Capítulo VI

Continuación del estado de Inglaterra bajo la reina Ana. Carácter de un primer ministro de las cortes europeas.

Mi amo seguía sin entender qué motivos podían incitar a esta raza de juristas a complicarse, desasosegarse y a agobiarse coligándose en una confederación de injusticia con el solo objeto de perjudicar a animales que eran sus semejantes; tampoco comprendía a qué me había referido con eso de que lo hacían por contrato. Tras lo cual me costó mucho trabajo describirle el uso del dinero, de qué materia estaba hecho, y el valor de los metales; que cuando un yahoo conseguía acumular gran cantidad de esta preciosa sustancia, podía comprar lo que quisiera, las ropas más elegantes, las casas más nobles, grandes extensiones de tierra, las más costosas comidas y bebidas, y escoger a las hembras más hermosas. Por tanto, dado que sólo el dinero permitía realizar todas estas hazañas, nuestros yahoos consideraban que nunca tenían bastante para gastar, o para ahorrar, según se sintieran inclinados por tendencia natural a la prodigalidad o a la avaricia; que el rico disfrutaba del fruto del trabajo de los pobres, y que la proporción de estos respecto de los primeros era de mil a uno; que la mayoría de nuestra gente se veía obligada a vivir miserablemente y a trabajar día tras día por un pequeño salario para que unos pocos vivieran en la abundancia. Me extendí mucho en estos y otros detalles del mismo tenor; pero su señoría seguía dubitativo: porque suponía que todos los animales tenían derecho a su parte de lo que producía la tierra; y sobre todo los que presidían a los demás. Por tanto me pidió que le explicase qué eran esas comidas costosas, y cómo podía necesitarlas ninguno de ellos. Así que le enumeré cuantas me vinieron al pensamiento, con diversas maneras de aderezarlas, lo que no podía hacerse sin enviar naves a todas las partes del mundo, lo mismo que en lo tocante a licores, o a salsas, y a muchísimos otros artículos. Le aseguré que había que dar lo menos tres vueltas a este globo entero de la tierra antes de conseguir para nuestras mejores yahoos hembras el desayuno que exigían, o la taza donde servírselo. Dijo que necesariamente debía de ser un país mísero, incapaz de proporcionar alimento para sus propios habitantes. Pero lo que le asombraba especialmente era cómo tan inmensas extensiones de suelo como yo le describía careciesen de agua dulce, al extremo de tener que enviar barcos en busca de bebida. Contesté que se calculaba que Inglaterra —amado lugar de mi nacimiento— producía tres veces la cantidad de alimentos que sus habitantes eran capaces de consumir, así como licores extraídos del grano, o exprimidos del fruto de determinados árboles, los cuales daban una bebida excelente; y la misma proporción en cuanto a las demás comodidades de la vida. Pero a fin de alimentar el lujo y la intemperancia de los machos, y la vanidad de las hembras, enviábamos a otros países la mayor parte de nuestros productos necesarios, y a cambio traíamos sustancias que acarreaban enfermedades, locura y vicio, para consumirlas entre nosotros. De lo que se sigue necesariamente que un número inmenso de nuestra gente se ve abocada a buscarse el sustento mendigando, robando, atracando, engañando, abjurando, halagando, sobornando, falsificando, jugando, mintiendo, adulando, intimidando, votando, garabateando, diciendo la buenaventura, envenenando, prostituyéndose, fingiendo, difamando, librepensando, o haciendo algo por el estilo: conceptos que me costó lo indecible hacerle comprender.

Que no importábamos vino de otros países para suplir la falta de agua u otras bebidas, sino porque era una especie de líquido que nos ponía alegres adormeciéndonos los sentidos; alegraba los pensamientos tristes, engendraba figuraciones extravagantes en el cerebro, avivaba las esperanzas y borraba los temores; suspendía las funciones de la razón durante un tiempo, y nos privaba del uso de los miembros hasta que caíamos en un profundo sueño; aunque había que reconocer que uno siempre despertaba enfermo y alicaído, y que el uso de este licor nos llenaba de enfermedades que nos hacían incómoda la vida y nos la acortaban.

Pero, aparte de todo eso, la mayoría de nuestra gente vivía de proporcionar cosas necesarias y comodidades a los ricos, y los unos a los otros. Por ejemplo, cuando estoy en mi tierra y vestido como debo, llevo encima la labor de un centenar de artesanos; el edificio y los muebles de mi casa representan la de otros tantos, y la de cinco veces ese número adorna a mi esposa.

Iba a hablarle de otra clase de gente, que vivía de ocuparse de los enfermos, ya que alguna otra vez había informado a su señoría de que muchos de mi tripulación habían muerto por enfermedad. Pero aquí tuve enormes dificultades para hacerle comprender lo que quería decir. Estaba claro para él que un houyhnhnm se volvía débil y torpe pocos días antes de morir; o que podía herirse una pata por algún accidente. Pero le parecía imposible que la Naturaleza, que hace todas las cosas perfectas, consintiera que el dolor medrara en nuestro cuerpo, y quiso saber la razón de tan inexplicable mal. Le dije que nos alimentábamos de mil cosas que operaban unas en contra de otras; que comíamos cuando no teníamos hambre y bebíamos sin la incitación de la sed; que nos pasábamos noches enteras bebiendo licores fuertes sin comer nada, lo que nos hacía propensos a la pereza, nos enfebrecía el cuerpo, y precipitaba o impedía la digestión. Que los yahoos hembras prostitutas contraían cierta enfermedad que comunicaban putrefacción de los huesos a los que se daban a sus abrazos; que esta y otras muchas enfermedades pasaban de padres a hijos, de manera que muchísimos vienen al mundo con complicadas enfermedades encima; que sería inacabable enumerarle el catálogo entero de los males que pueden aquejar al cuerpo humano; porque no eran menos de quinientos o seiscientos los que pueden extenderse en cada miembro y articulación; en resumen, cada parte, sea externa o intestina, está sujeta a enfermedades que le son propias. Para remediar todo esto, había entre nosotros una clase de gente formada en la profesión, o pretensión, de curar. Y dado que yo tenía cierto dominio de esta facultad, en agradecimiento a su señoría, le revelaría el misterio y el método por el que procedían.

Su fundamento es que todos los males provienen de la saciedad, por donde concluyen que es necesaria una gran evacuación corporal, bien por el tránsito natural, bien por arriba por la boca. El segundo paso es hacer con hierbas, minerales, gomas, aceites, conchas, sales, jugos, algas, excrementos, cortezas de árbol, serpientes, sapos, ranas, arañas, huesos y carne de muerto, pájaros, alimañas y peces, el compuesto de olor y sabor más asquerosos, nauseabundos y detestables que pueden idear, compuesto que el estómago rechaza en el acto con repugnancia, y al que llaman vomitivo; o bien, del mismo almacén, con algunos otros añadidos ponzoñosos, nos mandan ingerir por el orificio superior o inferior (según se le ocurra al médico en el momento) un medicamento igualmente desagradable y molesto para las tripas, y que, al relajar el vientre, hace que vaya todo hacia abajo, y a este lo llaman purga o clister. Porque como la naturaleza —según afirman los físicos—, ha dispuesto el orificio anterior superior sólo para introducir sólidos y líquidos, y el posterior inferior para expulsarlos, y estos artistas consideran ingeniosamente que toda enfermedad aparta a Naturaleza de su función, para devolverla a ella hay que tratar el cuerpo de manera diametralmente contraria, e intercambiar el uso de ambos orificios, introduciendo forzadamente los sólidos y líquidos por el ano, y evacuándolos por la boca.

Pero, aparte de las enfermedades reales, estamos sujetos a muchas que sólo son imaginarias, para las que los físicos han inventado curas imaginarias; tienen nombres diversos, así como drogas apropiadas para ellas; y nuestros yahoos hembras están siempre infectados de ellas.

Un gran mérito de esta tribu es su habilidad para los pronósticos, en los que raramente fallan: sus predicciones en enfermedades reales, cuando estas revisten cierto grado de malignidad, auguran generalmente la muerte, que está siempre en su poder, mientras que la recuperación no; así que, frente a cualquier signo inesperado de mejoría después que han pronunciado su sentencia, antes de que sean acusados de falsos profetas saben probar su sagacidad frente al mundo mediante una dosis razonable.

Son igualmente de especial utilidad para los maridos y las esposas que se han cansado de su pareja, para los hijos primogénitos, para los grandes ministros de estado, y a menudo para los príncipes.

En una ocasión había hablado con mi amo sobre la naturaleza de nuestro gobierno en general, y en particular de nuestra excelente constitución, merecidamente admirada y envidiada por el mundo entero. Pero como había hablado aquí de pasada de «un ministro de estado», me mandó un rato después que le informase sobre a qué especie concreta de yahoo hacía referencia con este nombre.

Le dije que un ministro de estado principal o primero, que era el personaje al que me refería, era un ser carente por completo de alegría y de tristeza, de amor y de odio, de compasión y de cólera; al menos, no ejercita más pasión que la de un violento deseo de riqueza, poder y títulos; que da a sus palabras todos los usos salvo el de expresar lo que piensa; que nunca dice una verdad sino con intención de que la tomes por una mentira; ni una mentira sino para que la tomes por verdad; que aquellos de quienes peor habla a sus espaldas están en el mejor camino de medrar; y en cuanto ves que te elogia ante los demás, o ante ti mismo, desde ese día puedes considerarte destituido. La peor señal que puedes recibir es una promesa, sobre todo cuando te la confirma con un juramento; a partir de ese instante, cualquier hombre sensato se retira y abandona toda esperanza.

Hay tres métodos con los que un hombre puede llegar a ministro principal: el primero es saber utilizar prudentemente a la esposa, hija o hermana; el segundo, traicionar o socavar al predecesor; y el tercero, tronar con celo furioso, en las asambleas públicas, contra las corrupciones de la corte. Un príncipe prudente elegirá al que practica este último método; porque tales fanáticos se revelan siempre los más obsequiosos y serviles a la voluntad y las pasiones de su señor. Estos «ministros», al tener todos los puestos a su disposición, se mantienen en el poder sobornando a la mayoría del senado o gran consejo; y en fin, por un expediente llamado Ley de Indemnidad —cuya naturaleza le describí— se protegen de cualquier ajuste de cuentas posterior, y se retiran de la vida pública cargados de despojos de la nación.

El palacio del primer ministro es un semillero donde se forma a otros en su actividad: los pajes, los lacayos, y el portero, imitando a su señor, se convierten en ministros de estado de sus diversas parcelas, y aprenden a destacar en los tres ingredientes principales de la insolencia, la mentira y el soborno. Por tanto, tienen una corte subalterna que les rinden personas del mayor rango; y a veces, a fuerza de destreza y de desvergüenza, llegan, aunque en grado diverso, a sucesores de su señor.

Este es gobernado normalmente por una moza marchita o un lacayo favorito, que son los túneles por los que discurren todas las mercedes, y pueden llamárseles propiamente, en última instancia, gobernadores del reino.

Un día mi amo, al hacer yo alusión a la nobleza de mi país, se dignó hacerme un cumplido que no pude fingir que merecía: que estaba seguro de que sin duda había nacido yo en el seno de una noble familia, porque aventajaba con mucho, en figura, color y limpieza, a todos los yahoos de su nación; aunque parecía fallar en fuerza y agilidad, lo que debía atribuirse a mi diferente forma de vida respecto de la de los otros brutos; y además, no sólo estaba dotado de la facultad del habla, sino también de cierta inteligencia rudimentaria, de manera que, ante sus amistades, yo pasaba por prodigio.

Me hizo observar que entre los houyhnhnms, el blanco, el alazán y el gris no estaban tan bien formados como el bayo, el tordo o el negro; ni nacían con el mismo grado de entendimiento, o capacidad para desarrollarlo; y por tanto seguían siempre en la condición de sirvientes, sin aspirar nunca a sobrepasar su propia raza, lo que en ese país se consideraría monstruoso y antinatural.

Agradecí humildemente a su señoría la buena opinión que se había dignado formarse de mí, pero al mismo tiempo le aseguré que mi cuna era humilde, ya que había nacido de unos padres honrados y sencillos que por fortuna habían podido darme una aceptable educación; que la nobleza entre nosotros era algo totalmente distinto de la idea que él tenía; que nuestros jóvenes nobles son educados desde la niñez en la ociosidad y el lujo; que tan pronto como los años lo permiten consumen su vigor y contraen enfermedades odiosas con hembras lascivas, y cuando casi han arruinado sus fortunas se casan con alguna mujer de baja condición, carácter desagradable y constitución enfermiza, meramente por su dinero, a la que odian y desprecian; que los vástagos de tales matrimonios salen por lo general escrofulosos, raquíticos o deformes, por lo que la familia raramente sobrepasa las tres generaciones, a menos que la esposa se procure un padre saludable entre los vecinos o los criados, a fin de mejorar y continuar la estirpe; que un cuerpo débil y enfermo, un semblante flaco y una tez cetrina son signos inequívocos de nobleza de sangre; por lo que un aspecto robusto y saludable deshonra en un hombre de calidad, ya que el mundo concluye que su verdadero padre ha sido un mozo de cuadra o un cochero. Las imperfecciones de su mente corren parejas con las del cuerpo, dando lugar a una mezcla de hipocondría, pereza, ignorancia, capricho, sensualidad y orgullo.

Sin el consentimiento de ese ilustre cuerpo, no se puede elaborar, revocar ni modificar ninguna ley, inapelablemente.