Noción de los houyhnhnms de verdad y falsedad. El discurso del autor es desaprobado por su amo. El autor cuenta más detalles de sí mismo y de las peripecias de su viaje.
Mi amo me escuchó con grandes muestras de desazón en el semblante, porque dudar, o no creer, es algo tan poco conocido en ese país que sus habitantes no saben cómo comportarse en tales circunstancias. Y recuerdo que en muchas conversaciones con mi amo sobre la naturaleza del hombre de otras regiones del mundo, al tener que hablar de mentiras y de falsos testimonios, le costaba comprender lo que yo quería decir; aunque en lo demás tenía el más agudo discernimiento. Porque alegaba lo siguiente: que el uso del habla era para comprendernos los unos a los otros, y recibir información sobre la realidad; ahora bien, si alguien dice una cosa que no es se frustran estos fines; porque no puedo decir propiamente que lo comprendo; y estoy tan lejos de recibir información que me deja peor que en la ignorancia, porque me induce a creer que lo blanco es negro, o que lo largo es corto. Y estas son todas las nociones que tenía él sobre la facultad de mentir, tan perfectamente conocida y universalmente practicada entre los seres humanos.
Pero dejando esta digresión: al asegurarle que los yahoos eran los únicos animales gobernantes en mi país, lo que a mi amo le parecía totalmente inconcebible, quiso saber si había houyhnhnms entre nosotros y qué hacían. Le dije que había muchísimos; que en verano pastaban en los campos y en invierno se les guardaba en casas, con heno y avena, donde los criados yahoos se ocupaban de cepillarles la piel, peinarles la crin, limarles las pezuñas, ponerles comida y hacerles la cama. «Te comprendo muy bien —dijo mi amo—; está muy claro, por lo que cuentas, que cualquiera que sea el grado de raciocinio que pretendan tener los yahoos, los houyhnhnms son vuestros amos; ojalá nuestros yahoos fueran tan tratables». Rogué a su señoría que me excusase de proseguir, porque estaba convencido de que la explicación que me pedía iba a resultarle sumamente desagradable. Pero insistió en que quería saber lo mejor y lo peor; así que le dije que sería obedecido. Confesé que los houyhnhnms, entre nosotros, a los que llamábamos caballos, eran los animales más generosos y hermosos que teníamos; que destacaban en fuerza y velocidad; y cuando pertenecían a personas de calidad, y los empleaban para viajar, para las carreras, o para tirar de carruajes, eran tratados con todo el cariño y cuidado; hasta que caían enfermos o se despeaban. Entonces se vendían, y se les dedicaba a toda clase de trabajos, hasta que morían; cuando esto ocurría les quitaban la piel para venderla por lo que valiera, y el cuerpo se dejaba que lo devorasen los perros y las aves rapaces. En cuanto a los caballos corrientes, no tenían tanta suerte; porque pertenecían a campesinos, carreteros y demás gente inferior que los dedicaba a trabajos penosos y los alimentaba muy mal. Describí lo mejor que pude nuestra manera de cabalgar; la forma y uso de la brida, la silla, la espuela y la fusta; de los arneses y las ruedas. Añadí que les clavábamos planchas de cierto material llamado «hierro» debajo de los pies para evitar que se rompieran las pezuñas en los caminos pedregosos por los que transitábamos a menudo.
Mi amo, tras algunas exclamaciones de gran indignación, preguntó cómo osábamos montar sobre el lomo de un houyhnhnm; porque estaba seguro de que el criado más flojo de su casa era capaz de sacudirse de encima al yahoo más fuerte, o tumbarse y aplastar al bruto poniéndose patas arriba. Contesté que nuestros caballos se domaban a los tres o cuatro años para los diversos usos a que eran destinados; que si alguno salía insoportablemente resabiado lo dedicaban al tiro de carruajes; que de jóvenes se les castigaba severamente cuando hacían alguna maldad; que los machos que iban a utilizarse para usos corrientes como la silla o el tiro eran castrados por lo general cuando tenían dos años, para quitarles la fogosidad y hacerlos más dóciles y tranquilos; que desde luego eran sensibles a los premios y los castigos; pero que tuviese en cuenta su señoría que carecían de toda sombra de raciocinio, como les ocurría a los yahoos de este país.
Me vi obligado a recurrir a multitud de circunloquios para trasladar a mi amo la idea correcta de lo que quería decir; porque su lengua no abunda en variedad de palabras, al ser sus necesidades y sus pasiones menos numerosas que las nuestras. Pero es imposible describir su noble enojo ante nuestro trato salvaje de la raza houyhnhnm, sobre todo después de explicarle la manera y costumbre de castrar a los caballos entre nosotros, para impedir que propagaran su casta, y para volverlos más serviles. Dijo que si fuera posible que hubiese un país donde sólo los yahoos tuviesen uso de razón, evidentemente sería el animal gobernante; porque la razón siempre acaba prevaleciendo sobre la fuerza bruta. Pero habida cuenta de la constitución de nuestro cuerpo, y especialmente el mío, pensaba que ningún ser de semejante tamaño estaba tan mal concebido para emplear esa razón en las normales actividades de la vida; por lo que quiso saber si aquellos entre los que yo vivía se parecían a mí o a los yahoos de su país. Le aseguré que yo estaba tan bien formado como la mayoría de mi edad; pero los jóvenes y las hembras eran mucho más suaves y tiernos, y su piel era blanca como la leche por lo general. Dijo que desde luego yo era distinto de los otros yahoos, ya que era mucho más limpio y no tan deforme en términos generales; pero en cuanto a ventajas reales, creía que comparado con ellos salía yo perdiendo; que mis uñas delanteras y traseras carecían de utilidad, y si eran mis pies delanteros, no podía llamarlos propiamente con ese nombre puesto que nunca me había visto caminar sobre ellos, eran demasiado suaves para soportar el suelo, iba generalmente con ellos al aire, y las fundas con que a veces me los cubría no tenían la misma forma ni eran tan fuertes como las de los pies traseros; que no podía caminar con seguridad porque si resbalaba uno de los pies traseros inevitablemente me caería. Luego se puso a enumerar defectos de las otras partes de mi cuerpo: tenía la cara plana, la nariz prominente y los ojos delante, de manera que no podía mirar a uno u otro lado sin volver la cabeza; no podía alimentarme sin llevarme una pata delantera a la boca, y por tanto la naturaleza había dispuesto esas articulaciones para satisfacer dicha necesidad. No sabía qué uso podían tener las diversas hendiduras y divisiones de mis pies traseros; que eran demasiado blandos para soportar las piedras sin un forro hecho con piel de algún bruto; que mi cuerpo entero carecía de defensa contra el calor y el frío, lo que me obligaba a ponerme y quitarme una diariamente con tedioso embarazo. Y por último, señaló que todos los animales de este país detestaban instintivamente a los yahoos, a los que los más débiles evitaban, y los más fuertes ahuyentaban. De manera que, suponiendo que estuviésemos dotados de razón, no podía ver cómo era posible curar esa antipatía natural que todos los seres manifestaban hacia nosotros, ni, consiguientemente, cómo podíamos domarlos y hacerlos dóciles. Sin embargo, no quería seguir más con este asunto —dijo—, porque estaba ansioso por conocer mi historia, el país donde había nacido, y los diversos sucesos y peripecias de mi vida antes de llegar aquí.
Le aseguré que estaba sumamente deseoso de satisfacerle en todo; pero que dudaba mucho que me fuera posible explicar muchas cosas de las que su señoría no podía tener ninguna noción, porque no veía en este país nada que pudiera parecerse; que, no obstante, haría lo posible, y me esforzaría en expresarme con similitudes, y humildemente le pediría ayuda cuando me faltasen las palabras adecuadas; cosa que me prometió de buen grado.
Le conté que había nacido de padres honrados, en una isla llamada Inglaterra, que estaba muy lejos de este país, a tantas jornadas como el criado más resistente de su señoría pudiera hacer en el curso anual del sol; que me había formado como cirujano, oficio que consistía en curar heridas y daños del cuerpo recibidos por accidente o violencia; que mi país estaba gobernado por un hombre hembra llamado reina; que lo había abandonado para ganar bastante riqueza para mantenernos mi familia y yo cuando regresara; que en mi último viaje iba al mando del barco, con unos cincuenta yahoos bajo mis órdenes, muchos de los cuales murieron en alta mar, y me vi obligado a sustituirlos por otros que recogí en otras naciones; que nuestro barco había estado dos veces en peligro de zozobrar; la primera por una gran tempestad, y la segunda al chocar con un escollo. Aquí mi amo me interrumpió para preguntarme cómo había convencido a los extranjeros de los diferentes países para que osaran unirse a mí, después de las pérdidas que había sufrido y los peligros que había corrido. Le dije que eran hombres de fortuna desesperada a los que la pobreza o los crímenes habían forzado a abandonar sus lugares de nacimiento. A algunos los habían arruinado los pleitos; otros se pasaban el día bebiendo, jugando a las cartas o en los lupanares; otros huían a causa de alguna traición; muchos por homicidio, robo, envenenamiento, perjurio, falsificar documentos o moneda, por rapto o sodomía, por desertar o huir del enemigo; y la mayoría eran huidos de la prisión; y ninguno se atrevía a volver a su país por miedo a la horca o a morir de hambre en un calabozo; y por tanto se encontraban en la necesidad de buscarse la vida en otros lugares.
Durante este discurso, mi amo tuvo a bien interrumpirme varias veces; yo había utilizado multitud de perífrasis para describirle la naturaleza de los diversos crímenes por los que la mayoría de mi tripulación se habían visto obligados a huir de sus respectivos países. Esta empresa requirió varios días de conversación, hasta que consiguió comprenderme. No se explicaba qué utilidad o necesidad había de practicar tales vicios. Para aclarárselo traté de darle alguna idea de las ansias de poder y de riqueza, de los terribles efectos de la lujuria, la intemperancia, la malevolencia y la envidia. Todo esto tuve que definírselo y describírselo exponiéndole casos y haciendo suposiciones. Al terminar, como la persona a la que la imaginación le presenta algo que no ha visto ni oído jamás, alzó los ojos con asombro e indignación. El poder, el gobierno, la guerra, la ley, el castigo y mil cosas más carecían de términos por los que la lengua pudiera designarlas, lo que me hacía insuperablemente difícil dar a mi amo una noción de lo que quería decir. Pero como estaba dotado de gran discernimiento, muy ejercitado por la reflexión y la conversación, al final llegó a un conocimiento bastante aceptable de lo que es capaz la naturaleza humana en nuestras regiones del mundo y me pidió que le contase alguna historia concreta de ese territorio que llamamos Europa, y especialmente de mi país.