Capítulo V

Se permite al autor visitar la Ilustre Academia de Lagado. Amplia descripción de la Academia. Artes a las que en ella se dedican los profesores.

Esta academia no ocupa un único edificio, sino varias casas sucesivas a ambos lados de una calle que, al ir deteriorándose, fueron compradas y destinadas a dicho uso.

Fui amabilísimamente recibido por el director, y estuve yendo muchos días a la academia. Cada aposento lo ocupa uno o más proyectistas; y creo que no estuve en menos de quinientos aposentos.

El primer hombre que vi era de tipo flaco, con las manos y la cara manchadas de hollín, barba y cabellos largos, desordenados, y chamuscados en varios sitios. Las ropas, la camisa y la piel eran del mismo color. Hacía ocho años que trabajaba en un proyecto para extraer rayos de sol de los pepinos; y había que guardarlos en frascos sellados herméticamente, y sacarlos para calentar el aire en los veranos crudos e inclementes. Me dijo que no dudaba que en ocho años más podría abastecer de sol el parque del gobernador a un coste razonable; pero se quejó de que las cantidades almacenadas fueran escasas, y me rogó que le diese algo a modo de contribución al fomento de la inventiva, sobre todo teniendo en cuenta lo caros que estaban los pepinos en esta época. Le hice una pequeña donación, ya que milord me había provisto de dinero para este fin; dado que conocía la práctica de pedir a todo el que los visitaba.

Entré en otra cámara, pero me eché rápidamente atrás, asaltado por un olor nauseabundo. Mi guía me empujó adentro, suplicándome en voz baja que no dijese nada ofensivo, que podían tomarlo como un gran agravio; así que no me atreví a taparme la nariz. El proyectista de esta celda era el investigador más antiguo de la Academia. Su rostro y su barba eran de un amarillo pálido; y tenía las manos y las ropas pringadas de porquería. Al ser presentados me dio un fortísimo abrazo (saludo del que con gusto le habría dispensado). Desde su incorporación a la Academia trabajaba en un procedimiento para reducir el excremento humano a su alimento original, separando las diversas partes, eliminando la tintura que recibe de la bilis, haciendo que exhale el olor, y quitándole la saliva. Recibía una asignación semanal de la sociedad, consistente en una vasija llena de excremento humano, del tamaño de un barril de Bristol.

Vi a otro ocupado en transmutar el hielo en pólvora por calcinación, quien me enseñó asimismo un tratado que había escrito, y pensaba publicar, sobre la maleabilidad del fuego.

Había un arquitecto de lo más ingenioso que había ideado un nuevo método de construir casas empezando por el tejado, edificando hacia abajo hasta los cimientos, proceso que me justificó por ser el practicado por dos prudentes insectos como son la abeja y la araña.

Había un ciego de nacimiento que tenía varios aprendices en su misma situación. El trabajo de estos consistía en confeccionar colores para pintores; colores que el maestro les enseñaba a distinguir por el tacto y el olor. Fue desde luego una mala suerte para mí, en esa ocasión, observar que no andaban muy acertados en lo aprendido, y que hasta el profesor se equivocaba por lo general; este artista es muy estimado y alentado por la institución entera.

En otro aposento, me sorprendió muy gratamente encontrar a un proyectista que había ideado una manera de arar la tierra con cerdos, de ahorrar gastos de arado, ganado y mano de obra. El método es el siguiente: en un acre de terreno se entierra, a seis pulgadas de distancia y ocho de profundidad, cierta cantidad de bellotas, dátiles, castañas y frutos por el estilo o de las hortalizas que más les gustan a estos animales: luego sueltas en ese campo seiscientos o más ejemplares, y en pocos días, buscando alimento, dejan la tierra completamente levantada, y preparada para la siembra, a la vez que estercolada con sus excrementos; lo cierto, como han comprobado experimentalmente, es que el coste y el engorro eran considerables, y que al final encontraron poco o nada que cosechar. Sin embargo, no hay duda de que la invención es susceptible de grandes mejoras.

Entré en otra sala cuyas paredes y techo estaban cubiertos de telarañas, salvo un estrecho pasillo por donde salía y entraba el artista. Al asomar yo me gritó que no tocase las telarañas. Lamentó el error fatal en el que vivía el mundo desde hacía tiempo, de utilizar gusanos de seda, cuando teníamos tantísimos insectos domésticos que los aventajaban infinitamente, porque dominaban tanto el arte de tejer como el de hilar. Y afirmaba además que empleando arañas se podía ahorrar el coste de teñir sedas; cosa de la que me dejó totalmente convencido cuando me enseñó una inmensa cantidad de moscas de hermosísimos colores con las que alimentaba a las arañas, asegurándonos que las telarañas tomarían la tintura de ellas; y como las tenía de todos los matices, esperaba satisfacer los gustos de todo el mundo en cuanto encontrase el alimento apropiado para las moscas, de ciertas resinas, aceites y otras sustancias pegajosas, para dar fuerza y consistencia a los hilos.

Había un astrónomo que se había propuesto colocar un reloj de sol en la gran veleta del ayuntamiento, ajustándole los movimientos anuales y diurnos de la tierra y el sol, a fin de que se correspondiesen y coincidiesen con los giros eventuales debidos al viento.

Me iba quejando yo de un dolorcillo de cólico, y mi guía me llevó a un aposento donde residía un gran físico que tenía fama de curar esa enfermedad mediante operaciones opuestas a la función de este aparato, con un gran fuelle que tenía, dotado de un canuto largo y delgado tallado en marfil. Introducía el canuto unas ocho pulgadas por el ano; y aseguraba que extrayendo el viento lo mismo podía vaciar las tripas como secar la vejiga. Pero cuando la enfermedad era persistente y violenta, metía el canuto con el fuelle lleno de aire, y lo vaciaba en el cuerpo del paciente; a continuación retiraba el instrumento y lo volvía a llenar, mientras aplicaba fuertemente el pulgar sobre el orificio anal; y tras repetir la operación tres o cuatro veces, el aire adventicio salía con fuerza, arrastrando consigo el mal (como el agua del interior de una bomba), y entonces el paciente se recupera. Yo le vi aplicar ambos experimentos a un perro; aunque en el primero no observé que tuviera ningún efecto. Después, en el segundo, el animal se puso como a punto de reventar, y soltó una violenta descarga de lo más ofensiva para mí y mis acompañantes. El perro murió en el acto, y dejamos al doctor esforzándose en devolverlo a la vida mediante la misma operación.

Visité muchas otras salas, pero en aras de la brevedad no voy a aburrir al lector con todas las curiosidades que vi.

Hasta aquí había visto sólo un lado de la Academia, ya que el otro estaba reservado a los pioneros del saber especulativo, de los que diré algo cuando haya hecho mención de un ilustre personaje más, conocido entre ellos como «el artista universal». Nos dijo que llevaba treinta años dedicando sus capacidades mentales al mejoramiento de la vida humana. Tenía dos grandes estancias repletas de curiosidades maravillosas, y cincuenta hombres trabajando. Unos convertían el aire en una sustancia seca tangible extrayéndole el nitro y filtrando las partículas acuosas o fluidas; otros ablandaban mármol para hacer almohadas y acericos; otros petrificaban las pezuñas de un caballo vivo para evitar que se despeasen. El artista estaba en esos momentos ocupado en dos grandes proyectos; el primero era sembrar la tierra de cascarilla, en la que afirmaba que se contenía la auténtica virtud seminal, como había demostrado con varios experimentos que no tengo suficiente capacidad para comprender. El otro consistía en aplicar externamente a dos corderos lechales cierta mezcla de gomas, minerales y vegetales para impedir que les saliera lana, con lo que esperaba difundir por todo el reino, en un plazo razonable, la raza de oveja pelada.

Cruzamos un paseo y nos dirigimos al otro lado de la Academia, donde, como he dicho, residían los proyectistas del saber especulativo.

El primer profesor que vi estaba en una amplísima estancia, con cuarenta alumnos a su alrededor. Tras los saludos, al ver que observaba atentamente un marco que ocupaba la mayor parte del ancho y largo del aposento, dijo que quizá me asombrara verlo ocupado en un proyecto para mejorar la enseñanza especulativa con trabajos prácticos y mecánicos; pero que no iba a tardar el mundo en darse cuenta de su utilidad; y se jactaba de que jamás había brotado pensamiento más noble y exaltado del cerebro de nadie. Todos sabían cuán laborioso es el método habitual de dominar las artes y las ciencias; mientras que, con su invención, el sujeto más ignorante, con un desembolso razonable, y un pequeño esfuerzo físico, podía escribir libros de filosofía, poesía, política, derecho, matemáticas y teología sin asistencia ninguna de genio o de estudio. Seguidamente me llevó al marco, en cuyos lados se hallaban en fila todos sus discípulos. Tenía veinte pies cuadrados, y estaba colocado en medio de la habitación. Su superficie la componían diversos tacos de madera, del tamaño de un dado, aunque unos más grandes que otros. Estaban ensartados todos con alambres delgados. Estos tacos de madera tenían las caras cubiertas con papeles pegados; y en esos papeles estaban escritas todas las palabras de su lengua en los diversos modos, tiempos y declinaciones; pero sin orden. El profesor me pidió que prestase atención, ya que iba a poner en marcha el ingenio. Los discípulos, a una orden suya, cogieron cada uno una manivela de hierro, de las que había cuarenta alrededor del marco; y al darles súbitamente una vuelta cambió la disposición de las palabras. Entonces mandó a treinta y seis muchachos que leyesen despacio varios renglones, según aparecían en el marco; y donde encontraban tres o cuatro palabras juntas que podían formar parte de una frase, las dictaban a los cuatro muchachos restantes que eran los escribientes. Repitieron esta operación tres o cuatro veces, y a cada giro, el ingenio estaba ideado de tal modo que las palabras se desplazaban a nuevos sitios, conforme los cuadrados de madera se volvían boca abajo.

Estos jóvenes estudiantes dedicaban seis horas al día a este tarea, y el profesor me enseñó volúmenes en folio mayor ya recogidos con frases incompletas que tenía intención de ensamblar y, de ese rico material, ofrecer al mundo un corpus completo de las artes y las ciencias; lo que, sin embargo, aún podía mejorarse, y acelerarse si el público aportaba fondos para construir y poner en funcionamiento cuatrocientos marcos de estos en Lagado, y obligar a los directores a aportar sus diversas recopilaciones.

Me aseguró que este invento le había acaparado todo su pensamiento desde sus tiempos jóvenes; que había vaciado el vocabulario entero en ese marco, y había hecho el más riguroso cálculo de la proporción general que hay en los libros entre el número de partículas, nombres, verbos y otras partes de la oración.

Di humildemente las gracias a este ilustre personaje por su gran franqueza; y prometí, si alguna vez tenía la suerte de volver a mi país natal, que le haría justicia como inventor único de esta máquina prodigiosa, cuya forma y disposición pedía permiso para dibujar en un papel. Le dije que, aunque era costumbre de nuestros sabios europeos robarse inventos los unos a los otros, con lo que se tenía al menos la ventaja de convertir en controversia la cuestión de quién era el dueño verdadero, me tomaría todo el cuidado para que la honra fuera indiscutiblemente suya.

Luego fuimos a la escuela de lenguas, donde tres profesores se hallaban reunidos en consulta sobre cómo mejorar la del país.

El primer proyecto consistía en abreviar el discurso reduciendo los polisílabos a monosílabos, y suprimiendo las conjugaciones y los participios; porque en realidad todas las cosas imaginables son sólo nombres.

El otro era un procedimiento para suprimir toda clase de palabras; lo que se recomendaba como una gran ventaja en lo que se refería a la salud, así como a la brevedad. Porque está claro que cada palabra que pronunciamos supone cierta merma de nuestros pulmones por oxidación, lo que consiguientemente contribuye a acortar la vida. Por tanto se ofrecía un expediente: que dado que las palabras sólo son nombres de cosas, lo más práctico para todos era llevar encima las cosas necesarias para expresar el asunto concreto sobre el que se tiene que hablar; invención que sin duda se habría llevado a la práctica, para gran comodidad, y beneficio de la salud del sujeto, si las mujeres, conjuntamente con el vulgo y los analfabetos, no llegan a amenazar con sublevarse, a menos que se les concediese la libertad de hablar en la lengua de sus mayores; tan recalcitrante e irreconciliable enemigo de la ciencia es el común de la gente. Sin embargo, los más instruidos y sabios se adhieren al nuevo sistema de expresarse por cosas; lo que sólo tiene este inconveniente: que si el asunto de un hombre es muy extenso y diverso estará obligado, en proporción, a ir con un gran surtido de cosas a la espalda, a menos que pueda permitirse la asistencia de dos fornidos criados. Yo he visto a menudo a dos de estos sabios casi doblados bajo el peso de sus fardos, como los buhoneros entre nosotros; y cuando se encuentran en la calle, sueltan la carga, abren sus sacos y se están conversando una hora seguida; luego vuelven a ensacar sus avíos, se ayudan mutuamente a cargar sus respectivos bultos, y se despiden.

Pero para las conversaciones breves uno puede llevar suficiente provisión de útiles en los bolsillos, o bajo el brazo; y si está en su casa, no le faltará con qué expresarse. Por todo ello, el aposento donde se reúne la tertulia que practica este arte está llena de toda clase de cosas, dispuestas a mano, a fin de facilitar material necesario para esta clase de conversación artificial.

Otra gran ventaja que ofrecía esta invención era que servía de lengua universal, comprendida en todas las naciones civilizadas, cuyas mercancías y utensilios son generalmente del mismo género, o muy parecido, de manera que su uso se podía entender sin dificultad. Y de esta manera los embajadores estarían en condiciones de tratar con príncipes o ministros extranjeros cuyas lenguas ignorasen.

Estuve en la escuela de matemáticas, donde el maestro enseñaba a sus alumnos con un método difícilmente imaginable en Europa. Se escribían con claridad la proposición y la demostración en una oblea delgada, con tinta elaborada con tintura cefálica. El estudiante se la tragaba con el estómago en ayunas, y durante los tres días siguientes no tomaba más que pan y agua. Al digerir la oblea, la tintura le subía al cerebro, llevando consigo la proposición. Sin embargo, hasta ahora no se había logrado obtener ningún éxito, en parte por algún error en las cantidades o en la composición, y en parte por la terquedad de los muchachos, a los que les resulta tan repugnante ese bolo que suelen escabullirse disimuladamente, y lo evacuan por arriba antes de que pueda actuar; por otro lado, tampoco se les ha podido convencer para que practiquen la larga abstinencia que la prescripción requiere.