El gran amor del autor a su país natal. Comentarios de su amo sobre la constitución y la administración de Inglaterra, según las describe el autor, con casos paralelos y comparaciones. Comentarios de su amo sobre la naturaleza humana.
Quizá el lector se sienta inclinado a preguntarse cómo pude decidirme a dar tan clara descripción de mi especie a una raza de mortales demasiado propensa a concebir la más degradante opinión del género humano, dada esa total congruencia entre sus yahoos y yo. Pero confieso sinceramente que las múltiples virtudes de estos excelentes cuadrúpedos, confrontadas con las corrupciones humanas, me habían abierto los ojos de tal modo, y habían ensanchado a tal grado mi comprensión, que empecé a ver las acciones y las pasiones humanas bajo una luz muy distinta, y a pensar que el honor de mi especie no merecía defensa; defensa que, además, me era imposible hacer ante una persona de juicio tan agudo como mi amo, que diariamente me convencía de mil defectos míos, de los que no había tenido la menor conciencia hasta entonces y que, entre nosotros, jamás habríamos incluido entre las debilidades humanas. También había aprendido, siguiendo su ejemplo, a detestar completamente toda falsedad o disimulo; y la verdad se me aparecía tan amable que decidí sacrificarlo todo a ella.
Permitid que sea lo bastante franco con el lector para confesarle que aún había un motivo mucho más fuerte para la libertad que me tomaba en mi exposición de las cosas. No llevaba un año en este país cuando concebí tal amor y veneración hacia sus habitantes, que tomé la firme resolución de no volver más a la sociedad humana, sino pasar el resto de mi vida entre estos admirables houyhnhnms, entregado a la meditación y a la práctica de cada virtud, donde no tenía ningún ejemplo que me incitase al vicio. Pero Fortuna, mi perpetua enemiga, tenía decretado que no disfrutase de tan grande felicidad. Sin embargo, ahora es un consuelo pensar que en lo que dije de mis compatriotas atenué sus faltas cuanto pude ante tan riguroso examinador; y en cada parcela presenté la faceta más favorable que el asunto podía ofrecer. Porque, verdaderamente, ¿qué persona de carne y hueso no se habría dejado llevar por la predilección y parcialidad por su lugar de nacimiento?
He contado lo esencial de varias conversaciones que sostuve con mi amo durante la mayor parte del tiempo que tuve el honor de estar a su servicio; aunque por mor de la brevedad he omitido muchísimo más de lo que aquí he consignado.
Cuando ya había contestado a todas sus preguntas, y parecía que su curiosidad estaba plenamente satisfecha, me mandó llamar una mañana temprano, y tras ordenarme que me sentase a cierta distancia —honor que nunca me había concedido—, dijo que había estado pensando muy seriamente sobre todo lo que le había contado de mí y de mi país; que nos consideraba una clase de animales dotados —no podía imaginar por qué accidente— de cierto atisbo de razón, de la que no hacíamos uso si no era para, con su concurso, agravar nuestras corrupciones naturales y adquirir otras nuevas que la naturaleza no nos había dado; que nos habíamos despojado de las pocas habilidades que ella nos había concedido, habíamos sido muy eficaces en multiplicar nuestras necesidades originales, y al parecer consumíamos nuestra vida entera esforzándonos en aumentarlas con nuestras propias invenciones. Que en cuanto a mí, estaba claro que no tenía la fuerza ni la agilidad de un yahoo normal; caminaba con torpeza sobre mis patas traseras, utilizaba un recurso para inutilizar mis garras para cualquier uso o defensa, y me quitaba el pelo del mentón, cuyo objeto era protegerme del sol y de las inclemencias. Por último, que no podía correr con velocidad, ni trepar a los árboles como mis hermanos —como él los llamaba— los yahoos de este país.
Que nuestras instituciones de gobierno y de la justicia se debían claramente a defectos groseros de nuestra razón, y por tanto en nuestra virtud; porque la razón sola es suficiente para gobernarse una criatura racional; que por tanto era un aspecto que no podíamos pretender alegar, ni siquiera en la relación que le había hecho de mi pueblo; aunque había notado manifiestamente que a fin de mostrarlo de manera favorable había silenciado muchos detalles, y había dicho la cosa que no era.
Y se sentía tanto más confirmado en esta opinión cuanto que había observado que yo coincidía en todos los rasgos de mi cuerpo con otros yahoos, excepto donde era mi verdadera desventaja, respecto a la fuerza, la velocidad y la agilidad, cortedad de mis garras, y algunos otros detalles en los que la naturaleza no tenía parte alguna; así, en la descripción que le había hecho de nuestra vida, nuestra conducta y nuestras acciones, hallaba una estrecha semejanza con la disposición de nuestro interior. Dijo que era sabido que los yahoos se odiaban unos a otros más que ninguna otra especie animal; y el motivo al que normalmente se atribuía esto era a la repugnancia de su figura, que cada uno veía en el resto pero no en sí mismo. Por tanto había empezado a pensar que no era mala medida la nuestra de cubrirnos el cuerpo, y con ese recurso ocultarnos mutuamente muchas deformidades que de otro modo serían difícilmente soportables. Pero ahora comprendía que había estado en un error, y que las disensiones de esos brutos en su país se debían a la misma causa que las nuestras, según las había descrito yo. Porque —dijo— si arrojas entre cinco yahoos una cantidad de comida suficiente para cincuenta, en vez de ponerse a comer pacíficamente, empiezan a pelearse, cada uno ansioso por quedársela entera; así que normalmente se mandaba a un criado que los vigilase cuando comían fuera, y los que se tenían en casa había que atarlos distantes unos de otros; y si una vaca moría de vieja o por accidente, antes de que un houyhnhnm pudiera llevársela para sus yahoos, los de la vecindad acudían en manada para apoderarse de ella, y seguía una batalla como las que yo había descrito, y ambos bandos se hacían terribles heridas con las garras; aunque rara vez se mataban por carecer de instrumentos de muerte como los que nosotros habíamos inventado. Otras veces estas batallas tenían lugar entre yahoos de una zona sin una causa aparente: porque los de un lugar acechaban la ocasión para sorprender a sus vecinos antes de que estuvieran preparados. Pero si ven que no les sale el plan, se vuelven a casa y, a falta de enemigos, entablan lo que yo llamo una guerra civil entre ellos mismos.
Que en algunos campos de su país hay ciertas piedras brillantes de varios colores por las que los yahoos sienten una furiosa afición; y cuando estas piedras se hallan parcialmente hundidas en la tierra, como ocurre a veces, excavan con las uñas días enteros para extraerlas; después se las llevan y las esconden a montones en sus casetas, vigilando en torno suyo con gran cautela, por temor a que sus camaradas descubran su tesoro. Mi amo dijo que no había logrado averiguar la razón de este apetito antinatural, ni cómo podían ser estas piedras de algún uso para un yahoo; aunque creía que podía proceder del mismo principio de avaricia que yo había atribuido a la humanidad; que una vez, a manera de experimento, había quitado secretamente un montón de estas piedras del sitio donde uno de sus yahoos las había enterrado; y que al echar en falta su tesoro, el codicioso animal atrajo al lugar a la manada entera con un lamento sonoro: allí se puso a aullar lastimeramente, y en seguida se lanzó sobre los demás mordiendo y despedazando; luego empezó a languidecer: no comía, ni dormía, ni trabajaba; hasta que mi amo mandó a un criado que llevase secretamente las piedras al mismo hoyo y las enterrase como habían estado antes; cuando el yahoo las descubrió, recobró luego su ánimo y buen humor, aunque tuvo el cuidado de llevarlas a un escondite mejor; y desde entonces se mostró un bruto muy servicial.
Mi amo me aseguró además, cosa que yo había observado también, que en los campos donde abundaban esas piedras brillantes acontecen las más feroces y frecuentes batallas, debidas a las constantes incursiones de los yahoos de la vecindad.
Dijo que era corriente que, cuando dos yahoos descubrían una piedra de estas en un campo, y contendían para ver quién se quedaba con ella, un tercero aprovechaba para quitársela a los dos; lo que mi amo forzosamente afirmaba que tenía cierto parecido con nuestros litigios; en lo que decidí no desengañarle, en pro de nuestra reputación, dado que el fallo a que se refería era mucho más equitativo que la mayoría de las sentencias entre nosotros; porque el demandante y el demandado no perdían otra cosa que la piedra por la que contendían, mientras que nuestros tribunales de justicia jamás resolvían el caso mientras les quedase algo a uno u otro.
Prosiguiendo su discurso, dijo mi amo que no había nada que hiciese más odiosos a los yahoos que su apetito indiscriminado por devorar cuanto se les ponía en el camino, ya fueran hierbas, raíces, bayas, carroñas, o una mezcla de todo eso; y era característica de su genio que les apeteciese más lo que podían conseguir lejos por rapiña que el superior alimento que se les proporcionaba en casa. Si su presa duraba, comían hasta que se quedaban repletos y a punto de reventar, después de lo cual Naturaleza les señalaba cierta raíz que les provocaba una evacuación general.
Había también otra clase de raíz, muy jugosa, aunque algo rara y difícil de encontrar, que los yahoos buscaban con avidez, y chupaban con enorme deleite; producía en ellos el mismo efecto que el vino entre nosotros. Unas veces les incitaba a abrazarse y otras a destrozarse; aullaban y sonreían, y parloteaban, y se tambaleaban, y se caían, y luego se quedaban dormidos en el barro.
Desde luego, observé que los yahoos eran los únicos animales de este país que sufrían enfermedades; sin embargo, eran bastantes menos que las que sufren los caballos entre nosotros, y no las contraían porque recibieran un mal trato, sino por la suciedad y la avidez de ese bruto repugnante. Su lengua no tiene más que un término general para designar dichas enfermedades, tomado del nombre de la bestia, y llamada hnea-yahoo, o mal-del-yahoo, y la cura que se prescribe para ella era una mezcla de sus propios excrementos y orina, que se le embutía a la fuerza garganta abajo. Después he tenido noticia de que esta prescripción se toma muchas veces con éxito, así que la recomiendo aquí encarecidamente a mis compatriotas, por el bien público, como específico admirable contra toda enfermedad ocasionada por el hartazgo.
En cuanto al saber, el gobierno, las artes, las manufacturas y demás, mi amo confesaba que encontraba poca o ninguna semejanza entre los yahoos de ese país y los del nuestro. Porque él sólo tenía en cuenta lo que compartían nuestras naturalezas. Había oído contar a algunos houyhnhnms curiosos que en la mayoría de las manadas había una especie de yahoo jefe (como hay por lo general un macho dominante en las manadas de ciervos de nuestros parques), que siempre era de cuerpo más deforme y disposición más maligna que ninguno del resto. Que este líder tenía habitualmente a un favorito lo más parecido a él que podía encontrar, cuyo cometido era lamerle las patas y el trasero a su señor, y llevarle los yahoos hembras a su caseta, por lo que de vez en cuando era recompensado con un trozo de carne de asno. Este favorito es odiado por la manada entera; así que para protegerse, va siempre pegado a su jefe. Normalmente se mantiene en ese puesto hasta que surge uno peor; pero en el instante mismo en que es despedido, su sucesor, a la cabeza de todos los yahoos de ese distrito, jóvenes y viejos, machos y hembras, acuden en tropel y lo cubren con sus excrementos de la cabeza a los pies. Pero mi amo dijo que me correspondía a mí determinar hasta dónde era aplicable esta medida a nuestros tribunales, favoritos y ministros de estado.
No me atreví a replicar a esta malévola insinuación, que colocaba el entendimiento humano por debajo de la sagacidad de un vulgar sabueso, que tiene suficiente juicio para distinguir y perseguir el ladrido del perro más hábil de la jauría sin equivocarse en ningún momento.
Mi amo me dijo que había cualidades llamativas en los yahoos, de las que notaba que no había hecho ninguna mención, o en todo caso muy ligera, en mis descripciones de la especie humana. Dijo que esos animales, como otros brutos, tenían a sus hembras en común, pero diferían en que el yahoo-hembra admitía al macho cuando estaba preñada, y los machos se peleaban y luchaban con las hembras con la misma fiereza que entre sí. Ambas prácticas rayaban en un grado de infame brutalidad al que ninguna otra criatura sensible había llegado jamás.
Otra cosa que le asombraba de los yahoos era su extraña disposición a la suciedad y la mugre; cuando en todos los demás animales parece haber un amor natural a la limpieza. Respecto a las dos acusaciones anteriores, me limité a dejarlas sin contestar, porque no tenía una sola palabra que ofrecer en defensa de mi especie, como de otro modo habría hecho conforme a mi propia inclinación. Pero por lo que se refiere al último reproche, podía haber defendido a la especie humana de la acusación de singularidad, de haber habido cerdos en ese país —como, por desgracia para mí, no los había—, animales de los que —aunque quizá más amables que los yahoos— con toda humildad no concibo que pueda decirse en justicia que sean más limpios; y así lo habría tenido que reconocer su señoría misma, si hubiera visto su inmunda manera de comer, y su costumbre de revolcarse y dormitar en el barro.
Mi amo mencionó asimismo otra cualidad que sus criados habían descubierto en diversos yahoos, y que era totalmente inexplicable para él. Dijo que a veces le daba a un yahoo por recluirse en un rincón, tumbarse, y aullar y gemir, aunque fuese joven y estuviese cebado, rechazar a todo el que se le acercaba, y negarse a comer y a beber; los criados tampoco se explicaban qué podía aquejarle. Y el único remedio que encontraban era hacerle trabajar, con lo que indefectiblemente volvía a su ser. A esto me quedé callado, por parcialidad respecto a mi propia especie; no obstante, aquí pude descubrir claramente la auténtica semilla del tedio que sólo invade a los perezosos, los voluptuosos y los ricos; del que, si se les aplicase el mismo régimen, estoy seguro de que curarían.
Su señoría había observado además que el yahoo hembra solía ponerse a menudo tras un montículo o arbusto para ver a los machos jóvenes que pasaban, donde se asomaba y se ocultaba, con muchas muecas y gestos ridículos, en cuyo tiempo se observaba que exhalaba un olor de lo más repugnante; y cuando un macho se acercaba, se escondía despacio, mirando mucho hacia atrás y dando muestra de un fingido temor, echaba a correr hacia un lugar conveniente adonde sabía que la seguiría el macho.
Otras veces, si una hembra extraña se acercaba, la rodeaban tres o cuatro de su sexo, la miraban mientras parloteaban y sonreían, y la olfateaban de arriba abajo, y la echaban con gestos que parecían expresar menosprecio y desdén.
Tal vez mi amo suavizó un poco estas reflexiones, extraídas de lo que él había observado o le habían contado otros. Sin embargo, no pude pensar sin cierto asombro y gran tristeza que la naturaleza femenina tenía inscritos por instinto los rudimentos de la lascivia, la coquetería, la crítica y el chismorreo.
Esperaba que de un momento a otro acusara mi amo a los yahoos de esos apetitos desaforados en ambos sexos, tan comunes entre nosotros. Pero la Naturaleza, parece ser, no ha sido una maestra muy experta; y esos placeres más refinados son enteramente producto del arte y la razón en nuestra parte del globo.