Capítulo I

El autor emprende un viaje como capitán de un barco. Sus hombres conspiran contra él, lo tienen mucho tiempo encerrado en su camarote. Lo desembarcan en una tierra desconocida. Se adentra en la región. Descripción de los yahoos, extraña especie animal. El autor topa con dos houyhnhnms.

Continué en casa con mi esposa y mis hijos unos cinco meses, muy felizmente si hubiera aprendido la lección de saber dónde estaba bien. Dejé a mi pobre esposa embarazada y acepté un ofrecimiento ventajoso que se me hizo de mandar el Adventure, sólido mercante de 350 toneladas, porque sabía navegación; estaba cansado de navegar como cirujano, práctica que no obstante podía ejercer en cualquier momento, y tomé a un joven habilidoso, un tal Robert Purefoy, para ese puesto en mi barco. Zarpamos de Portsmouth el día 2 de agosto de 1710; el 14 topamos con el capitán Pocock, de Bristol, en Tenerife, el cual se dirigía a la bahía de Campeche, a cortar palo. El 16 nos separó un temporal; a mi regreso me he enterado de que naufragó su barco y sólo se salvó un grumete. Era un hombre honrado, y buen marinero, aunque un poco demasiado radical en sus opiniones, lo que fue la causa de su muerte, como le ha ocurrido a muchos. Porque de haber seguido mi consejo ahora estaría en casa con su familia, igual que yo.

Varios hombres de mi barco murieron a causa de las fiebres tropicales, de manera que me vi obligado a enrolar gente de Barbados y de las Islas de Sotavento, donde toqué por consejo de los mercaderes que me habían contratado; de lo que tuve sobrado motivo para arrepentirme, porque hallé más tarde que la mayoría habían sido bucaneros. Llevaba cincuenta marineros a bordo, y las órdenes que había recibido eran comerciar con los indios de los Mares del Sur, y llevar a cabo los descubrimientos que pudiese. Estos bribones que tomé pervirtieron a mis hombres, y urdieron una conspiración para reducirme y apoderarse del barco, lo que hicieron una madrugada irrumpiendo en la cámara y atándome de pies y manos, con la amenaza de arrojarme por la borda si ofrecía resistencia. Les dije que era su prisionero y que me rendía. Me hicieron jurarlo, y a continuación me desataron, dejándome encadenado sólo por un pie a la cama, y pusieron un centinela en la puerta con el arma cargada, y la orden de matarme de un tiro si intentaba liberarme. Me mandaron abajo vituallas y bebida, y asumieron el gobierno del barco. Su propósito era dedicarse a la piratería, y saquear a los españoles, lo que no podían hacer hasta que reclutasen más hombres. Pero antes resolvieron vender la mercancía del barco, y luego dirigirse a Madagascar en busca de gente, dado que murieron varios después de encerrarme. Navegaron durante varias semanas y comerciaron con los indios; aunque yo ignoraba el rumbo que llevaban, ya que me tenían encerrado, y no esperaba sino que me mataran, como a menudo amenazaban hacer.

El día 9 de mayo de 1711, un tal James Welch bajó a la cámara y me dijo que tenía orden del capitán de llevarme a tierra. Traté de hacerle cambiar de opinión, aunque en vano; y no quiso decirme quién era el nuevo capitán. Me obligaron a embarcar en la lancha, permitiéndome que me pusiese mi mejor uniforme, que era bueno y nuevo, y llevase un pequeño bulto de ropa, aunque no armas, salvo el sable; y tuvieron el detalle de no registrarme los bolsillos, en los que me había guardado todo el dinero que tenía, además de algunas cosas necesarias. Bogaron alrededor de una milla, y me dejaron en una playa. Les pedí que me dijesen que país era. Todos juraron que respecto a eso no sabían más que yo; pero dijeron que el capitán —como lo llamaban—, después de vender la carga, había decidido librarse de mí en la primera tierra que avistase. Acto seguido emprendieron el regreso, aconsejándome que me diese prisa no fuera que me sorprendiese la marea, y me dijeron adiós.

En esta desolada situación eché a andar, y no tardé en llegar a suelo firme, donde me senté en un declive a pensar qué podía hacer. Cuando me sentí un poco descansado, me adentré en la región, dispuesto a entregarme a los primeros salvajes que encontrase, y comprar mi vida con brazaletes, aros de vidrio y otras baratijas de las que normalmente se proveen los marineros en esos viajes, y de las que llevaba algunas encima: el terreno se hallaba dividido por largas filas de árboles; no es que estuviesen plantados regularmente, sino que crecían de manera natural; había abundante hierba, y varios campos de avena. Caminaba muy precavidamente por temor a que me sorprendiesen, o me disparasen alguna flecha por detrás, o desde uno u otro lado. Salí a un camino frecuentado, en el que descubrí huellas de pies humanos, y unas cuantas de vaca, pero sobre todo de caballos. Finalmente, descubrí varios animales en un campo, y uno o dos de la misma especie en lo alto de árboles. Su figura era muy singular, y deforme, lo que me inquietó un poco; así que me escondí detrás de un arbusto para observarlos mejor. Un grupo se acercó al lugar donde yo estaba tumbado, lo que me permitió distinguir claramente en su forma. Tenían la cabeza y el pecho cubiertos de espeso pelo, unos rizado y otros lacio, barba como los chivos, y un largo lomo de pelo que les bajaba por la espalda y por la parte delantera de las extremidades y los pies; pero el resto del cuerpo lo tenían pelado, de manera que se les veía la piel, que era del color del ante. Carecían de cola, y de pelo en el trasero, salvo alrededor del ano, donde, supongo, la naturaleza había puesto allí para defenderlo cuando el animal se sentase en el suelo; porque adoptaban esa postura, lo mismo que la tumbada, y se levantaban sobre los pies. Trepaban a lo alto de los árboles con la agilidad de una ardilla porque tenían largas y fuertes garras delante y detrás que terminaban en afiladas y curvadas puntas como ganchos. A menudo saltaban y brincaban con agilidad prodigiosa. Las hembras no eran tan grandes como los machos; su pelo de la cabeza era largo y lacio, aunque no tenían ninguno en la cara, ni otra cosa en el resto del cuerpo que una especie de vello, salvo en el ano y las partes pudendas. Las tetas les colgaban entre las patas delanteras, y a menudo casi les rozaban el suelo al caminar. El pelo en ambos sexos era de diverso color: castaño, rojizo, negro y amarillo. En general, no había visto en ninguno de mis viajes un animal tan desagradable, ni que me inspirase el más fuerte rechazo. Así que juzgando que había visto ya suficiente, y lleno de repugnancia y aversión, me levanté y proseguí por el camino hollado, con la esperanza de dar con la cabaña de algún indio. Y no había andado mucho, cuando descubrí en mitad del camino a una de esas criaturas que venía directamente hacia mí. El monstruo, al verme, contrajo de diversas maneras cada una de sus facciones, y se me quedó mirando como algo que no hubiera visto jamás; después, acercándose, levantó una zarpa delantera, no sé si por curiosidad o con alguna intención aviesa. Pero saqué el sable y le di un buen golpe con el plano de la hoja, ya que no me atreví a herirlo con el filo por temor a concitar a los habitantes contra mí, si llegaban a enterarse de que había matado o herido a un ejemplar de su ganado. La bestia, al sentir el escozor, se retrajo, y soltó tan fuerte rugido que del campo cercano acudió una manada de no menos de cuarenta y se apiñaron a mi alrededor, aullando y haciendo muecas odiosas. Así que eché a correr hacia el tronco de un árbol, y pegando la espalda a él, los mantuve alejados blandiendo el sable. Varios de esta maldita camada, cogiéndose a las ramas de atrás se subieron al árbol y empezaron a defecar sobre mi cabeza; no obstante, me libré bastante bien pegándome al tronco de un árbol, aunque casi me asfixiaba el hedor de lo que caía desde todas partes junto a mí.

De repente, en medio de este trance, vi que echaban todos a correr lo más deprisa que podían, por lo que me atreví a abandonar el árbol y a seguir el camino, preguntándome qué podía haberlos asustado. Pero al mirar a mi izquierda vi a un caballo que andaba plácidamente por el campo, y había sido la causa de que huyeran mis perseguidores al descubrirlo. El caballo se asustó un poco cuando estuvo cerca de mí; pero en seguida se recobró y me miró directamente a la cara con asombro manifiesto: me observó las manos y los pies, y dio varias vueltas a mi alrededor. Yo quería continuar mi camino, pero se me puso justo delante, aunque con ademán pacífico, sin la menor muestra de violencia. Nos estuvimos mirando el uno al otro un rato; finalmente tuve el atrevimiento de alargar la mano hacia su cuello con intención de acariciarlo, recurriendo al estilo y silbido de los joqueis cuando se disponen a montar un caballo extraño. Pero este animal, acogiendo mis atenciones con desdén, sacudió la cabeza, arqueó las cejas, y levantó suavemente la pezuña delantera derecha como para apartarme la mano. Luego relinchó tres o cuatro veces, pero con una cadencia tan rara que casi llegué a creer que hablaba consigo mismo en alguna lengua propia.

Mientras estábamos así él y yo, se acercó otro caballo; y dirigiéndose al primero de manera ceremoniosa, chocaron suavemente la pezuña derecha, y relincharon varias veces por turno, variando el tono de tal manera que casi parecía articulado. Se alejaron unos pasos como para conferenciar, paseando de un lado a otro, adelante y atrás, como personas deliberando sobre algún asunto de peso; y volviéndose de vez en cuando hacia mí como para vigilar que no me escapara. Yo estaba asombrado ante la actitud y comportamiento de estos dos brutos; y concluí conmigo mismo que si los habitantes de este país estaban dotados de un grado proporcional de raciocinio eran por necesidad la nación más inteligente del mundo. Este pensamiento me produjo tal alivio que decidí seguir andando hasta encontrar alguna casa o aldea, o topar con algún natural del país, dejando a los dos caballos que parlamentasen cuanto quisieran. Pero el primero, que era tordo, al darse cuenta de que me alejaba, me relinchó en un tono tan conminatorio que me pareció entender qué quería decir; así que di media vuelta y me acerqué a él, a esperar a ver qué más se le ocurría mandar, aunque disimulando mi temor como podía; porque empezaba a preocuparme cómo podía acabar esta aventura; y podrá creerme fácilmente el lector si digo que no me hacía mucha gracia mi situación en esos momentos.

Se me acercaron los dos caballos, y me miraron con gran seriedad la cara y las manos. El tordo pasó la pezuña de su pata derecha por todo el sombrero y me lo descolocó de tal manera que me lo tuve que ajustar quitándomelo y volviéndomelo a poner, lo que pareció sorprenderles muchísimo a él y a su compañero —que era bayo—; este me tocó el faldón de la casaca, y al notar que colgaba suelto, me miraron los dos con asombro. Me rozó la mano derecha, como extrañado por la suavidad y el color; pero me la apretó tan fuerte entre la pezuña y la cuartilla que solté un bramido, tras lo cual me siguieron tocando los dos con toda la delicadeza posible. Les tenían sumamente perplejos los zapatos y las medias, que me tantearon muchas veces, relinchándose el uno al otro de vez en cuando, y haciendo diversos gestos, no muy distintos de los del filósofo cuando intenta resolver algún fenómeno nuevo y difícil.

En general, el comportamiento de estos animales era tan ordenado y racional, tan grave y juicioso, que concluí que de necesidad debían de ser magos metamorfoseados de esta manera con algún propósito, y que al ver a un extranjero en el camino habían decidido divertirse a su costa; o quizá estaban realmente asombrados ante la visión de un hombre tan distinto en hábito, figura y piel de los que probablemente vivían en este clima remoto. Basándome en este razonamiento, me atreví a dirigirme a ellos en los siguientes términos: «Caballeros, si sois prestidigitadores, como tengo buenos motivos para creer, sin duda comprenderéis cualquier lengua; por tanto, me atrevo a poner en conocimiento de vuestras señorías que soy un pobre y atribulado inglés al que las desventuras han arrojado a esta costa, y suplico que una de vuestras mercedes me permita cabalgar sobre su lomo, como si de verdad fuese caballo, hasta alguna casa o pueblo donde se me pueda socorrer. A cambio de dicho favor, le haré regalo de este brazalete y este cuchillo» —al mismo tiempo, saqué ambos objetos del bolsillo—. Los dos seres estuvieron callados mientras hablaba, como si escuchasen con gran atención, y cuando terminé, se pusieron a relincharse el uno al otro, como enfrascados en seria conversación. Observé claramente que su lengua expresaba muy bien las pasiones, y que sus palabras podían resolverse en un alfabeto más fácilmente que el chino.

A menudo conseguía distinguir la palabra yahoo, que uno y otro repetían de vez en cuando; y aunque me era imposible adivinar qué significaba, mientras los dos caballos estaban enfrascados en su conversación, me esforcé en practicar ese término con mi voz; y en cuanto dejaron de hablar, pronuncié yahoo en voz alta, imitando al mismo tiempo, lo más que podía, el relincho de caballo, a lo cual se quedaron los dos visiblemente sorprendidos, y el tordo repitió el mismo vocablo dos veces, como si quisiera enseñarme su correcta pronunciación, así que lo repetí después que él lo mejor que pude, y descubrí que lo hacía mejor cada vez, aunque aún estaba lejos de hacerlo bien del todo. Entonces el bayo probó con una segunda palabra, mucho más difícil de pronunciar, que reducida a la ortografía inglesa podría transcribirse como houyhnhnm. Con esta no logré hacerlo tan bien como con la primera, pero después de intentarlo otras dos o tres veces, tuve más suerte; y los dos parecieron asombrarse de mi capacidad.

Tras unos cuantos intercambios más, que entonces imaginé que se referían a mí, los dos amigos se despidieron con el mismo saludo de darse la pezuña; y el tordo me hizo seña de que echase a andar delante de él; lo que juzgué prudente acatar, hasta que encontrase mejor guía. Cuando traté de aflojar el paso, profirió: «¡Hhuun, hhuun!»; comprendí qué quería decir, y le di a entender lo mejor que pude que estaba cansado, y que no podía ir más deprisa; con lo que se detuvo un rato para dejar que descansase.