ese espacio bajo y angosto durante meses, sin interrupciones.

Jim desvió la mirada y levantó los ojos hacia la barandilla del navío. Seguía buscando a la muchacha pero no confiaba demasiado en encontrarla. Su corazón dio un salto cuando vio que esos ojos increíblemente azules lo estaban mirando. A la cabeza de la fila de prisioneras, la muchacha caminaba con dificultad junto a la barandilla, cerca de la proa.

—¡Tu nombre…! ¿Cuál es tu nombre? —preguntó Jim con urgencia. En ese momento, saber su nombre era para él lo más importante del mundo.

El viento se llevó su respuesta, pero el joven pudo leerla en los labios de la muchacha:

—Louisa.

—¡Volveré, Louisa, confía en mí! —gritó imprudentemente, y ella lo miró sin expresión alguna. Luego, él hizo algo más peligroso aún. Sabía que era una locura, pero ella estaba hambrienta. Tomó uno de los pescados que se había guardado. Pesaba unos cinco kilos, pero él lo arrojó con destreza. Louisa lo agarró con las dos manos, mostrando su hambre y su desesperación. La grotesca ramera que iba detrás de ella saltó hacia adelante e intentó quitárselo. De inmediato, tres o cuatro mujeres más intentaron hacer lo mismo y comenzaron a pelear por el pescado, como una manada de lobos salvajes. Los carceleros se apresuraron a separarlas, dándoles con el látigo. Jim se volvió asqueado, con su corazón atravesado por la compasión y por otra emoción que no reconoció, porque nunca antes la había experimentado.

Los tres muchachos siguieron adelante en silencio, pero no pasaban dos o tres minutos sin que Jim se diera vuelta para mirar el buque carcelero.

—No puedes hacer nada por ella —dijo finalmente Mansur—. Olvídala, primo. Está fuera de tu alcance.

El rostro de Jim expresó la furia y la frustración que sentía.

—¿Eso piensas? ¡Tú crees saberlo todo, Mansur Courtney! ¡Ya lo veremos! ¡Ya lo veremos!

En la playa, un muchacho guiaba a una fila de mulas, listo para ayudarlos a arrastrar el esquife.

—¡No os quedéis ahí, como un par de cormoranes secándose al sol! ¡Bajad la vela! —gritó Jim, dirigiendo su furia hacia quienes tenía más cerca.

Se quedaron en la primera línea de la rompiente, apoyados en los remos, esperando la ola adecuada. Cuando Jim la vio venir, gritó:

—¡Vamos, ésta es! ¡Remad, remad!

El agua golpeó la popa y, después de un instante de confusión, comenzaron a navegar la rizada ola verde, avanzando con rapidez hacia la playa. La ola los levantó bien alto y luego los hizo encallar. Los muchachos saltaron del bote y, cuando llegó el joven con sus mulas, amarraron a la embarcación la cadena que les arrojó. Luego corrieron junto a las mulas, gritándoles para hacerlas avanzar, hasta que llevaron el bote más allá de la línea de la marea alta. Entonces soltaron la amarra.

—Necesitaré las mulas otra vez mañana al amanecer —le dijo Jim al muchacho—. Tenlas listas.

—¿De modo que mañana volveremos a ese barco infernal? —preguntó Mansur, aburrido.

—Les llevaremos un cargamento de hortalizas —dijo Jim, fingiendo inocencia.

—¿Qué les pedirás a cambio? —preguntó Mansur con la misma falsa indiferencia. Jim golpeó levemente el brazo de su primo y luego los dos corrieron a treparse en el anca desnuda de las mulas. Jim miró por última vez la bahía, hacia el barco de prisioneras, y luego fueron por la costa de la laguna, colina arriba, hasta los edificios blancos de la finca, el almacén y la residencia que Tom Courtney había bautizado "High Weald", en homenaje a la gran mansión de Devon donde él y Dorian habían nacido, y que ninguno de ellos había vuelto a ver en muchísimos años.

El nombre era lo único que ambas casas tenían en común. Ésta estaba construida con el estilo del Cabo. El techo estaba bardado con cañas. El famoso arquitecto holandés Anreith había diseñado las bellas terminaciones con gabletes y el pasaje abovedado que conducía al patio central. El emblema familiar era un cañón con su carro, un listón debajo y las letras CCCH, correspondientes a la Compañía de Comercio Courtney Hermanos. En un panel separado podía leerse "High Weald, 1711". La casa había sido construida en el año del nacimiento de Mansur y de Jim.

Mientras caminaban parloteando por el pasaje, en dirección al patio de canto rodado, Tom Courtney venía caminando con pasos pesados por la puerta principal del almacén. Era un hombre fornido, que medía más de un metro ochenta. Su espesa barba negra tenía algunos cabellos plateados, y en su coronilla los pelos brillaban por su ausencia. Sin embargo, unos rulos gruesos la rodeaban y bajaban por su cuello. Su vientre, alguna vez liso y duro, había adquirido un tamaño magistral. Sus rasgos duros eran atemperados por una boca sonriente y unos ojos que expresaban el buen humor de un hombre confiado y próspero.

—¡James Courtney! ¡Te fuiste hace tanto tiempo que ya olvidé cómo eras! ¡Qué bueno que hayas venido! No quiero molestaros, ¿pero alguno de vosotros piensa trabajar hoy?

Jim, sintiéndose culpable, encorvó sus hombros.

—Faltó poco para que un barco holandés nos echara a pique. Luego pescamos un dentón del Cabo rojo del tamaño de un caballo. Luchamos dos horas con él. Teníamos que sacarlo para vendérselo a uno de los barcos que están en la bahía.

—¡Por el amor de Dios, muchacho, habéis tenido una mañana ajetreada! No me contéis el resto. Dejadme adivinar: os atacó un barco de guerra francés y luego un hipopótamo herido. —Tom lanzó una carcajada ante esa muestra de ingenio—. ¿Y cuánto obtuvieron por ese dentón del Cabo grande como un caballo?

—Ocho florines de plata.

Tom emitió un largo silbido.

—Ha de haber sido un verdadero monstruo. —Luego se puso serio.

—Pero no es una excusa, hijo. No os di el día libre. Debíais haber estado aquí hace un par de horas.

—Estuve regateando con el sobrecargo del barco holandés —le dijo Jim—. Nos comprará un cargamento de provisiones. Y a un buen precio, papá.

Una expresión de admiración se dibujó en el rostro de Tom.

—No has perdido el tiempo, al parecer. Bien hecho, hijo.

En ese momento, una mujer atractiva, casi tan alta como Tom, apareció por la puerta de la cocina, en el otro extremo del patio. Llevaba el cabello atado con un rodete en la parte superior de la cabeza y la blusa arremangada, dejando ver sus brazos bronceados por el sol africano.

—¡Tom Courtney! ¿No te das cuenta de que el pobre niño no ha desayunado siquiera? Déjalo comer algo antes de seguir reprendiéndolo.

—¡Sarah Courtney! —respondió Tom, también con un grito—. Este hijo tuyo ya no tiene cinco años.

—También es hora de tu almuerzo —respondió Sarah—. Yasmini, las niñas y yo hemos pasado toda la mañana junto al horno, como esclavas. ¡Vamos, venid todos vosotros!

Tom levantó las manos, en señal de capitulación.

—Sarah, eres una tirana, pero con el hambre que tengo me comería un búfalo entero, incluyendo los cuernos —dijo. Tom bajó de la galería y pasó un brazo por los hombros de Jim y el otro por los de Mansur, guiándolos hacia la cocina, donde Sarah los esperaba con los brazos enharinados hasta el codo.

Zama tomó a las mulas y comenzó a llevarlas rumbo a los establos.

—Zama, dile a mi hermano que estamos esperándolo para almorzar.

—¡Comprendido, Oubaas! —Zama le hablaba al patrón de High Weald en un tono que denotaba el mayor de los respetos.

—En cuanto hayas terminado de comer, vuelve aquí con todos los hombres —le ordenó Jim—. Tenemos que recoger y empaquetar el cargamento de hortalizas para llevar mañana a La Gaviota Afortunada.

La cocina estaba repleta de mujeres, la mayoría de ellas esclavas libertas, mujeres de piel dorada, javanesas originarias de Batavia.

Sarah fingió su enojo.

—No seas bobo, James —pero se sonrojó de placer cuando su hijo la levantó y la besó en ambas mejillas—. Suéltame ya mismo, déjame trabajar.

—Si tú no me amas, tengo a la tía Yassie, que sí me ama. —Jim fue hacia la mujer delicada y encantadora que estaba envuelta en el abrazo de su hijo.

—¡Vamos, Mansur! Es mi turno. —Jim levantó a Yasmini y la libró del abrazo de su primo. La mujer llevaba una falda y una blusa hecha con una seda de color muy vívido. Yasmini era delgada y liviana como una niña. Su piel parecía hecha con ámbar resplandeciente, y sus ojos eran oscuros como el ónix. El brillo níveo en la parte frontal de su denso cabello negro no era un signo de la edad: esa dulce mujer había nacido con el mechón blanco, igual que su madre y su abuela antes que ella.

Con las mujeres zangoloteando en torno a ellos, los hombres se sentaron a la larga mesa de madera amarilla, repleta de platos y de bandejas. Había platos de curry al estilo malayo, con aroma a carne de carnero y a especias, huevos y yogur, un enorme pastel hecho con papas y con la carne de la gacela sudafricana que Jim y Mansur habían cazado en la estepa, hogazas de pan recién salido del horno, cazuelas de cerámica con manteca amarilla, jarras con leche ácida y cerveza floja.

—¿Dónde está Dorian? —preguntó Tom desde la cabecera de la mesa—. ¡Otra vez tarde!

—¿Alguien me estaba buscando? —Dorian apareció en la cocina, todavía delgado y atlético, atractivo y agraciado, con una masa de rizos rojos en la cabeza que rivalizaban con los de su hijo. Llevaba botas altas de equitación, llenas de polvo hasta las rodillas, y un sombrero ancho de paja. El hombre arrojó el sombrero de un lado al otro del salón y las mujeres lo festejaron con un coro alegre.

—¡Silencio, todos! ¡Parecen una bandada de gallinas cuando el zorro entra en el corral! —bramó Tom. Los ruidos cedieron casi imperceptiblemente—. Vamos, Dorry, ven a sentarte antes de volver locas a estas mujeres. Estamos aquí para escuchar la historia del dentón del Cabo gigante que pescaron los muchachos, y el negocio que han cerrado con el barco de la VOC anclado en la bahía.

Dorian se sentó al lado de su hermano, y hundió el filo de su cuchillo en el pastel de gacela. Cuando una nube de vapor aromático se elevó hacia las vigas del techo, se produjo un suspiro colectivo de aprobación. Sarah comenzó a servir la comida en los platos azules con motivos chinos, y las chanzas de los hombres y las risas de las mujeres resonaban en el salón.

—¿Qué ha hecho mal el pequeño Jim? —preguntó Sarah, elevando su voz en medio del pandemonio.

—Nada —dijo Tom antes de llevarse el segundo trozo a la boca. Luego miró con agudeza a su hijo—. ¿Verdad?

Poco a poco, las voces se fueron apaciguando, y todo el mundo comenzó a mirar a Jim.

—¿No comes, hijo? —preguntó Sarah. El enorme apetito que solía mostrar Jim era casi una leyenda familiar—. Creo que necesitas una dosis de azufre y melaza.

—No me pasa nada. No tengo hambre, eso es todo. —Jim bajó la vista hacia el pastel que casi no había tocado, y luego miró a los comensales.

—No me miren así. No voy a morirme. Sarah no apartó la vista de su hijo.

—¿Qué ocurrió hoy?

Jim sabía que su madre podía ver en su interior, como si él fuera de vidrio transparente. Se puso de pie.

—Les pido disculpas —dijo, volviendo a poner su banco en su lugar y yéndose hacia el patio.

Tom se puso de pie para seguirlo, pero Sarah sacudió la cabeza.

—Déjalo ser, esposo —dijo. Sólo una persona podía darle órdenes a Tom Courtney, quien volvió a sentarse. En contraste con el clima que había reinado hasta un momento antes, el salón se hundió en un pesado silencio.

Sarah miró hacia el otro extremo de la mesa.

—¿Qué ocurrió hoy, Mansur?

—El barco está lleno de prisioneras. Mujeres encadenadas, hambreadas y maltratadas. La nave huele como un chiquero —dijo Mansur, con una mezcla de asco y compasión. Otra vez sobrevino el silencio, cuando todos imaginaron la escena que acababa de pintar Mansur.

Entonces, Sarah dijo suavemente:

—Y una de las mujeres a bordo era joven y hermosa.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Mansur, mirando a su tía con asombro.