AMOR EN UNA CHOZA, con agua y un mendrugo
de pan —¡perdónanos, Amor!—, es mero polvo
y cenizas. Amor en un palacio puede
resultar un suplicio más cruel que el ayuno
de un ermitaño. Este es un cuento fantástico
del país de las hadas, difícil de entender
para los no elegidos. Si Licio mismo hubiese
transmitido la historia, podría haber pensado
mejor su moraleja o la habría entendido
perfectamente: pero fue tan breve su dicha
que no llegó a engendrar el recelo y el odio
que convierten la voz en un silbido.
De noche, Amor, celoso de pareja
tan perfecta, miraba con ojos centelleantes,
y batía las alas con un enorme estruendo
desde lo alto de la puerta de la alcoba,
iluminando el suelo del pasillo.
Todo esto condujo al desastre. Yacían,
en un atardecer, ella y él en su lecho
—que parecía un trono— junto a unos cortinajes
de tela vaporosa hilada en oro
que flotaban, mostrando sin velos el azul
limpio y claro del cielo estival, entre dos
fustes de mármol. En aquel lugar
que el uso había vuelto tan grato, con los ojos
cerrados (salvo un mínimo resquicio que el amor
mantenía entreabierto, para que ambos pudieran
verse incluso dormidos), reposaban felices
cuando de la ladera de una colina próxima,
ahogando el canto de las golondrinas,
estalló una fanfarria de trompetas.
Licio se estremeció, los sonidos se fueron,
pero dejaron un pensamiento, un zumbido
en su cabeza. Y por primera vez
desde que se instaló en aquella mansión
de púrpura y pecado, su espíritu traspuso
sus áureos aposentos y fue en busca del ruido
mundanal del que tanto había renegado.
La dama, siempre atenta y vigilante,
vio esto con dolor, sospechando que él
deseaba algo más, mucho más que el imperio
de goces que ella daba, y empezó a suspirar
y a gemir, porque él se alejaba de ella,
sabiendo bien que un simple pensamiento
puede ser el tañido fúnebre de un amor.
—¿Por qué suspiras, linda criatura?
—susurra él.
—¿Por qué crees tú? —responde ella,
con ternura—. Me has abandonado.
¿Dónde estoy yo ahora? Ya no en tu corazón,
mientras esa inquietud pese sobre tu frente.
No, no. Me has rechazado, y fuera de tu pecho
no tengo casa, ¡ay! Tiene que ser así.
Él contesta, mirándose, diminuto, en sus ojos
como en un paraíso:
—¡Mi lucero de plata,
vespertino y del alba! ¿Por qué te manifiestas
desatendida y triste en tanto yo me afano
en que mi corazón se tiña de un carmín
más intenso y aún sangre más la herida?
¿Cómo trabar, aprisionar, fundir
tu alma con la mía y tenerte encerrada
en este laberinto, lo mismo que el perfume
se esconde en el capullo de una rosa?
¡Vamos, un beso tierno! ¡Fuera esas grandes penas!
Mis pensamientos, ¿quieres conocerlos?
Escucha. No hay mortal que haya obtenido un triunfo
que, para confusión y asombro de la gente,
no exhiba, majestuoso y triunfal, su trofeo:
así me sentiría yo de feliz mostrándote
en medio del clamor ronco de los corintios.
¡Que rabien mis rivales y aplaudan mis amigos
cuando nuestra carroza nupcial haga girar sus radios
resplandecientes por las calles atestadas!
La mejilla de Lamia se estremece. Ella nada
dice, y, pálida, humilde, se arrodilla ante él,
derramando un torrente de lágrimas amargas,
y le implora, doliente, apretando la mano
de él entre las suyas, que cambie de opinión.
Arde más él, perverso, deseando rendir
la tímida y salvaje naturaleza de ella
y asociarla a su plan. Y, por si fuera poco,
a pesar de su amor y de su buena índole,
no deja de sentir un placer nuevo y dulce
ante el dolor de ella, con lo que su pasión
adquiere tintes crueles, feroces, sanguinarios,
tanto cuanto es posible en alguien cuya frente
no alberga negras venas susceptibles de hincharse.
Majestuosa era su atemperada furia:
tal parecía Apolo a punto de golpear
a la serpiente —¿he dicho serpiente? No lo era
ya, por cierto—. Inflamada de amor por su tirano,
totalmente sumisa, consintió en que su amante
la condujese al ara nupcial. En el silencio
de la noche, dijo él:
—Seguramente
posees un dulce nombre, aunque nunca, a fe mía,
quise saber cuál era, pensando que no eras
mortal, sino de estirpe divina, y aún lo creo.
¿Acaso existe un nombre mortal digno de ti,
de tu resplandeciente forma? ¿Tienes amigos
o parientes en nuestras ciudades terrenales
que puedan compartir con nosotros banquete
de himeneo y nupcial alegría?
—No tengo
ningún amigo —dijo Lamia—, ni uno siquiera.
En la vasta Corinto no me conoce nadie.
Los huesos de mis padres reposan sepultados
en polvorientas urnas donde ningún incienso
se quema. De su estirpe lamentable
solo estoy viva yo, que descuido por ti
los santos ritos fúnebres. Invita tú al gentío
que quieras, pero si, como ahora parece,
posas en mí tus ojos con placer, no convoques
al anciano Apolonio; mantenme oculta de él.
Perplejo ante tan vagas y herméticas palabras,
Licio quiso indagar más, pero ella lo evitó,
fingiendo que dormía, y a él lo invadió al instante
la torpe sombra de un profundo sueño.
Era entonces costumbre conducir a la novia
desde su casa, a la hora del rojizo crepúsculo,
velada, sobre un carro, tapizando de flores
el camino, con teas, y canciones nupciales,
y demás comitivas; pero la bella Lamia
carecía de amigos. Así que, una vez sola
(Licio se había ido a invitar a sus deudos),
sabiendo que jamás podría reprimirse
el deseo de pompa en un corazón loco,
se puso ella a pensar en cómo convertir
su desgracia en el fausto que la ocasión pedía.
Se desconoce cómo y de dónde vinieron
y quiénes fueron sus sutiles servidores,
pero el hecho es que en torno a las salas, a un lado
y al otro de las puertas, se escuchó un ruido de alas,
y el salón del banquete resplandeció de pronto
con la gracia elegante de unos airosos arcos.
Una música mágica, solo punto de apoyo
del fantástico techo, gemía sin cesar,
temiendo que el encanto fuera a desvanecerse.
Unas tallas en cedro, imitando un conjunto
de palmeras y plátanos, se unían en el centro,
viniendo de ambos lados, en honor de la novia.
Dos palmeras, y luego dos plátanos, y así
de forma sucesiva, enlazando sus troncos
a lo largo de todas las naves de la sala,
y, debajo, un torrente de luces que corría
de pared a pared, sirviendo de escenario
a un festín nunca visto de exquisitos aromas.
Regiamente vestida, pálida y taciturna,
iba y venía Lamia, feliz en su desgracia,
por el salón, dando órdenes a invisibles sirvientes
para que enriquecieran con adornos espléndidos
cada hornacina, cada rincón. Eran de mármol
liso los muros, luego jaspeados,
y aquí y allá surgían miniaturas
de árboles trepadores que enlazaban sus ramas
con las de los más grandes en primorosa mezcla.
Aprobó Lamia todo y desapareció,
cerrando con cerrojo la estancia silenciosa,
lista para el grosero regocijo,
cuando los detestables invitados
vinieran a turbar su soledad.
Nació el día y con él todos los comadreos.
¡Licio insensato! ¡Loco! ¿Por qué muestras
a ojos vulgares tus secretas pérgolas,
mofándote de aquel destino silencioso
que te dio horas felices de intimidad ardiente?
La turba de invitados se aproxima: ninguno
deja de sorprenderse al llegar al portal,
pues harto conocían la calle desde niños
y nunca habían visto en ella una mansión
tan bella y tan lujosa, ni un pórtico tan regio.
Así que, sorprendidos, ávidos y curiosos,
van desfilando todos, salvo uno, que discurre
con paso lento y firme y todo lo escudriña
con mirada severa: no es otro que Apolonio.
Se dibujaba en él una sonrisa, como
si algún enmarañado problema que ocupara
su paciente atención hubiese comenzado
a resolverse tal y como había previsto.
Entre la algarabía, se encontró en el vestíbulo
con su joven discípulo.
—No es norma habitual,
querido Licio —dijo—, que un huésped no invitado
imponga su presencia, y que su aparición
indeseada enturbie el brillante concurso
de tu joven tropel de amigos. Pero debo
cometer esta falta; tú sabrás disculparla.
Licio se sonrojó y condujo al anciano
por puertas interiores de par en par abiertas,
tratando de mutar en dulce leche,
a fuerza de palabras corteses y amigables,
la bilis del sofista.
La sala del banquete
era de una opulencia suntuosa, invadida
toda ella de perfumes y esplendor:
ante cada panel refulgente humeaba
un incensario lleno de mirra y de aromáticas
maderas, sostenido cada uno
por un sagrado trípode, cuyas sutiles patas
reposaban encima de mullidas alfombras
de lana, de manera que cincuenta espirales
de humo de cincuenta incensarios se alzaban,
ligeras, hasta el techo, reflejándose
sus nubes de fragancia en los espejos
de las paredes; doce mesas de forma esférica,
junto a asientos de seda redondos, que se erguían
a la altura del pecho de un hombre y descansaban
en garras de leopardo, soportaban el oro
macizo de las copas y vasos, y tres veces
lo que contiene el cuerno de Ceres; y en inmensas
vasijas se vertía el vino, procedente
de sombríos toneles, con alegre fulgor.
Así estaban las mesas, listas para el banquete,
cada una con un dios engastado en su centro.
Después de que sintieran todos los invitados
el placer de una esponja fresca sobre sus pies
y manos, exprimida por esclavos en una
antesala, y hubiesen ungido sus cabellos
ceremoniosamente con aceites fragantes,
entraron con sus túnicas blancas en el salón
del banquete, y allí se tendieron en lechos
de seda, preguntándose de dónde procedía
todo aquel fastuoso derroche de riqueza.
Una música suave suavizaba la atmósfera
y se superponía al armonioso griego
de las conversaciones, en voz baja al principio,
cuando apenas se había bebido, pero cuando
el bendito licor invadió los espíritus,
se oyeron más y más las voces, y más fuerte
sonaron los acordes de briosos instrumentos.
El regio colorido, la sala gigantesca
con sus esplendorosos tapices, el soberbio
lujo del techo, el néctar seductor,
las hermosas esclavas y aun la propia
Lamia se proyectaron ante todos los ojos.
Cuando el vino produce su sonrosado efecto,
liberando a las almas de sus humanos vínculos,
nada parece extraño; pues el alegre y dulce
vino hace que las sombras de los Campos Elíseos
no sean demasiado hermosas ni divinas.
Pronto Baco alcanzó su apogeo; la sangre
ascendió a las mejillas de todos, y los ojos
brillaron con un doble resplandor.
Fue entonces cuando, en cestas de reluciente mimbre
llenas a rebosar, trajeron todo tipo
de guirnaldas con flores olorosas del valle
y hojarasca de árboles del bosque
para que, si querían, pudiesen adornarse
todos los invitados, que yacían en lechos
de seda.
¿Qué corona tendrá Lamia? ¿Cuál Licio?
¿Cuál el sabio Apolonio? Sobre la dolorosa
frente de Lamia cuelga una de hojas de sauce
y lengua de serpiente[11]; en cuanto al joven, ¡rápido,
quitadle el tirso[12], para que puedan sumergirse
sus ojos vigilantes en el olvido!; en cuanto
al sabio, que la hierba de punta y el malévolo
cardo libren combate en sus sienes. ¿Acaso
no retroceden todos los placeres
al contacto de la fría filosofía[13]?
Antaño, el arco iris inspiraba temor
en el cielo; hoy, en cambio, al conocer su trama,
su textura, se encuentra en el catálogo
de las cosas vulgares. Pues la filosofía
no duda en cercenar las alas de los ángeles,
en descifrar misterios con líneas y con reglas,
en vaciar el aire de magia y a las minas
de sus habituales gnomos, en deshacer
el arco iris como deshizo el tierno cuerpo
de Lamia y la fundió con una sombra.
Licio, feliz, sentado en el lugar de honor
solo tenía ojos para Lamia hasta que,
saliendo de su trance amoroso, tomó
una copa repleta hasta los bordes,
buscó, en el lado opuesto de la mesa,
la mirada fruncida de su antiguo maestro
y brindó a su salud. El filósofo calvo
mantenía la vista fija, sin ningún guiño,
en la angustiada novia, intimidando
su belleza, inquietando su delicado orgullo.
Entonces cogió Licio con devoción la mano
de ella, que reposaba, pálida, en un triclinio
rosado: estaba helada, y el frío se extendió
por las venas de él; y luego, de repente,
sintió cómo la mano de Lamia estaba ardiendo,
y un calor anormal le invadió el corazón.
—¿Lamia, qué significa esto? ¿Por qué te turbas?
¿Conoces a ese hombre?
Lamia no respondía.
Él la miró a los ojos, y ni un ápice
de piedad halló en ellos a su ruego
de triste enamorado. Más y más la miró,
con los sentidos cada vez más tambaleantes:
un insaciable hechizo sorbía su hermosura:
aquellos ojos ya nada reconocían.
—¡Lamia! —gritó. Ninguna tierna voz
le respondió. La gente oyó el grito: el murmullo
de la fiesta cesó; languideció la música;
el mirto[14] en mil coronas se agostó.
Lentamente se fueron apagando palabras,
laúdes y placeres; poco a poco fue haciéndose
un sepulcral silencio, hasta que pareció
sentirse allí una horrible presencia, y se erizaron
de terror los cabellos de los huéspedes todos.
—¡Lamia! —clamó más fuerte, y nada salvo el triste
eco de semejante grito rompió el silencio.
—¡Márchate, sueño inmundo! —clamó él, contemplando
de nuevo el rostro de la novia, donde
no recorría ya vena azulada alguna
las sienes, ni ningún dulce rubor teñía
Jas mejillas, ni había pasión que iluminase
la mirada perdida en el vacío: todo
se había marchitado, y Lamia, sin belleza,
no era más que una sombra mortecina.
—¡Cierra esos engañosos ojos, hombre implacable
¡Apártalos, canalla! O que, en justa sentencia,
los dioses todos, cuyas pavorosas imágenes
representan aquí su figura invisible,
te los agujereen con la espina de una
dolorosa ceguera, abandonándote
en chochez temblorosa, desvalido
ante cualquier temor de tu conciencia,
por haber desafiado su poder tanto tiempo,
por todos tus sofismas orgullosos e impíos,
por tu prohibida magia y tus viles embustes.
¡Mirad a ese canalla de barba gris, corintios!
¡Mirad cómo sus párpados sin pestañas acechan
en sus ojos diabólicos! ¡Ved cómo se marchita
mi dulce amada ante su poderío!
—¡Necio! —dice el sofista, en voz baja, con acre
desprecio. La respuesta de Licio es un gemido
agonizante cuando, perdido y pesaroso,
se derrumba a la vera del doliente fantasma.
—¡Necio, necio! —repite, mientras sus ojos siguen
implacables y fijos—. De los males del mundo
te guardé hasta la fecha. ¿Tendré que verte ahora
convertido en manjar de una serpiente?
Exhala entonces Lamia un suspiro de muerte,
y el ojo del sofista, cual afilada lanza,
la atraviesa del todo de manera cruel,
aguda, penetrante, sañuda. Ella, con mano
débil, intenta hacerle señas para que guarde
silencio, pero en vano: él la sigue mirando
a los ojos.
—¡De una serpiente, sí! —repite.
Apenas lo hubo dicho, ella, con un horrible
grito, desaparece, y los brazos de Licio
se vaciaron de dicha, lo mismo que sus miembros,
aquella misma noche, se vaciaron de vida.
En alto lecho yace el joven. Sus amigos
se acercan, lo levantan, no encuentran en él pulso
ni aliento, y con el mismo manto nupcial envuelven
el pesado cadáver.