ANTES DE QUE la estirpe de las hadas

expulsara a las Ninfas y a los Sátiros

de los felices bosques, mucho antes

de que la reluciente corona de Oberón

y su cetro y su capa, abrochada con gemas

de rocío, ahuyentaran a Dríades y a Faunos

de los verdes juncales, de los prados

tapizados de prímulas y de las espesuras,

el enamoradizo Hermes dejó vacío

su trono de oro, ardiendo en amoroso rapto:

luego de sustraer la luz del alto Olimpo,

más allá de las nubes y de la inquisidora

mirada del gran Júpiter, voló

a un bosque situado junto a la costa, en Creta.

En esa isla sagrada, no sé dónde, vivía

una Ninfa; ante ella, los ungulados Sátiros

hincaban la rodilla, y los Tritones, lánguidos

por encontrarse en tierra, inundaban de perlas

sus blancos pies y la reverenciaban.

Junto a las fuentes donde acudía a bañarse,

en las praderas por donde pasaba,

había ricos dones que ni las propias Musas

podían concebir, que ni la Fantasía

podía imaginar. ¡Ah, qué mundo de amor

tenía ella a sus pies! Eso barrunta Hermes,

y un fuego celestial se apodera de él, desde

los alados talones a las orejas, blancas

como lirios, que ahora enrojecen cual rosas

entre la cabellera dorada, que en celosos

rizos se desparrama por los hombros desnudos.

De valle en valle va, de bosque en bosque vuela,

dando vida a las flores con su nueva pasión,

y serpentea muchos ríos hasta su fuente,

en busca del secreto lecho de aquella dulce

Ninfa. En vano: la Ninfa no aparece,

y él, pensativo, presa de los terribles celos

que le inspiran los dioses del bosque y aun los árboles,

se para a descansar en un lugar aislado.

Allí escuchó una voz lastimera, de aquellas

que, cuando un noble corazón las oye,

sólo puede sentir misericordia.

Decía así la voz solitaria, a lo lejos:

—¿Cuándo despertaré de este fúnebre sueño,

moviéndome en un cuerpo hecho para la vida

y el amor y el placer y la rojiza lucha

de corazón y labios? ¡Desdichada de mí!

El dios, pies de paloma, se deslizó en silencio

por matas y por árboles, rozando con la punta

de sus pies hierbas altas y maleza crecida,

hasta topar con una palpitante serpiente

que brillaba enroscada en oscuro boscaje.

Era la tal serpiente como un nudo gordiano

de color deslumbrante, salpicado de oro,

rojo, verde y azul, rayado como cebra,

manchado cual leopardo, con la piel carmesí

tachonada de ojos de pavo real, cubierta

de mil lunas de plata que se hacían más pálidas

o más resplandecientes con su respiración,

o adquirían el tono del tapiz más sombrío.

Al ver este arco iris consumido de males,

se diría que fuese un duende en penitencia,

la amante de un demonio o el mismísimo Diablo.

Sobre su cresta ardía un fuego macilento,

punteado de estrellas cual corona de Ariadna:

sí, su cabeza era de sierpe, mas la boca

(¡ah, qué dulce amargura!) lo era de mujer,

con su serie completa de perlas; y sus ojos,

¿qué podrían hacer sino llorar, llorar

por nacer tan hermosos? (llorar como Prosérpina,

que añora todavía sus brisas sicilianas).

Por más que su garganta era de sierpe, habló

con palabras de miel dictadas por Amor,

mientras Hermes plegaba sus alas, encorvado

como halcón a la espera de su presa.

—Bello Hermes, coronado de plumas, de ligero

vuelo, soñé contigo anoche: te veía,

espléndido, sentado en un trono de oro.

Sólo tú entre los dioses del viejo Olimpo estabas

triste, sin escuchar el canto de las Musas

al compás del laúd, ni el largo y melodioso

lamento que brotaba de la voz palpitante

de Apolo. Te veía, rebosante de amor,

con tu túnica púrpura, surgir de entre las nubes

como un amanecer y, veloz como un dardo

fulgurante de Febo, dirigirte a la isla

de Creta, y aquí estás. ¿Hallaste a la muchacha

que buscabas, oh Hermes, siempre tan seductor?

La florida respuesta del astro del Leteo[4]

no se hizo esperar:

—¡Oh serpiente de labios

locuaces, inspirada sin duda por el cielo!

¡Oh preciosa guirnalda de ojos melancólicos!

Te daré lo que pidas, pero dime

dónde ha huido mi Ninfa, dónde respira ahora.

—Bien has hablado, astro resplandeciente —dijo

la sierpe—, pero ¡júralo, dios bello!

—¡Lo juro —dijo Hermes—, por este caduceo,

por tus ojos y por tu corona de estrellas!

Y volaron veloces sus vehementes palabras

por entre los capullos en flor. La criatura

femenina y brillante respondió:

—¡Qué corazón tan frágil! Tu Ninfa vaga, libre

como el aire, invisible, por estas soledades

sin espinas. Sus días discurren placenteros

sin que nadie la vea. Sus pies ágiles

dejan huellas furtivas en la hierba, en las flores.

De los cargados pámpanos y de las verdes ramas

inclinadas recoge la fruta sin ser vista.

Sin ser vista se baña. Con mi poder mantengo

oculta su belleza para que se conserve

pura, sin que le afecten las lascivas miradas

de Sátiros y Faunos ni los suspiros del

pitañoso Sileno. Su inmortal existencia

se veía amargada por tales pretendientes

con tanta intensidad que tuve compasión

de ella y le pedí que bañara su cuerpo

en un elixir mágico que la hizo invisible

y le dio libertad para corretear

a su entero capricho, sin cortapisa alguna.

¡Tú podrás verla, Hermes, tú solo la verás,

si, como acabas de jurar, me ayudas!

Una vez más, el dios pronunció el juramento,

que en los oídos de la serpiente sonó

cálido, trepidante, fervoroso, litúrgico.

Arrebatada, alzó su cabeza de Circe,

y dijo, con el rostro encendido en rubor:

—Fui mujer. Haz que vuelva a serlo. Dame

la hermosura que tuve. Amo a un joven

de Corinto —¡ah, qué dicha!—. Dame mi antigua forma

de mujer y condúceme a su lado.

Agáchate y recibe en tu frente mi aliento,

que en un instante, Hermes, podrás ver a tu Ninfa.

El dios se arrodilló, replegando sus alas,

y ella sopló en sus ojos, y los dos a la Ninfa

invisible pudieron ver, sonriente en el prado.

No era un sueño, o digamos que era un sueño,

pues reales son los sueños de los dioses que viven

sus placeres en largo sueño eterno.

Un instante de cálido rubor sobrevoló

la escena, en que él ardía por la belleza de ella.

Entonces, ya en la hierba, se volvió hacia la lívida

sierpe y, con brazo lánguido y delicado, puso

a prueba el poder del flexible caduceo.

Hecho esto, fijó en la Ninfa sus ojos,

rebosantes de lágrimas de tierna adoración,

y dio un paso hacia ella, quien, cual luna menguante,

se desplomó ante él, asustada, entre lloros

de temor, desmayándose como lo hacen las flores

al caer de la tarde; pero, al acariciar

el dios su mano gélida, recibió su calor,

y se abrieron sus párpados suavemente —diríanse

flores nuevas que se abren con el alba, al zumbido

de las abejas—, y florecieron sus ojos

y entregaron su miel hasta la última gota.

A la verde espesura los amantes huyeron,

sin palidecer nunca, como hacen los mortales.

Cuando se quedó sola, la serpiente empezó

a transformarse. Mientras su sangre élfica

fluía locamente, su boca echaba espuma,

y la hierba, regada por aquel virulento

y embriagador rocío, se agostaba.

El dolor y la angustia compartían sus ojos

que, llameantes, vidriosos, muy abiertos, quemadas

las pestañas, lanzaban fósforo y chispas ígneas,

sin que una sola lágrima atenuase su fuego.

Los colores del cuerpo se le inflamaban, y ella

se retorcía en medio de un dolor escarlata.

Su cuerpo, antes bañado por una luz de luna

suave que realzaba su gracia, se tiñó

de un amarillo oscuro, volcánico, que, como

la lava que desflora una pradera,

deshizo sus argénteas mallas, sus bordaduras

áureas, oscureció sus estrías, sus rayas

y sus listas, sus medias lunas ensombreció

y apagó sus estrellas, hasta que, en un instante,

despojada se vio de todos sus zafiros,

y de sus esmeraldas y rubíes de plata

y de sus amatistas, con lo que, sin adornos,

quedó tan sólo en ella sufrimiento y horror.

Su corona, aún brillante, se fue desvaneciendo,

y ella también lo hizo de repente,

mientras su nueva voz, suave como un laúd,

se elevaba en el aire, gritando: “¡Licio, Licio

gentil!”. Como las brumas transparentes

por encima de las niveas montañas,

se disolvieron estas palabras, y los bosques

de Creta no llegaron a escucharlas jamás.

¿Adónde huiría Lamia, ahora mujer hermosa,

dotada de gentil y exquisita belleza?

Se dirigió a ese valle que atraviesan

quienes van a Corinto desde el puerto de Céncreas;

y allí descansó, al pie de los silvestres riscos

por donde fluyen las corrientes de Perea,

y al pie de la cadena montañosa que extiende

las espaldas estériles, con sus nubes y brumas,

en dirección sudoeste hasta Cleonas.

Allí, a menos de un vuelo de pájaro del bosque,

se detuvo la bella, sobre un declive verde

de musgosos peldaños, a orillas de un estanque

cristalino; un intenso sentimiento la embarga

por haber escapado a males tan crueles,

mientras brilla su túnica por entre los narcisos.

¡Ah, Licio, feliz tú! Nunca hubo doncella

tan hermosa de cuantas peinan trenza

o suspiran o se sonrojan o, en un prado

florido en primavera, tienden su manto verde

a los juglares: virgen de purísimos labios,

pero experta en la ciencia del amor, aprendida

hasta el fondo del corazón sangrante;

una hora de vida tenía y, sin embargo,

ya exhibía una mente capaz de deslindar

la dicha del dolor, de definir sus límites,

sus puntos de contacto y de permuta,

y de intrigar con el tramposo caos,

separando con arte sutil sus más ambiguos

átomos, como si hubiese ido a la escuela

de Cupido, y allí la adorable estudiante,

aún inocente, hubiera recibido lecciones

deliciosas en dulces y lánguidas jornadas.

Por qué esta criatura, hermosa como una hada,

decidió detenerse en su camino, luego

lo veremos. Primero, procede hablar de cómo

podía ella, aun cautiva en su piel de serpiente,

soñar a su capricho cosas grandes o extrañas;

de cómo ella podía trasladarse en espíritu

adonde ella quisiera, bien al remoto Elíseo,

bien al fondo del mar embravecido,

donde hermosas Nereidas se desplazan,

por más de una escalera de nácar, a la alcoba

de Tetis, bien allí donde el dios Baco apura,

indolente, su copa divina, recostado

a la sombra de un pino resinoso,

bien a los palatinos jardines de Pintón,

allí donde refulgen las columnas

de Mulcíber[5] en filas infinitas.

A veces trasladaba a las ciudades

su sueño, y se mezclaba en festines y orgías;

y un día en que, soñando, se hallaba entre mortales,

reparó en Licio, un joven corintio que marchaba

el primero en su carro en reñida carrera

—tal un Júpiter joven de semblante apacible—,

y cayó enamorada rendidamente de él.

A la hora difusa en que vuelan las falenas

él debía volver de la costa a Corinto

—bien lo sabía ella—. Soplaba un suave viento

del Este, y la broncínea proa de su galera

chocó en ese momento con las piedras del muelle

en el puerto de Céncreas, y él echó el ancla allí.

Venía desde Egina, donde había ofrecido

sacrificios a Júpiter, cuyo templo en la isla[6]

abre sus altas puertas de mármol a la sangre

y al incienso precioso. Y Jove había escuchado

su plegaria, accediendo a sus deseos.

En efecto, el azar quiso que se alejara

de sus acompañantes, abrumado tal vez

por su charla corintia, y prosiguiera solo

su camino, vagando sin pensar por colinas

desiertas, y antes de que la estrella de la tarde

apareciese, dio su fantasía

en perderse allí donde se pierde la razón,

en el calmo crepúsculo de las sombras platónicas.

Lamia lo vio llegar cerca, mucho más cerca,

y pasar junto a ella indiferente, absorto,

con sus mudas sandalias pisando el musgo verde;

ella se acercó a él, pero él siguió sin verla,

suspenso en sus misterios, encerrado en su mente

a la vez que en su manto. Mientras, los ojos de ella

le seguían los pasos, y, girando hacia él

su blanco y regio cuello, dijo:

—¡Ah, seductor Licio!,

¿vas a dejarme sola en estas soledades?

¡Licio, mira detrás y ten piedad de mí!

Así lo hizo él, sin temor ni sorpresa,

al modo en el que Orfeo reconociera a Eurídice,

pues las palabras de ella sonaron como música

celestial a su oído, y era como si Licio

la hubiese amado ya todo un largo verano;

y muy pronto sus ojos, sin dejar una gota,

apuraron la copa de la belleza de ella

—una copa asombrosa que nunca se vaciaba—,

y él, temiendo que aquella visión se disipase

antes de que sus labios hubiesen expresado

la adoración debida, comenzó así a adorarla,

mientras ella bajaba los ojos con fingida

modestia, persuadida de su triunfo:

—¡Mirar atrás! ¡Dejarte sola! ¡Ah, diosa, jamás

se apartarán mis ojos ya de ti!

Ten piedad, no te burles de este corazón triste.

Si tú desapareces, yo me muero.

¡Quédate! ¡Quédate! Aunque seas una Náyade

de los ríos, podrás hacer que las corrientes

te obedezcan de lejos. ¡Quédate! Aunque los bosques

verdes sean tu reino, ellos solos sabrán

beber la lluvia matinal sin ti.

Aunque seas una Pléyade venida de los cielos,

¿no habrá alguna de tus armoniosas hermanas

que mantenga concordes tus esferas

y que brille con luz argéntea en tu lugar?

Tan deliciosamente ha llegado tu dulce

saludo a mis oídos extasiados

que, si te desvaneces, tu recuerdo

hará de mí una sombra. ¡Quédate, por piedad!

—Si me quedase en este suelo embarrado —dijo

Lamia— e hiriesen mis pies estas ásperas flores,

¿qué podrías tú hacer o decir que me hiciese

dar al olvido el tierno recuerdo de mi hogar?

Tú no puedes pedirme que me quede contigo

vagando por colinas y por valles, carentes

de alegría, de dicha y de inmortalidad.

Tú eres un sabio, Licio, y tienes que saber

que un alma superior no puede respirar

ni vivir aquí abajo, en la atmósfera humana.

¡Ay, joven infeliz! ¿Qué aire puro posees

que apacigüe mi esencia? ¿Qué serenos palacios

que colmen mis sentidos? ¿Qué hechizos misteriosos

que lleguen a saciar mi inagotable sed?

¡No puede ser! ¡Adiós!

Dicho esto, ella se alzó

sobre la punta de sus pies, los blancos brazos

abiertos, mientras él, desolado al perder

la promesa de amor que ella en su queja

solitaria le hizo, cayó desfallecido,

balbuciendo palabras de amor, atravesado

de dolor. La cruel, sin mostrar pena alguna

por el duelo que hacía su tierno favorito,

con los ojos brillándole aún más de lo normal,

recreándose en la suerte, unió sus nuevos labios

con los de él, devolviéndole la vida

que ella había aprehendido entre sus redes.

Y mientras él volaba de un éxtasis a otro

ella rompió a cantar, feliz en su belleza,

en su vida, en su amor, en todo, una canción

de amor demasiado exquisita para liras terrestres,

en tanto las estrellas, conteniendo el aliento,

apagaban sus fuegos titilantes.

Y entonces, con la voz temblorosa de los que

se encuentran al fin solos y a salvo tras haber

pasado muchos días de angustia, y comienzan

a hablar en un lenguaje distinto al de los ojos,

le pidió en un susurro que irguiera la cabeza

y borrara las dudas de su alma, diciéndole

que ella era una mujer, y que ningún fluido

que no fuese la sangre corría por sus venas,

y que ambos compartían en sus frágiles

corazones los mismos sentimientos.

Luego le reprochó que sus ojos no hubieran

fijado su atención tanto tiempo en el rostro

de ella en Corinto, donde vivía semioculta

y donde había pasado unos días tan felices

como puede comprar el oro sin amor,

pero, al cabo, felices hasta el día en que lo vio.

Fue en el templo de Venus; allí estaba:

pensativo, apoyado contra una columna

del pórtico, entre cestos rebosantes de hierbas

y de flores de amor recién cortadas

(porque era la víspera de la fiesta de Adonis).

Después, no volvió a verlo. Y, cuando estuvo sola,

rompió a llorar: ¿por qué tenía que adorarlo?

Licio había trocado la muerte por el gozo,

viéndola todavía a su lado y oyéndola

cantar una canción tan dulce y susurrar

su ciencia de mujer; y con cada palabra

que musitaba ella él se sentía sumido

en la dicha más pura y el placer más intenso.

Pueden decir los locos poetas lo que quieran

de los encantos de hadas, de peris[7] y de diosas,

moradoras de grutas, de lagos y cascadas,

que no hay mayor delicia que una mujer real,

venga de la semilla del viejo Adán o surja

de las piedras de Pirra[8]. Así la gentil Lamia

juzgó, y juzgó con tino, que Licio no podría

amarla siendo presa del terror, de manera

que dejó de ser diosa y se ganó su afecto

siendo solo mujer, sin inspirar más miedo

que el que se desprendía de su propia belleza,

que, aun hiriendo, ofrecía salvación.

Licio le respondió con elocuencia,

casando sus palabras con suspiros, y luego,

señalando a Corinto, le preguntó a su amada

si sus gráciles pies podrían conducirla

esa noche tan lejos. El camino fue corto,

pues la impaciente Lamia hizo, por sortilegio,

que tres leguas se redujeran a unos pasos,

sin que el embelesado Licio se diese cuenta

de nada. Y franquearon las puertas de Corinto

sin ruido, con él ciego, ajeno a todo.

Desde sus imperiales palacios y sus calles

populosas y sus lascivos[9] templos,

como quien habla en sueños, Corinto hacía llegar

a la noche tendida por cima de sus torres

un rumor de tormenta que se fragua a lo lejos.

Ricos y pobres, hombres y mujeres,

solos o acompañados, arrastraban los pies

calzados de sandalias por las blancas baldosas

en esas horas frías, mientras brillaban luces

de fiestas opulentas que sobre las murallas

proyectaban siluetas animadas, o bien

las concentraban bajo las cornisas del pórtico

de un templo o de una oscura columnata.

Cubriéndose la cara, para que sus amigos

no lo reconocieran, estrechaba los dedos

de ella con fuerza cuando un hombre de ojos vivos,

rizada barba gris y calva coronilla

pasó a su lado andando con lentitud, envuelto

en manto de filósofo. Al cruzarse con él,

Licio se embozó aún más en su capa, dando alas

a su apresuramiento, mientras Lamia temblaba.

—¡Ah! —dijo él—, ¿por qué te estremeces, amor,

tan lamentablemente? ¿Por qué brota rocío

de la sensible palma de tu mano?

—Estoy rota

—dijo la bella Lamia—. Dime, Licio, ¿quién es

ese anciano? No puedo recordar sus facciones.

¿Por qué te has ocultado de su sagaz mirada?

Y Licio respondió: —Es el sabio Apolonio[10],

mi fiel guía y virtuoso preceptor, pero más

me pareció esta noche un fantasma venido

a atormentar mis dulces sueños con su locura.

Mientras hablaba así, cruzaron una puerta

gigantesca y llegaron ante una galería

de columnas, de donde colgaba argéntea lámpara

cuyo brillo fosfórico dejaba su reflejo

en las lucientes losas de los peldaños, tenue

como estrella en el agua; y era tan fresco y puro

el tono de aquel mármol, y corrían sus venas

oscuras por aquel cristal resplandeciente

con tanta fluidez, que solo pies divinos

podrían circular por allí. Resonaban

eólicos sonidos a través de los goznes

cuando la amplia abertura de las enormes puertas

dejó ver un espacio por todos ignorado

salvo por ellos dos y unos eunucos persas

que en ese mismo año habían sido vistos

en los mercados: no sabía nadie

dónde vivían, y los más curiosos

se quedaban frustrados si querían

seguir su rastro, dar con su morada.

Sólo la poesía de alas veloces debe

contar, en aras de la verdad, la desgracia

que después sobrevino; a más de un corazón

le gustaría dejarlos así, lejos del mundo

agobiante en que viven los incrédulos.