DECIR Lamia o lamias es referirnos a ciertas criaturas vampíricas de la Antigüedad Clásica y, por lo tanto, a los orígenes de la fascinante aventura del vampirismo. También conocida con el nombre de Síbaris, Lamia es un monstruo femenino de la mitología y el folklore de la Grecia y la Roma clásicas que chupa la sangre de los niños e incluso se los come[1]. Invocando a semejante monstruo, las nodrizas asustaban a los pequeños, como hacían —y siguen haciendo— las nuestras invocando al Coco o al Bu. La leyenda nos habla de una Lamia, hija de Libia y Belo, que se convirtió en amante de Zeus, por lo que fue castigada por Hera, que hizo que su hijo, fruto de su relación amorosa con el soberano de los dioses, muriera. Desesperada, se ocultó en una cueva, transformándose en un monstruo que chupaba la sangre de los niños, a los que odiaba por haber perdido ella el suyo. Pero sin duda conservó parle de su magnética belleza, pues ejercía sobre sus víctimas un gran poder de seducción, lo que la sitúa en la línea genealógica de las seductoras vampiras modernas (la Aurelie de Hoffmann, la Clarimonde de Gautier, la Carmilla de Sheridan Le Fanu). A las lamias, no sin razón, se las asocia con figuras similares del mundo hebreo (Lilith) o de la propia cultura griega (la infernal Empusa). Y ya que hablamos de lamias y vampiros, recordemos que es precisamente Empusa el nombre que el cineasta alemán Friedrich Wilhelm Murnau da en su película Nosferatu al navio que conduce al conde Orlok a Alemania, guiñando un ojo cómplice a los conocedores de la prehistoria del mito.
Aristófanes (en el verso 758 de La paz y en el 1035 de Las avispas) relacionaba el nombre de Lamia con la palabra griega para nuestro ‘gaznate’ o ‘garguero’, laimós, por la costumbre que tenían las lamias de devorar niños. Otros autores, como Antonino Liberal (Metamorfosis, VIII), emplean Lamia como sinónimo de drákaina o mujer-dragón. Sin embargo, Diodoro Sículo (en su Biblioteca, XX, 41, 3-6) nos dice de ella solamente que tenía el rostro deformado. También se encuentran tradiciones posteriores que hacen referencia a las lamias como monstruos de aspecto similar al de las vampiras que seducen a hombres jóvenes para alimentarse de su sangre. Otras fuentes nos dicen que la mitad inferior del cuerpo de una lamia es una cola de serpiente, y es esta descripción la que populariza el precioso poema Lamia, que compuso John Keats (1795-1821) en 1819 y vio la luz en 1820.En efecto, el tercer y último libro que Keats publicó en vida fue un volumen compilatorio titulado Lamia, Isabella, The Eve of St. Agries, and Other Poems (Londres, Taylor and Hessey, 1820). Ya hemos ofrecido en esta misma colección una edición bilingüe de esa maravilla rotulada The Eve of St. Agries. Ahora le toca el turno a Lamia. Para escribir ese poema, Keats se inspiró en The Anatomy of Melancholy (1621), un ensayo enciclopédico del erudito y humanista inglés Robert Burton (1577-1640), quien lo extrajo a su vez de la Vida de Apolonio de Tiana del sofista Filóstrato (siglo III d. C.). Al final del poema, Keats reproduce el pasaje de Burton, que, resumiendo lo dicho por Filóstrato[2], dice lo siguiente:
Filóstrato, en el cuarto libro de su Vida de Apolonio, ofrece un ejemplo memorable que no puedo omitir: un joven de veinticinco años de edad, Menipo de Licia, al ir de Céncreas a Corinto, se encontró a uno de tales fantasmas bajo el aspecto de una hermosa mujer; ella, tomándolo de la mano, lo llevó a su casa, en las afueras de Corinto, y le contó que era fenicia de nacimiento y que, si quería permanecer con ella, “la escucharía cantar y tocar, y bebería un vino que jamás había probado, sin que rival alguno lo molestase; ella, hermosa y amable, viviría y moriría con él, que era hermoso y amable”. El joven, un filósofo que en otras circunstancias era formal y discreto, y capaz de moderar todas las pasiones excepto la del amor, permaneció a su lado durante algún tiempo con gran placer y, finalmente, se casó con ella. A su boda acudió, entre otros invitados, Apolonio, quien se dio cuenta, por hipótesis demostrables, de que ella no era sino una serpiente, una lamia, y que todos sus bienes se asemejaban al oro de Tántalo descrito por Homero: no era real, sino mera ilusión. Cuando ella se vio descubierta, lloró y suplicó a Apolonio que guardara silencio; mas él no se dejó convencer y, en ese preciso instante, ella misma, la casa y todo lo que contenía se desvanecieron. “Varios miles observaron el hecho, ya que ocurrió en medio de Grecia[3]”.
Esta es, a grandes líneas, la historia tradicional que retoma Keats de las fuentes clásicas. La modificación más significativa del poeta inglés es la adición del episodio inicial de Hermes, la ninfa y Lamia. Es posible que nuestro autor quisiera establecer en este episodio introductorio una contrapartida irónica a la narración principal. El tema de Lamia, recurrente en toda la poesía romántica, es la tensión entre la apariencia y la realidad. Con los numerosos contrastes que presentan sus versos —entre sueño y realidad, imaginación y razón, poesía y filosofía— Lamia ha generado más lecturas alegóricas que cualquiera de los demás poemas de Keats. Los tres personajes principales, Lamia, Licio y Apolonio, han sido identificados respectivamente como representaciones de la poesía, del poeta y del filósofo. Keats es ambiguo a la hora de señalar con cuál de los protagonistas debemos simpatizar. En la segunda parte, Lamia se transforma en una mujer débil, con todas las cualidades previsibles en una hembra mortal. Los amantes alternan en los papeles de verdugo cruel y víctima inocente, con lo cual nuestras simpatías no se dirigen siempre al mismo personaje. La cuestión se complica aún más cuando consideramos la naturaleza de Apolonio. En el original de Burton (y de Filóstrato), él es tan solo un sabio que salva a Menipo de Licia de las asechanzas de un monstruo. Para Keats, que añade el detalle de la muerte de Licio, Apolonio es un filósofo cuya sabiduría engendra destrucción: sirviéndose de la razón para salvar a su antiguo alumno, termina provocando su muerte. Hay un fragmento memorable (Parte II, versos 228-229) en el que el narrador pregunta: “¿Acaso no retroceden todos los placeres al contacto de la fría filosofía?”, lo que sugiere un rechazo de la razón pura y una toma de partido por la primacía de la imaginación poética, representada por el mundo onírico de Lamia, olvidando los rasgos monstruosos y embaucadores que exhibe esta en la Parte I. En cuanto a Licio, está tan influido por el mundo exterior que quiere mostrar “las secretas pérgolas” (II, 149) de “aquella mansión de púrpura y pecado” (II, 31) a “ojos vulgares” (II, 149). Como vecino de Corinto, una ciudad caracterizada por la competencia y la rivalidad, quiere mostrar a Lamia a sus conciudadanos, para presumir de su “trofeo” (II, 57).Keats creía que “la poesía debía impactar al lector como si se tratase de la expresión de sus propios pensamientos y apareciese casi como una reminiscencia platónica, como un recuerdo”. Pero para poder conseguir este objetivo era necesario aplicar lo que Keats llamaba “la autenticidad de la imaginación”. En esencia, la poesía es la expresión de pensamientos tanto triviales como significativos. El talento de Keats, comparable tan sólo con el de Shakespeare en las letras inglesas, reside en su admirable capacidad para integrar ambos tipos de pensamiento en un mismo discurso poético. Para llevar a cabo nuestra versión hemos utilizado y reproducido la edición canónica de Garrod, que a su vez reproduce de forma muy fiable la editio princeps de 1820: John Keats, Poelical Works, ed. H. W. Garrod, Oxford University Press, 1956 (primera reimpresión en la serie “Oxford Paperbacks”, 1970), páginas 161-178. Hemos enriquecido el libro con las bonitas ilustraciones del pintor estadounidense Will H[icok] Low (1853-1932), que acompañan a la edición americana de Lamia publicada en Filadelfia por J. B. Lippincott Company en 1888. Low nació en Albany (Nueva York) y llegó a ser amigo del gran Robert Louis Stevenson, a quien conoció en Francia. En lo que atañe a nuestra traducción, hemos utilizado alejandrinos (y en menor cantidad, endecasílabos) castellanos sin rima para verter los pareados originales. El inglés es una lengua mucho más austera y económica que el español, razón por la cual hemos utilizado más versos castellanos de los que contiene el texto inglés, con el decidido propósito de que no se pierda —ojalá lo hayamos conseguido— ni uno solo de los muchos y apasionantes matices del original.
Luis Alberto de Cuenca y José Fernández Bueno
Madrid, 21 de enero de 2013