Capítulo V

El autor, a requerimiento de su amo, informa a este sobre el estado de Inglaterra. Causas de las guerras entre los príncipes de Europa. El autor comienza por explicarle la constitución inglesa.

Advierto al lector de que el extracto que sigue de las muchas conversaciones que tuve con mi amo contiene un resumen de los asuntos más esenciales que abordamos, en diversas ocasiones, durante más de dos años; su señoría me pedía a menudo que se los ampliase, a medida que iba dominando más su lengua. Le expuse lo mejor que pude la situación entera de Europa; le hablé del comercio y las manufacturas, de las artes y las ciencias; y las respuestas que le daba a las preguntas que hacía, según las sugerían los diversos asuntos, constituían un fondo inagotable de conversación. Pero aquí consignaré sólo la sustancia de lo que abordamos sobre mi país, lo más ordenado que pueda, sin considerar el tiempo ni otras circunstancias, ciñéndome estrictamente a la verdad. Mi única preocupación es que no consiga hacer justicia a los argumentos y expresiones de mi amo, que necesariamente se resentirán de mi falta de capacidad, tanto como a su traducción a nuestro bárbaro inglés.

Así pues, obedeciendo al mandato de su señoría, le conté la revolución bajo el príncipe de Orange; la larga guerra con Francia que entabló este príncipe, renovada por su sucesora la actual reina, en la que intervinieron las más grandes potencias de la cristiandad, y que aún seguía; calculé, a petición suya, que habían muerto alrededor de un millón de yahoos en la contienda; y habían sido tomadas quizá cien ciudades o más, y cinco veces esa cantidad los barcos incendiados o hundidos.

Me preguntó qué causas o motivos habituales hacían que un país se alzara en guerra contra otro. Le contesté que eran innumerables, pero que le citaría sólo algunas. Unas veces era la ambición de los príncipes, a quienes nunca les parecía que tenían suficiente territorio o gente que gobernar; otras la corrupción de los ministros, que involucraban a su señor en una guerra a fin de desviar el clamor de los súbditos contra la mala administración de ellos. Las diferencias de opinión han costado millones de vidas; por ejemplo, si la carne es pan o el pan carne; si el jugo de cierta baya es sangre o vino; si silbar es virtud o vicio; si es mejor besar un madero o arrojarlo al fuego; qué color es mejor para una casaca, el negro, el blanco, el rojo o el gris, y si debe ser larga o corta, estrecha o ancha, y estar sucia o limpia, y cosas así. Y no ha habido guerras más furiosas y sangrientas, ni más largas, que las ocasionadas por una diferencia de opinión, especialmente sobre cosas indiferentes.

A veces la disputa entre dos príncipes es para decidir cuál de ellos despojará a un tercero de sus dominios sobre los que ni el uno ni el otro tiene ningún derecho. A veces un príncipe se pelea con otro por temor a que el otro se pelee con él. A veces se emprende una guerra porque el enemigo es demasiado fuerte; otras porque es demasiado débil. A veces nuestros vecinos quieren lo que tenemos nosotros, o tienen lo que nosotros queremos, y nos peleamos hasta que nos quitan lo que es nuestro o nos dan lo que es de ellos. Es muy justificada causa de guerra invadir un país, después que el hambre ha consumido a los habitantes, la peste los ha diezmado y las banderías los ha dividido. Es justificado emprender una guerra contra nuestro aliado más próximo cuando tiene una ciudad cuya posición nos conviene a nosotros, o un enclave que redondearía y completaría nuestros dominios. Si un príncipe envía fuerzas a una nación cuyos habitantes son pobres e ignorantes, puede legítimamente pasar por las armas a la mitad y reducir a la esclavitud al resto a fin de civilizarlos y sacarlos de su bárbara forma de vivir. Es una práctica muy noble, honrosa y frecuente, cuando un príncipe pide auxilio a otro para que le ayude contra una invasión, que el que ha prestado ayuda, una vez que ha expulsado al invasor, se apodere de esos dominios y mate, encarcele o destierre al príncipe al que había acudido a auxiliar. La alianza de sangre, o matrimonial, es frecuente causa de guerra entre príncipes; y cuanto más cercano es el parentesco, más grande es la disposición a pelear; las naciones pobres sufren hambre y las naciones ricas son orgullosas; y el orgullo y el hambre están siempre en desavenencia. Por estas razones el oficio de soldado se tiene por el más honroso de todos; porque un soldado es un yahoo contratado para matar a sangre fría a cuantos pueda de su especie, quienes no le han ofendido jamás.

Hay asimismo en Europa una especie de príncipes pobres que no pueden hacer la guerra por sí mismos, y contratan tropas a las naciones más ricas, a un tanto al día por cada hombre; de lo que se quedan las tres cuartas partes, y en esto descansa la mayor parte de su mantenimiento; así son los de Alemania y otras regiones del norte de Europa.

—Lo que me cuentas —dijo mi amo— sobre el asunto de la guerra revela admirablemente los defectos de esa razón que pretendéis poseer; sin embargo, está bien que la vergüenza sea mayor que el peligro; y que la Naturaleza os haya dejado totalmente incapaces para hacer daño. Porque al tener la boca a nivel con la cara, no os podéis morder, salvo por consentimiento. En cuanto a las garras de vuestras patas delanteras y traseras, son tan cortas y blandas que uno de nuestros yahoos pondría en fuga a doce de vosotros. Y por eso mismo, teniendo en cuenta el número de los muertos en combate, no puedo sino pensar que has dicho una cosa que no es.

No pude por menos de negar con la cabeza, y sonreírme de su ignorancia. Y dado que no me es extraño el arte de la guerra, le hice una descripción de los cañones, culebrinas, mosquetes, carabinas, pistolas, balas, pólvora, espadas, bayonetas, batallas, asedios, retiradas, ataques, minas, contraminas, bombardeos, así como de las batallas navales; barcos hundidos con mil hombres; veinte mil bajas en cada bando, gemidos de agonía, miembros volando por los aires; humo, fragor, confusión, muertes al ser pisoteados por los caballos; huidas, persecuciones, victorias, campos sembrados de cadáveres que sirven de alimento a los perros, los lobos y las rapaces; de qué es saquear, despojar, violar, quemar y destruir. Y para mostrarle el valor de mis queridos compatriotas, le aseguré que los había visto hacer volar a un centenar de enemigos a la vez en un asedio, y a otros tantos en un barco; y había visto caer de las nubes cuerpos a trozos para gran regocijo de los que miraban.

Iba a seguir contando detalles, cuando mi amo mandó que me callara. Dijo que quienquiera que conociese la naturaleza de los yahoos podía fácilmente creer que un animal tan ruin sería capaz de todas las acciones que yo había citado, si su fuerza y su astucia igualasen a su maldad; y que del mismo modo que mi discurso había hecho que aumentase su aversión hacia la especie entera, sentía que le crecía un desasosiego interior que hasta entonces le había sido totalmente extraño. Creía que sus oídos, al acostumbrarse a esas palabras abominables, quizá las iban admitiendo cada vez con menos repugnancia. Que aunque detestaba a los yahoos de su país, ya no los rechazaba por sus cualidades detestables, igual que a un gnnayb (ave de presa) por su crueldad o a una piedra afilada por haberle herido una pezuña. Pero cuando una criatura que decía razonar era capaz de tales enormidades, le aterraba pensar que la corrupción de dicha facultad podía ser peor que la brutalidad misma. Por tanto confiaba en que, en vez de razón, sólo poseyéramos alguna cualidad susceptible de aumentar nuestros vicios naturales, como el reflejo de un río turbulento devuelve la imagen de un cuerpo deforme no sólo más grande, sino más distorsionada.

Añadió que ya había oído demasiado sobre la guerra, en este y en anteriores discursos. Ahora había otro asunto que le tenía perplejo. Yo le había contado que algunos de nuestra tripulación habían abandonado su país porque la ley los había arruinado; que le había explicado ya el significado de esa palabra; pero no sabía cómo podía ser la ruina de nadie una ley que estaba destinada a proteger a todos los hombres. Así que me pidió que le explicase un poco más qué entendía por ley, y sobre su administración, según se hacía actualmente en mi país; porque consideraba que la Naturaleza y la razón eran suficiente guía para unos seres racionales, como pretendíamos ser, y para mostrarnos qué debíamos hacer y qué debíamos evitar.

Aseguré a su señoría que la ley era una ciencia con la que yo no había tenido mucha relación, aparte de haber contratado inútilmente abogados cuando había sido víctima de alguna injusticia; no obstante, trataría de satisfacerle hasta donde pudiera.

Dije que entre nosotros hay una sociedad de hombres a los que se forma desde la juventud en el arte de probar con palabras —que multiplican para tal fin— que lo blanco es negro o lo negro blanco, según se le pague. Para esta sociedad, el resto de la gente son esclavos.

Por ejemplo: si a mi vecino se le antoja mi vaca, contrata a un abogado para que pruebe que debo dársela. Así que a mí me toca contratar a otro abogado para que defienda mi derecho, ya que va en contra de toda norma de la ley dejar que nadie hable por sí mismo. Ahora bien, en este caso, yo, que soy el propietario legítimo, me encuentro con dos inconvenientes: primero, mi abogado, adiestrado casi desde la cuna en defender la falsedad, se halla completamente fuera de su elemento cuando tiene que defender una causa justa, de manera que es una empresa antinatural que lleva a cabo con gran torpeza, cuando no con mala voluntad. El segundo inconveniente es que mi abogado debe proceder con gran cautela, de lo contrario será reprendido por los jueces, y odiado por sus colegas, como alguien que rebaja la práctica de la ley. Así que sólo tengo dos maneras de conservar la vaca. La primera es ganarme al abogado de mi adversario pagándole el doble de honorarios; quien entonces traicionará a su cliente, insinuando que tiene a la justicia de su parte. La segunda manera es hacer que mi abogado presente mi causa lo más injusta posible, reconociendo que la vaca pertenece a mi adversario; lo que, llevado con habilidad, se ganará el favor del tribunal. Ahora bien, su señoría debe saber que los jueces son personas designadas para dirimir disputas sobre la propiedad, así como los procesos penales, y sacadas de entre los abogados más hábiles que se han vuelto viejos o perezosos; y como toda la vida han estado predispuestos contra la verdad y la equidad, tienen tan fatal necesidad de favorecer el fraude, el perjurio y la opresión que sé de varios que han rechazado un cuantioso soborno de la parte justa, antes que perjudicar la facultad haciendo algo no conforme con su naturaleza y su oficio.

Es máxima entre estos juristas que cualquier cosa que se haya hecho antes puede volverse a hacer legalmente; y por tanto tienen especial cuidado en registrar todas las sentencias dictadas contra el derecho común y la razón general de la humanidad. Estas, con el nombre de precedentes, se aducen como autoridades para justificar las opiniones más inicuas, y los jueces jamás dejan de pronunciar sus sentencias de acuerdo con ellas.

Al alegar, evitan cuidadosamente entrar en los méritos de la causa, sino que se muestran vociferantes, violentos y tediosos demorándose en circunstancias que tienen poco que ver. Por ejemplo, en el caso que ya he mencionado: no quieren saber qué derecho o título puede tener el adversario para reclamar mi vaca, sino sólo si la vaca es roja o negra; si sus cuernos son largos o cortos; si el campo al que la saco a pastar es redondo o cuadrado; si es ordeñada dentro o fuera de casa; a qué enfermedades está expuesta, y cosas así; después de lo cual consultan los antecedentes, aplazan las sesiones de fecha en fecha, y al cabo de diez, veinte o treinta años, pronuncian el fallo.

Hay que decir asimismo que esta sociedad tiene una jerga propia que ningún otro mortal es capaz de entender, y en la que están escritas todas sus leyes, que ponen especial cuidado en multiplicar; por donde embrollan completamente la esencia misma de la verdad y la falsedad, lo justo y lo injusto; de manera que se tarda unos treinta años en decidir si el campo que me dejaron mis antepasados durante seis generaciones me pertenece a mí, o pertenece a un extraño que vive a trescientas millas.

En el juicio a personas acusadas de delitos contra el estado, el método es mucho más breve y recomendable: primero el juez manda pregonar la disposición de los que están en el poder, después de lo cual puede fácilmente mandar ahorcar o salvar a un criminal, preservando estrictamente las debidas formas de la ley.

Aquí me interrumpió mi amo; dijo que era una lástima que unos seres dotados de tan prodigiosas habilidades intelectuales como estos juristas debían de ser, según la descripción que hacía de ellos, no se les animara a instruir a sus semejantes en el saber y en el conocimiento. En respuesta a esto aseguré a su señoría que en todo lo que no fuera su oficio eran normalmente la generación más ignorante y estúpida entre nosotros, los más despreciables en una conversación corriente, enemigos confesados de todo conocimiento y saber, y dispuestos asimismo a pervertir la razón general de la humanidad en cualquier otra materia de discurso, igual que en la de su propia profesión.